lunes, 15 de enero de 2018

LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 17




¿Qué estaba pasando? ¿Es que ya no la deseaba?


Pedro estaba sonriendo de manera tensa, y la estaba mirando con lujuria. De eso estaba segura, ya que lo veía todos los viernes cuando abría la puerta de la habitación del hotel.


Pero él seguía sentado, parecía tranquilo y dispuesto a abalanzarse sobre ella al mismo tiempo.



¿Por qué no lo había hecho ya? Siempre era el primero en acercase. En el tiempo que habían tardado en preparar la cena, cenar y charlar un rato, podían haber hecho el amor dos o tres veces.


¿Era aquello una prueba? Paula se movió en su silla, incómoda, a un metro de un hombre que ardía de deseo por ella, pero que intentaba ocultarlo.


Se levantó de manera brusca, necesitaba poner espacio entre ambos.


—¿Te importa si me doy una ducha?


Él negó con la cabeza, sin dejar de mirarla.


Paula se dirigió al pequeño baño que había en el segundo camarote. Tal y como le había dicho Pedro, había un cepillo de dientes sin estrenar y toallas limpias en el armario. Abrió el grifo de la ducha y miró su mugrienta ropa, se la quitó y metió la camiseta y las braguitas también a la ducha con ella, los pantalones cortos no estarían secos para el día siguiente.


El chorro de agua caliente fue una bendición después de un día tan largo. Había bebido demasiado deprisa. Estaba nerviosa. Pedro la ponía nerviosa porque estaba diferente. 


Se había contenido, a pesar de desearla. La única conclusión a la que podía llegar Paula era que quería que fuese ella quien diese el primer paso. ¿Por qué?


Dejó que el agua le cayese por la espalda mientras lavaba la ropa con jabón. Estaba confundida. En el baile, ella le había dicho que habían terminado, pero en esos momentos deseaba recuperar las tardes de los viernes, donde ambos sabían a lo que iban. Donde eran dos personas libres que compartían una increíble atracción.


Eso le recordó que él le había dicho en el baile que quería más.


Cerró el grifo y tomó una toalla. ¿Y ella? ¿Quería más? Por supuesto que sí. Quería tener con Pedro algo más que los viernes por la tarde. Quería salir con él, hacer el amor con él en su apartamento, en casa de él. Quería que hablasen de qué tal les había ido el día. Quería hacer planes.


Si pensaba aquello, debía de ser porque había bebido demasiado. Lo más prudente en esas circunstancias era volver al salón, darle las buenas noches y meterse en la cama, sola.


Limpió el espejo empañado con una toalla y se miró en él, su cuerpo desnudo le recordó la vez en que habían hecho el amor delante del tocador, en el hotel…


Y se ruborizó. Ardía de deseo por él. Era como una adicción.


Pero había sido ella quién había dicho que no iban a retomar la relación donde la habían dejado. Eran sus normas, y podía romperlas.


Así que lo mejor sería salir de allí y seducirlo. Hacerle recordar que lo suyo era sólo sexo, y lo bien que se les daba. Era mejor mantener las cosas a ese nivel, porque no quería poner en peligro su corazón, que ya estaba empezando a encapricharse por Pedro.


Se secó, se cepilló los dientes y el pelo y colgó las braguitas en el toallero para que se secasen. Luego, fue a seducir a Pedro Alfonso antes de que se le agotase la paciencia.


Paula entró en el salón cubierta sólo por una toalla. Él levantó la cabeza y observó cómo se aproximaba con los ojos brillantes. Ella intentaba fingir que aquélla era la suite presidencial del hotel, un viernes por la tarde. Era algo que había hecho decenas de veces…


Pedro había recogido la mesa y estaba sentado en el sofá, con la copa en la mano.


—¿Quieres que te busque una bata?


Paula negó con la cabeza, confundida de nuevo.


¿Por qué no se levantaba Pedro e iba por ella? Le quitaba la toalla, la acariciaba…


—¿Quieres un café? —le preguntó él.


—Tal vez luego —contestó ella con voz ronca, acercándose—. ¿Me deseas, Pedro


Él se humedeció los labios.


—Es la primera vez que me preguntas eso.


