domingo, 14 de enero de 2018

LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 14




—¿Pasa algo? —preguntó Pedro desde el timón de su yate de lujo, el Liberte IV.


Paula cerró su teléfono móvil y frunció el ceño. Estaban a una hora de Wellington y su móvil había dejado de funcionar.


 Normalmente tenía cobertura cuando hacía el viaje en ferry.


—Una de las chicas de nuestro programa de ayuda social se ha escapado. Russ quiere que la busquemos.


Leticia tenía catorce años. Procedía de una familia muy numerosa que estaba pasando por un mal momento. Eran personas cariñosas y buenas, que estaban recibiendo el apoyo de la iglesia y de la Fundación Elpis, pero dos noches antes, Leticia había discutido con sus padres porque quería un teléfono móvil y éstos no podían permitírselo, y no habían vuelto a verla desde entonces.


—Debe de estar con alguna amiga.


Eso esperaba Paula. De hecho, ella también se había ido a casa de alguna amiga con catorce años.


—Vino aquí hace un par de semanas. Estuvimos trabajando.


—¿En el albergue?


Ella asintió mientras comía un trozo de cruasán todavía caliente.


—Hemos venido un par de veces para limpiar el sitio y quitar la moqueta vieja. Leticia se lo pasó muy bien y no ha dejado de hablar de ello en casa.


—¿Y Russ cree que es posible que haya vuelto?


Paula le dio un trago a su café.


—No sé cómo. No tiene dinero para el ferry —aquella conversación le recordó algo—. Por cierto, ¿te importaría que nos trajésemos unas cosas que se quedaron la última vez? Herramientas y comida que dejamos para la siguiente ocasión.


Él asintió.


Paula había llegado a Aotea Marina a las ocho en punto. Pedro la había ayudado a subir a bordo y se había concentrado en pilotar el yate. El tiempo de viaje estimado era de menos de cuatro horas, por lo que podrían volver en el día.


Para Paula, ésa era la única opción. Seguía molesta con las tácticas de Pedro para hacerla ir allí, pero, por el momento, le estaba siguiendo la corriente.


—¿Por qué os pusisteis a arreglar el albergue si teníais pensado subastarlo?


—Al principio no tenía la intención de venderlo. Quería arreglarlo, para las familias que nunca pueden irse de vacaciones, pero era sólo un sueño.


—¿Por qué?


Paula miró a Pedro. Parecía haber nacido para navegar. 


Vestía unos pantalones chinos color tostado, mocasines sin calcetines y una camisa blanca que llevaba por fuera de los pantalones. Agarraba el timón con fuerza, era el dueño de su destino.


Y ella debía dejar de admirar sus atributos físicos y recordar que había ido allí obligada.


—No lo había pensado bien. Las personas necesitadas no quieren ir de vacaciones, quieren ayudas tangibles, que puedan ver en sus monederos o en su mesa. Mis intenciones eran buenas, pero…


Paula no tenía ni idea, ¿cómo iba a tenerla, tal y como había sido su niñez?


Pedro frunció el ceño.


—Pues a mí no me parece tan descabellado. ¿Acaso sólo necesita vacaciones quien tiene dinero?


—No. por supuesto que no.


—Entonces, ¿por qué cambiaste de idea?


—Porque esperábamos tener objetos de más valor para la subasta. Como no surgieron, pensé que la propiedad sería una buena tarjeta de presentación y aportaría bastante dinero a los fondos.


—¿Conseguiste lo que esperabas?


«¿Pasar más tiempo contigo?", pensó ella inmediatamente. 


Así era como habían salido las cosas, pero Paula sabía que no era lo que necesitaba. Se limitó a asentir.


—¿Y por qué lo mantienes todo en secreto, Paula? La mayoría de mujeres en tu posición estarían ansiosas por contarle al mundo entero todas las obras buenas que hacen.
Tenía razón, pero ella estaba harta de que la mirasen por encima del hombro por ser rica.


—Es mejor así —contestó—. Nadie me toma en serio, pero esto, la fundación, es algo muy serio. Muchas personas dejarían de apoyarla si supiesen que yo estoy detrás. No sé si viste un titular que se refería a mí hace u es semanas y me tachaba de tacaña.


Pedro asintió.


—Algo referente a unos botes de champú en oferta.


—Una mujer me hizo una fotografía comprando media docena de botes a mitad de precio en el supermercado. Ni ella ni el periódico se molestaron en averiguar que los estaba comprando para un mercadillo benéfico que estaba organizando Russ. Tal vez debería cubrirme de harapos cuando vaya a hacer ese tipo de cosas.


—Eso sería un crimen —bromeó Pedro, aunque la miraba de manera comprensiva.


