martes, 29 de mayo de 2018

HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 7





SOY VIRGEN».


Las dos únicas palabras que contenían cierta verdad en toda una sarta de mentiras y engaños.


Pedro aparcó el Land Rover que había alquilado en Limerick y miró la casita al final de la calle.


Habían pasado cinco meses desde que desapareció sin decir nada y cinco semanas desde que descubrió que le había mentido. 


Amelia Doni no era una chica de veintiún años con el pelo rojo, pecas en la nariz y un carácter tan simpático como para hacerlo cancelar su viaje de vuelta a Londres y llevarla a Barbados en un jet para pasar dos semanas de vacaciones. Amelia Doni, cuando se encontró con ella en casa de su madre en Navidad, era una mujer rubia de unos cuarenta años que había estado disfrutando de un crucero durante cuatro meses. Era el paradigma de la mujer de clase alta y lo aburrió por completo en dos minutos.


Pero también había conseguido convertir su enfado en un auténtico ataque de furia cuando le contó que había dejado a su sobrina, una chica italiana, a cargo de su apartamento durante ese tiempo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que la mujer a la que había conocido era una impostora. 


No sólo lo había dejado plantado sin dar una explicación, también lo había engañado desde el primer día.


Había tardado apenas una semana en encontrar la dirección de Paula Chaves y un par de semanas más en digerir la información, diciéndose a sí mismo que debía olvidarse del asunto. Pero no podía olvidarlo y se dio cuenta de que tenía que hablar con ella para decirle lo que pensaba.


No sabía qué había querido conseguir yendo a Irlanda y era algo extraño en él; un hombre que siempre había sido capaz de contener sus emociones, un hombre que se enorgullecía de su autocontrol. Un hombre al que ninguna mujer
había engañado nunca de esa manera.


Con el motor apagado empezaba a hacer frío en el interior del Land Rover y, como era de esperar en el mes de enero, se hacía de noche rápidamente. En diez minutos, las casitas que había frente a él serían invisibles.


Aún tenía tiempo de volver al hotel, cenar algo y volver a Londres por la mañana. ¿Pero conseguiría así desahogarse?


La respuesta era negativa.


Pedro bajó del coche y empezó a caminar por la acera, mirando aquel pueblecito que parecía de cuento de hadas. 


No era de su gusto. Parecía un sitio diseñado por un niño que se hubiera vuelto loco, con cada casa de un color diferente. Casi estaba dispuesto a creer que iba a encontrarse con una casita de miga de pan de un momento a otro.


La casa al final de la calle no era una excepción.


Los árboles que la rodeaban habían perdido las hojas y el jardín delantero no tenía color, pero imaginó que en primavera estaría lleno de todas esas cosas que aparecían en los libros de cuentos: manzanos, flores por todas partes, el típico muro de piedra sobre el que los vecinos charlaban, seguramente mientras colgaban la ropa al sol y silbaban una alegre cancioncilla.


Resoplando, se acercó a la puerta y en lugar de llamar al timbre decidió usar el puño.





lunes, 28 de mayo de 2018

HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 6





La hacía sentir tan sexy cuando la miraba como si fuese la única mujer en el planeta. Tanto que podía sentir un extraño calor entre las piernas...


—Por supuesto, también puedo pedirle a Enrico que te lleve de vuelta a casa — dijo Pedro entonces, porque no estaba acostumbrado a tener que convencer a una mujer.


—¿Te enfadarías mucho?


—No, pero tendría que darme una ducha fría. 


Paula lo imaginó bajo la ducha, el rostro levantado, su fabuloso cuerpo desnudo bajo el agua... Sólo con pensar en eso tenía que hacer un esfuerzo para respirar.


—¿Quieres acostarte temprano?


—No, yo nunca me acuesto temprano. Necesito muy pocas horas de sueño.


Y eso la hizo pensar en ellos dos haciendo el amor una y otra vez, tumbados en una cama gigante que seguramente tendría sábanas de algodón egipcio y no sábanas de mercadillo como las suyas. Ella, que siempre había sido una chica normal, parecía haberse convertido en una desvergonzada criatura en cuestión de unas pocas horas. 


Nunca había tenido que luchar contra el deseo de acostarse con un hombre, de modo que había sido fácil achacar su soltería a los principios morales.


—Bueno, pero hay algo que...


Pedro sabía cuándo estaba siendo amablemente rechazado y, aunque no sería el fin del mundo, se llevaría una gran decepción. 