—Nunca había tenido que hacerlo.


Él la miró a los ojos.


Se estaba controlando mucho, sobre todo, teniendo en cuenta que iba a estallarle la cremallera del pantalón. A Paula se le puso la carne de gallina.


—¿Recuerdas nuestra primera vez? —le preguntó él de repente, en voz baja—. Estabas temblando, como ahora. ¿Estabas nerviosa?


—Como ahora.


Lo había admitido sin querer. Se acercó un paso más.


—¿Por qué?


La expresión de él era impenetrable.


—Me sentía abrumada.


—¿Y ahora?


—Ahora ya no sé qué es lo que quieres —confesó.


—Te lo dije la otra noche. Quiero más.


Alguien había cambiado el guión. 


Paula se abrió un poco la toalla, para enseñarle lo que había debajo.


—Puedes tenerlo todo.


Pedro sonrió.


—Eso pretendo —dijo, como si fuese una amenaza.


Paula avanzó hasta colocarse entre sus piernas y se arrodilló. Aquello por fin le hizo reaccionar, empezó a respirar con dificultad, abrió más los ojos y tragó saliva con dificultad.


—Ahora ya he captado tu atención—, pensó ella.


Le puso la mano en la bragueta y se la acarició con cuidado, sonrió.


—¿Quieres esto?


Él bajó la cabeza y la miró, siempre le gustaba mirar.


—Ya sabes lo que quiero. Quiero más.


Tenía los brazos inmóviles, las manos apoyadas en los muslos, a pesar de que normalmente se movía, era él quien dirigía la situación.


Por suerte, cuando le bajó la cremallera del pantalón su instinto la condujo. Paula estaba embelesada, más excitada que nunca. Se fijó en que Pedro tenía las venas de las manos muy marcadas, y que apretaba los muslos cada vez que pasaba la lengua por su erección.


Ella sabía lo que quería, pero, de repente, alguien volvió a cambiar el guión. Pedro le hizo levantar la cabeza y la ayudó incorporarse.


Era la primera vez que la paraba.


Le había costado hacerlo. Sólo había que ver la tensión de su rostro. La besó, cada vez con más intensidad, y fue un beso más íntimo que el que ella le había dado un minuto antes. Se sintió aturdida por el deseo.


Siguieron besándose, tomando el uno el rostro del otro, enredando los dedos en el pelo. No había prisa y ninguno de los dos cerró los ojos. A Paula le encantaba verlo.


Pedro metió las manos por debajo de la toalla y le acarició el cuerpo muy despacio.


Tal vez, hubiese sido ella quien había empezado a seducirlo, a demostrarle lo sexy que la hacía sentir, a provocarlo, pero, en esos momentos, él estaba igual de implicado. Paula necesitaba tocar su piel, así que se peleó con los botones de la camisa hasta abrírsela por completo y se apretó contra él.


Pedro siguió acariciándola. Ella levantó las caderas y él metió los dedos en su interior con cuidado, los movió y le hizo disfrutar de un orgasmo al que ni siquiera había visto llegar. Apretó los puños y los apoyó sobre su pecho y, por primera vez desde que había salido del cuarto de baño, dejó de mirarlo a los ojos y se sumergió en una profunda y estremecedora satisfacción.


Enseguida, Pedro salió de debajo de ella, la hizo sentarse. Y Paula pensó que aquello ya era más normal, que fuese él quien tomase el mando, aunque dejó de pensar cuando lo vio arrodillarse y que empezaba a hacerle el amor con la boca.


Cuando hubo terminado, Paula intentó relajarse, pero no era fácil.


—Sí —susurró—. Esto es lo que quiero.


Pedro se sentó, estaba saciado, pero quería más. Se desnudó del todo y se puso un preservativo.


—No —la contradijo—. No es todo lo que quieres.


Paula sintió su erección entre las piernas y supo que tenía razón.


—Pero todavía no lo sabes —añadió.


Ella estaba cansada de hacerse preguntas, y de querer. Sólo deseaba que la penetrase.


Pedro


Él la complació. La maravillosa invasión, lenta y fuerte, profunda e implacable, la llenó tanto que tuvo que expulsar todo el aire que tenía en los pulmones. Pedro se quedó quieto y la miró fijamente. Se quedaron varios segundos así, mirándose a los ojos. Y fue entonces cuando Paula entendió que no volvería a no tomarse aquello en serio. 