Paula apartó la vista.


—Yo me lo he buscado. Es por cómo me comportaba antes. Nadie quiere verme como a otra cosa que una niña rica y mimada.


—Estás siendo demasiado dura contigo misma —comentó Pedro—. Hay muchas personas que están yendo mucho más lejos.


Tenía razón.


—Háblame de Elpis. Significa esperanza, ¿verdad? ¿Tiene algo que ver con la caja de Pandora?


—Técnicamente era un tarro —murmuró Paula, sorprendida por el interés de Pedro—. Un castigo de Zeus para la humanidad. Se lo confió a Pandora y cuando ésta lo abrió, se perdieron todos los bienes destinados a los hombres, salvo la esperanza —se encogió de hombros—. O algo así.


El nombre se debía al interés de Russ por la mitología griega.


—¿Y fuiste tú quién creó la fundación, lo financiaste todo?


Paula asintió. Seguro que Pedro estaba pensando que había sido con el dinero del edificio que había pertenecido a su padre.


—Sí, con el fondo fiduciario procedente de la propiedad de tu padre, pero eso ya lo sabes.


—¿Crees que quiero reclamarte ese dinero, Paula?


Ella volvió a mirarlo a la cara.


—No.


—¿Te sientes culpable por ello? ¿Por eso das ese dinero?


Ella misma lo había pensado. Tenía mucho dinero, aparte del de ese fondo en particular. ¿Por qué se le había ocurrido montar la fundación un año antes, cuando había vencido el fondo?


—¿Te parece que me siento culpable?


Él sonrió.


—Culpable de ser demasiado buena y demasiado dura contigo misma, tal vez.


¿Demasiado buena? Paula se preguntó si alguien la vería así, en especial su padre, si salía a la luz su aventura con Pedro Alfonso.


—No soy un ángel. Sólo tengo demasiado tiempo libre.


—¿Nunca has tenido planes o ambiciones propias?


A Paula le gustaba el arte, pero era más un pasatiempo que una carrera.


—Papá no me ha imbuido exactamente una buena ética laboral.


Lo triste era que ella se había dejado llevar. Había aceptado todos sus regalos y se había aprovechado de la situación.


—Seguro que podía haberte dado trabajo en una de sus numerosas empresas.


Paula rió.


—Mi padre no cree que las mujeres deban trabajar. No sé cómo consigue que no lo demanden por discriminación sexual, por no contratar a mujeres —miró a Pedro de reojo—. Y tú eres la última persona a la que debía haber contado eso.


Pedro volvió a mirarla fijamente.


—Yo estoy de tu parte, Paula.


A ella se le encogió el corazón, algo en su interior le decía que era cierto. De repente, encontró sentido a lo que le había dicho la otra noche, en el baile, que quería más. 


Aquello no tenía nada que ver con el sexo, ni con la reanudación de su anterior relación. Por algún motivo, Pedro Alfonso quería algo más de ella. Y eso iba a causarle muchos problemas a su corazón.


Guardó silencio. Hizo caso omiso de sus últimas palabras.


—¿Nunca has pensado en marcharte, establecerte en otro sitio?


—Echaría demasiado de menos a mamá.


Aquello era cierto sólo en parte. Saul era un animal social, mientras que Eleonora era más casera. Todo el mundo sabía que su padre tenía una amante desde hacía años, pero, no obstante, su mujer y su hija siempre eran lo primero. Lo cierto era que su madre se quedaría muy sola si Paula se marchaba de Wellington.


Hacía un precioso día de sol y Paula preguntó a Pedro desde cuándo tenía ese barco tan grande. Él le dijo que era alquilado.


—Tenía uno parecido, pero lo vendí hace tres años. No tenía tiempo para disfrutarlo.


—¿Ocuparás el puesto de tu padre cuando se jubile?


Paula sabía que su padre y Rogelio Alfonso tenían más o menos la misma edad. Su madre quería que su padre se jubilase, pero ella sabía que lo sacarían de su despacho dentro de una bolsa de plástico. Siempre se había lamentado de no tener un hijo al que entregarle el testigo, y también culpaba de ello a Rogelio Alfonso.


—En eso estoy trabajando.


Ella se preguntó por qué parecía tan triste, pero no le dio demasiadas vueltas.


Después de un rato, Paula bajó a explorar el yate, y la sorprendió lo lujoso que era. El salón estaba amueblado de manera exquisita, la cocina era casi como la suya de casa, los cuartos de baño eran muy bonitos. Y descubrió que había dos camarotes, ambos con enormes camas.


A pesar de tener la intención de volver a dormir a Wellington, le tranquilizaba saber que podían pasar la noche allí si surgía algún problema.


