viernes, 8 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO 7





Paula se caló el gorro rojo brillante hasta las orejas y salió al frío. Aunque la temperatura de su cuerpo había aumentado en las últimas semanas de embarazo, ni eso ni su abrigo de lana podían nada contra el viento cortante que levantaba la nieve del suelo y lanzaba los pequeños copos helados contra su cara.


Después de su clase de aerobic en el agua y de cenar ensalada y colines en un restaurante italiano, se había dirigido a su piso en la parte suroeste de Kansas City.


Pero en lugar de entrar a ver la tele o leer, había regresado desde la puerta hasta el coche. No podía quitarse la impresión de que la estaban observando, la sensación de que había unos ojos que querían saber qué piso era el suyo.


A pesar de las protestas de su cuerpo agotado, se metió en el coche y volvió a la universidad. Allí por lo menos habría mucha más gente, estudiando en la biblioteca, en las clases nocturnas o en reuniones de departamentos.


Pero cuando el conserje de noche entró en su despacho para ver por qué había luz todavía, ella, que había pasado la velada corrigiendo exámenes, alegó que había perdido la noción del tiempo y comprendió que no tenía más remedio que ir a casa.


La universidad, tan ajetreada a las siete, estaba casi desierta a medianoche. El terrible frío había obligado a todo el mundo a buscar refugio.


A Paula le castañetearon los dientes y cruzó los brazos sobre el vientre para intentar conservar su calor corporal, pero cuando llegó al aparcamiento, de su boca salían nubes pequeñas de vapor que indicaban que la cabeza de la niña le apretaba el diafragma y le impedía respirar profundamente.


La niña también estaba colocada encima de su vejiga. Había ido al baño antes de salir del despacho, pero tenía la sensación de que necesitaba ir de nuevo. Apretó el paso y cruzó el espacio vacío hasta su coche.


Cuando vio la rueda de atrás, se detuvo en seco; La nieve se había agolpado en torno a las ruedas, pero la caída del coche en ese punto era inconfundible.



Tenía una rueda pinchada.


A medianoche. En invierno. Cuando estaba agotada y necesitaba ir al baño.


—¡Maldita sea!


Miró a su alrededor buscando opciones. Podía llamar a una grúa y pagar extra para que le recogieran el coche a esa hora. Tendría que volver al edificio o se congelaría allí.


O podía hacerse cargo de la situación personalmente.


Abrió el coche con determinación y lanzó su bolso dentro.


Cuando hubo sacado el gato y la rueda de repuesto, respiraba con fuerza. La niña pataleó para protestar por el ejercicio y la alcanzó debajo de una costilla, lo que la obligó a parar y apretarse el costado hasta que remitió el dolor.


Luego reanudó el trabajo, colocó el gato y subió el coche con toda la rapidez y eficacia que le permitían los dedos helados a pesar de los guantes.


Acababa de retirar la rueda pinchada cuando se dio cuenta de que no estaba sola. Tres figuras la observaban desde las sombras. Y entonces comprendió lo que ocurría y un escalofrío subió por su columna.


Aquello no era mala suerte, era una venganza.


Apretó la llave inglesa en la mano antes de incorporarse y volverse hacia Daniel Brown y sus dos corpulentos amigos.


—Doctora Chaves —la sonrisa de Daniel no tenía nada de sincera—. ¿Tiene problemas con el coche?


A Paula le dio fuerzas saber que Daniel necesitaba la ayuda de otros para meterle miedo.


—Supongo que han sido intencionados —repuso.


—No lo sé —Daniel tenía las mejillas muy rojas, como si acabara de salir de un edificio muy caliente. O peor. Como si hubiera estado bebiendo.


—¿Y te has parado aquí a ayudarme a cambiar la rueda? —preguntó Paula.


—A mí me parece que lo hace muy bien sola.


La mujer notó que uno de los chicos grandes se acercaba a la parte trasera del coche. Agitó la llave inglesa en el aire.


—No te muevas. Quiero que los tres os quedéis donde pueda veros.


Daniel hizo un mohín con los labios y adoptó una expresión dolida.