Jamás volvería a pensar que era sólo sexo.


Habían hecho el amor muchas veces, muchos viernes, pero nunca de un modo tan profundo como aquél. A Pedro le brillaban tanto los ojos que Paula quiso apartar la vista de ellos, pero él no le dejó. «Quiero más», le decían sus ojos.


—Más —respondió ella, llenándose de júbilo al verlo sonreír.


Borracha de él, se abrazó a su cintura con las piernas y empezaron a moverse cada vez con más rapidez, ambos ardiendo de deseo. Pedro gritó su nombre y ella gimió de satisfacción. Y luego, frenaron el ritmo. Paula sólo podía oír la respiración entrecortada de ambos y las olas golpeando el casco del yate.


Entonces, sin dejar de mirarla a los ojos, Pedro la abrazó. 


Era la primera vez que lo hacía.





LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 16





Recorrieron la casa una vez más, luego la cerraron con llave y volvieron al barco. Paula se frotó los brazos.


—Odio pensar que pueda estar ella sola ahí afuera.


—Si está ahí, sabe que la estamos buscando —intentó tranquilizarla Pedro. Habían gritado hasta quedarse roncos—. Bajará al barco cuando tenga frío o hambre.


Prepararon juntos una ensalada y sacaron las sobras de la comida. Calentaron unos panecillos pre-cocidos y abrieron el vino. Pedro observó cómo Paula ponía la mesa y encendía las velas. Cada segundo que pasaba en su compañía, la deseaba más, pero esa noche tendría que ser ella quien diese el primer paso.


Cenaron mientras charlaban, el vino había hecho que Paula se relajase.


—Esta es una nueva experiencia —comentó Pedro cuando terminaron—. Estar sentado a una mesa contigo, comiendo y hablando.


—Ya lo hemos hecho a la hora de la comida —le recordó ella.


Pedro apartó su plato de postre.


—¿Irá tu padre al juicio el lunes?


—Si el médico está contento… —comentó Paula poniendo los ojos en blanco, con resignación—. Hablé con él ayer y está deseando salir de la clínica.


—Sabes que va a perder, ¿verdad? —le dijo Pedro sin querer discutir con ella, con un toque de duda en la voz.


Paula asintió.


—Se lo hemos dicho todos, pero es demasiado testarudo para aceptarlo.


—¿Cómo es?


—Tremendo —contestó ella sonriendo—. Para él, todo es blanco o negro. Tiene una opinión acerca de todo y es imposible hacerle cambiar de idea, aunque haya pruebas irrefutables en su contra.


—Y tú estás loca por él —Pedro se preguntó si algún día conseguiría que se le humedeciesen los ojos de emoción también por él.


—Estoy loca por él y me está volviendo loca.


Ambos se miraron a los ojos y sonrieron. Paula le dio un trago a su copa de vino, de repente, parecía nerviosa.


Estaba sentada frente a él con una camiseta mugrienta, el pelo recogido en una coleta. Acostumbrado a verla en las revistas, vestida con ropa de diseño, o desnuda los viernes, aquella imagen despertó la simpatía de Pedro. Tal vez le brillasen los ojos por el vino, o por la luz de las velas, pero él esperaba tener también algo que ver en ello.


La operación Paula estaba en marcha.



—Debió de ser increíble, crecer en esa mansión como hija única —la casa de Paula era famosa por su grandiosidad.


Paula se relajó y apoyó la espalda en la silla.


—Creo que debía de haber una lista de amigos que iban viniendo a estar conmigo, porque no recuerdo haber estado nunca sola.


—Más mimada, imposible —comentó Pedro sonriendo—. Las mejores fiestas de cumpleaños…


—¡Eran una locura! Había payasos, animales, disfraces, tanta tarta y chucherías que acabábamos todos… con rabietas cuando terminaba. Mi pobre madre. Yo hasta devolvía de la emoción.


Paula volvió a beber de su copa, a ese paso, se la tendría que llevar a la cama en brazos.


