lunes, 28 de mayo de 2018
HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 5
Su voz era casi una caricia, como el burlón brillo de sus ojos, aunque estaba apoyado en la puerta del coche, sin rozarla.
Paula no tenía intención de acostarse con él y si hubiera intentado invadir su espacio se habría apartado enseguida. Pero había algo muy erótico en esa contención suya.
Aunque la hacía pensar que seguramente saldría corriendo si supiera de su humildes orígenes. Pedro Alfonso podía considerarse a sí mismo un hombre de mundo, pero esos prejuicios demostraban que no lo era tanto.
—Podríamos dar un paseo. Roma está llena de sitios preciosos. Y luego podríamos cenar en algún sitio alegre y sencillo, una pizzería. Yo conozco una buenísima que no está muy lejos del Coliseo.
‐Sí, claro, ¿por qué no? Hace siglos que no voy a esa parte de la ciudad, desde que era un adolescente. De hecho, creo que conozco ese sitio. ¿Tiene un toldo de rayas rojas y blancas?
—¡Sí!
‐¿El propietario es grueso y lleva bigote?
—Ha perdido peso desde tus años adolescentes —contestó Paula, riendo—. Pero sigue llevando bigote. ¿Solías ir allí con tus amigos?
‐Antes de tener que enfrentarme con la vida real.
‐¿Qué quieres decir con eso?
—Primero la universidad y luego trabajar con mi padre. No hay mucho tiempo para ir a sitios como ése cuando tienes que construir un imperio.
Pedro estaba encantado con ella. Le gustaba que fuese tan directa, tan franca.
Esos juegos a los que jugaban algunas mujeres podían acabar cansando.
—Y ahora sólo vas a restaurantes carísimos.
—Donde no sirven pizza.
—Pobrecito —Paula rió, pero cuando sus ojos se encontraron sintió que le ardía la cara porque en la mirada de Pedro había una clara invitación.
—Condenado a una vida sin pizza, es una pena —dijo él, suspirando dramáticamente—. De acuerdo, iremos a tomar esa pizza, pero en lugar de ir andando iremos en coche. Enrico gana demasiado, se lo digo siempre. ¿Por qué voy a pagar a alguien que no hace nada?
—¿Quién es Enrico?
—El chófer de mi madre —contestó él, mirándola con sorpresa—. No me digas que tú no tienes chófer en Londres.
—Varios —contestó Paula, pensando en los conductores de autobús que la llevaban a diario del apartamento a la universidad.
—Estupendo, entonces está decidido.
Se sentía como una princesa cuando entró en el Mercedes.
Una princesa cuyo atuendo no cuadraba con los lujosos asientos de cuero y los paneles de madera de nogal.
Paula tuvo que hacer un esfuerzo para no pasar las manos por los asientos, tan suaves como la seda, porque, naturalmente, debería estar acostumbrada a esos lujos.
Desde allí, la ciudad le parecía de su propiedad. Era lógico que aquel hombre se sintiera tan seguro de sí mismo, pensó.
Diez minutos en el coche y ella misma empezaba a sentirse parte de la realeza.
Cuando los sentaron a una mesa al fondo de la pizzería, Paula no podía dejar de notar las miradas que otras mujeres lanzaban sobre él. Pero Pedro, ocupado haciendo un juicio sobre la falta de cambios en el local, no parecía notarlo.
Y Paula tuvo que reír mientras lo acusaba de ser un esnob por criticar los manteles de cuadros.
‐¿Yo, un esnob? —exclamó él, falsamente indignado.
—Sí, tú —el camarero les había llevado una botella de vino y Paula ya se había tomado una copa. Tal vez eso le daba valor para criticarlo a la cara—. Muchísima gente viene a este sitio porque la comida es sencilla y abundante.
‐Pero todo eso estaría mejor si modernizasen la decoración.
—A ti te gustan los manteles de hilo blanco y los camareros que te sirven el vino, ya lo sé. Pero no a todo el mundo le gustan las mismas cosas.
—Te aseguro que compartirían mis gustos si tuviesen oportunidad.
‐Pues yo prefiero un ambiente rústico.
—¿Tan rústico como este sitio? Creo que esas botellas de vino con velas son de cuando yo venía por aquí. Y tienen la misma cantidad de polvo... ¡no veinte años más de polvo!
—¡Estoy cenando con un anciano! —Paula no podía dejar de reír mientras Pedro volvía a llenar su copa.
‐Te sorprendería lo que este anciano es capaz de hacer —le advirtió él.
—¿Por ejemplo? —Paula se sentía como si fuera otra persona, como si estuviera viviendo otra vida, una en la que no se aplicaban las reglas normales.
—Llevar un imperio que tiene oficinas en todos los países del mundo, por ejemplo. Hay que ser muy fuerte para eso. Y luego está el deporte, la rutina del gimnasio, por no hablar del esquí, el polo y un vigoroso partido de squash una vez a la semana.
—Ah, sí, impresionante para alguien que debería estar en un geriátrico — bromeó ella.
Intentaba bromear, pero por dentro experimentaba un deseo que no había sentido nunca por ningún hombre. Claro que no tenía mucha experiencia.
Aparte de algún beso, y de algún manoseo ocasional, no sabía mucho sobre el tema. Nunca le había visto la gracia a perder su virginidad sólo porque eso era lo que hacía todo el mundo. La tentación de hacerlo con aquel hombre, sin embargo, la hacía sentir como si no fuera ella misma.