—Ya no estamos en su clase, doctora. No puede darnos órdenes.


Paula señaló a Lucio Arnold y Sergio Parrish, los dos chicos musculosos.


—A ellos no los he echado de clase. Eres tú el que ha plagiado el trabajo. Encontré una copia exacta en Internet.


Daniel la miró con rabia. Le apuntó con el dedo y avanzó unos pasos.


—Y usted no debería ser tan zorra —Paula sucumbió al pánico por un momento y retrocedió contra el coche—. No me extraña que el hombre que la preñó la haya dejado sola.


—¡Apártate de mí! —cuando el chico estuvo a su alcance, 


Paula lo golpeó con la llave inglesa en mitad del plexo solar.


Daniel se sujetó el estómago, se dobló y tosió. Paula lo empujó hacia atrás.


—No te acerques a mí —dijo—. Llamaré a la policía ahora mismo.


—¿Con qué? —la tos de Daniel terminó en una carcajada y se enderezó.


Paula miró por encima de su hombro. Distraída por el avance de Daniel, no se había dado cuenta de que Lucio había dado la vuelta al coche y tenía ahora en la mano el bolso de ella, donde estaba el móvil.


El miedo se apoderó de Paula y eliminó por completo su seguridad en sí misma.


Daniel aprovechó la distracción para arrancarle la llave inglesa de la mano. Paula se llevó instintivamente las manos al vientre para protegerlo.


Daniel le puso la llave inglesa debajo de la barbilla.


—No quiero volver a su piojosa clase —dijo—. Sólo necesito que limpie mi historial para que pueda seguir en la universidad.


—Eso ya no depende de mí.


—Hágalo —el metal frío de la llave inglesa presionó su barbilla—. Hágalo o tendrá que afrontar algo peor que una rueda pinchada.


Paula sintió una rabia repentina.


—¿Cómo te atreves a amenazarme? Eres tú el que ha ido contra las normas y el que tiene que pagar las consecuencias.


—¡Es un… trabajo… estúpido! —gritó él con furia de borracho.


Paula se estremeció. ¿Qué había hecho? ¿Por qué había discutido? ¿Por qué no se había quedado en casa?


—Daniel, por favor… —estaba dispuesta a suplicar por el bien de su niña—. ¿Lucio? ¿Sergio?


—¿Hay algún problema, doctora?


Paula sintió que el corazón se le subía a la garganta y chocaba allí con su miedo. La voz baja y tranquila también sobresaltó a Daniel. Era una voz que no admitía discusiones, una voz que no mostraba ningún miedo.


Una voz que ella no olvidaría nunca.


Su caballero andante salió de las sombras al espacio iluminado por la farola. Pedro Alfonso. Con los vaqueros y la chaqueta negros, había resultado invisible en las sombras. 


Paula sabía que medía más de un metro noventa y los hombros anchos le sobresalían por los dos lados de la silla del pupitre. Pero cuando salió a la luz, con los puños apretados a los costados y los ojos azules oscurecidos por la rabia, parecía más grande y más duro que nunca.


La mujer se agarró el estómago, temerosa de confiar en el rescate que él prometía.


—Suelta esa llave, Daniel —dijo Pedro.


Daniel miró a Lucio y Sergio un momento.


—Somos tres, Alfonso. Y esto no es asunto tuyo.


—Sí lo es —repuso Pedro, sin inmutarse—. ¿Te vas a ir de aquí con la cara intacta o con la nariz sangrando? Tú eliges.





jueves, 7 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO 6





Pedro removió la taza de café con la cuchara. No había puesto azúcar, pero así tenía algo que hacer mientras esperaba a su contacto en la mesa del café Bookstore, unas cuantas manzanas al oeste del campus universitario.


Un hombre delgado, de pelo negro brillante y ojos marrones, se sentó enfrente de él poco después.


—¿Cómo te va por la universidad? ¿Has suspendido ya algún examen?


Pedro levantó la vista y sonrió a A.J. Rodríguez.


—Me va lo bastante bien como para conservar mi autoestima, pero no tanto como para que puedan rechazarme los juerguistas de la clase.