Pedro se levantó, tomó la botella de vino y se la rellenó, le quitó una ramita que se le había enredado en el pelo y volvió a su sitio.


—Es interesante —le dijo—. Tienes el mundo a tus pies y te escondes detrás de una fundación. Te da miedo demostrar lo que vales. No quieres que nadie sepa que tienes valores y talento.


—Yo sé que los tengo, pero es el dinero lo que me diferencia de los demás.


Pedro rió.


—Pues debo de llevar unas gafas con los cristales tintados de rosa porque, desde aquí, yo veo las cosas de una manera completamente distinta.


Paula no contestó, se puso a jugar con la ramita que Pedro le había dado.


Pero Pedro seguía teniendo curiosidad. Paula tenía todo lo que una mujer podía desear. ¿De qué tenía miedo?


—Preciosa —empezó, sonriendo de nuevo al ver que ella fruncía el ceño—. Con talento, a juzgar después de haber visto algunas muestras de tu arte…


—Son sólo dibujos —lo interrumpió ella.


—Arte. Y eres proactiva… Estás haciendo algo que te diferencia de muchas personas.


—Muchas personas hacen cosas parecidas…


—Es probable, pero no lo esconden. ¿Te he dicho ya que también eres creativa? El baile de la otra noche fue una obra de arte, si es que soy quién para juzgarlo.


—¿Crees que organizar una fiesta convierte a alguien en un artista? —preguntó Paula con inocencia y sarcasmo al mismo tiempo.


—Claro que sí. Hay gente que va a la universidad para aprender a hacerlo. Tú sólo has tenido que ponerte a ello, y ha salido bien.


—Por mi dinero —insistió ella—. ¿De verdad crees que habría sido capaz de organizar ese baile sin la influencia y los contactos de mi padre?


—La diferencia, Paula, entre tú y la mayoría de personas ricas es que tú utilizas el dinero para hacer cosas útiles.


—Bueno, también he quemado mucho dinero.


—Seguro que sí, pero deberías estar orgullosa de haber cambiado tu forma de actuar.


—¿Cómo fue tu niñez? —le preguntó ella.


—Bastante normal. Iba al colegio. Jugaba al rugby. Iba a navegar. Disfrutábamos de las vacaciones en familia.


—¿Estabais muy unidos?


Pedro no tenía quejas acerca de su educación.


—Supongo que Adrian y yo… sí. Papá y mamá… Nos llevábamos bien. No eran demasiado cariñosos y siempre estaban muy ocupados con sus respectivas carreras. A papá le gustaba enfrentarnos a Adrian y a mí todo el tiempo. Todo tenía que ser una competición —puso los ojos en blanco—. Y sigue haciéndolo.


—¿Y quién ganaba?


—Sesenta a cuarenta, más o menos. Yo era más grande, pero prefería negociar. Y a Adrian le gustaba fingir que era David contra Goliat.


Ella dejó de sonreír mientras lo miraba a los ojos. Y Pedro tuvo ganas de gemir, estaba tan guapa, tan deseable. Podía palparse la química que había entre ambos y no estaba acostumbrado a contenerse. Aquélla era la desventaja de haber empezado como habían empezado, que en esos momentos tenía que hacer un ejercicio de autocontrol.


Pero tenía que aguantar hasta que Paula se diese cuenta de que lo que compartían merecía la pena, aunque sus padres se pusiesen furiosos.


Finalmente, la vio apartar la mirada.


—Estaba intentando imaginarte de niño.


Pedro estaba seguro de que se había preguntado por qué no se había levantado de la mesa y había ido hasta ella, como hacía siempre que lo miraba con deseo.


«Te toca mover ficha a ti, cielo», pensó.


Y ambos siguieron en silencio mientras el barco se balanceaba suavemente



LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 15





Pasearon por el enorme terreno durante un par de horas. 


Pedro no entendía mucho de jardinería, pero era evidente que, a pesar de que el lugar estaba muy descuidado, la propiedad era una joya.


Paula descubrió un trozo de plástico, era de un envoltorio de galletas de la misma marca que el paquete que tenía que estar en la bolsa.


—Podría llevar años aquí —le advirtió Pedro, que no quería que se hiciese ilusiones.


