jueves, 8 de febrero de 2018
BAILARINA: CAPITULO 23
BRIAN, el reportero que trabajaba para Pedro, levantó la cabeza del montón de periódicos y papeles que cubría su mesa.
—Tendríamos que comprobar esto de nuevo, Pedro. La vieja controversia vuelve a florecer.
Pedro, que estaba examinando unas pruebas que le acababa de dar su secretaria, no lo miró. Fue su secretaria, Ginger, una joven de color, alta y atractiva, quien preguntó:
—¿Qué controversia?
—Grandes o pequeñas empresas —respondió Brian—. De acuerdo con Sam Peterson, director de la Asociación de Fabricantes de Automóviles, la Comisión del Estado de California para el Desarrollo Económico, debería examinar sus prioridades. Dice que un aumento de las exenciones fiscales atraería a empresas consolidadas, generando más empleos y muchos millones de dólares, que podrían cubrir las pérdidas que la Comisión tiene debido a los préstamos a pequeñas empresas.
Ginger, dio un respingo.
—Cerdo prepotente. ¿De dónde ha sacado sus estadísticas?
Brian le dirigió una mirada maliciosa y se ajustó las gafas, luego dobló un periódico y comenzó a leer.
—El número de pequeñas empresas en bancarrota auspiciadas por el Estado es deplorable. La laxitud en los procedimientos de financiación de las pequeñas empresas ha puesto muchos negocios en manos de personas sin experiencia, con el resultado de que muchas de ellas han quebrado o han empezado a caer en prácticas fraudulentas como en el caso de...
—Cállate. Lo que a ti te gustaría es que la economía estuviera en las mismas manos de siempre, en las del hombre blanco y poderoso.
—¿Yo? Conmigo no te metas, sólo estoy citando a los expertos.
Pedro prestaba poca atención a aquella disputa.
Estaba acostumbrado a las discusiones sin mala intención entre su joven reportero, rubio y de ojos azules, y su secretaria, que, compelida por raza y sexo, siempre tomaba partido por las minorías. Pedro escribió unas cuantas notas en la prueba y se la devolvió.
—Antes de mandarlo, mete esta frase y cambia la última línea por ésta otra.
—De acuerdo, jefe. Pero, ¿quiere decirle a nuestro «señor Estúpido» que un garbanzo negro no estropea todo el cocido?
—¿Qué garbanzo negro en qué cocido?
—Se refiere a Eric Saunders —dijo Brian—. El tipo que estafó doscientos mil dólares a la Administración del Estado. Y no puedes decir que yo esté contra las minorías, Ginger. Eric Saunders es blanco.
—Pero es que tú no te refieres a él —dijo Ginger—. Hablas de él para justificar el cierre de la Agencia.
—No, señorita Sabelotodo. Lo que estoy diciendo es que cuando a una agencia la puede estafar tan fácilmente un muerto de hambre como ése, hay algo podrido en ella. Y lo mejor es comprobarlo por nosotros mismos. Jefe, eche un vistazo a esto —dijo dejando unos papeles en la mesa de Pedro. Luego se volvió a Ginger—. Venga, pobre mujer hambrienta. Te invito a una hamburguesa. ¿Te vienes, jefe?
Pedro, que había empezado a examinar los papeles, negó con la cabeza.
—Acabas de darme tarea, creo que tengo que ponerme a trabajar —dijo y despidió a sus compañeros sin mirarlos.
No encontró nada de interés periodístico en ellos. Todo el mundo sabía que la economía estaba en declive y que el Estado debía apoyar a cualquier empresa, grande o pequeña, pensaba mientras hojeaba el informe.
Se detuvo al llegar al caso de Eric Saunders.
Eric Saunders recibió un préstamo de doscientos mil dólares garantizado por el Estado para sostener su pequeño negocio de cerámica.
El negocio resultó ser inexistente y Saunders se fugó con el dinero, dejando al Estado como deudor.
Pedro se levantó y se acercó a la ventana. Su despacho estaba en un quinto piso, y desde allí podía ver el ajetreo en Market Street. ¿Tenía la agencia alguna culpa? ¿Negligencia o complicidad? Los procedimientos de financiación de aquellos préstamos debían ser muy estrictos, a no ser que hubiera algún cómplice en el interior de la agencia...
Se detuvo. No debía sacar conclusiones precipitadas. Recordó unas palabras que Diego le dijo una vez:
—No son las palabras lo que os encanta, sino el poder, el poder de las palabras.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Quiere decir que los malditos periodistas podéis retorcer el cuello de alguien con las palabras y colgarlo antes de que sea juzgado. Os consideráis juez y jurado.