A.J. tomó un sorbo del capuchino que había llevado consigo.


—¿Te han invitado ya a alguna fiesta?


—Sí. Esta noche tengo una. Me han dicho que, si me paso por la habitación de atrás, podré conseguir algo más que cerveza.


Su compañero asintió.


—Bien. Recuerda, al principio no entres muy fuerte. Averigua quiénes son tus amigos. Si ves algo de anfetamina, quédate sólo con la persona que la tiene y procura ver si es para el consumo privado o si la vende.


Pedro se encogió de hombros.


—Haré mi trabajo. Sé que el teniente Cutler espera que meta la pata para negarme el ascenso, pero creo que me he ganado ya esa placa de inspector y no tengo intención de darle ese gusto.


A.J. levantó una mano en un gesto de rendición.


—Cutler es duro con todo el mundo. Y seguir las normas a rajatabla no es malo.


—Tú tienes las tuyas propias y eres inspector.


A J. sonrió.


—Porque yo soy un hispano guapo y la comisaría tiene que cumplir su cuota de trabajadores de minorías.


Pedro sabía que no era cierto, pero le siguió la broma.


—¿Quieres decir que si fueras rubio, de ojos azules y primo del capitán, seguirías en la calle?


—Si fuera rubio y tuviera ojos azules, en las calles donde yo estaba me habrían destrozado —A.J. tomó otro sorbo de café—. No acepté ser tu contacto sólo porque me lo ordenara Cutler. Respondo de ti ante tu hermano.


—Mauro ya no es policía.


—Eso no lo sabes.


—Mauro se fue del Cuerpo hace dos años. Ahora trabaja en seguridad privada.


—Si tú lo dices.


Pedro lo miró.


—¿Hay algo que quieras decirme? —preguntó.


A.J. terminó su capuchino y se limpió la espuma de los labios con una servilleta de papel.


—Lo que Mauro haga ahora es asunto suyo, pero fue mi compañero durante ocho años y, si tú quieres ocupar su puesto, es natural que yo quiera cuidarte.


—Yo no quiero ocupar el lugar de nadie —protestó Pedro—. Quiero hacerme uno propio.


A.J. asintió con la cabeza.


—Perdona. Cutler puede ser un hijo de perra, pero es justo. Si limpias la universidad de anfeta, te dará el ascenso —le pasó un trozo de papel—. En este número puedes localizarme a cualquier hora. Es una línea segura.


—De acuerdo. Si necesito apoyo, te llamaré


—Más te vale. No quiero tener que contarle a nadie de tu familia que te ha pasado algo —A.J. se puso en pie—. ¿Algún mensaje personal que quieras enviar?


Pedro pensó un momento.


—Saluda a mamá y dile que estoy bien.


—¿Dónde cree ella que estás?



—Le dije que iba a un seminario a Jefferson City.


A.J. Rodríguez le puso una mano en el hombro.


—Ten cuidado. En este tipo de trabajo no te puedes despistar. Las distracciones no son buenas.


—De acuerdo —suspiró Pedro.


Cuando se quedó solo, volvió a remover su café e intentó no comparar su color con el del pelo de Paula Chaves. 


Después de todo, no podía ser muy difícil evitar la distracción de la profesora. Sólo tenía que pensar en el padre desconocido del niño. El hombre que tenía derecho a tomarla en sus brazos y consolarla.




PRINCIPIANTE: CAPITULO 5





—Doctora Chaves, con el debido respeto, usted no sabe lo que es perder un niño.


Lucia Holcomb estaba sentada en la silla enfrente de Paula y se retorcía las manos. La mujer de veintiún años estaba ese día más nerviosa aún que de costumbre. Paula resistió el impulso de levantarse y empezar a pasear porque prefería mantener su vientre de embarazada fuera de la línea de visión de Lucia.


—Es cierto que yo no he vivido personalmente lo que estás pasando y no puedo arreglarlo, pero puedo ayudarte escuchando. Mira todos los progresos que has hecho ya.


