martes, 6 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 17




Paula caminaba sin rumbo, ajena a la lluvia, desconsolada.


La llamada de la tía Mariana la había dejado muy preocupada. Después de estar unos días en el apartamento con ella, su madre había tenido que volver al hospital.


Paula no le había dicho nada a Angie porque se negaba a expresar su preocupación por no hacerla más acuciante «Las palabras son más poderosas que los pensamientos» era otro de los credos de Angie. Todo lo que había dicho era que iba a dar un paseo, demasiado triste como para escuchar el animado consejo de Angie: «Imagina lo que deseas y lo obtendrás».


Ella era mucho más práctica y se ceñía a la realidad. Y la realidad era que a su madre le estaban haciendo nuevos análisis, si el cáncer se había extendido... Si era necesario un nuevo trasplante... ¡Cómo iba a soñar con conseguir otros trescientos cincuenta mil dólares!


¡Pobre mamá! ¿No había sufrido ya bastante? 


Le daban ganas de volar a Seattle, estrecharla entre sus brazos, esperar con ella el resultado de los análisis. Pero la tía Mariana le había dicho: «No, aquí no puedes hacer nada. Tenemos que esperar, ya te llamaré».


Siguió caminando y sus lágrimas se confundían con la lluvia.




BAILARINA: CAPITULO 16





Llamó al timbre del piso y le abrió lá puerta Angie.


—¡Hola! —le dijo y la reconoció al instante
Entra, te estaba esperando.


—¿Hum? —exclamó Pedro tratando de ocultar su sorpresa—. Soy Pedro Alfonso y he venido a ver a...


—A Paula, ya lo sé. Volverá en cualquier momento. ¿Quieres una taza de té o algo más fuerte?


—No, nada, gracias —dijo Pedro, pero le dio el impermeable y se sentó en el sofá, preguntándose por qué había ido y cómo podía aquella mujer saber que iría—. Así que estabas... esperándome.


Angie asintió y se sentó cruzando las piernas ante unas cartas que tenías colocadas sobre el suelo.


—Por favor —dijo—, perdóname, tengo que terminar esto. Tengo que resolver algunas cosas antes de terminar.


—Ya veo.


—¿Estás familiarizado con la ciencia de la numerología?


Pedro negó con la cabeza.


—Es fascinante. Una interpretación intuitiva de cualquier cosa que desees comprender.


—Ya veo —dijo Pedro de nuevo, aunque no comprendía nada. Recordó las palabras de Sid «Rarísimas». Pero Angie tenía un aspecto de lo más normal, descalza y con vaqueros cortos y una camiseta vieja. Estaba concentrada en su tarea, haciendo anotaciones a lápiz en las cartas y no quería molestarla, pero tenía que saber algo.


—Has dicho que me estabas esperando.


Angie lo miró y sonrió.


—Ah, sí. La forma en que la mirabas la otra noche... Lo sospeché inmediatamente —dijo asintiendo con énfasis—. Paula y tú os habéis conocido en otra vida.


Pedro la miró fijamente. «Sí, claro que nos hemos conocido, pero en esta misma vida». Se sentía muy extraño, ¿a qué estaban jugando aquellas dos?


—¿Has dicho que Paula volverá en cualquier momento?


—Sí, ha ido a dar un paseo.


—¿A dar un paseo? —dijo Pedro mirando hacia la ventana—. ¿Con lo que llueve?


—Oh, a Paula no le importa la lluvia. Pero sospecho que ya lo sabes.


—¿Yo?


—Oh, sí. Siento con mucha fuerza que sois almas gemelas y que os conocéis muy bien.


—¿Almas gemelas?


—Pero no puedo asegurarlo hasta... Oye, ¿quieres que te haga la carta astral?


—¿La carta astral?


—Sí.


—No, no, gracias. Además, tengo que irme —dijo Pedro.


Pero una vez en la calle, cuando una ligera lluvia le mojó la cara, sintió un impulso mucho más fuerte de encontrarla. Debía estar dando un paseo en el parque que había allí al lado.



BAILARINA: CAPITULO 15





Cuando Pedro alcanzó la sala de baile, no la vio en ninguna parte. Maldijo en silencio. Si aquel editor no lo hubiera detenido...


Miró a su alrededor buscando a Sid. Debía haberse ido con él. Pero tampoco él estaba allí, ni el vestíbulo, donde muchas personas se preparaban para marcharse.


Se había ido a toda prisa. Como si hubiera recordado algo de repente. En aquel momento, estuvo seguro de que era Deedee Divine. 


Aunque en realidad no lo había dudado ni un solo instante.


