lunes, 5 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 14





ERA una locura.


Ella decía que se llamaba Paula Chaves y él daba por hecho que era Deedee Divine. Pero parecía no importar. La luz era tenue, y ella estaba pálida y agachaba los ojos. Pedro se fijó en los párpados cerrados de Paula y aspiró la dulce fragancia de su pelo, que le rozaba los hombros, y tuvo la extraña urgencia de guardarla para siempre en el refugio de sus brazos. Se movía como en un sueño, llevado por la distante melodía que sonaba suavemente en sus oídos.


La música se detuvo, interrumpiendo su ensoñación. Se sintió rodeado de gente y notó que alguien le daba un golpecito en el hombro.


Pedro, no sabía que habías vuelto.


Se dio la vuelta. Era uno de los editores del Chronicle.


—Ah, hola. Sí, volví anoche.


Durante aquel breve intercambio, se dio cuenta de que Paula se alejaba. La alcanzó rápidamente. El destino había llevado a aquella pequeña artista del engaño a sus manos y no podía permitir que volviera a escaparse. Sin saber muy bien qué hacer, se limitó a agarrarle la mano para el próximo baile. Y lo mismo hizo con los cinco siguientes, una serie de melodías latinas.


Había viajado por México y por España y había aprendido mucho de algunas parejas de baile magníficas. Pero ninguna tenía la gracia y la destreza de Paula.


Era ligera como una pluma y lo seguía con precisión y facilidad. Bailaron rumba, samba y chachachá. Miraba con fascinación la rítmica ondulación de sus hombros y el suave balanceo de sus caderas mientras se separaba y volvía a sus brazos. Nunca había disfrutado tanto bailando y se negó a cederla a cualquier otro.


—Eres una bailarina excelente —le dijo durante un descanso—. ¿No serás, por casualidad, una profesional?


Si ella podía fingir que nunca se habían visto, también él podía hacerlo. Y sorprendió en ella una mirada de recelo, que ocultó inmediatamente sacudiendo la cabeza negativamente.


—Oh, no.


También era una excelente mentirosa, pensó Pedro, pero dijo:
—Entonces me parece que te has equivocado de profesión. Eres todo un talento.


—Debo decir lo mismo de ti —replicó Paula rápidamente—. Nunca he bailado con nadie que sepa llevar tan bien el ritmo y sea tan fácil de seguir.


—Qué aduladora —dijo Pedro sonriendo—. ¿Te apetece beber algo? Ven.


La condujo a la barra que había al otro lado de la sala. 


Quería hablar con ella, averiguar cuál era su juego. 


Probablemente, Diego tenía razón, que le devolviera el dinero sería algo que no verían sus ojos. Pero quería saber en qué se lo estaba gastando.


—No es adulación —le dijo Paula sinceramente—. Nunca he bailado con nadie que conociera tan bien los ritmos latinos.


No añadió «a no ser que fuera profesional» para no inducirle a que hiciera alguna conexión. Parecía que no la había reconocido, pero aquella conversación la estaba poniendo nerviosa.


—Así pues —dijo con la intención de cambiar de tema—, ¿acabas de volver de viaje?


—Sí, acabo de volver de Olympia.


Paula dio un respingo, olvidándose de sus preocupaciones por unos instantes. Los medios de comunicación no habían dejado de informar sobre la revuelta civil que había estallado en Olympia, sembrando la destrucción y el derramamiento de sangre.


—¿Cuánto tiempo has estado allí? —le preguntó, sin saber muy bien por qué se sentía preocupada por él.


—Sólo cinco días —dijo él al alcanzar la barra.


—¿No es peligroso? Me refiero a estar allí.


Paula había visto escenas terribles.


—Un poco. Pero donde está la noticia... —dijo él encogiéndose de hombros.


Paula frunció el ceño.


—¿No he leído nada sobre Olympia en tu columna?


—¿Así que lees mi columna? —le preguntó él sonriendo.


Fue la primera vez que Paula vio su sonrisa cálida y confiada. 


Y tuvo la certeza de que no la había reconocido. A Deedee Divine nunca le habría dirigido aquella sonrisa.