—No, limpiamos por aquí la última vez que estuvimos. Tiene que ser Leticia.


Aunque Pedro era escéptico al respecto, acompañó a Paula por el resto del terreno, llamando a la chica a gritos.


Nadie respondió a sus llamadas y un rato después, Paula se miró el reloj, consternada.


—¿Vamos a volver a casa antes de que anochezca? —le preguntó Pedro, ya le había dicho que al alquilar el yate le habían puesto como condición que estuviese amarrado cuando anocheciese—. Si de verdad piensas que está por aquí, deberíamos quedarnos y dar otra vuelta por la mañana —sugirió con naturalidad—. Además, he alquilado el barco para dos días.


Paula se detuvo bruscamente y volvió la cabeza.


—¿Para dos días?


Pedro no se arrepentía de haber tomado aquella decisión. 


Quería estar con ella fuera de la habitación de hotel, sin tener que preocuparse porque los descubriesen. Quería ver si conectaban fuera de la cama tan bien como dentro.


Además, si seguían allí no era por su culpa, si Paula no se hubiese empeñado en que la chica estaba allí, podrían haberse ido a casa dos horas antes.


Paula se giró completamente hacia él.


—¿Y si tuviese planes para esta noche?


—Pues decepcionarías a alguien —comentó Pedro con toda tranquilidad. Sintió que su cuerpo reaccionaba al tenerla tan cerca. Se le secó la boca, se le tensaron los músculos del estómago.


—No he traído nada —protestó ella—. Ni ropa, ni cepillo de dientes.


—En el barco hay artículos de tocador de sobra. Y con respecto a la ropa… —la recorrió de arriba abajo con la vista, llevaba puesta una camiseta y unos pantalones cortos blancos, y unas zapatillas de deporte que se le habían ensuciado. Sus mocasines tampoco estaban mucho mejor—. Creo que hay unos albornoces también… —aunque no necesitaban ropa, para lo que se le estaba ocurriendo…


Ella entrecerró los ojos, como si le hubiese leído el pensamiento.


—Te ha salido redondo, ¿verdad?


Tenía razón, le había salido a la perfección, pero no quería tener a Paula enfadada toda la noche.


—Si hubiésemos terminado hace dos horas de explorar el terreno, podríamos haber llegado a casa antes de que anocheciese —le recordó—. De todos modos, hay suficiente comida para la cena y, como habrás visto, hay dos camarotes.


Pedro quería aprovechar aquella oportunidad para que ella también lo conociese. Así le sería más fácil tener una relación pública con él mientras su padre seguía enfermo. Pedro quería que Rogelio y Saul supiesen que, si seguían enfrentándose, podían hacer daño a sus hijos.


La vio luchando consigo misma por permanecer alejada de él. No obstante, sabía que estaba ganándosela. Y utilizaría la irresistible química sexual que había entre ambos para conseguir su objetivo.



domingo, 14 de enero de 2018

LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 14




—¿Pasa algo? —preguntó Pedro desde el timón de su yate de lujo, el Liberte IV.


Paula cerró su teléfono móvil y frunció el ceño. Estaban a una hora de Wellington y su móvil había dejado de funcionar.


 Normalmente tenía cobertura cuando hacía el viaje en ferry.


—Una de las chicas de nuestro programa de ayuda social se ha escapado. Russ quiere que la busquemos.


Leticia tenía catorce años. Procedía de una familia muy numerosa que estaba pasando por un mal momento. Eran personas cariñosas y buenas, que estaban recibiendo el apoyo de la iglesia y de la Fundación Elpis, pero dos noches antes, Leticia había discutido con sus padres porque quería un teléfono móvil y éstos no podían permitírselo, y no habían vuelto a verla desde entonces.


—Debe de estar con alguna amiga.


Eso esperaba Paula. De hecho, ella también se había ido a casa de alguna amiga con catorce años.


—Vino aquí hace un par de semanas. Estuvimos trabajando.


—¿En el albergue?


Ella asintió mientras comía un trozo de cruasán todavía caliente.


—Hemos venido un par de veces para limpiar el sitio y quitar la moqueta vieja. Leticia se lo pasó muy bien y no ha dejado de hablar de ello en casa.


—¿Y Russ cree que es posible que haya vuelto?


