lunes, 25 de junio de 2018

LA TENTACION: CAPITULO 3




Un día y medio después, Paula había llegado a su destino.


Bienvenidos a Sandy Bend, decía un cartel en las inmediaciones de la ciudad.


—¿Bienvenidos? Debe de ser una broma —dijo Paula al leerlo.


Habían pasado tres años desde su última visita y ahora aquella ciudad se le antojaba tan atractiva como aparecer en Liberia en biquini.


Excepto por Pedro Alfonso. Aunque Sandy Bend era el lugar más aburrido del mundo, saber que él estaba cerca siempre había conseguido estremecerla. Pedro había sido un duro adversario, sin acceder a retirarse sólo porque ella fuera muy femenina y muy rica.


Contrariamente a sus costumbres, Paula aminoró la marcha y notó que el corazón se le aceleraba al pasar por delante de la comisaría. 


Sintió un conocido cosquilleo de emoción y buscó con la mirada el viejo Mustang de Pedro en el aparcamiento. No había ningún Mustang. 


Pero no sabía si Pedro seguía usando el mismo coche.


Sí sabía que seguía siendo policía en Sandy Bend. Había conseguido la información gracias a una llamada de teléfono que le había hecho a su hermano Esteban por Navidad. Esteban estaba casado con la hermana de Pedro, Alejandra.


Pero no estaba allí para ver a Pedro, a Alejandra ni a ninguna otra persona de la ciudad. Estaba allí porque nadie en su sano juicio esperaría encontrarla en Sandy Bend. Incluida ella.


También eran inesperados los cambios que se habían dado en la ciudad. Mientras conducía por Main Street vio un balneario, varias boutiques, una joyería y muchos restaurantes nuevos. Si el lugar hubiera sido tan interesante varios años atrás, no habría matado las horas intentando molestar a los demás.


Giró a la izquierda y se dirigió a la casa de sus padres. Era el tipo de vivienda que hacía que se les cayera la baba a los editores de revistas de arquitectura. Paula también reconocía que era espectacular, a pesar de ser tan fría y estar tan vacía como una galería de arte moderno.


Paula se detuvo frente a la verja de entrada, se bajó del coche y tecleó el código de seguridad en el panel. El número no había cambiado: 062671. Era la fecha que conmemoraba el primer trato que su padre había cerrado con una propiedad de Chicago.


—Qué conmovedor, papá —dijo mientras se abría la verja. La cámara de seguridad la siguió y ella saludó con la mano a quienquiera que estuviera al otro lado.


Una vez en el recinto, aparcó, salió del coche e intentó alisarse la falda. Sabía que tenía un aspecto horrible, y la cadera derecha le dolía más que de costumbre.


Subió los incontables escalones de piedra azul de la entrada y vio que alguien la estaba esperando en la puerta. Rose Higgins se había hecho cargo de la casa desde que Paula tenía uso de razón.


—Vaya, si es la señorita Paula —dijo el ama de llaves, con un tono sarcástico que era el recordatorio de lo mal que se habían llevado cuando Paula había sido una niña.


—Hola, Rose. Me alegro de verte. Pero, ¿crees que podrías evitarte el «señorita»? —Rose enarcó una ceja—. ¿Están mis padres en casa?


—Están en Londres, con tu hermano y tu cuñada, y no volverán hasta finales de agosto.


¡Perfecto!


Ahora Paula tenía a su disposición una lujosa soledad de seiscientos cincuenta metros cuadrados. Se acercó un poco más a la puerta, casi salivando al pensar en una ducha de vapor en el baño de su dormitorio.


—No creo que les importe si me quedo unos días, ¿verdad? —preguntó Paula, aunque pensaba que la pregunta era una mera formalidad.


—Tal vez no, pero no creo que les gustara a los inquilinos.


—¿Inquilinos? Vamos, Rose. Papá nunca ha alquilado esta casa.


—Hasta ahora. Son nuevos socios de negocios de tu padre, ya sabes —el ama de llaves se dispuso a cerrar la puerta—. Si llaman tus padres, les diré que te has pasado para verlos.


—No te molestes —le dijo Paula.


Rose le dedicó una sonrisa malévola.


—Entonces, adiós —la puerta se cerró con un sonido contundente.


Paula se dio la vuelta e ignoró los rugidos de su estómago, que le decían que ya había pasado la hora de comer y que no había tomado nada. 


Nunca se había sentido tan cansada. Ni tan desesperada. Se había quedado sin dinero y no quería usar sus tarjetas de crédito, por miedo a que la localizaran.


—Y ahora, ¿qué? —se dijo mientras se dirigía a su coche.


Tal vez el hambre o la desesperación le hubieran agudizado la mente, porque rápidamente pensó en un plan. Si Esteban y Alejandra estaban en Londres, su casa estaría vacía. Y como su casa era la antigua residencia Chaves, Paula conocía sus defectos. Como el pestillo roto de la ventana de un dormitorio, del que tantas noches de verano se había aprovechado siendo una adolescente.


Paula sonrió. A veces era bueno ser una mala chica.




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