Pedro rechazó la implicación.
—Eso no es cierto. Sólo somos observadores y debemos relatarles los hechos a nuestros lectores.
Sin embargo, la acusación de Diego le había dolido y no podía olvidar sus palabras. Los hechos podían alterarse y no siempre se exponía al culpable o se protegía al inocente. Él, sin embargo, se limitaba a expresar sus opiniones sin presentar un hecho a no ser que estuviera completamente seguro de que era cierto. Lo cual no era tarea fácil.
También era cierto que las palabras podían volverse del revés. El matiz de unas frase podía cambiar su significado, inspirar odio, alegría, pena o placer. Sí, las palabras tenían mucho poder y había que tener mucho cuidado con la forma de presentar los hechos.
Volvió al informe. Saunders había huido con el dinero, así que parecía culpable, pero Ginger tenía razón, no había que condenar a la agencia por un solo caso. ¿O acaso había más? Pero si había un cómplice... Volvió a mirar el informe. La agencia daba una rueda de prensa a las diez del día siguiente, «Para informar al público de nuestros servicios». Y también, pensó Pedro, para defenderse de las alegaciones de cierta parte de la prensa.
Pedro consultó su agenda y decidió ir a la conferencia.
BAILARINA: CAPITULO 22
Lo vio al cabo de pocos días.
Si Paula tenía algunas reservas, se decía Pedro, debía comprenderlas y no presionarla. En cualquier caso, no podía estar lejos de ella.
Fuera quien fuese, el caso era que lo había embrujado y lo que sentía por ella iba más allá del deseo.
Había mirado a Paula Chaves a los ojos y había visto en ellos honestidad, sinceridad y firmeza.
En muchos momentos llegaba a dudar de que Deedee Divine y ella fueran la misma persona.
El brillo dorado de su pelo iluminado por el sol, el flequillo que no dejaba de apartarse de la frente. El color y el rizo de aquellos cabellos no podían ser falsos. Había pelucas, pero la melena morena de Deedee Divine también le había parecido natural, llena de gracia: Sonrió. En realidad todo lo que ella hacía era natural y lleno de gracia. Mover las piezas de ajedrez, acariciar a su gato o caminar. Gracia y encanto, aunque se limitara a estar de pie en el puente de su yate mientras éste se mecía sobre las olas.
Una noche, llevó a Paula a una cena en casa de su madre.
—Es una mujer deliciosa —le dijo su madre más tarde—. Se sentía como en su casa con toda esa gente que acababa de conocer. Y es tan vital que ha encantado a todo el mundo.
—Sí —dijo él complacido. Incluso al tío Juan, pensó.
Se había fijado en ellos cuando su madre los presentó: «Mi hermano, el señor Goodrich»; y estaba casi seguro de haber detectado cierta conmoción. Pero incluso así, Paula se había recobrado al instante y se quedó mirando al tío Juan con una mirada deliciosa.
—Es encantadora —le dijo a su madre.
Su madre asintió.
—Decididamente una chica nacida en martes.
—¿Nacida en martes?
—Oh, ya conoces la canción, «Las chicas nacidas en martes son las chicas más deliciosas». Seguro que nació en martes.
Pedro pensó que no sabía cuándo ni dónde había nacido. Tampoco sabía quién era en realidad. No importaba el pelo, sus ojos no podían negarlo, ni los hoyitos de sus mejillas, ni el sonido de su voz. No había duda de que era la bailarina que había seducido a su sobrino y le había mentido a él.
Pero era también Paula Chaves. Unos versos del poema de su padre no se apartaban de su mente:
... dentro de sí alberga el centro del mundo.
Una mujer
tierna, sensible, suave y sincera
Por supuesto que era sensible y suave, pensó, recordando cómo lo había excitado, elevando su deseo hasta estar a punto de perder el control.
Y sincera. Sí, apostaría su vida a que Paula era sincera. Tenía que haber una explicación para lo que había hecho. Había quedado tan enfrentado a Deedee Divine que, por supuesto, Paula era reticente a sincerarse con él. Cuando se conocieran más, cuando supiera que podía confiar en él, se lo diría. O al menos eso esperaba.
Y eso hizo. Decidió esperar
BAILARINA: CAPITULO 21
Paula trató de conservar el buen ánimo, pero vacilaba entre la esperanza y la desesperación.