Era una mujer peligrosamente seductora y astuta. Con su magnetismo lograba que nada a su alrededor importara excepto ella. Tenía una mirada juguetona y atractiva, y sus labios esbozaban una sonrisa prometedora... aquellos labios que, a pesar de haber probado durante un momento tan breve, le resultaron tan dulces.


Chascó la lengua. Afortunadamente, se había librado de aquel encantamiento. Recordó el consejo de Paula: perdonar y olvidar. Qué descaro. Tal vez al decirlo no estaba pensando en el sucio trato que le había propuesto, pero seguro que era una sugerencia para olvidarla.


El problema era que no podía. La llevaba impregnada en los sentidos, estuviera donde estuviera e hiciera lo que hiciera: embarcando en un avión, haciendo una entrevista, escribiendo acerca de Olympia y de la tragedia del rencor.


Diego lo llamó a la mañana siguiente.


—Parece ser que estaba equivocado, muchacho.


—¿Qué?


—Puede que recuperes el dinero si vives cincuenta años más.


—¿De qué estás hablando?


—Del cheque que acabo de recibir de la señorita Deedee Divine. Cien pavos. Justo a tiempo, como prometió.


Pedro se sintió inmensamente aliviado y se preparó para absolverla de toda culpa. Iría a verla y...


—Así que ha dado señales de vida. ¿Dónde...?


—No exactamente. Igual que la otra vez. Cheque al portador y sin remite.


Vaya, seguía escondiéndose bajo el endeble disfraz de Paula Chaves. ¿Le tomaba por un imbécil? Pero entonces ¿por qué le había enviado aquel cheque? Buena fe. Para mantenerlo a raya en caso de que sospechara de ella y pudiera inmiscuirse en lo que estuviera tramando, fuera lo que fuese.


«¡Oh! ¡Olvídala!», se dijo y se fue a ver a su madre.


La encontró preparándose para salir.


—Voy a la ópera con los Tolliver, los Webster y Daniel Bell. Me alegro de que hayas venido. Los he invitado a tomar una copa y tú puedes ser el anfitrión. Cómo me alegro de que estés aquí.


—¿Seguro que no usurpo el papel de Daniel? —bromeó Pedro besando a su madre.


Helena Alfonso llevaba cinco años viuda, pero no le faltaban las compañías masculinas. La de Daniel Bell era la más frecuente.


—Daniel siempre llega tarde. Ve a saludar a Mary y pregúntale qué tal va con los canapés. Ahí están los Tolliver, voy a abrir la puerta.


Pedro sonrió y se dirigió a la cocina donde estaba Mary, la asistenta, pero a la que su madre trataba como a una amiga más.


Después de una hora de charla, su madre y sus amigos se fueron a la ópera. Antes de marcharse, su madre lo envió al piso de arriba para que le bajara sus prismáticos de ópera.


—Creo que están en la mesilla.


Sí, allí estaban, y a su lado el regalo que su padre le había dado mucho antes de que él naciera. Cuidadosamente enmarcado estaba escrito a mano un poema:


Se busca a una mujer
lo que ningún santo entendería.
Una mujer femenina que en ambas manos
exhibe un lustre de gracia, pureza y bondad.
Que lleva la belleza impresa en el rostro,
cuya sabiduría es profunda e intuitiva,
y dentro de sí alberga el centro del mundo.
Una mujer tierna, sensible, suave y sincera,
cuya dulzura y belleza encajen en mi mano como un guante.
¿Crees, te pregunto, que podré encontrarla en esta ciudad?


Sí, su padre la había encontrado. Su madre era ese tipo de mujer.



Entonces, ¿por qué no dejaba de ver el rostro de aquella otra mujer ante sus ojos, un rostro que le encantaba y que...


—¡Pedro! ¿Los encuentras? —le gritó su madre—. ¡No podemos llegar tarde! ¡Están en la mesilla!


—¡Ya voy! —dijo Pedro tomando los prismáticos, y corrió escaleras abajo.


A partir de aquel momento, el poema le obsesionó tanto como el rostro de Paula. Sobre todo el verso «lo que ningún santo entendería».


Paula Deedee Divine Chaves no era ninguna santa.


Pero le estaba devolviendo el dinero, ¿no? Tal vez sí que había malinterpretado sus palabras.


¡Y un cuerno! Le había engañado deliberadamente. Sin embargo, su rostro tenía algo tan inocente y sincero... siempre y cuando no tuviera una actitud desafiante y seductora.


Tal vez había una buena razón...


¡Claro! Como disfrazarse de dama de la alta sociedad con el fin de engañar a otro imbécil.