Paula le dio un trago a su café.


—No sé cómo. No tiene dinero para el ferry —aquella conversación le recordó algo—. Por cierto, ¿te importaría que nos trajésemos unas cosas que se quedaron la última vez? Herramientas y comida que dejamos para la siguiente ocasión.


Él asintió.


Paula había llegado a Aotea Marina a las ocho en punto. Pedro la había ayudado a subir a bordo y se había concentrado en pilotar el yate. El tiempo de viaje estimado era de menos de cuatro horas, por lo que podrían volver en el día.


Para Paula, ésa era la única opción. Seguía molesta con las tácticas de Pedro para hacerla ir allí, pero, por el momento, le estaba siguiendo la corriente.


—¿Por qué os pusisteis a arreglar el albergue si teníais pensado subastarlo?


—Al principio no tenía la intención de venderlo. Quería arreglarlo, para las familias que nunca pueden irse de vacaciones, pero era sólo un sueño.


—¿Por qué?


Paula miró a Pedro. Parecía haber nacido para navegar. 


Vestía unos pantalones chinos color tostado, mocasines sin calcetines y una camisa blanca que llevaba por fuera de los pantalones. Agarraba el timón con fuerza, era el dueño de su destino.


Y ella debía dejar de admirar sus atributos físicos y recordar que había ido allí obligada.


—No lo había pensado bien. Las personas necesitadas no quieren ir de vacaciones, quieren ayudas tangibles, que puedan ver en sus monederos o en su mesa. Mis intenciones eran buenas, pero…


Paula no tenía ni idea, ¿cómo iba a tenerla, tal y como había sido su niñez?


Pedro frunció el ceño.


—Pues a mí no me parece tan descabellado. ¿Acaso sólo necesita vacaciones quien tiene dinero?


—No. por supuesto que no.


—Entonces, ¿por qué cambiaste de idea?


—Porque esperábamos tener objetos de más valor para la subasta. Como no surgieron, pensé que la propiedad sería una buena tarjeta de presentación y aportaría bastante dinero a los fondos.


—¿Conseguiste lo que esperabas?


«¿Pasar más tiempo contigo?", pensó ella inmediatamente. 


Así era como habían salido las cosas, pero Paula sabía que no era lo que necesitaba. Se limitó a asentir.


—¿Y por qué lo mantienes todo en secreto, Paula? La mayoría de mujeres en tu posición estarían ansiosas por contarle al mundo entero todas las obras buenas que hacen.
Tenía razón, pero ella estaba harta de que la mirasen por encima del hombro por ser rica.


—Es mejor así —contestó—. Nadie me toma en serio, pero esto, la fundación, es algo muy serio. Muchas personas dejarían de apoyarla si supiesen que yo estoy detrás. No sé si viste un titular que se refería a mí hace u es semanas y me tachaba de tacaña.


Pedro asintió.


—Algo referente a unos botes de champú en oferta.


—Una mujer me hizo una fotografía comprando media docena de botes a mitad de precio en el supermercado. Ni ella ni el periódico se molestaron en averiguar que los estaba comprando para un mercadillo benéfico que estaba organizando Russ. Tal vez debería cubrirme de harapos cuando vaya a hacer ese tipo de cosas.


—Eso sería un crimen —bromeó Pedro, aunque la miraba de manera comprensiva.


Paula apartó la vista.


—Yo me lo he buscado. Es por cómo me comportaba antes. Nadie quiere verme como a otra cosa que una niña rica y mimada.


—Estás siendo demasiado dura contigo misma —comentó Pedro—. Hay muchas personas que están yendo mucho más lejos.


Tenía razón.


—Háblame de Elpis. Significa esperanza, ¿verdad? ¿Tiene algo que ver con la caja de Pandora?


—Técnicamente era un tarro —murmuró Paula, sorprendida por el interés de Pedro—. Un castigo de Zeus para la humanidad. Se lo confió a Pandora y cuando ésta lo abrió, se perdieron todos los bienes destinados a los hombres, salvo la esperanza —se encogió de hombros—. O algo así.


El nombre se debía al interés de Russ por la mitología griega.


—¿Y fuiste tú quién creó la fundación, lo financiaste todo?