Aunque hablaba a diario con la tía Mariana, no hubo buenas noticias hasta el tercer día. Delia había pasado todos los análisis con éxito. Paula estaba exultante y cuando, aquella noche, Pedro Alfonso, la llamó por teléfono, le respondió con buen humor.
—Claro que quiero cenar contigo.
Más tarde, sentados en un retirado pero elegante restaurante, Pedro la observaba a la luz de las velas. La había llamado nada más volver de Nueva York con la intención de aliviar su ansiedad. Pero, por lo que podía ver, ella no tenía la menor señal de angustia. Pedro estaba sorprendido, pero fascinado por el brillo de deleite que había en sus ojos azules y por los hoyitos que se le formaban en las mejillas mientras reían y hablaban de nada en particular.
—Creo —dijo por fin— que tu problema, fuera cual fuese, se ha resuelto.
—Oh, sí, la verdad es que sí. Y tengo que darte las gracias otra vez —dijo con una sonrisa radiante—. El rato que estuvimos en tu barco... fue justo lo que necesitaba para tranquilizarme. Era una tontería estar tan preocupada, y un error. Como te dije, Angie está un poco loca. Dice que los pensamientos negativos pueden hacer daño a alguien, igual que los positivos pueden ayudar. No sé si tiene razón, pero después del rato que pasamos en tu barco, empecé a pensar que todo iba a salir bien y al cabo de unos días me enteré de que así era.
Así que su problema incumbía a alguien más.
Alguien que no vivía en la ciudad. ¿Un hombre?
Aquellos pensamientos y un ligero ataque de celos, le hicieron perder el hilo de lo que Paula estaba diciendo.
—¿Lo crees o no?
—¿Cómo?
—¿Crees que se puede hacer que algo suceda sólo con pensarlo?
—Por supuesto que no.
—Bueno, sé que parece increíble, pero... —Paula se interrumpió y lo miró pensativamente, lo que le pareció desconcertante—. Yo lo he visto ocurrir —dijo ella casi en un susurro.
—Sería una coincidencia. Créame, señora, no sólo con pensar se resuelven los problemas. Acabo de volver de la reunión de las Naciones Unidas sobre las conversaciones de paz para Oriente Medio y me pregunto si hay algo que pueda resolver ese problema.
—Pero se trata de eso, ¿no te das cuenta? Si, en primer lugar, alguien visualizara un compromiso práctico y sensato que complazca a las dos partes, en lugar de dejar que las dos partes discutan sin parar sobre lo que quieran —dijo Paula y siguió hablando de aquel problema, del que demostró estar muy bien informada, para sorpresa de Pedro—. ¿Qué ha ocurrido en la última sesión?
Su narración desembocó en una discusión sobre lo que había escrito en su columna sobre aquel asunto, y Pedro se sorprendió aún más de lo bien que conocía su trabajo.
—Vaya, veo que me lees en serio —dijo complacido.
—Oh, sí. Me gusta la variedad de tu material. Desde historias de interés humano, como aquella de la niña que perdió a su gato, a problemas nacionales e internacionales, de los que, y te doy las gracias por ello, siempre hablas con palabras sencillas que hasta tontos como yo podemos comprender.
— No eres ninguna tonta.
Encontraba estimulante hablar con alguien que no se limitaba a repetirle como un loro las cosas que había escrito. De hecho, Paula no estaba de acuerdo con algunas de sus ideas y no tenía reparo en decirlo. Su conversación era tan animada que tomaron café y una copa y se quedaron muy sorprendidos cuando el camarero les indicó que el restaurante estaba cerrando.
Una. vez más, cautivado por Paula Chaves, el paso del tiempo le resultó completamente ajeno.
Pero si era ajeno al tiempo, era plenamente consciente de la presencia de Paula. Cuando estaba lejos no dejaba de pensar en ella, y aprovechaba cualquier oportunidad que les permitiera reunirse. Aunque había disfrutado de la compañía de muchas mujeres, no parecía tener tiempo para ninguna que no fuera Paula.
La llevó al teatro, a la ópera, a bailar y, en un soleado día de otoño, a un largo paseo en barco.
Una mujer llamada Deedee Divine se había borrado de su memoria. Hasta el sábado en que se vio obligado a recordarla. Llamó a Paula para invitarla a desayunar pero ella le dijo que prefería que desayunaran en su casa, aprovechando que su parlanchina compañera de piso estaba fuera. Angie había encontrado a su alma gemela y estaba pasando un fin de semana con él en un seminario de «Vida y Amor».