Claro que la noche había sido mucho más agradable de lo que había anticipado. 


Normalmente se aburría con las chicas con las que salía, pero aquella noche había estado encantado de charlar con ella, de tener una compañera que lo hacía pensar y lo retaba con preguntas que no se había hecho nunca.


‐Soy todo oídos —le dijo, después de pagar la cuenta, echándose hacia atrás en la silla.


‐Yo no soy... bueno, no soy la chica más experta del mundo.


Él se echó hacia delante, sorprendido.


—No te entiendo.


—¿Qué es lo que no entiendes?


—No sé qué quieres decirme.


—Porque no me estás escuchando —lo regañó Paula—. Bueno, verás, sé que te has hecho cierta idea sobre mí... pero no soy como esas otras chicas con las que sales.


Luego respiró profundamente y, durante unos segundos, contempló la idea de contarle la verdad. ¿Se reiría? ¿La perdonaría? No, pensó entonces. Se quedaría horrorizado. 


Pedro no salía con chicas que no eran de su mundo, lo había dejado bien claro. Y ella no quería dejar pasar esa oportunidad. No sabía por qué era así, pero así era. 


Pedro le gustaba mucho, más que ningún otro hombre que hubiera conocido, y quería estar con él.


—Verás, lo que quiero decir... —Paula se aclaró la garganta— es que soy virgen.



HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 5




Su voz era casi una caricia, como el burlón brillo de sus ojos, aunque estaba apoyado en la puerta del coche, sin rozarla. 


Paula no tenía intención de acostarse con él y si hubiera intentado invadir su espacio se habría apartado enseguida. Pero había algo muy erótico en esa contención suya. 


Aunque la hacía pensar que seguramente saldría corriendo si supiera de su humildes orígenes. Pedro Alfonso podía considerarse a sí mismo un hombre de mundo, pero esos prejuicios demostraban que no lo era tanto.


—Podríamos dar un paseo. Roma está llena de sitios preciosos. Y luego podríamos cenar en algún sitio alegre y sencillo, una pizzería. Yo conozco una buenísima que no está muy lejos del Coliseo.


‐Sí, claro, ¿por qué no? Hace siglos que no voy a esa parte de la ciudad, desde que era un adolescente. De hecho, creo que conozco ese sitio. ¿Tiene un toldo de rayas rojas y blancas?


—¡Sí!


‐¿El propietario es grueso y lleva bigote?


—Ha perdido peso desde tus años adolescentes —contestó Paula, riendo—. Pero sigue llevando bigote. ¿Solías ir allí con tus amigos?


‐Antes de tener que enfrentarme con la vida real.


‐¿Qué quieres decir con eso?


—Primero la universidad y luego trabajar con mi padre. No hay mucho tiempo para ir a sitios como ése cuando tienes que construir un imperio.


Pedro estaba encantado con ella. Le gustaba que fuese tan directa, tan franca.


Esos juegos a los que jugaban algunas mujeres podían acabar cansando.


—Y ahora sólo vas a restaurantes carísimos.


—Donde no sirven pizza.


—Pobrecito —Paula rió, pero cuando sus ojos se encontraron sintió que le ardía la cara porque en la mirada de Pedro había una clara invitación.


—Condenado a una vida sin pizza, es una pena —dijo él, suspirando dramáticamente—. De acuerdo, iremos a tomar esa pizza, pero en lugar de ir andando iremos en coche. Enrico gana demasiado, se lo digo siempre. ¿Por qué voy a pagar a alguien que no hace nada?


—¿Quién es Enrico?


—El chófer de mi madre —contestó él, mirándola con sorpresa—. No me digas que tú no tienes chófer en Londres.


—Varios —contestó Paula, pensando en los conductores de autobús que la llevaban a diario del apartamento a la universidad.


—Estupendo, entonces está decidido.


Se sentía como una princesa cuando entró en el Mercedes. 


Una princesa cuyo atuendo no cuadraba con los lujosos asientos de cuero y los paneles de madera de nogal. 


Paula tuvo que hacer un esfuerzo para no pasar las manos por los asientos, tan suaves como la seda, porque, naturalmente, debería estar acostumbrada a esos lujos.


Desde allí, la ciudad le parecía de su propiedad. Era lógico que aquel hombre se sintiera tan seguro de sí mismo, pensó. 


Diez minutos en el coche y ella misma empezaba a sentirse parte de la realeza.