—Todavía no lo he digerido —dijo él y se giró para dirigirse al camarero, que, como todos en aquel lugar, parecía conocerlo.


Paula lo observó. Estaba completamente relajado, como si no tuviera ninguna preocupación. Estaba intercambiando bromas con el camarero y acababa de bailar de una forma exultante. Le resultaba difícil imaginar que hacía dos días estaba bajo el fuego de las balas en Olympia, observándolo todo, reflexionando.


—Siempre lo haces, ¿verdad? —le dijo cuando él le ofreció una copa.


—¿El qué?


—Analizar cuidadosamente una situación antes de escribir sobre ella.


Tal vez por eso sus artículos resultaban tan claros y concisos, pensó bebiendo un poco. El combinado tenía más alcohol del que hubiera deseado, pero aun así estaba delicioso y refrescante.


—Gracias, está muy bueno.


—Bien, es especial para ti —dijo Pedro, y volvió a sonreír. A Paula le daban ganas de ahogarse en aquella sonrisa y apartó la mirada—. Entonces, ¿cuándo vamos a saber tu opinión sobre la crisis de Olympia?


—No lo sé —dijo Pedro suspirando—. Es difícil encontrarle el sentido a una situación absurda.


—Es absurda, ¿verdad? ¿Qué es lo que ocurre realmente?


—Historia —dijo Pedro y se tragó los hielos de su vaso—. Heridas que nunca se cerraron, disputas heredadas. Petición de retribuciones por errores que se cometieron hace más de cien años.


—Sí, comprendo a qué te refieres —le dijo, comprendiendo también que Pedro se implicaba en todo aquello acerca de lo que escribía. Pensó en Olympia y compartió su dolor—. Qué estupidez mantener rencor después de tanto tiempo.


—Así que, según tu opinión, el perdón es la única respuesta.


—Por supuesto.


—No siempre es fácil perdonar y olvidar.


—Cierto. ¿Cómo es esa expresión? Ah, sí... Errar es humano, perdonar es divino.


Mark Pedrose irguió un poco. ¿Por qué la miraba de aquel modo?


—Esa es tu respuesta, ¿verdad? Ante cualquier herida o engaño que alguien te haga, perdonar y olvidar.


¿Qué había dicho para que se pusiera tan sombrío? ¿Seguían hablando de Olympia o...? Se le heló la sangre.


Pedro la miraba fijamente.


—¿Aunque no haya arrepentimiento ni expiación? —le preguntó.


Pero ella estaba expiando sus culpas, se dijo Paula. «¿Acaso no le estoy devolviendo el dinero? Pero tranquilízate, no te ha reconocido.»


—No seas ridículo —dijo—. ¿Quién vive hoy que pueda expiar un crimen cometido hace cien años? Además, el perdón habría impedido el derramamiento de sangre.


Pedro sonrió y asintió.


—Tienes razón, claro. ¿Es ésa la óptica que debo adoptar en mi análisis?


—No me atrevería a darle consejos a Pedro Alfonso —dijo Paula, respirando profundamente, aliviada—. Pero creo que eso es lo más sensato.


—Exacto. Creo que has resuelto mi problema. ¿Podría convencerte para que te unieras a mi equipo?


—¿Tienes un equipo? —preguntó Paula sorprendida.


— Por supuesto. ¿Pensabas que...?


—Supongo que sí —dijo Paula sintiendo el impulso de reír—. Me imaginaba que trabajabas solo, tomando notas, escribiendo en una vieja máquina. 0 detrás de una barricada, observándolo todo mientras las halas silbaban sobre tu cabeza. O en un sótano mientras un espía te revela importantes secretos políticos.


—Vale, vale, está bien —dijo Pedro conteniendo la risa—. ¿Qué clase de novelas lees? Cuando te diga que trabajo en un pequeño despacho, con la asistencia de una secretaria, un documentalista y un reportero, rodeado de teléfonos, ordenadores y faxes, ¿voy a decepcionarte?


—Vas a perder muchos puntos —le dijo Paula haciendo una mueca—. Y no voy a trabajar para ti, no te rías de mí.


—No te enfades. Vamos a bailar otra vez ahora que podemos. Temo que se acerquen a interrumpirnos en cualquier momento —dijo Pedro mirando hacia la mesa de Paula.