La lluviosa tarde del domingo se tropezó con Sid en el gimnasio de su club y le comentó:
—En el baile del otro día estabas con dos mujeres...


Sid, que estaba corriendo en el rodillo, se quedó desconcertado, luego cayó en la cuenta.


—Ah, sí, aquellas dos. Muy raras, muchacho.


—¿Raras?


—Muy raras —dijo Sid saltando del rodillo y dirigiéndose a las pesas.


Pedro se abrochó el zapato y se quedó pensando. ¿Drogas? ¿Estaba ella financiando su vicio con el dinero?


Sid levantó una barra, gruñó y sonrió.


—Creo que están un poco locas.


—¿Por qué?


—Querían profundizar en los secretos del universo y en las fuerzas que controlan nuestro destino —dijo Sid entre misterioso y burlón—. Angie ha estado tratando de introducirme en uno de esos grupos.


—Oh, viven en una comuna.


—No, en un piso de mi urbanización. Por eso he venido aquí a hacer ejercicio, esa Angie es difícil de evitar. No deja de decirme lo mucho que podría aprender en esas reuniones sobre el amor y la vida —dijo Sid y soltó una carcajada—. ¡Le dije que podía aprenderlo yo solo!




lunes, 5 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 14





ERA una locura.


Ella decía que se llamaba Paula Chaves y él daba por hecho que era Deedee Divine. Pero parecía no importar. La luz era tenue, y ella estaba pálida y agachaba los ojos. Pedro se fijó en los párpados cerrados de Paula y aspiró la dulce fragancia de su pelo, que le rozaba los hombros, y tuvo la extraña urgencia de guardarla para siempre en el refugio de sus brazos. Se movía como en un sueño, llevado por la distante melodía que sonaba suavemente en sus oídos.


La música se detuvo, interrumpiendo su ensoñación. Se sintió rodeado de gente y notó que alguien le daba un golpecito en el hombro.


Pedro, no sabía que habías vuelto.


Se dio la vuelta. Era uno de los editores del Chronicle.


—Ah, hola. Sí, volví anoche.


Durante aquel breve intercambio, se dio cuenta de que Paula se alejaba. La alcanzó rápidamente. El destino había llevado a aquella pequeña artista del engaño a sus manos y no podía permitir que volviera a escaparse. Sin saber muy bien qué hacer, se limitó a agarrarle la mano para el próximo baile. Y lo mismo hizo con los cinco siguientes, una serie de melodías latinas.


Había viajado por México y por España y había aprendido mucho de algunas parejas de baile magníficas. Pero ninguna tenía la gracia y la destreza de Paula.


Era ligera como una pluma y lo seguía con precisión y facilidad. Bailaron rumba, samba y chachachá. Miraba con fascinación la rítmica ondulación de sus hombros y el suave balanceo de sus caderas mientras se separaba y volvía a sus brazos. Nunca había disfrutado tanto bailando y se negó a cederla a cualquier otro.


—Eres una bailarina excelente —le dijo durante un descanso—. ¿No serás, por casualidad, una profesional?


Si ella podía fingir que nunca se habían visto, también él podía hacerlo. Y sorprendió en ella una mirada de recelo, que ocultó inmediatamente sacudiendo la cabeza negativamente.


—Oh, no.


También era una excelente mentirosa, pensó Pedro, pero dijo:
—Entonces me parece que te has equivocado de profesión. Eres todo un talento.


—Debo decir lo mismo de ti —replicó Paula rápidamente—. Nunca he bailado con nadie que sepa llevar tan bien el ritmo y sea tan fácil de seguir.


—Qué aduladora —dijo Pedro sonriendo—. ¿Te apetece beber algo? Ven.


La condujo a la barra que había al otro lado de la sala. 


Quería hablar con ella, averiguar cuál era su juego. 


Probablemente, Diego tenía razón, que le devolviera el dinero sería algo que no verían sus ojos. Pero quería saber en qué se lo estaba gastando.


—No es adulación —le dijo Paula sinceramente—. Nunca he bailado con nadie que conociera tan bien los ritmos latinos.


No añadió «a no ser que fuera profesional» para no inducirle a que hiciera alguna conexión. Parecía que no la había reconocido, pero aquella conversación la estaba poniendo nerviosa.


—Así pues —dijo con la intención de cambiar de tema—, ¿acabas de volver de viaje?


—Sí, acabo de volver de Olympia.


Paula dio un respingo, olvidándose de sus preocupaciones por unos instantes. Los medios de comunicación no habían dejado de informar sobre la revuelta civil que había estallado en Olympia, sembrando la destrucción y el derramamiento de sangre.