Cuando los sentaron a una mesa al fondo de la pizzería, Paula no podía dejar de notar las miradas que otras mujeres lanzaban sobre él. Pero Pedro, ocupado haciendo un juicio sobre la falta de cambios en el local, no parecía notarlo. 


Y Paula tuvo que reír mientras lo acusaba de ser un esnob por criticar los manteles de cuadros.


‐¿Yo, un esnob? —exclamó él, falsamente indignado.


—Sí, tú —el camarero les había llevado una botella de vino y Paula ya se había tomado una copa. Tal vez eso le daba valor para criticarlo a la cara—. Muchísima gente viene a este sitio porque la comida es sencilla y abundante.


‐Pero todo eso estaría mejor si modernizasen la decoración.


—A ti te gustan los manteles de hilo blanco y los camareros que te sirven el vino, ya lo sé. Pero no a todo el mundo le gustan las mismas cosas.


—Te aseguro que compartirían mis gustos si tuviesen oportunidad.


‐Pues yo prefiero un ambiente rústico.


—¿Tan rústico como este sitio? Creo que esas botellas de vino con velas son de cuando yo venía por aquí. Y tienen la misma cantidad de polvo... ¡no veinte años más de polvo!


—¡Estoy cenando con un anciano! —Paula no podía dejar de reír mientras Pedro volvía a llenar su copa.


‐Te sorprendería lo que este anciano es capaz de hacer —le advirtió él.


—¿Por ejemplo? —Paula se sentía como si fuera otra persona, como si estuviera viviendo otra vida, una en la que no se aplicaban las reglas normales.


—Llevar un imperio que tiene oficinas en todos los países del mundo, por ejemplo. Hay que ser muy fuerte para eso. Y luego está el deporte, la rutina del gimnasio, por no hablar del esquí, el polo y un vigoroso partido de squash una vez a la semana.


—Ah, sí, impresionante para alguien que debería estar en un geriátrico — bromeó ella.


Intentaba bromear, pero por dentro experimentaba un deseo que no había sentido nunca por ningún hombre. Claro que no tenía mucha experiencia.


Aparte de algún beso, y de algún manoseo ocasional, no sabía mucho sobre el tema. Nunca le había visto la gracia a perder su virginidad sólo porque eso era lo que hacía todo el mundo. La tentación de hacerlo con aquel hombre, sin embargo, la hacía sentir como si no fuera ella misma.


—Y luego está el sexo —siguió Pedro, sin dejar de mirarla a los ojos—. Nunca he tenido quejas.


—Oh, no... —colorada hasta la raíz del pelo, Paula tomó un trago de vino para calmarse—. Estábamos diciendo que eras un esnob.


‐Y yo estaba defendiéndome. Es imposible encontrar a alguien menos esnob que yo.


Los nervios de Paula empezaron a calmarse cuando dejó de mirarla a los ojos.


—Muy bien. ¿Alguna vez comes en algún sitio que no sea caro?


—¿Te refieres a uno de esos sitios asquerosos donde sirven grasientas hamburguesas? No.


—¿Y vas al cine?


‐Pues la verdad es que últimamente no —admitió él, sorprendido al darse cuenta de que hacía años que no iba al cine.


—Pero seguro que vas al teatro y a la ópera.


—Muy bien —Pedro levantó las dos manos en señal de rendición—. Soy un esnob, es cierto, lo admito.


El camarero les había llevado los platos, pero ninguno de los dos se había dado cuenta. De hecho, aunque la pasta olía de maravilla, parecía una intrusión en una conversación inesperadamente divertida.


—Pero no, ahora en serio —Pedro probó sus espagueti, que no se parecían nada a las diminutas porciones que servían en los restaurantes de cinco tenedores, en general como acompañamiento de otro plato—. Imagino que debe resultar fácil ser una izquierdista radical cuando se tiene el confort del dinero para apoyar los ideales.


—¿Qué quieres decir? —por un segundo, Paula olvidó que estaba haciendo un papel.


Pero él se lo recordó de inmediato.


—Que es fácil decir que uno es un espíritu libre cuando se puede elegir entre los dos mundos. Sí, vienes a pizzerías como ésta, pero si te aburres tomas un taxi y vas a un restaurante con una estrella Michelín. Y no olvidemos tu apartamento. El dinero puede comprarte el lujo de fingir que eres una persona normal, sin las crudas realidades que acompañan a eso.