Lucia se echó su pelo castaño sobre el hombro, se levantó y dio dos vueltas al despacho.


—Desde el aborto, da la impresión de que Kevin y yo peleamos continuamente. Yo le echo la culpa a él por no estar allí cuando empezaron las contracciones y él me culpa a mí por no haber cuidado del niño.


—Sabes que no es culpa de nadie —le recordó Paula—. La ginecóloga así te lo dijo. Había un problema en el desarrollo del feto y tu cuerpo resolvió la situación con un aborto espontáneo. A veces ocurren esas cosas y no se puede hacer nada.


—Pero la culpa… —los ojos de Lucia se llenaron de lágrimas—. No es sólo dolor. Me siento muy culpable.


Paula al fin se levantó y le ofreció un pañuelo de papel a la otra. Apoyó la cadera en la mesa en una postura casual.


—Eso es normal. No te atormentes mucho. Cada uno lidiamos con la pérdida de un modo distinto; el tuyo es éste.


Lucia se sonó la nariz.


—Pero Kevin está muy enfadado conmigo. A veces se pone triste y lloramos y hablamos, pero luego se mete conmigo por cualquier tontería —su estallido de lágrimas terminó en un hipido—. Dice que deberíamos tener otro.


Paula mantuvo el rostro inexpresivo. Eran dos chicos que acababan de salir de la adolescencia, no habían superado aún la pérdida, ¿y ya querían meterse en otro embarazo?


—¿Tú quieres otro hijo? —preguntó.


—No lo sé. Quizá… si es lo que Kevin quiere.


—¿Y qué quieres tú? Creo que Kevin y tú deberíais hablar más.


—Ése es el problema, que ya no se sienta a hablar conmigo como antes — Lucia miró el vientre voluminoso de Paula—. Quizá con otro niño volvería a hacerme caso.


—Lucia, Kevin y tú tenéis problemas que necesitáis resolver antes de buscar otro embarazo. ¿Crees que querría venir a hablar conmigo?


—No lo sé —Lucia se encogió de hombros—. Puedo preguntárselo.


—Si no quiere conmigo, puedo darte el nombre de algún psicólogo masculino.


—De acuerdo.


Sonó el teléfono y Paula se inclinó para ver el número que llamaba. Era un mensaje que estaba esperando. Sonrió a Lucia. Pasaban ya cinco minutos de su hora con ella.


—Tengo que contestar. ¿Estás bien?


La joven asintió.


—Sí.


Paula le dijo que pasara por el baño para lavarse antes de salir hacia el autobús.


—Nos vemos la semana que viene, ¿de acuerdo?


—De acuerdo. Adiós, doctora Chaves.


Cuando se cerró la puerta, Paula levantó el auricular.


—¿Sí?


—Aquí Andrew Washburn. ¿Dijo usted que estaba preocupada por la confidencialidad de su embarazo?


En persona era un hombre de rostro enrojecido y voz fuerte, cuyo pelo y bigote blanco le recordaba al coronel Mustard de su juego infantil del Cluedo. Pero por teléfono mostraba una mezcla de sorpresa y preocupación que casi hacía que sonara como una figura paterna.


—Me gusta que vaya directo al grano —Paula sacó la nota arrugada del bolsillo del abrigo y la alisó en la mesa—. Esta mañana he recibido un mensaje de alguien que se hace llamar «Papá». Básicamente dice que mi niño es suyo y piensa quitármelo.


La respuesta del doctor Washburn fue una carcajada sardónica.


—Eso es ridículo. Nuestros donantes son completamente anónimos y nunca se les informa de cuándo ni con quién se ha usado su esperma. Su relación con nosotros termina en cuanto han hecho la donación.


Paula suspiró.


—Alguien cree saberlo, aunque no sea verdad. Y dice que quiere lo que es suyo.


—Le aseguro que la clínica no tiene nada que ver. Sólo unos cuantos empleados y yo tenemos acceso a los nombres de los donantes de esperma. Es imposible que ningún donante pudiera descubrir si era el padre de su niño.


Paula enrolló el cordón del teléfono en torno a su dedo.