Pedro se alegró de que no salieran. La gustaba estar en la tranquilidad del apartamento, con la chimenea encendida mientras la lluvia golpeaba contra los cristales, igual que la tarde que habían pasado en su barco. Le gustaba la atmósfera íntima de su hogar, con el olor matinal del café y el bacon. La mesa estaba bellamente dispuesta, con el bacon, unas tortas tan suaves que se deshacían en la boca, el café caliente... Delicioso.
Y Paula... con una ropa suelta e informal que sin embargo revelaba las formas de su hermoso cuerpo, despeinada, sin maquillaje, tan fresca y vibrante que no podía apartar los ojos de ella.
Después del desayuno, sacó el juego de ajedrez que él le había regalado y lo puso ante la chimenea. Empezaba a jugar bien, pero que Pedro perdiera tres partidas seguidas no se debía a su habilidad sino a que él no podía apartar la vista de ella. Le encantaba la forma en que tomaba las piezas, los graciosos movimientos de sus dedos, la forma en que se mordía el labio mientras. pensaba la jugada, el misterioso brillo de sus ojos.
Después de la tercera partida se le cortó la respiración al ver que se tiraba de espaldas en el suelo, muerta de risa.
— ¡Tenías que ver la cara que has puesto cuando he dicho jaque mate!
Pero él apenas la oía. Sólo era consciente de cómo se le agitaban los pechos mientras reía.
Bajo la tela color melocotón, como si estuviera encendido, su cuerpo entero temblaba, invitándole. Sin pensarlo, sino llevado por la sensación, la besó en la boca. La suave presión de sus labios, en instantánea respuesta, encendió en él una oleada de calor que lo estremeció, sumiéndole en un infierno de pasión. La deseaba, deseaba estar dentro de ella, oír sus gemidos cuando la penetrara. Pero no se apresuró, se movió despacio, saboreando el momento, la espera. La estrechó entre sus brazos y le besó las mejillas, el cuello y el hueco de la garganta mientras con las manos exploraba los exquisitos contornos de su cuerpo.
Paula le enredaba los dedos en el pelo, acariciándole la cara y el cuello. El deseo de Pedro aumentó al ver el deseo de Paula, cuya respuesta estaba llena de promesas.
Encendido por un ansia que apenas podía controlar, empezó a acariciarla y a besarla más íntimamente, despertando en ella un gemido de puro placer. Una sensación exultante, que estaba entre el deseo y el amor, lo llenaba, y se vio abrumado por la excitación. Dentro de unos momentos, por fin...
Pero Paula se separó bruscamente de él y se levantó.
Por un instante, él sólo sintió que le habían quitado algo que tenía entre las manos, algo mágico y maravilloso que le habían arrebatado.
Ella estaba tan inmersa en la pasión como él, tan ávida, entonces ¿por qué...?
Lleno de furia y frustración, se levantó para mirarla. Paula retrocedió, rechazándole con la mano en alto. ¿Pensaba que iba a violarla?
—Lo siento. Es sólo que ahora no, todavía no —le dijo con una mirada llena de recelo.
En aquel instante fue cuando recordó a Deedee Divine.
Recordó la primera noche que la vio bailar en Spike's, moviéndose provocativamente, como una llama erótica alimentada por la mirada de extraños. Aquellos ojos seductores, prometedores y mentirosos.
Igual que Paula Chaves, aquellos ojos le habían tentado, excitado, prometido, para luego...
—¿Qué quieres de mí, Paula Chaves? —le dijo con voz grave y ronca.
—Nada —dijo ella con vacilación—. Sólo amistad.
—Oh, yo tenía la impresión de que podíamos compartir mucho más que la amistad.
—Pero no ahora, todavía no. Hay cosas... no sabes... eso es, nos conocemos desde hace muy poco
Pedro esbozó una sonrisa llena de ironía.
—Puede que sí, pero yo creía que empezábamos a conocernos bien.
Paula se sonrojó.
—Yo... puede que me malinterpretes, pero no puedo tomarme algunas cosas a la ligera.
Pensó en Deedee Divine y en los hombres que la miraban impúdicamente en Spike's. ¿Le tomaba por idiota? De repente se le ocurrió que tal vez intentara excitarlo hasta el punto de lograr que le prometiera casarse con ella antes de descubrirle quién era realmente. Pero aquel pensamiento le avergonzó. Y le enfureció, porque diez minutos antes le habría prometido cualquier cosa.
—Puede que nos haga falta estar separados durante algún tiempo —sugirió tomando su chaqueta.
