lunes, 15 de enero de 2018

LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 17




¿Qué estaba pasando? ¿Es que ya no la deseaba?


Pedro estaba sonriendo de manera tensa, y la estaba mirando con lujuria. De eso estaba segura, ya que lo veía todos los viernes cuando abría la puerta de la habitación del hotel.


Pero él seguía sentado, parecía tranquilo y dispuesto a abalanzarse sobre ella al mismo tiempo.



¿Por qué no lo había hecho ya? Siempre era el primero en acercase. En el tiempo que habían tardado en preparar la cena, cenar y charlar un rato, podían haber hecho el amor dos o tres veces.


¿Era aquello una prueba? Paula se movió en su silla, incómoda, a un metro de un hombre que ardía de deseo por ella, pero que intentaba ocultarlo.


Se levantó de manera brusca, necesitaba poner espacio entre ambos.


—¿Te importa si me doy una ducha?


Él negó con la cabeza, sin dejar de mirarla.


Paula se dirigió al pequeño baño que había en el segundo camarote. Tal y como le había dicho Pedro, había un cepillo de dientes sin estrenar y toallas limpias en el armario. Abrió el grifo de la ducha y miró su mugrienta ropa, se la quitó y metió la camiseta y las braguitas también a la ducha con ella, los pantalones cortos no estarían secos para el día siguiente.


El chorro de agua caliente fue una bendición después de un día tan largo. Había bebido demasiado deprisa. Estaba nerviosa. Pedro la ponía nerviosa porque estaba diferente. 


Se había contenido, a pesar de desearla. La única conclusión a la que podía llegar Paula era que quería que fuese ella quien diese el primer paso. ¿Por qué?


Dejó que el agua le cayese por la espalda mientras lavaba la ropa con jabón. Estaba confundida. En el baile, ella le había dicho que habían terminado, pero en esos momentos deseaba recuperar las tardes de los viernes, donde ambos sabían a lo que iban. Donde eran dos personas libres que compartían una increíble atracción.


Eso le recordó que él le había dicho en el baile que quería más.


Cerró el grifo y tomó una toalla. ¿Y ella? ¿Quería más? Por supuesto que sí. Quería tener con Pedro algo más que los viernes por la tarde. Quería salir con él, hacer el amor con él en su apartamento, en casa de él. Quería que hablasen de qué tal les había ido el día. Quería hacer planes.


Si pensaba aquello, debía de ser porque había bebido demasiado. Lo más prudente en esas circunstancias era volver al salón, darle las buenas noches y meterse en la cama, sola.


Limpió el espejo empañado con una toalla y se miró en él, su cuerpo desnudo le recordó la vez en que habían hecho el amor delante del tocador, en el hotel…


Y se ruborizó. Ardía de deseo por él. Era como una adicción.


Pero había sido ella quién había dicho que no iban a retomar la relación donde la habían dejado. Eran sus normas, y podía romperlas.


Así que lo mejor sería salir de allí y seducirlo. Hacerle recordar que lo suyo era sólo sexo, y lo bien que se les daba. Era mejor mantener las cosas a ese nivel, porque no quería poner en peligro su corazón, que ya estaba empezando a encapricharse por Pedro.


Se secó, se cepilló los dientes y el pelo y colgó las braguitas en el toallero para que se secasen. Luego, fue a seducir a Pedro Alfonso antes de que se le agotase la paciencia.


Paula entró en el salón cubierta sólo por una toalla. Él levantó la cabeza y observó cómo se aproximaba con los ojos brillantes. Ella intentaba fingir que aquélla era la suite presidencial del hotel, un viernes por la tarde. Era algo que había hecho decenas de veces…


Pedro había recogido la mesa y estaba sentado en el sofá, con la copa en la mano.


—¿Quieres que te busque una bata?


Paula negó con la cabeza, confundida de nuevo.


¿Por qué no se levantaba Pedro e iba por ella? Le quitaba la toalla, la acariciaba…


—¿Quieres un café? —le preguntó él.


—Tal vez luego —contestó ella con voz ronca, acercándose—. ¿Me deseas, Pedro


Él se humedeció los labios.


—Es la primera vez que me preguntas eso.


—Nunca había tenido que hacerlo.


Él la miró a los ojos.


Se estaba controlando mucho, sobre todo, teniendo en cuenta que iba a estallarle la cremallera del pantalón. A Paula se le puso la carne de gallina.


—¿Recuerdas nuestra primera vez? —le preguntó él de repente, en voz baja—. Estabas temblando, como ahora. ¿Estabas nerviosa?


—Como ahora.


Lo había admitido sin querer. Se acercó un paso más.


—¿Por qué?


La expresión de él era impenetrable.