Pararon en la punta de Marlborough Sounds y Pedro, tal y como le había dicho, había preparado un fantástico picnic con pan, queso, embutidos y cangrejos. De postre había una tarta de moras. Y vino, pero Paula no quiso, ya que quería mantener la cabeza fría con Pedro tan cerca, sobre todo, dado que él tampoco bebía.


Después de la comida bordearon las bonitas bahías que llevaban al embarcadero que daba al albergue.


—No esperes demasiado —le advirtió Paula mientras recogía la comida, antes de anclar el yate—. Ha estado deshabitado desde que lo cerraron como albergue, hace siete años. El dueño falleció, alguien de la familia impugnó el testamento y ha sido motivo de una trifulca hasta hace dos meses, que yo lo compré.


El embarcadero era pintoresco y resistente, pero la sonrisa de Pedro desapareció cuando vio la deteriorada fachada de la casa.


—¿Cuántas veces habías estado aquí?


—Tres o cuatro.


Paula le tendió las llaves y se preguntó, preocupada, si Pedro iba a romper el contrato incluso antes de entrar en la casa. Era cierto que estaba en muy mal estado, pero tenía algunas características a considerar y el lugar en el que se encontraba merecía la pena.


Se pasaron la primera hora en la parte de arriba y descubrieron que los tres baños necesitaban serias reformas. Los siete dormitorios estaban anticuados, pero no tenían humedades y Pedro pareció algo más entusiasmado cuando le enseñó las vistas.


En el piso de abajo había tres salones. Uno de ellos tan enorme que podría haber sido un salón de baile, con unas bonitas vidrieras que parecían estar intactas. Otro era más pequeño, y tenía un jardín de invierno con unas maravillosas vistas al mar. Finalmente, estaba el comedor, que daba a la cocina. El papel de la pared estaba cayéndose, y la pintura de los armarios de la cocina también, pero era grande y luminosa.


Paula entró en la cocina, esperando haber solucionado en su último viaje los problemas de roedores.


La bolsa de deporte que había dejado en la mesa de la cocina la última vez estaba abierta, y había una caja de té a su lado.


Le resultó curioso, ya que habría jurado que lo había guardado todo.


—Ya he visto esto antes —comentó Pedro desde el comedor.


Paula se volvió a mirarlo y vio que estaba observando el mural de la pared.


Cerró la bolsa y se preguntó cuál de los niños se había comido la caja entera de galletas.


—O algo parecido —añadió Pedro acercándose más—. No está firmado.


No hacía falta que Paula le dijese que la autora era ella. 


Pintaba sólo como afición, no se lo tomaba en serio.


Pedro se dio la vuelta.


—Ya sé dónde. En tu apartamento. No es exactamente igual —dijo señalando el mural—, pero parecido. Tiene el mismo tono, una pareja bailando —de pronto, pareció entenderlo—. Lo has pintado tú.


Paula tomó la bolsa de deporte y se preguntó dónde estarían el resto de las cosas que se había dejado en su último viaje.


—Son buenos —añadió Pedro con entusiasmo—. ¿Los vendes?


—No, es sólo una afición —respondió Paula, frunciendo el ceño al ver la vieja cafetera encima de la mesa. También había creído dejarla recogida. Alargó la mano para tocarla.


—¿Cómo esperas que nadie te tome en serio si no lo haces ni tú?


Paula no contestó, estaba distraída con la cafetera.


—Está caliente —dijo para sí misma.


—Es normal —contestó Pedro—, está al sol.


Cierto, y no tenía por qué estar allí. También había unas cerillas al lado de la cocina.


—Me pregunto… Juraría que lo había guardado todo en esta bolsa antes de marcharnos la última vez. Y falta una caja grande de galletas.


Pedro se encogió de hombros. Entró en la enorme despensa y arrugó la nariz.


Paula casi sonrió y se fijó en que no había tazas sucias en el fregadero.


—Estaba pensando en Leticia, la chica que se ha escapado de casa.


—Es más probable que sea un vagabundo.


—La puerta estaba cerrada con llave —comentó Paula, poco convencida.


El piso de abajo parecía seguro, pero tal vez podía haber entrado alguien por una de las ventanas rotas del de arriba. Intentó llamar a Russ por teléfono, para ver si la chica había vuelto a casa, pero no tenía cobertura, ni Pedro tampoco.


—Es por el mal tiempo —comentó éste encogiéndose de hombros.


Decidieron salir a explorar el terreno. Al fin y al cabo, para eso habían ido. Aunque también tenían otra misión: buscar a Leticia.



No hay comentarios.:

Publicar un comentario