Cuando se marchó, Paula se quedó apoyada en la puerta con ganas de llorar, con ganas de llamarlo y pedirle que volviera, de rogarle que la estrechara entre sus brazos y reviviera con ella aquel erotismo exultante. Nunca antes se había sentido así, y apartarse de él era lo más difícil que había hecho en su vida. Pero cuando se entregara a él, quería que no hubiera barreras entre ellos. Era cierto que había cosas que no podía tomarse a la ligera, pero sus sentimientos por Pedro no eran precisamente frívolos. Lo amaba.
De pronto su reacción le pareció ridícula. Se irguió y tratando de tranquilizarse fue a quitar la mesa. No podía estar enamorada de un hombre al que conocía desde hacía tan poco tiempo y con el que se había encontrado en unas circunstancias tan lamentables.
Ése era el verdadero problema. Su primer encuentro y el hecho de que le hubiera quitado, mediante engaños, cuatrocientos mil dólares.
Aquel primer encuentro se interponía entre ellos, sin importar lo cerca que habían estado el uno del otro en las últimas semanas.
Paula se quedó mirando el agua que caía del grifo, pensando en el modo en que Pedro la había besado. Tal vez él no llegara a sentir por ella lo que ella sentía por él, pero sabía que la deseaba, y eso le gustaba. Le aterraba perder incluso eso.
Algunas veces llegaba a pensar que Pedro podría llegar a comprenderla si conocía toda la historia.
Muchas veces había tenido la tentación de decírselo, pero siempre se veía coartada por el descaro de lo que había hecho y la enormidad de la suma de dinero. Si hubieran sido cien dólares, o cuatro mil —una cantidad que se podía devolver y perdonar—, podrían seguir siendo amigos. Pero la suma que se interponía entre ellos era demasiado grande.
Muchas veces sospechó que él sabía quien era, cada vez que la miraba de cierta manera o decía algo que podía tener segunda intención. Pero no, estaba demasiado relajado como para que fuera así, y nadie podía estar relajado junto a la persona que le había estafado cuatrocientos mil dólares.
Desconsoladamente, pensó que tal vez en aquellos momentos debía pensar que Paula Chaves lo había despreciado. Los corazones no se rompen, se dijo, pero le parecía que el suyo estaba muerto, como si todo el gozo y la alegría que había sentido se hubieran esfumado. Una separación temporal, había dicho. ¿Volvería a verlo?
miércoles, 7 de febrero de 2018
BAILARINA: CAPITULO 20
Pedro Alfonso tenía intención de mantenerse en contacto con ella. Cuando le echó los brazos al cuello, al ver el brillo de deseo en sus ojos azules, aquellos labios seductores... Le había costado no hacerle el amor allí mismo. Era tan dulce, tan llena de deseo, pero también era muy vulnerable. Por esa razón se dio cuenta de que aquella no era ocasión para hacerle el amor.
Cuando se acercara a él, y sabía que lo haría, sería con alegría, no con desesperación.
Frunció el ceño mientras subía a su coche para volver a casa. ¿Qué la preocupaba tanto como para que no se hubiera dado cuenta de que estaba empapada y muerta de frío? Había sido tan reticente a contarle nada que no había querido presionarla, pero cuando se conocieran mejor... Sonrió, sabía que llegarían a conocerse mejor. El lo procuraría. Paula Chaves era la mujer más cautivadora que había conocido.
Aquella velada en el club... bailaba bien, era inteligente y una compañera deliciosa. Esa noche, cuando olvidó su problema, se convirtió, además, en un adversario temible en el ajedrez.
Y... No quería pensar en aquel beso. Volvería a su casa y se daría una ducha fría.
Volvería a ver a Paula Chaves. Era muy guapa y tenía unos ojos azules irresistibles y unos encantadores hoyitos en las mejillas. Que una tal Deedee Divine poseyera aquellos mismos ojos, aquellas mejillas, escapaba, por el momento, completamente de sus pensamientos.
BAILARINA: CAPITULO 19
Le había dicho la verdad, después de las horas que había pasado con él se sentía mejor, como si su preocupación fuera exagerada. Era natural que ingresaran a su madre para hacerle análisis después de una operación de tanta importancia.
Probablemente habría muchos más análisis antes de que abandonaran Seattle. Y no había necesidad de que se preocupara cada vez que eso sucediera.
Aquella noche durmió profundamente. Si soñó muchas veces con un hombre alto y moreno de sonrisa maliciosa, fueron siempre sueños placenteros tan tranquilizadores como excitantes, sumiéndola en un estado de ensoñación y felicidad. En los minutos que pasó en un estado de duermevela, pensó en ángeles.
