martes, 29 de mayo de 2018
HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 7
SOY VIRGEN».
Las dos únicas palabras que contenían cierta verdad en toda una sarta de mentiras y engaños.
Pedro aparcó el Land Rover que había alquilado en Limerick y miró la casita al final de la calle.
Habían pasado cinco meses desde que desapareció sin decir nada y cinco semanas desde que descubrió que le había mentido.
Amelia Doni no era una chica de veintiún años con el pelo rojo, pecas en la nariz y un carácter tan simpático como para hacerlo cancelar su viaje de vuelta a Londres y llevarla a Barbados en un jet para pasar dos semanas de vacaciones. Amelia Doni, cuando se encontró con ella en casa de su madre en Navidad, era una mujer rubia de unos cuarenta años que había estado disfrutando de un crucero durante cuatro meses. Era el paradigma de la mujer de clase alta y lo aburrió por completo en dos minutos.
Pero también había conseguido convertir su enfado en un auténtico ataque de furia cuando le contó que había dejado a su sobrina, una chica italiana, a cargo de su apartamento durante ese tiempo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que la mujer a la que había conocido era una impostora.
No sólo lo había dejado plantado sin dar una explicación, también lo había engañado desde el primer día.
Había tardado apenas una semana en encontrar la dirección de Paula Chaves y un par de semanas más en digerir la información, diciéndose a sí mismo que debía olvidarse del asunto. Pero no podía olvidarlo y se dio cuenta de que tenía que hablar con ella para decirle lo que pensaba.
No sabía qué había querido conseguir yendo a Irlanda y era algo extraño en él; un hombre que siempre había sido capaz de contener sus emociones, un hombre que se enorgullecía de su autocontrol. Un hombre al que ninguna mujer
había engañado nunca de esa manera.
Con el motor apagado empezaba a hacer frío en el interior del Land Rover y, como era de esperar en el mes de enero, se hacía de noche rápidamente. En diez minutos, las casitas que había frente a él serían invisibles.
Aún tenía tiempo de volver al hotel, cenar algo y volver a Londres por la mañana. ¿Pero conseguiría así desahogarse?
La respuesta era negativa.
Pedro bajó del coche y empezó a caminar por la acera, mirando aquel pueblecito que parecía de cuento de hadas.
No era de su gusto. Parecía un sitio diseñado por un niño que se hubiera vuelto loco, con cada casa de un color diferente. Casi estaba dispuesto a creer que iba a encontrarse con una casita de miga de pan de un momento a otro.
La casa al final de la calle no era una excepción.
Los árboles que la rodeaban habían perdido las hojas y el jardín delantero no tenía color, pero imaginó que en primavera estaría lleno de todas esas cosas que aparecían en los libros de cuentos: manzanos, flores por todas partes, el típico muro de piedra sobre el que los vecinos charlaban, seguramente mientras colgaban la ropa al sol y silbaban una alegre cancioncilla.
Resoplando, se acercó a la puerta y en lugar de llamar al timbre decidió usar el puño.
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