—¿Está seguro?



—El nombre del donante no aparece en su ficha. Sólo su número. 93579.


—¿Y puede decirme quién es? —preguntó ella.


La risa de Washburn parecía esa vez más genuina.


—Eso sería traicionar la confidencialidad.


Paula no le veía la gracia a todo aquello.


—Mire, volveré a examinar la ficha del donante para ver si encuentro algo que pueda hacerme sospechar que haya podido tener alguna posibilidad de localizarla.


—¿Y qué sería lo que le haría sospechar? Usted me dijo que investigaban a todos los candidatos a donantes.


—Y lo hacemos. Pero quizá se crucen sus círculos sociales en algún punto que no hemos notado. Quizá usted ha comentado el número en algún sitio y él lo ha reconocido.


Círculos sociales, ¿eh? Eso implicaría una vida social. Y ella no la tenía.


—No lo creo, doctor Washburn. Sólo he comentado el número del donante con ustedes. Pero le agradeceré cualquier información que pueda darme.


—Revisaré la ficha y la llamaré mañana.


—Gracias.


Cuando colgó el teléfono, se sentía agotada.


El bebé se había colocado en una posición cómoda y se había quedado dormido. Pero Paula no podía permitirse rendirse al cansancio.


Tal vez la nota no fuera más que una broma estúpida de uno de sus estudiantes, pero no podía por menos de investigar todas las posibilidades.


El futuro de su hijita dependía de ello.




PRINCIPIANTE: CAPITULO 4





Paula se dejó caer en la silla de su despacho. La confrontación con Daniel Brown la había alterado. Debatió para sí si él podía ser el autor de la nota, pero la había recibido antes de que Daniel supiera que lo había pillado.


Respiró hondo. ¿Joey King? ¿Las chicas? Movió la cabeza.


Les interesaban más los chicos que nada de lo que pudiera decir ella. Amber había aparecido ese día del brazo de Daniel, cosa que a Paula no le parecía buena idea, pero ¿quién era ella para dar consejos a nadie sobre hombres?


Se echó a reír en voz alta.


Se había enamorado de la belleza morena de Simon Livesay el primer día de su residencia en el centro psiquiátrico privado de Topeka. Después de un año trabajando juntos y viviendo noches de pasión, se habían fugado juntos a Las Vegas.


A ella le gustaban su inteligencia, su sentido del humor y su estilo cosmopolita, pero no le gustó la serie de engaños que empezaron antes de su primer aniversario de boda.


Su matrimonio había, pues, fracasado y se despidieron en términos relativamente amistosos después de repartirse la consulta al cincuenta por cien.


Paula pasó una mano por su vientre y empezó a revisar las notas de una consulta que tenía próximamente. Un rato después sintió frío y se echó el abrigo por los hombros.


Decidió llamar a la clínica de fertilidad Washburn.


Tenía que descubrir quién era «Papá».





miércoles, 6 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO 3




Pedro Alfonso estaba sentado en la segunda fila de su clase de Psicología Comunitaria y observaba a la profesora, la doctora Paula Chaves, frotarse la parte inferior de la espalda con un movimiento sutil que apenas se notaba, teniendo en cuenta que la mano derecha oscilaba en el aire con la gracia de un bailarín exótico para enfatizar lo que ella decía.


Le gustaba también observarle la boca. Los labios sensuales, pintados con un tono neutro, que se movían con la misma gracia que la mano. Sus ojos eran verdes y almendrados, un complemento perfecto al pelo castaño oscuro que le caía recto hasta los hombros.


Pero lo mejor de ella eran los pechos.


Maduros. Llenos. Tesoros sensuales que llenarían las manos de un hombre y contribuirían a sus fantasías.


Con el frío del invierno, ella llevaba jerséis de lana que enfatizaban el tamaño y la forma de sus pechos.


Pedro respiró hondo y en silencio.


Su profesora de psicología estaba muy bien.


Embarazada y prohibida, pero muy bien. Y no llevaba anillo en la mano izquierda. Había oído que el embarazo solía unir más a la pareja, pero aquella mujer parecía estar sola. 