—No te preocupes por eso. Soy la tercera en discordia.


—¿Ah, sí?


—He venido con mi compañera de piso y su novio. Angie está buscando el equilibrio.


—¿Equilibrio?


—No importa —dijo Paula sonriendo—. Estoy segura de que se alegran de haberse librado de mí.


—En ese caso, únete a este solitario y formemos una deliciosa pareja —dijo Pedro.


Paula se fijó en su radiante sonrisa. ¿Cómo podía un hombre con aquellos ojos azules tan maravillosos estar solo? Era apuesto, interesante y un bailarín excelente. ¿Cómo se las había arreglado, en aquel lugar lleno de mujeres hermosas, para que sólo estuviera con ella durante una hora entera? Le habían parecido unos minutos, pero debía haber pasado ese tiempo, o mucho más, pensaba mientras se dirigían a la pista de baile.


Sin embargo, a medida que la noche seguía su curso, se dio cuenta de que era él y no ella quien evitaba que nadie los interrumpiera. Pedro se embarcaba en una alegre conversación un minuto y al siguiente, después de despedirse con un movimiento de cabeza, estaba de nuevo a su lado. Ella se sentía extrañamente exultante. Estaba convencida de que él prefería su compañía, de que le gustaba. Saber aquello la embriagaba y se propuso ser lo más encantadora posible. Hasta que se vio perdida en un puro gozo, olvidándose de todo excepto de ser feliz. Bailaron durante toda la noche, y charlaron y bromearon. Paula estaba ajena a todo lo que no fueran los ojos azules de Pedro.


Pedro sugirió que salieran a tomar un poco el aire y ella lo siguió, en un estado de trance a la terraza del club. La noche era cálida, la luna brillaba sobre la bahía y no corría una gota de aire. Paula, ajena al murmullo de otras voces y a las otras parejas que habían salido a la terraza, se apoyó en la balaustrada y miró a los veleros anclados en el muelle.


—Debe ser divertido —dijo.


—¿El qué?


— Navegar.


Le encantaría atravesar el océano en cualquiera de aquellos yates, o recorrer la costa en un velero.


—¿Te gustaría?


—Sí.


—Pues te llevaré a dar una vuelta. ¿Cuándo...? —dijo Pedro.


Paula se dio media vuelta.


—¿Tienes un barco? —le preguntó.


Pedro asintió.


Claro, se dijo Paula, pensando que debía ser rico. 


Probablemente era dueño de uno de aquellos grandes yates anclados en la bahía.


—No es muy grande. Tiene un motor de doscientos caballos —dijo, y señaló con el dedo—. Entre ese yate y el velero pequeño. ¿Lo ves?


Las suaves líneas de un pequeño yate se veían tenuemente iluminadas por las luces de un gran yate que había a su lado. Paula asintió.


—¿Te gustaría venir a navegar conmigo?


—Sí. Me encantaría —dijo Paula.


Sola con él, surcando el mar. Lo miró, preguntándose cómo sería.


—Entonces, tenemos que quedar, ¿no?


Paula asintió.


—Entonces de acuerdo —dijo Pedro y la besó.


Fue una suave caricia, pero le pareció como si el estallido de un relámpago recorriera su cuerpo entero y se alojase, para siempre, en su palpitante corazón. Y aquel beso la devolvió a la realidad, porque la alertó del peligro de enamorarse de un hombre que la odiaría si sabía...


Su única posibilidad era escapar de allí.


—Sí. Tenemos que ir a navegar —dijo atropelladamente—. Pronto. Pero no demasiado. Estoy muy ocupada, no tengo mucho tiempo para salir, y menos para navegar... Dios mío, qué tarde es. Angie debe estar preocupada, tengo que encontrarla.


—Espera —dijo Pedro agarrándola de la mano—. ¿No es mejor que...?


—Otro día. Ha sido una noche encantadora. Gracias. Adiós —dijo Paula y se marchó apresuradamente, antes de que Pedro pudiera detenerla. Pedro quiso seguirla pero alguien se interpuso.


—Un momento, Pedro. Llevo tiempo buscándote.


Al oírlo, Paula se alegró



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