Paula abrió la boca para contradecirlo, pero la cerró enseguida. Entendía la ironía de la observación y, dadas las circunstancias, no podía refutarla.


—No soy una izquierdista radical. En serio.


—Y yo no soy un esnob. En serio —Pedro le regaló una de esas sonrisas que la dejaban sin aire—. Buena comida —dijo luego, levantando el tenedor—. Puede que algún día vuelva por aquí.


—¿Seguro que las chicas con las que sales vendrían a un sitio como éste?


En realidad, no le hacía ninguna gracia imaginarlo con otra mujer, ni allí ni en su restaurante favorito.


—Tal vez no —admitió Pedro—. Y por eso tú eres única.


—No lo creas. Deberías ver este sitio a medianoche. Hay una cola de kilómetros para entrar. Si yo soy única también lo son los cientos de personas que vienen aquí todos los días.


—Tú sabes a qué me refiero.


Sí, lo sabía.


—Dices que no eres un esnob, pero ¿estarías conmigo si no fuese única?


—¿Qué quieres decir?


—Digamos que yo fuera una chica normal, una chica de clase trabajadora, ¿estarías aquí conmigo?


Le parecía una hipótesis extraña, pero Pedro estaba dispuesto a seguirle el juego porque, francamente, nunca había conocido a nadie como ella. No era nada caprichosa, ni egocéntrica, al contrario.


Además, nunca se había hecho esa pregunta.


—Probablemente no, si quieres que sea sincero.


—¿Por qué?


—Porque, como he dicho, un hombre rico debe ser muy cauteloso. Yo nunca tendría una relación con una mujer que no fuese económicamente independiente. Si te casas sin sopesar eso, casi con toda seguridad acabarás en los tribunales, soltando una buena cantidad del dinero que tanto te ha costado ganar. ¿Pero por qué perdemos el tiempo hablando de una situación hipotética?


‐Tienes razón —Paula estaba haciendo el papel de princesa y no pensaba estropear la noche con una discusión que no los llevaría a ningún sitio.


Si aquella noche era Cenicienta en el baile, ¿por qué iba a llamar a la calabaza para que fuese a buscarla cuando aún no era medianoche?


Pedro tenía derecho a opinar como quisiera y a protegerse como le viniera en gana, aunque de ese modo se perdiera otras experiencias.


—Bueno, si hemos terminado de estudiar nuestras posiciones sociológicas deberíamos hablar de temas más ligeros —dijo él entonces, mientras le hacía un gesto al camarero—. ¿Quieres que vayamos a otro sitio?


‐¿Dónde? No conozco ninguna discoteca en Roma. 


Y seguramente tampoco tendría dinero para pagar la entrada.


‐Yo estaba pensando en un sitio más íntimo. Mi casa está a menos de veinte minutos de aquí.


No apartaba los ojos de ella y estaba bien claro que tenía intención de terminar la noche en la cama. Una aventura de una noche. Sus hermanas se quedarían de piedra, sus padres se llevarían las manos a la cabeza, sus amigas pensarían que había sido abducida por un ser que se parecía a ella y hablaba como ella, pero vivía en otro planeta. Y, sin embargo, el deseo de decir que sí era casi irresistible.







HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 4




BUENO, cuéntame algo sobre ti misma. La pregunta era inevitable, pero Paula tuvo que tragar saliva. Después de la euforia inicial se había dado cuenta de que iba a cenar con un hombre guapísimo haciéndose pasar por alguien que no era. Y que tendría que representar el papel.


Entre la despedida de Pedro y el sonido de su voz por el telefonillo cuatro horas después, cuando fue a buscarla, había tenido mucho tiempo para pensar que un hombre como él, sofisticado, elegante, mundano y extraordinariamente guapo, nunca se habría fijado en una chica como ella en circunstancias normales. De hecho, jamás se habrían conocido en circunstancias normales.


Paula, que al final se había puesto su propia ropa porque salir de casa con la de otra persona le había parecido demasiado descarado, se preguntó cuál sería la mejor manera de responder.


Y, por fin, se le ocurrió una vaga y tonta respuesta sobre que era algo así como un espíritu libre.


—¿Qué significa eso? —le preguntó Pedro.


Lo intrigaba aquella chica y debía reconocer que no había podido dejar de pensar en ella. Y cuando las puertas del ascensor se abrieron y atravesó el vestíbulo para reunirse con él había tenido que tragar saliva. No llevaba diamantes ni perlas. Ni siquiera el precioso vestido de antes. 