Angie tenía un libro sobre ángeles en el que aparecían, con los más diversos disfraces, siempre que los necesitabas. Pedro había aparecido de repente con el dinero que le hacía falta para su madre, ¿o no? Y aquella noche, cuando estaba aturdida y empapada había aparecido a pesar del viento y la lluvia. Y la había sacado de su tristeza y la había... ¡No!
Aquel beso que seguía vibrando en su interior no era el beso de un ángel, sino el de un hombre viril y exigente. Cuánto había sentido separarse de él.
Al dejarla en su casa, le había prometido llamarla. Ojalá cumpliera su promesa.
Ángel o no, aquel hombre no tenía ninguna conexión con el tirano que amenazó a Deedee Divine.
BAILARINA: CAPITULO 18
Al llegar al recodo que estaba más cerca del Club Náutico la vio. Era una figura solitaria en el parque vacío, caminando despacio sobre el sendero de grava que conducía hacia donde él estaba. Al acercarse, se dio cuenta de que no llevaba nada sobre la cabeza ni tampoco abrigo o impermeable. Caminaba con las manos metidas en los bolsillos y la cabeza agachada, tan abstraída en sus pensamientos que tropezó con él y se habría caído si no la hubiera agarrado.
— Perdón.
Tenía el rostro ceniciento y la mirada de una niña perdida. Le dieron ganas de abrazarla y consolarla. Al menos, podría quitarse el impermeable y dárselo, pero Paula estaba tan empapada que era tarde para eso.
—Estás calada —le dijo—. Será mejor que vuelvas y te cambies de ropa.
—No, no, estoy bien —dijo ella tratando de apartarse, y se dio cuenta de que él todavía la sostenía entre sus brazos.
—Ven. Te ayudaré a volver.
—No, todavía no. Quiero... pensar.
—Será mejor que pienses en casa.
Algo la preocupaba y no estaba dispuesto a dejarla sola, paseando bajo la lluvia. Pero era reticente a volver a su casa. De todas formas su barco estaba cerca, así que allí la llevó, sin cuestionarse su instinto protector.
Cuando la calefacción del yate comenzó a hacer efecto, Paula empezó a temblar, como si sólo entonces se diera cuenta de que tenía frío. Miró a Pedro Alfonso que le estaba quitando los zapatos.
—¿Por qué estás aquí?
—Estoy aquí muchas veces, éste es mi barco —dijo Pedro—. Y tú estás aquí para quitarte esa ropa mojada y darte una ducha caliente.
Ella protestó, pero él insistió.
«Maldita sea, estoy muerta de frío y sin humor para tonterías», se dijo Paula.
El cuarto de baño era pequeño pero adecuado.
El agua caliente le hizo entrar en calor y la tranquilizó, ayudándola a aclarar las ideas.
Debía haber estado muy aturdida. Había estado caminando por el parque y se había tropezado con Pedro Alfonso. ¿Por qué estaba él allí? ¿Por qué la había llevado a su barco?
Cuando salió de la ducha se dio cuenta de que se había llevado su ropa. Un albornoz colgaba de la puerta. Era demasiado grande, pero se sintió cómoda y caliente bajo la pesada tela, que olía a loción de afeitar.
Al salir del baño, a Pedro le pareció que tenía mucho mejor aspecto. Tenía la piel sonrosada y le brillaba el pelo, que seguía rizado. ¿Se había hecho la permanente después de cortarse la melena?
O... ¿Acaso se estaba volviendo loco? ¿Podía haber dos personas idénticas en este mundo?
Tal vez aquella mujer de ojos inocentes, que llevaba su albornoz, no tenía nada que ver con la bailarina que había conocido en aquel bar de mala muerte. De cualquier manera, aquello le importaba muy poco en aquellos momentos.
—Siéntate aquí y deja que te ponga esto —le dijo dándole un par de calcetines de algodón.
Paula se sentó, todavía un poco aturdida y levantó el pie para que Pedro le pusiera los calcetines. Pedro le puso el primero, que le estaba muy grande y le agarró el otro pie.
—¿Tienes hambre? Yo sí.
Al mismo tiempo, el tacto de aquel pie suave y pequeño comenzó a despertar su deseo.
Paula asintió, consciente del tacto de la mano de Pedro, que le rozaba el arco del pie y lo apartó con reticencia cuando terminó de ponerle el calcetín.