—Me sentía abrumada.


—¿Y ahora?


—Ahora ya no sé qué es lo que quieres —confesó.


—Te lo dije la otra noche. Quiero más.


Alguien había cambiado el guión. 


Paula se abrió un poco la toalla, para enseñarle lo que había debajo.


—Puedes tenerlo todo.


Pedro sonrió.


—Eso pretendo —dijo, como si fuese una amenaza.


Paula avanzó hasta colocarse entre sus piernas y se arrodilló. Aquello por fin le hizo reaccionar, empezó a respirar con dificultad, abrió más los ojos y tragó saliva con dificultad.


—Ahora ya he captado tu atención—, pensó ella.


Le puso la mano en la bragueta y se la acarició con cuidado, sonrió.


—¿Quieres esto?


Él bajó la cabeza y la miró, siempre le gustaba mirar.


—Ya sabes lo que quiero. Quiero más.


Tenía los brazos inmóviles, las manos apoyadas en los muslos, a pesar de que normalmente se movía, era él quien dirigía la situación.


Por suerte, cuando le bajó la cremallera del pantalón su instinto la condujo. Paula estaba embelesada, más excitada que nunca. Se fijó en que Pedro tenía las venas de las manos muy marcadas, y que apretaba los muslos cada vez que pasaba la lengua por su erección.


Ella sabía lo que quería, pero, de repente, alguien volvió a cambiar el guión. Pedro le hizo levantar la cabeza y la ayudó incorporarse.


Era la primera vez que la paraba.


Le había costado hacerlo. Sólo había que ver la tensión de su rostro. La besó, cada vez con más intensidad, y fue un beso más íntimo que el que ella le había dado un minuto antes. Se sintió aturdida por el deseo.


Siguieron besándose, tomando el uno el rostro del otro, enredando los dedos en el pelo. No había prisa y ninguno de los dos cerró los ojos. A Paula le encantaba verlo.


Pedro metió las manos por debajo de la toalla y le acarició el cuerpo muy despacio.


Tal vez, hubiese sido ella quien había empezado a seducirlo, a demostrarle lo sexy que la hacía sentir, a provocarlo, pero, en esos momentos, él estaba igual de implicado. Paula necesitaba tocar su piel, así que se peleó con los botones de la camisa hasta abrírsela por completo y se apretó contra él.


Pedro siguió acariciándola. Ella levantó las caderas y él metió los dedos en su interior con cuidado, los movió y le hizo disfrutar de un orgasmo al que ni siquiera había visto llegar. Apretó los puños y los apoyó sobre su pecho y, por primera vez desde que había salido del cuarto de baño, dejó de mirarlo a los ojos y se sumergió en una profunda y estremecedora satisfacción.


Enseguida, Pedro salió de debajo de ella, la hizo sentarse. Y Paula pensó que aquello ya era más normal, que fuese él quien tomase el mando, aunque dejó de pensar cuando lo vio arrodillarse y que empezaba a hacerle el amor con la boca.


Cuando hubo terminado, Paula intentó relajarse, pero no era fácil.


—Sí —susurró—. Esto es lo que quiero.


Pedro se sentó, estaba saciado, pero quería más. Se desnudó del todo y se puso un preservativo.


—No —la contradijo—. No es todo lo que quieres.


Paula sintió su erección entre las piernas y supo que tenía razón.


—Pero todavía no lo sabes —añadió.


Ella estaba cansada de hacerse preguntas, y de querer. Sólo deseaba que la penetrase.


Pedro


Él la complació. La maravillosa invasión, lenta y fuerte, profunda e implacable, la llenó tanto que tuvo que expulsar todo el aire que tenía en los pulmones. Pedro se quedó quieto y la miró fijamente. Se quedaron varios segundos así, mirándose a los ojos. Y fue entonces cuando Paula entendió que no volvería a no tomarse aquello en serio. 


Jamás volvería a pensar que era sólo sexo.


Habían hecho el amor muchas veces, muchos viernes, pero nunca de un modo tan profundo como aquél. A Pedro le brillaban tanto los ojos que Paula quiso apartar la vista de ellos, pero él no le dejó. «Quiero más», le decían sus ojos.


—Más —respondió ella, llenándose de júbilo al verlo sonreír.


Borracha de él, se abrazó a su cintura con las piernas y empezaron a moverse cada vez con más rapidez, ambos ardiendo de deseo. Pedro gritó su nombre y ella gimió de satisfacción. Y luego, frenaron el ritmo. Paula sólo podía oír la respiración entrecortada de ambos y las olas golpeando el casco del yate.


Entonces, sin dejar de mirarla a los ojos, Pedro la abrazó. 


Era la primera vez que lo hacía.





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