jueves, 7 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO 5





—Doctora Chaves, con el debido respeto, usted no sabe lo que es perder un niño.


Lucia Holcomb estaba sentada en la silla enfrente de Paula y se retorcía las manos. La mujer de veintiún años estaba ese día más nerviosa aún que de costumbre. Paula resistió el impulso de levantarse y empezar a pasear porque prefería mantener su vientre de embarazada fuera de la línea de visión de Lucia.


—Es cierto que yo no he vivido personalmente lo que estás pasando y no puedo arreglarlo, pero puedo ayudarte escuchando. Mira todos los progresos que has hecho ya.


Lucia se echó su pelo castaño sobre el hombro, se levantó y dio dos vueltas al despacho.


—Desde el aborto, da la impresión de que Kevin y yo peleamos continuamente. Yo le echo la culpa a él por no estar allí cuando empezaron las contracciones y él me culpa a mí por no haber cuidado del niño.


—Sabes que no es culpa de nadie —le recordó Paula—. La ginecóloga así te lo dijo. Había un problema en el desarrollo del feto y tu cuerpo resolvió la situación con un aborto espontáneo. A veces ocurren esas cosas y no se puede hacer nada.


—Pero la culpa… —los ojos de Lucia se llenaron de lágrimas—. No es sólo dolor. Me siento muy culpable.


Paula al fin se levantó y le ofreció un pañuelo de papel a la otra. Apoyó la cadera en la mesa en una postura casual.


—Eso es normal. No te atormentes mucho. Cada uno lidiamos con la pérdida de un modo distinto; el tuyo es éste.


Lucia se sonó la nariz.


—Pero Kevin está muy enfadado conmigo. A veces se pone triste y lloramos y hablamos, pero luego se mete conmigo por cualquier tontería —su estallido de lágrimas terminó en un hipido—. Dice que deberíamos tener otro.


Paula mantuvo el rostro inexpresivo. Eran dos chicos que acababan de salir de la adolescencia, no habían superado aún la pérdida, ¿y ya querían meterse en otro embarazo?


—¿Tú quieres otro hijo? —preguntó.


—No lo sé. Quizá… si es lo que Kevin quiere.


—¿Y qué quieres tú? Creo que Kevin y tú deberíais hablar más.


—Ése es el problema, que ya no se sienta a hablar conmigo como antes — Lucia miró el vientre voluminoso de Paula—. Quizá con otro niño volvería a hacerme caso.


—Lucia, Kevin y tú tenéis problemas que necesitáis resolver antes de buscar otro embarazo. ¿Crees que querría venir a hablar conmigo?


—No lo sé —Lucia se encogió de hombros—. Puedo preguntárselo.


—Si no quiere conmigo, puedo darte el nombre de algún psicólogo masculino.


—De acuerdo.


Sonó el teléfono y Paula se inclinó para ver el número que llamaba. Era un mensaje que estaba esperando. Sonrió a Lucia. Pasaban ya cinco minutos de su hora con ella.


—Tengo que contestar. ¿Estás bien?


La joven asintió.


—Sí.


Paula le dijo que pasara por el baño para lavarse antes de salir hacia el autobús.


—Nos vemos la semana que viene, ¿de acuerdo?


—De acuerdo. Adiós, doctora Chaves.


Cuando se cerró la puerta, Paula levantó el auricular.


—¿Sí?


—Aquí Andrew Washburn. ¿Dijo usted que estaba preocupada por la confidencialidad de su embarazo?


En persona era un hombre de rostro enrojecido y voz fuerte, cuyo pelo y bigote blanco le recordaba al coronel Mustard de su juego infantil del Cluedo. Pero por teléfono mostraba una mezcla de sorpresa y preocupación que casi hacía que sonara como una figura paterna.


—Me gusta que vaya directo al grano —Paula sacó la nota arrugada del bolsillo del abrigo y la alisó en la mesa—. Esta mañana he recibido un mensaje de alguien que se hace llamar «Papá». Básicamente dice que mi niño es suyo y piensa quitármelo.


La respuesta del doctor Washburn fue una carcajada sardónica.


—Eso es ridículo. Nuestros donantes son completamente anónimos y nunca se les informa de cuándo ni con quién se ha usado su esperma. Su relación con nosotros termina en cuanto han hecho la donación.


Paula suspiró.


—Alguien cree saberlo, aunque no sea verdad. Y dice que quiere lo que es suyo.


—Le aseguro que la clínica no tiene nada que ver. Sólo unos cuantos empleados y yo tenemos acceso a los nombres de los donantes de esperma. Es imposible que ningún donante pudiera descubrir si era el padre de su niño.


Paula enrolló el cordón del teléfono en torno a su dedo.


—¿Está seguro?



—El nombre del donante no aparece en su ficha. Sólo su número. 93579.


—¿Y puede decirme quién es? —preguntó ella.


La risa de Washburn parecía esa vez más genuina.


—Eso sería traicionar la confidencialidad.


Paula no le veía la gracia a todo aquello.


—Mire, volveré a examinar la ficha del donante para ver si encuentro algo que pueda hacerme sospechar que haya podido tener alguna posibilidad de localizarla.


—¿Y qué sería lo que le haría sospechar? Usted me dijo que investigaban a todos los candidatos a donantes.


—Y lo hacemos. Pero quizá se crucen sus círculos sociales en algún punto que no hemos notado. Quizá usted ha comentado el número en algún sitio y él lo ha reconocido.


Círculos sociales, ¿eh? Eso implicaría una vida social. Y ella no la tenía.


—No lo creo, doctor Washburn. Sólo he comentado el número del donante con ustedes. Pero le agradeceré cualquier información que pueda darme.


—Revisaré la ficha y la llamaré mañana.


—Gracias.


Cuando colgó el teléfono, se sentía agotada.


El bebé se había colocado en una posición cómoda y se había quedado dormido. Pero Paula no podía permitirse rendirse al cansancio.


Tal vez la nota no fuera más que una broma estúpida de uno de sus estudiantes, pero no podía por menos de investigar todas las posibilidades.


El futuro de su hijita dependía de ello.




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