—Y luego está el sexo —siguió Pedro, sin dejar de mirarla a los ojos—. Nunca he tenido quejas.
—Oh, no... —colorada hasta la raíz del pelo, Paula tomó un trago de vino para calmarse—. Estábamos diciendo que eras un esnob.
‐Y yo estaba defendiéndome. Es imposible encontrar a alguien menos esnob que yo.
Los nervios de Paula empezaron a calmarse cuando dejó de mirarla a los ojos.
—Muy bien. ¿Alguna vez comes en algún sitio que no sea caro?
—¿Te refieres a uno de esos sitios asquerosos donde sirven grasientas hamburguesas? No.
—¿Y vas al cine?
‐Pues la verdad es que últimamente no —admitió él, sorprendido al darse cuenta de que hacía años que no iba al cine.
—Pero seguro que vas al teatro y a la ópera.
—Muy bien —Pedro levantó las dos manos en señal de rendición—. Soy un esnob, es cierto, lo admito.
El camarero les había llevado los platos, pero ninguno de los dos se había dado cuenta. De hecho, aunque la pasta olía de maravilla, parecía una intrusión en una conversación inesperadamente divertida.
—Pero no, ahora en serio —Pedro probó sus espagueti, que no se parecían nada a las diminutas porciones que servían en los restaurantes de cinco tenedores, en general como acompañamiento de otro plato—. Imagino que debe resultar fácil ser una izquierdista radical cuando se tiene el confort del dinero para apoyar los ideales.
—¿Qué quieres decir? —por un segundo, Paula olvidó que estaba haciendo un papel.
Pero él se lo recordó de inmediato.
—Que es fácil decir que uno es un espíritu libre cuando se puede elegir entre los dos mundos. Sí, vienes a pizzerías como ésta, pero si te aburres tomas un taxi y vas a un restaurante con una estrella Michelín. Y no olvidemos tu apartamento. El dinero puede comprarte el lujo de fingir que eres una persona normal, sin las crudas realidades que acompañan a eso.
Paula abrió la boca para contradecirlo, pero la cerró enseguida. Entendía la ironía de la observación y, dadas las circunstancias, no podía refutarla.
—No soy una izquierdista radical. En serio.
—Y yo no soy un esnob. En serio —Pedro le regaló una de esas sonrisas que la dejaban sin aire—. Buena comida —dijo luego, levantando el tenedor—. Puede que algún día vuelva por aquí.
—¿Seguro que las chicas con las que sales vendrían a un sitio como éste?
En realidad, no le hacía ninguna gracia imaginarlo con otra mujer, ni allí ni en su restaurante favorito.
—Tal vez no —admitió Pedro—. Y por eso tú eres única.
—No lo creas. Deberías ver este sitio a medianoche. Hay una cola de kilómetros para entrar. Si yo soy única también lo son los cientos de personas que vienen aquí todos los días.
—Tú sabes a qué me refiero.
Sí, lo sabía.
—Dices que no eres un esnob, pero ¿estarías conmigo si no fuese única?
—¿Qué quieres decir?
—Digamos que yo fuera una chica normal, una chica de clase trabajadora, ¿estarías aquí conmigo?
Le parecía una hipótesis extraña, pero Pedro estaba dispuesto a seguirle el juego porque, francamente, nunca había conocido a nadie como ella. No era nada caprichosa, ni egocéntrica, al contrario.
Además, nunca se había hecho esa pregunta.
—Probablemente no, si quieres que sea sincero.
—¿Por qué?
—Porque, como he dicho, un hombre rico debe ser muy cauteloso. Yo nunca tendría una relación con una mujer que no fuese económicamente independiente. Si te casas sin sopesar eso, casi con toda seguridad acabarás en los tribunales, soltando una buena cantidad del dinero que tanto te ha costado ganar. ¿Pero por qué perdemos el tiempo hablando de una situación hipotética?
‐Tienes razón —Paula estaba haciendo el papel de princesa y no pensaba estropear la noche con una discusión que no los llevaría a ningún sitio.
Si aquella noche era Cenicienta en el baile, ¿por qué iba a llamar a la calabaza para que fuese a buscarla cuando aún no era medianoche?
Pedro tenía derecho a opinar como quisiera y a protegerse como le viniera en gana, aunque de ese modo se perdiera otras experiencias.
—Bueno, si hemos terminado de estudiar nuestras posiciones sociológicas deberíamos hablar de temas más ligeros —dijo él entonces, mientras le hacía un gesto al camarero—. ¿Quieres que vayamos a otro sitio?
‐¿Dónde? No conozco ninguna discoteca en Roma.
Y seguramente tampoco tendría dinero para pagar la entrada.
‐Yo estaba pensando en un sitio más íntimo. Mi casa está a menos de veinte minutos de aquí.
No apartaba los ojos de ella y estaba bien claro que tenía intención de terminar la noche en la cama. Una aventura de una noche. Sus hermanas se quedarían de piedra, sus padres se llevarían las manos a la cabeza, sus amigas pensarían que había sido abducida por un ser que se parecía a ella y hablaba como ella, pero vivía en otro planeta. Y, sin embargo, el deseo de decir que sí era casi irresistible.
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