Se había puesto unos pantalones vaqueros, mocasines y una blusa de color azul. 


Y le gustaba.


Había que tener mucha seguridad en uno mismo para elegir la comodidad por encima del lujo y ser muy sexy para que te quedase bien.


—¿Qué significa? —Paula había dejado de mirarlo como una adolescente atolondrada y empezaba a relajarse un poco—. Lo dices como si llevaras toda tu vida metido en una burbuja.


—En una burbuja... —Pedro la miró, pensativo‐. Bueno, supongo que crecí en una especie de burbuja, sí. Cuando perteneces a una familia como la mía se supone que debes hacer ciertas cosas...


—¿Por ejemplo?


—No me digas que a ti no te ha pasado lo mismo. Es un cierto estilo de vida al que uno se acostumbra desde pequeño.


Paula pensó en su casa, siempre llena de gente, con novios entrando y saliendo, los dos perros y tres gatos y el caos general en que habían consistido sus años de formación.


—Yo no soy nada conformista —le dijo con toda sinceridad—. Tampoco es que sea una loca ni nada parecido, pero nunca se me ha dicho lo que debía ser o cómo debía comportarme.


—Tal vez las cosas se hagan de manera diferente en tu país. Yo siempre he sabido lo que me esperaba en el futuro.


—Pues no creo que eso sea muy agradable.


—¿Por qué no? —preguntó Pedro. Le parecía fascinante que dijera eso. Tal vez porque incluso las mujeres más ricas se habían quedado impresionadas por su poder y sus privilegios—. ¿Desde cuándo no es agradable tener el mundo a tu disposición?


—Nadie tiene el mundo a su disposición —Paula rió mientras iban hacia su coche, aparcado frente al portal.


—Te sorprenderías.


Bajo esa capa de humor, Paula creía detectar el implacable tono de un hombre acostumbrado a conseguir todo lo que quería y eso le produjo un ligero escalofrío.


—Tú crees que lo tienes a tu disposición porque todo el mundo te dice que sí. Creo que ése es uno de los problemas de tener demasiado dinero.


—¿Demasiado dinero? —repitió él—. Nunca había oído esa frase en labios de una mujer.


La verdad era que resultaba muy agradable estar con una chica que, a pesar de ser rica, tenía cierta conciencia social, pensó.


Y Paula decidió que si iba a aprender algo con Pedro Alfonso, ¿por qué no podía él aprender algo de ella? Al fin y al cabo, no había nada que perder. Intuía que no era un hombre cuyas opiniones se hubieran cuestionado a menudo. 


De hecho, a juzgar por cómo había conseguido que aceptase su invitación, parecía creer que el mundo entero estaba a sus pies y sin discusiones.


—¿Con qué clase de mujeres sales tú? —le preguntó, fascinada por aquella exótica criatura. 


Sus ojos eran tan oscuros como la melaza, rodeados de larguísimas pestañas, y su oscuro pelo ondulado era un poco demasiado largo pero no tanto como para parecer desaliñado. Al contrario.


Pedro rió, alargando una mano para tocar sus rizos.


—Siempre morenas, aunque empiezo a preguntarme por qué. ¿Es tu pelo de verdad?


‐¡Pues claro que sí! No todo el mundo se tiñe el pelo.


‐Pero muchas mujeres lo hacen—.murmuró Pedro pensando que era increíblemente sedoso.


—En otras palabras, que sólo sales con morenas que se tiñen el pelo.


‐Suelen compartir otras características —dijo él, intentando contener el deseo de abrazarla. Pero, para evitar la tentación, soltó su pelo y dio un paso atrás—. Largas piernas, una cara bonita, el apellido adecuado...


‐¡El apellido adecuado!


Pedro se encogió de hombros.


‐Eso es importante —admitió—. La vida ya es suficientemente estresante sin tener que preguntarte si la mujer que comparte tu cama está realmente interesada en ti o en tu cuenta corriente.


Paula sintió que se le encogía el estómago, aunque ella no estaba en absoluto interesada en su cuenta corriente


‐A lo mejor eres un poco inseguro.


—¿Un poco inseguro? —repitió Pedro, mirándola con gesto de incredulidad—. No, la inseguridad no ha sido nunca uno de mis problemas. Y, por favor, dime que no vas a pasar toda la noche intentando analizarme.


—¿Dónde vamos a cenar? —preguntó Paula para cambiar de tema.