Paula asintió. Seguro que Pedro estaba pensando que había sido con el dinero del edificio que había pertenecido a su padre.


—Sí, con el fondo fiduciario procedente de la propiedad de tu padre, pero eso ya lo sabes.


—¿Crees que quiero reclamarte ese dinero, Paula?


Ella volvió a mirarlo a la cara.


—No.


—¿Te sientes culpable por ello? ¿Por eso das ese dinero?


Ella misma lo había pensado. Tenía mucho dinero, aparte del de ese fondo en particular. ¿Por qué se le había ocurrido montar la fundación un año antes, cuando había vencido el fondo?


—¿Te parece que me siento culpable?


Él sonrió.


—Culpable de ser demasiado buena y demasiado dura contigo misma, tal vez.


¿Demasiado buena? Paula se preguntó si alguien la vería así, en especial su padre, si salía a la luz su aventura con Pedro Alfonso.


—No soy un ángel. Sólo tengo demasiado tiempo libre.


—¿Nunca has tenido planes o ambiciones propias?


A Paula le gustaba el arte, pero era más un pasatiempo que una carrera.


—Papá no me ha imbuido exactamente una buena ética laboral.


Lo triste era que ella se había dejado llevar. Había aceptado todos sus regalos y se había aprovechado de la situación.


—Seguro que podía haberte dado trabajo en una de sus numerosas empresas.


Paula rió.


—Mi padre no cree que las mujeres deban trabajar. No sé cómo consigue que no lo demanden por discriminación sexual, por no contratar a mujeres —miró a Pedro de reojo—. Y tú eres la última persona a la que debía haber contado eso.


Pedro volvió a mirarla fijamente.


—Yo estoy de tu parte, Paula.


A ella se le encogió el corazón, algo en su interior le decía que era cierto. De repente, encontró sentido a lo que le había dicho la otra noche, en el baile, que quería más. 


Aquello no tenía nada que ver con el sexo, ni con la reanudación de su anterior relación. Por algún motivo, Pedro Alfonso quería algo más de ella. Y eso iba a causarle muchos problemas a su corazón.


Guardó silencio. Hizo caso omiso de sus últimas palabras.


—¿Nunca has pensado en marcharte, establecerte en otro sitio?


—Echaría demasiado de menos a mamá.


Aquello era cierto sólo en parte. Saul era un animal social, mientras que Eleonora era más casera. Todo el mundo sabía que su padre tenía una amante desde hacía años, pero, no obstante, su mujer y su hija siempre eran lo primero. Lo cierto era que su madre se quedaría muy sola si Paula se marchaba de Wellington.


Hacía un precioso día de sol y Paula preguntó a Pedro desde cuándo tenía ese barco tan grande. Él le dijo que era alquilado.


—Tenía uno parecido, pero lo vendí hace tres años. No tenía tiempo para disfrutarlo.


—¿Ocuparás el puesto de tu padre cuando se jubile?


Paula sabía que su padre y Rogelio Alfonso tenían más o menos la misma edad. Su madre quería que su padre se jubilase, pero ella sabía que lo sacarían de su despacho dentro de una bolsa de plástico. Siempre se había lamentado de no tener un hijo al que entregarle el testigo, y también culpaba de ello a Rogelio Alfonso.


—En eso estoy trabajando.


Ella se preguntó por qué parecía tan triste, pero no le dio demasiadas vueltas.


Después de un rato, Paula bajó a explorar el yate, y la sorprendió lo lujoso que era. El salón estaba amueblado de manera exquisita, la cocina era casi como la suya de casa, los cuartos de baño eran muy bonitos. Y descubrió que había dos camarotes, ambos con enormes camas.


A pesar de tener la intención de volver a dormir a Wellington, le tranquilizaba saber que podían pasar la noche allí si surgía algún problema.


Pararon en la punta de Marlborough Sounds y Pedro, tal y como le había dicho, había preparado un fantástico picnic con pan, queso, embutidos y cangrejos. De postre había una tarta de moras. Y vino, pero Paula no quiso, ya que quería mantener la cabeza fría con Pedro tan cerca, sobre todo, dado que él tampoco bebía.