—¿Cuánto tiempo has estado allí? —le preguntó, sin saber muy bien por qué se sentía preocupada por él.


—Sólo cinco días —dijo él al alcanzar la barra.


—¿No es peligroso? Me refiero a estar allí.


Paula había visto escenas terribles.


—Un poco. Pero donde está la noticia... —dijo él encogiéndose de hombros.


Paula frunció el ceño.


—¿No he leído nada sobre Olympia en tu columna?


—¿Así que lees mi columna? —le preguntó él sonriendo.


Fue la primera vez que Paula vio su sonrisa cálida y confiada. 


Y tuvo la certeza de que no la había reconocido. A Deedee Divine nunca le habría dirigido aquella sonrisa.


—Todavía no lo he digerido —dijo él y se giró para dirigirse al camarero, que, como todos en aquel lugar, parecía conocerlo.


Paula lo observó. Estaba completamente relajado, como si no tuviera ninguna preocupación. Estaba intercambiando bromas con el camarero y acababa de bailar de una forma exultante. Le resultaba difícil imaginar que hacía dos días estaba bajo el fuego de las balas en Olympia, observándolo todo, reflexionando.


—Siempre lo haces, ¿verdad? —le dijo cuando él le ofreció una copa.


—¿El qué?


—Analizar cuidadosamente una situación antes de escribir sobre ella.


Tal vez por eso sus artículos resultaban tan claros y concisos, pensó bebiendo un poco. El combinado tenía más alcohol del que hubiera deseado, pero aun así estaba delicioso y refrescante.


—Gracias, está muy bueno.


—Bien, es especial para ti —dijo Pedro, y volvió a sonreír. A Paula le daban ganas de ahogarse en aquella sonrisa y apartó la mirada—. Entonces, ¿cuándo vamos a saber tu opinión sobre la crisis de Olympia?


—No lo sé —dijo Pedro suspirando—. Es difícil encontrarle el sentido a una situación absurda.


—Es absurda, ¿verdad? ¿Qué es lo que ocurre realmente?


—Historia —dijo Pedro y se tragó los hielos de su vaso—. Heridas que nunca se cerraron, disputas heredadas. Petición de retribuciones por errores que se cometieron hace más de cien años.


—Sí, comprendo a qué te refieres —le dijo, comprendiendo también que Pedro se implicaba en todo aquello acerca de lo que escribía. Pensó en Olympia y compartió su dolor—. Qué estupidez mantener rencor después de tanto tiempo.


—Así que, según tu opinión, el perdón es la única respuesta.


—Por supuesto.


—No siempre es fácil perdonar y olvidar.


—Cierto. ¿Cómo es esa expresión? Ah, sí... Errar es humano, perdonar es divino.


Mark Pedrose irguió un poco. ¿Por qué la miraba de aquel modo?


—Esa es tu respuesta, ¿verdad? Ante cualquier herida o engaño que alguien te haga, perdonar y olvidar.


¿Qué había dicho para que se pusiera tan sombrío? ¿Seguían hablando de Olympia o...? Se le heló la sangre.


Pedro la miraba fijamente.


—¿Aunque no haya arrepentimiento ni expiación? —le preguntó.


Pero ella estaba expiando sus culpas, se dijo Paula. «¿Acaso no le estoy devolviendo el dinero? Pero tranquilízate, no te ha reconocido.»


—No seas ridículo —dijo—. ¿Quién vive hoy que pueda expiar un crimen cometido hace cien años? Además, el perdón habría impedido el derramamiento de sangre.


Pedro sonrió y asintió.


—Tienes razón, claro. ¿Es ésa la óptica que debo adoptar en mi análisis?


—No me atrevería a darle consejos a Pedro Alfonso —dijo Paula, respirando profundamente, aliviada—. Pero creo que eso es lo más sensato.


—Exacto. Creo que has resuelto mi problema. ¿Podría convencerte para que te unieras a mi equipo?


—¿Tienes un equipo? —preguntó Paula sorprendida.


— Por supuesto. ¿Pensabas que...?


—Supongo que sí —dijo Paula sintiendo el impulso de reír—. Me imaginaba que trabajabas solo, tomando notas, escribiendo en una vieja máquina. 0 detrás de una barricada, observándolo todo mientras las halas silbaban sobre tu cabeza. O en un sótano mientras un espía te revela importantes secretos políticos.


—Vale, vale, está bien —dijo Pedro conteniendo la risa—. ¿Qué clase de novelas lees? Cuando te diga que trabajo en un pequeño despacho, con la asistencia de una secretaria, un documentalista y un reportero, rodeado de teléfonos, ordenadores y faxes, ¿voy a decepcionarte?