Y cuando él nombró uno de los restaurantes más famosos de Roma miró sus pantalones vaqueros con cara de angustia. Primera lección sobre cómo funcionaban los ricos: 
olvidándose por completo de las convenciones sociales.


Porque era evidente que a Pedro no le parecía mal que fuese en vaqueros. Él mismo llevaba un pantalón de sport y una camisa blanca que en cualquier otro hombre parecería corriente, pero que a él le daba un aspecto increíblemente sexy.


—Prefiero no ir en vaqueros a un sitio tan lujoso.


Además, sospechaba que entrar del brazo de Pedro en un restaurante tan conocido la convertiría en el objeto de todas las miradas y a ella no le gustaba particularmente ser el centro de atención. Especialmente ahora, cuando eso podría convertirse en un problema. ¿Y si le presentaba a algún amigo? El mundo de los ricos y famosos era reducido y alguien podría descubrir que era una impostora.


—Yo te veo muy guapa.


—No tanto como para ir a ese restaurante.


—No te preocupes, yo conozco al propietario y te aseguro que no le importaría que apareciese con una mujer vestida con un saco de patatas.


—Que puedas salirte siempre con la tuya no te da derecho a hacerlo —dijo Paula entonces.


—¿Por qué no?


—Porque es importante respetar a los demás.


Al menos, así era como la habían educado a ella.


Pedro la miraba como sí se hubiera convertido en un ser de otro planeta y Paula se puso colorada. Aunque seguramente ruborizarse como una niña era contravenir otra de las reglas de los ricos.


‐Ah, una chica de la alta sociedad con principios —murmuró—. Me gusta. Es raro conocer a una mujer que se atreva a decir ciertas cosas en ciertos círculos.


En realidad, a las mujeres con las que salía normalmente les importaba un bledo lo que ocurriera a su alrededor. Eran ricas, vivían como princesas y les parecía un derecho adquirido ser continuamente halagadas y obedecidas por todos.


Y jamás pisarían Chez Nico sin ir vestidas para matar. De hecho, jamás salían de casa sin ir vestidas para matar porque la apariencia lo era todo.


—Yo no soy una chica de la alta sociedad —protestó Paula.


‐¿Ah, no? Tienes menos de treinta años y eres la propietaria de un lujoso apartamento en el centro de Roma que usas sólo cuando vienes a pasar unos días de vacaciones. Siento tener que decírtelo, pero eso significa que eres una chica de la alta sociedad.


—Ya te he dicho que las cosas no son así... en mi mundo.


—¿Y qué mundo es ése?


—Tú no lo conoces, es un sitio pequeño en Irlanda... en medio de ninguna parte.


—¿Un sitio pequeño con una gran mansión? —bromeó Pedro.


—Sí, bueno, hay una gran mansión...


Años antes, su madre había ido a limpiar allí una Navidad porque necesitaba algo de dinero extra. Era una mansión enorme con torreones, pero tenía un aspecto desolado y aterrador.


—Entonces debes ser medio italiana... ¿qué mitad? 


Paula sonrió.


‐¿Siempre haces tantas preguntas?


—No, pero es que no suelo tener que sacar la información con sacacorchos — Pedro soltó una carcajada—. En realidad, a la mayoría de las mujeres que conozco les encanta hablar de sí mismas.


—¿Para impresionarte?


—¿Quieres que te diga la verdad o debo hacerme el modesto?


‐Estás muy seguro de ti mismo, ¿eh?


—Yo prefiero pensar que soy realista —Pedro estaba disfrutando de la conversación. Había tenido que esforzarse para convencerla de que cenase con él y eso era algo nuevo. Además, resultaba impredecible—. ¿Tú no quieres impresionarme? —le preguntó entonces en voz baja, en un tono que la hizo sentir escalofríos.



—¿Por qué iba a hacerlo?


Estaba intentando disimular, pero se daba cuenta de que aquélla no era una simple cita con un desconocido. Sentía como si estuviera entrando en su alma, abriendo puertas que no sabía que existieran.


‐Porque yo siento el extraño deseo de impresionarte a ti —le confesó Pedro.


Y le parecía raro porque no era eso lo que pretendía cuando la invitó a cenar. En realidad, había pensado que sería una interesante aventura de una noche y nada más. Si no lo reconociera sería un hipócrita. Al fin y al cabo, no iban a volver a verse.


‐¿Por qué no me dices qué haría falta...?