Pedro se levantó y se acercó a un armario del que sacó una lata de sopa. Tenía un aspecto muy distinto con el polo azul y los Levi's, los dos bastante desgastados. No parecía el elegante hombre de esmoquin con quien había bailado en el club, ni el hombre de negocios que había ido a hablar con ella y a insultarla al bar de Spike.
Sólo era un hombre normal, alto y con presencia y con el que se sentía extrañamente segura.
¿Por qué había tenido que ser él quien se presentara con los medios para salvar la vida de su madre?
Sólo que tal vez su dinero no había logrado salvarla. Una vez más, se vio abrumada por la ansiedad y el temor. Sintió que desaparecía la alegría de su ser, pero trató de tranquilizarse y olvidar sus miedos. Su madre se pondría bien.
—Te llevaré a navegar —dijo Pedro, removiendo la sopa y cortando una barra de pan francés—. Pero ahora hace muy mal tiempo.
Hacía mal tiempo, pero el sonido de la lluvia le resultaba reconfortante, porque en el camarote se estaba caliente y seco.
Se apretó el albornoz y miró a su alrededor. La estancia tenía cocina, lavabo, armarios y sofás—cama, tapizados de un color amarillo limón. En el rincón donde estaba sentada había cojines de cuero del mismo color. El sofá hacía una curva que rodeaba una mesa de cromo negra. Todo tenía un aspecto ordenado, a no ser por su ropa, que se estaba secando colgada en una silla al lado del radiador. No sabía cómo había llegado a aquel lugar, pero se alegraba de estar allí.
Pedro puso la mesa, se sentó frente a Paula y tomó su vaso de vino para brindar.
—Salud.
Paula se tomó la sopa y tomó las rebanadas de pan con queso fundido.
—Delicioso —le dijo—. No sabía que tenía tanta hambre.
—Ya —dijo Pedro asintiendo—. Estabas un poco aturdida, ¿verdad?
Era cierto, se dijo Paula, y lo miró.
—¿Qué estabas haciendo en el parque?
—Estaba buscándote.
—¿Pero cómo sabías...?
—Angie me dijo que estabas dando un paseo. Esperé, pero como no volvías pensé que lo mejor era buscarte.
Paula sintió una agradable sensación. Había ido a buscarla. Estaba segura de que le gustaba, aunque si sabía... Suspiró sin darse cuenta.
—¿Te preocupa algo? —le preguntó con ternura.
Paula asintió mirando su plato de sopa.
—¿Quieres hablar de ello? —le preguntó Pedro.
—¡No, no! —dijo Paula negando con la cabeza, luchando contra el impulso de confiar en él.
Él estaba preocupado por Paula Chaves no por Deedee Divine, pero ella no podía olvidar sus palabras: «Si crees que te voy a dejar escapar con medio millón de dólares...» La enormidad de lo que había hecho la abrumaba y la llenaba de temor.
Había cortado toda relación con Spike, pero había consultado con el banco y sabía que los cheques no se habían hecho efectivos. Todavía no estaba a salvo, y él tal vez seguía buscándola.
Pedro la miraba con detenimiento.
—Algunas veces, cuando tenemos un problema es muy útil contárselo a otro. ¿Qué hay de Angie?
—¿Angie? Ah, sí, bueno, sí...
Paula vaciló. Esperaba que Angie no hubiera mencionado a su madre, aunque no sabía cómo podría llevarle eso hasta Deedee Divine. Gracias a Dios, Angie no sabía nada de Spike, porque, por miedo a poner en peligro su puesto de trabajo, no le había contado a nadie nada acerca de su trabajo como bailarina.
—Angie es fantástica —dijo—. Pero algunas veces está un poco fuera de este mundo.
—Ya veo.
«Así que no está tan chiflada como su amiga», se dijo Pedro, «pero está muy preocupada por algo». El rostro de Paula reflejaba su angustia.
Era un rostro tan dulce que le daban ganas de tomarla entre sus brazos para borrar la tristeza y la ansiedad de aquellos ojos, de besar aquellos labios temblorosos.
—Dime —dijo agarrándola de la barbilla con ternura—. A lo mejor yo te puedo ayudar.
—No, tú no puedes —dijo ella apartándose—. Nadie puede hacer nada. De todas formas ya estoy mejor, gracias a ti. Creo que debería irme —añadió haciendo ademán de levantarse.
—Siéntate y termina la sopa antes de que se enfríe —le dijo Pedro—. No puedes irte hasta que tu ropa no esté seca.
—Sí, me olvidaba —dijo Paula tratando de sonreír y sentándose otra vez para terminar la comida, aunque el temor no desapareció de sus ojos.