¿Dónde estaba su compañero? ¿Era aquel embarazo el accidente de una aventura pasajeras ¿Los restos de un divorcio? ¿El último recuerdo de un marido muerto?


—Señor Tanner.


Pedro se encogió al oír su alias, pero, aunque ya llevaba un mes y medio en la universidad, tardó un segundo en asumir la personalidad de Pedro Tanner y pensar como un estudiante.


—¿Qué opina usted? —dijo la profesora.



Aunque ya había cumplido los veintiocho años, Pedro sintió un momento de pánico juvenil. Sonrió para ganar tiempo.


—Estoy de acuerdo con usted.


Su respuesta arrancó algunas risitas en la clase. La doctora Chaves levantó la mano para acallarlas.


—¿Usted cree que educar en la música clásica y en las artes es un modo de ayudar a los adolescentes a no meterse en bandas? —preguntó.


Pedro se movió en su silla. La suerte estaba de su parte aquel día.


—Claro. Si les interesa el arte, desde luego. Para otros serán los deportes. Algunos quieren ayudar a chicos más jóvenes. Les gusta esa sensación de responsabilidad —apoyó los codos en el pequeño trozo de formica que hacía de pupitre y se inclinó hacia delante—. No hay un modo único de llegar a todos los chicos, pero cada uno responde a una cosa y es sólo cuestión de encontrar tiempo, paciencia y dinero para descubrir esa cosa.


Empezaba a mover las manos con la misma fluidez que ella.


—Si no tienen nada por lo que vivir o por lo que trabajar, acabarán en bandas y con drogas. Todos quieren conectar con algo positivo. Por desgracia, suele ser más fácil encontrar problemas que eso.


Unos aplausos y unos silbidos de apreciación le dieron la excusa para mirar a su alrededor. Saludó con la cabeza a Kelly, la chica rubia sentada dos puestos más allá y que, a pesar de ser nueve años más joven que él, le sonreía con evidente coquetería. Pedro le devolvió la sonrisa.


Miró a Joel King, un chico solitario de pelo largo, situado dos filas por detrás de ella y al lado del pasillo.


A la izquierda de Pedro estaba Daniel Brown, el rey de la clase, rodeado de dos atletas de cuello grueso, un chico con aire de empollón y alguna chica guapa siempre cambiante. 


La de ese día era pelirroja.


Detrás de él, seguramente adormilados, estaban Larry, Moe y Curly.


Pedro los observaba a todos. Poco a poco aprendía a conocer a cada alumno. Había más en la clase, por supuesto. Reconocía ya todos los rostros y sabía los nombres de todos. Pero los primeros eran los que quería conocer mejor.


Y había uno de ellos al que quería conocer más todavía.


Porque ése, en concreto, podía llevarlo hasta un asesino.


Pero no ese día.


Ese día tenía que mantener su tapadera intacta.


—Creo que no puedo superar ese discurso —la doctora Chaves dio una palmada para pedir su atención—. No olviden que el viernes hay un examen. Procuren leer todas las lecciones y revisar los apuntes.


Una mezcla de gemidos y gruñidos hizo sonreír a Pedro


Añadió su protesta al coro y levantó la mochila para guardar los libros y el bolígrafo.


—¿Daniel? —la profesora llamó al cabecilla de la clase—. ¿Podemos hablar un momento en mi despacho?


Daniel Brown era un joven delgado de unos veinte años, pelo castaño oscuro y ojos marrones. Era una cabeza más bajo que cualquiera de sus seudo guardaespaldas, aunque Pedro sospechaba que poseía la fuerza explosiva de un boxeador entrenado. Su rostro no era nada especial, pero la pelirroja parecía muy apegada a él, por lo que Pedro sospechaba que Daniel debía ser un buen partido por alguna otra razón.


Mientras Pedro cerraba la mochila y buscaba su chaqueta de cuero, Daniel Brown empujó a su novia del día escaleras arriba e hizo una seña a sus amigos.