Después de la comida bordearon las bonitas bahías que llevaban al embarcadero que daba al albergue.


—No esperes demasiado —le advirtió Paula mientras recogía la comida, antes de anclar el yate—. Ha estado deshabitado desde que lo cerraron como albergue, hace siete años. El dueño falleció, alguien de la familia impugnó el testamento y ha sido motivo de una trifulca hasta hace dos meses, que yo lo compré.


El embarcadero era pintoresco y resistente, pero la sonrisa de Pedro desapareció cuando vio la deteriorada fachada de la casa.


—¿Cuántas veces habías estado aquí?


—Tres o cuatro.


Paula le tendió las llaves y se preguntó, preocupada, si Pedro iba a romper el contrato incluso antes de entrar en la casa. Era cierto que estaba en muy mal estado, pero tenía algunas características a considerar y el lugar en el que se encontraba merecía la pena.


Se pasaron la primera hora en la parte de arriba y descubrieron que los tres baños necesitaban serias reformas. Los siete dormitorios estaban anticuados, pero no tenían humedades y Pedro pareció algo más entusiasmado cuando le enseñó las vistas.


En el piso de abajo había tres salones. Uno de ellos tan enorme que podría haber sido un salón de baile, con unas bonitas vidrieras que parecían estar intactas. Otro era más pequeño, y tenía un jardín de invierno con unas maravillosas vistas al mar. Finalmente, estaba el comedor, que daba a la cocina. El papel de la pared estaba cayéndose, y la pintura de los armarios de la cocina también, pero era grande y luminosa.


Paula entró en la cocina, esperando haber solucionado en su último viaje los problemas de roedores.


La bolsa de deporte que había dejado en la mesa de la cocina la última vez estaba abierta, y había una caja de té a su lado.


Le resultó curioso, ya que habría jurado que lo había guardado todo.


—Ya he visto esto antes —comentó Pedro desde el comedor.


Paula se volvió a mirarlo y vio que estaba observando el mural de la pared.


Cerró la bolsa y se preguntó cuál de los niños se había comido la caja entera de galletas.


—O algo parecido —añadió Pedro acercándose más—. No está firmado.


No hacía falta que Paula le dijese que la autora era ella. 


Pintaba sólo como afición, no se lo tomaba en serio.


Pedro se dio la vuelta.


—Ya sé dónde. En tu apartamento. No es exactamente igual —dijo señalando el mural—, pero parecido. Tiene el mismo tono, una pareja bailando —de pronto, pareció entenderlo—. Lo has pintado tú.


Paula tomó la bolsa de deporte y se preguntó dónde estarían el resto de las cosas que se había dejado en su último viaje.


—Son buenos —añadió Pedro con entusiasmo—. ¿Los vendes?


—No, es sólo una afición —respondió Paula, frunciendo el ceño al ver la vieja cafetera encima de la mesa. También había creído dejarla recogida. Alargó la mano para tocarla.


—¿Cómo esperas que nadie te tome en serio si no lo haces ni tú?


Paula no contestó, estaba distraída con la cafetera.


—Está caliente —dijo para sí misma.


—Es normal —contestó Pedro—, está al sol.


Cierto, y no tenía por qué estar allí. También había unas cerillas al lado de la cocina.


—Me pregunto… Juraría que lo había guardado todo en esta bolsa antes de marcharnos la última vez. Y falta una caja grande de galletas.


Pedro se encogió de hombros. Entró en la enorme despensa y arrugó la nariz.


Paula casi sonrió y se fijó en que no había tazas sucias en el fregadero.


—Estaba pensando en Leticia, la chica que se ha escapado de casa.


—Es más probable que sea un vagabundo.


—La puerta estaba cerrada con llave —comentó Paula, poco convencida.


El piso de abajo parecía seguro, pero tal vez podía haber entrado alguien por una de las ventanas rotas del de arriba. Intentó llamar a Russ por teléfono, para ver si la chica había vuelto a casa, pero no tenía cobertura, ni Pedro tampoco.


—Es por el mal tiempo —comentó éste encogiéndose de hombros.


Decidieron salir a explorar el terreno. Al fin y al cabo, para eso habían ido. Aunque también tenían otra misión: buscar a Leticia.