«¿Miedo de mí? ¿Por qué?», se preguntó Pedro. «Ah, claro. Puede que no sepa que yo sé quién es, pero ella sí sabe quién soy.»
De qué podía estar preocupada si no era del dinero que le había quitado...
Evidentemente, no tenía intención de rectificar.
No importaba, él podía jugar a aquella charada tan bien como ella. Con cierta irritación, se aclaró la garganta y sirvió el café.
Pero su enfado no duró mucho. Se ahogaba en la oleada de deseo que provocaba la proximidad y el encanto de Paula. Estaba sentada frente a él, envuelta en su albornoz, sin nada debajo excepto su piel suave. Se le cortaba el aliento.
No podía apartar los ojos de su cuello, le daban ganas de apoyar en él la cabeza, de besarla, de deslizar las manos bajo el albornoz... Se incorporó de repente y se fijó en sus labios y en sus ojos, tan perdidos, tan vulnerables, tan necesitados. Maldijo en silencio. No podía seducirla, aprovecharse del estado en que se encontraba.
—¿Te apetece jugar al ajedrez? —le dijo con voz grave.
—¿Qué? —exclamó Paula, como si la hubiera sacado de profundos pensamientos.
—Ajedrez —dijo Pedro, y se levantó a sacar el juego de uno de los armarios que había bajo un sofá.
—Pues... no sé jugar —dijo ella mientras él sacaba el tablero y las piezas.
—Pues será mejor que aprendas. No hay nada como el ajedrez para abstraerse de los problemas.
A su vez, él esperaba, sin mucha convicción, abstraer su mente del cuerpo de Paula.
Si el juego no le ayudaba, al menos sirvió para distraer a Paula, que demostró ser una rápida aprendiz y una jugadora entusiasta.
—Fascinante —dijo después de hacer algunas jugadas—. El rey quieto en toda su gloria, sin alejarse mucho de su trono, mientras todos los demás guerrean por todas partes tratando de protegerlo. Sobre todo la reina.
—Cuidado, pareces una feminista —dijo Pedro.
—Sólo estoy constatando los hechos, señor —le dijo Paula con una tierna mirada—. Tendrá que admitir que va más lejos y trabaja más duro que cualquier otro.
—No sé a qué se refiere, pero espero que no olvide las terribles trampas que tienen que sortear los caballos.
—Ese comentario, sin embargo, me parece machista —dijo Paula—. Como el rey, que, sospecho, apenas aprecia a su reina, te niegas a reconocer el poder de una mujer.
—Eso depende de la mujer —dijo Pedro, reconociendo en silencio que la mujer que había ante él tenía el poder de hacerle olvidar todo excepto el placer de estar con ella. Su humor y su ingenio le parecían tan misteriosos como su belleza. Le gustaba su forma de chascar la lengua y el brillo de sus ojos cuando sonreía o lo miraba desafiante.
Él era un jugador experto y ella una completa novata, pero Pedro nunca había disfrutado tanto con una partida en su vida.
—Creo —dijo Paula al cabo de un rato— que los vaqueros están casi secos y será mejor que me vaya.
Pedro se dio cuenta, casi alarmado, de que llevaban allí sentados más de tres horas. Pero a él le habían parecido minutos, y no quería que Paula se marchara.
—Gracias, no puedes saber lo mucho que esta tarde ha significado para mí. Estaba muy deprimida — dijo Paula con vacilación y su mirada se llenó, de nuevo, de preocupación—. No sé por qué, pero ahora me encuentro mucho mejor. Como si supiera... que todo va a salir bien.
—Eso espero —dijo Pedro tomándole las manos -Pero si no, si no sale como tú crees, dímelo. Deja que te ayude, sea lo que sea.
Paula sabía que era sincero. Se acercó a él instintivamente y Pedro la estrechó en sus brazos. Ella se sentía muy bien allí, apoyada en su cuerpo musculoso. Se apretó contra él, reconfortada en su calor, levantó la cabeza y le sonrió. Pedro gimió ligeramente y la besó. Fue un beso ardiente que estremeció a Paula de la cabeza a los pies, haciendo brotar la pasión y el deseo más intensos. Le echó los brazos al cuello. No quería apartarse de él. Sintió un placer exquisito cuando Pedro la besó en el cuello, poco a poco, provocándola, y luego metió una mano debajo del albornoz, excitándola todavía más. Y profirió un pequeño gemido.
Entonces, de repente, Pedro se separó de ella y le cerró el albornoz, respirando profundamente.
—Tienes razón —dijo con voz grave—, es hora de irse.
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