Cuando la doctora Chaves hubo recogido sus cosas y salió por la puerta de atrás, los tres jóvenes empezaron a bajar las escaleras, pero antes de que la puerta se cerrara tras ellos, Pedro notó la seña que les hizo Daniel.


Extraño. ¿Qué estudiante universitario necesitaba la protección de dos atletas colocados al extremo del pasillo?


Se subió la cremallera de la chaqueta y buscó los guantes en el bolsillo para hacer tiempo. Tomó después la mochila y salió detrás de ellos.


Empujó la barra redonda de la puerta y entró en la parte más antigua del edificio, al que habían añadido con posterioridad el salón de conferencias. Los dos atletas paseaban como centinelas ante la fuente situada enfrente del despacho de la doctora Chaves.


Para probar su teoría, Pedro se acercó a beber agua y los otros dos siguieron en su sitio en lugar de alejarse a una distancia cortés.


Decididamente, tenía que descubrir lo que ocurría. 


Retrocedió, sacó unos papeles de la mochila y cruzó el pasillo de mármol hasta el despacho de la profesora.


Consiguió girar el picaporte antes de que el primer atleta le diera una palmada en el hombro.


—No puedes entrar ahí.


El segundo se colocó al otro lado.


—No. La profesora está con alguien.


Pedro sonrió.


—No importa, puedo esperar.


Se sentó en un banco al lado de la puerta y evaluó a los presuntos guardaespaldas. Eran fuertes, sí, pero no muy observadores. Él había dejado la puerta entreabierta para oír lo que decían dentro y no se habían dado cuenta.


—No puede expulsarme de la clase por eso —decía Daniel Brown con voz inesperadamente quejica.


Pedro miró a sus dos amigos. Habían oído la misma protesta y se miraron confusos. Quizá era la primera vez que alguien retaba así a su líder.


—Sí puedo —dijo la doctora Chaves—. Es la política del centro. Léete el manual.


—Pero necesito esa clase para graduarme.



La protesta de Daniel fue seguida de un ruido de madera contra madera, una silla deslizándose por el suelo. Pedro se puso tenso y contó en silencio hasta diez.


—Tú no lo entiendes, Daniel. Plagiar un trabajo es una ofensa que puede llevar a la expulsión de la universidad. Voy a informar al decano y te pedirán que te presentes ante una junta de revisión. Si tienes suerte, te permitirán seguir aquí.


—Eso ya lo veremos. Hablaré con mi consejero. Él escuchará mi versión de la historia.


—Hazlo.


El temperamento de Daniel pareció disiparse tan rápidamente como había llegado.


—¿Eso es todo? Tengo que ir a la siguiente clase. Supongo que puedo continuar con el horario normal hasta que oiga algo, ¿no?


Se abrió la puerta del todo y Pedro se enderezó en el banco, más receloso de ese cambio de humor repentino que de la primera explosión de enfado de Daniel. Uno de los guardaespaldas que había al lado de la fuente se adelantó un poco. Pedro se puso en pie y le bloqueó el paso como el que no quiere la cosa.


—Por supuesto —repuso la profesora—. Te llamarán del despacho del decano.


—Entendido.


Daniel pasó al lado de Pedro y se alejó por el pasillo en dirección a la salida, seguido por sus amigos. En el vacío súbito del pasillo, Pedro oyó una respiración profunda.


Se volvió y miró la palidez de las mejillas de la profesora. La energía vibrante que la había animado durante la clase había desaparecido. Parecía cansada, exhausta, como si necesitara un hombro en el que apoyarse. Y él tenía dos muy grandes y estaba encantado de ofrecérselos.


Pero entonces ella rompió el contacto visual y retrocedió hacia su despacho.


Pedro se quedó un momento en el umbral, dudando si decir algo.


—¿Quiere algo, señor Tanner?


—Ah, no, señora. Puede esperar.


—Cierre la puerta antes de irse, ¿vale?


—Desde luego.


Pedro se acomodó la mochila en el hombro, cerró la puerta y se alejó por el pasillo. Le parecía mal dar la espalda a una mujer en apuros, pero en ese momento tenía otro trabajo.