—Vas a perder muchos puntos —le dijo Paula haciendo una mueca—. Y no voy a trabajar para ti, no te rías de mí.


—No te enfades. Vamos a bailar otra vez ahora que podemos. Temo que se acerquen a interrumpirnos en cualquier momento —dijo Pedro mirando hacia la mesa de Paula.


—No te preocupes por eso. Soy la tercera en discordia.


—¿Ah, sí?


—He venido con mi compañera de piso y su novio. Angie está buscando el equilibrio.


—¿Equilibrio?


—No importa —dijo Paula sonriendo—. Estoy segura de que se alegran de haberse librado de mí.


—En ese caso, únete a este solitario y formemos una deliciosa pareja —dijo Pedro.


Paula se fijó en su radiante sonrisa. ¿Cómo podía un hombre con aquellos ojos azules tan maravillosos estar solo? Era apuesto, interesante y un bailarín excelente. ¿Cómo se las había arreglado, en aquel lugar lleno de mujeres hermosas, para que sólo estuviera con ella durante una hora entera? Le habían parecido unos minutos, pero debía haber pasado ese tiempo, o mucho más, pensaba mientras se dirigían a la pista de baile.


Sin embargo, a medida que la noche seguía su curso, se dio cuenta de que era él y no ella quien evitaba que nadie los interrumpiera. Pedro se embarcaba en una alegre conversación un minuto y al siguiente, después de despedirse con un movimiento de cabeza, estaba de nuevo a su lado. Ella se sentía extrañamente exultante. Estaba convencida de que él prefería su compañía, de que le gustaba. Saber aquello la embriagaba y se propuso ser lo más encantadora posible. Hasta que se vio perdida en un puro gozo, olvidándose de todo excepto de ser feliz. Bailaron durante toda la noche, y charlaron y bromearon. Paula estaba ajena a todo lo que no fueran los ojos azules de Pedro.


Pedro sugirió que salieran a tomar un poco el aire y ella lo siguió, en un estado de trance a la terraza del club. La noche era cálida, la luna brillaba sobre la bahía y no corría una gota de aire. Paula, ajena al murmullo de otras voces y a las otras parejas que habían salido a la terraza, se apoyó en la balaustrada y miró a los veleros anclados en el muelle.


—Debe ser divertido —dijo.


—¿El qué?


— Navegar.


Le encantaría atravesar el océano en cualquiera de aquellos yates, o recorrer la costa en un velero.


—¿Te gustaría?


—Sí.


—Pues te llevaré a dar una vuelta. ¿Cuándo...? —dijo Pedro.


Paula se dio media vuelta.


—¿Tienes un barco? —le preguntó.


Pedro asintió.


Claro, se dijo Paula, pensando que debía ser rico. 


Probablemente era dueño de uno de aquellos grandes yates anclados en la bahía.


—No es muy grande. Tiene un motor de doscientos caballos —dijo, y señaló con el dedo—. Entre ese yate y el velero pequeño. ¿Lo ves?


Las suaves líneas de un pequeño yate se veían tenuemente iluminadas por las luces de un gran yate que había a su lado. Paula asintió.


—¿Te gustaría venir a navegar conmigo?


—Sí. Me encantaría —dijo Paula.


Sola con él, surcando el mar. Lo miró, preguntándose cómo sería.


—Entonces, tenemos que quedar, ¿no?


Paula asintió.


—Entonces de acuerdo —dijo Pedro y la besó.


Fue una suave caricia, pero le pareció como si el estallido de un relámpago recorriera su cuerpo entero y se alojase, para siempre, en su palpitante corazón. Y aquel beso la devolvió a la realidad, porque la alertó del peligro de enamorarse de un hombre que la odiaría si sabía...


Su única posibilidad era escapar de allí.


—Sí. Tenemos que ir a navegar —dijo atropelladamente—. Pronto. Pero no demasiado. Estoy muy ocupada, no tengo mucho tiempo para salir, y menos para navegar... Dios mío, qué tarde es. Angie debe estar preocupada, tengo que encontrarla.


—Espera —dijo Pedro agarrándola de la mano—. ¿No es mejor que...?


—Otro día. Ha sido una noche encantadora. Gracias. Adiós —dijo Paula y se marchó apresuradamente, antes de que Pedro pudiera detenerla. Pedro quiso seguirla pero alguien se interpuso.


—Un momento, Pedro. Llevo tiempo buscándote.


Al oírlo, Paula se alegró