viernes, 8 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO 7





Paula se caló el gorro rojo brillante hasta las orejas y salió al frío. Aunque la temperatura de su cuerpo había aumentado en las últimas semanas de embarazo, ni eso ni su abrigo de lana podían nada contra el viento cortante que levantaba la nieve del suelo y lanzaba los pequeños copos helados contra su cara.


Después de su clase de aerobic en el agua y de cenar ensalada y colines en un restaurante italiano, se había dirigido a su piso en la parte suroeste de Kansas City.


Pero en lugar de entrar a ver la tele o leer, había regresado desde la puerta hasta el coche. No podía quitarse la impresión de que la estaban observando, la sensación de que había unos ojos que querían saber qué piso era el suyo.


A pesar de las protestas de su cuerpo agotado, se metió en el coche y volvió a la universidad. Allí por lo menos habría mucha más gente, estudiando en la biblioteca, en las clases nocturnas o en reuniones de departamentos.


Pero cuando el conserje de noche entró en su despacho para ver por qué había luz todavía, ella, que había pasado la velada corrigiendo exámenes, alegó que había perdido la noción del tiempo y comprendió que no tenía más remedio que ir a casa.


La universidad, tan ajetreada a las siete, estaba casi desierta a medianoche. El terrible frío había obligado a todo el mundo a buscar refugio.


A Paula le castañetearon los dientes y cruzó los brazos sobre el vientre para intentar conservar su calor corporal, pero cuando llegó al aparcamiento, de su boca salían nubes pequeñas de vapor que indicaban que la cabeza de la niña le apretaba el diafragma y le impedía respirar profundamente.


La niña también estaba colocada encima de su vejiga. Había ido al baño antes de salir del despacho, pero tenía la sensación de que necesitaba ir de nuevo. Apretó el paso y cruzó el espacio vacío hasta su coche.


Cuando vio la rueda de atrás, se detuvo en seco; La nieve se había agolpado en torno a las ruedas, pero la caída del coche en ese punto era inconfundible.



Tenía una rueda pinchada.


A medianoche. En invierno. Cuando estaba agotada y necesitaba ir al baño.


—¡Maldita sea!


Miró a su alrededor buscando opciones. Podía llamar a una grúa y pagar extra para que le recogieran el coche a esa hora. Tendría que volver al edificio o se congelaría allí.


O podía hacerse cargo de la situación personalmente.


Abrió el coche con determinación y lanzó su bolso dentro.


Cuando hubo sacado el gato y la rueda de repuesto, respiraba con fuerza. La niña pataleó para protestar por el ejercicio y la alcanzó debajo de una costilla, lo que la obligó a parar y apretarse el costado hasta que remitió el dolor.


Luego reanudó el trabajo, colocó el gato y subió el coche con toda la rapidez y eficacia que le permitían los dedos helados a pesar de los guantes.


Acababa de retirar la rueda pinchada cuando se dio cuenta de que no estaba sola. Tres figuras la observaban desde las sombras. Y entonces comprendió lo que ocurría y un escalofrío subió por su columna.


Aquello no era mala suerte, era una venganza.


Apretó la llave inglesa en la mano antes de incorporarse y volverse hacia Daniel Brown y sus dos corpulentos amigos.


—Doctora Chaves —la sonrisa de Daniel no tenía nada de sincera—. ¿Tiene problemas con el coche?


A Paula le dio fuerzas saber que Daniel necesitaba la ayuda de otros para meterle miedo.


—Supongo que han sido intencionados —repuso.


—No lo sé —Daniel tenía las mejillas muy rojas, como si acabara de salir de un edificio muy caliente. O peor. Como si hubiera estado bebiendo.


—¿Y te has parado aquí a ayudarme a cambiar la rueda? —preguntó Paula.


—A mí me parece que lo hace muy bien sola.


La mujer notó que uno de los chicos grandes se acercaba a la parte trasera del coche. Agitó la llave inglesa en el aire.


—No te muevas. Quiero que los tres os quedéis donde pueda veros.


Daniel hizo un mohín con los labios y adoptó una expresión dolida.


—Ya no estamos en su clase, doctora. No puede darnos órdenes.


Paula señaló a Lucio Arnold y Sergio Parrish, los dos chicos musculosos.


—A ellos no los he echado de clase. Eres tú el que ha plagiado el trabajo. Encontré una copia exacta en Internet.


Daniel la miró con rabia. Le apuntó con el dedo y avanzó unos pasos.


—Y usted no debería ser tan zorra —Paula sucumbió al pánico por un momento y retrocedió contra el coche—. No me extraña que el hombre que la preñó la haya dejado sola.


—¡Apártate de mí! —cuando el chico estuvo a su alcance, 


Paula lo golpeó con la llave inglesa en mitad del plexo solar.


Daniel se sujetó el estómago, se dobló y tosió. Paula lo empujó hacia atrás.


—No te acerques a mí —dijo—. Llamaré a la policía ahora mismo.


—¿Con qué? —la tos de Daniel terminó en una carcajada y se enderezó.


Paula miró por encima de su hombro. Distraída por el avance de Daniel, no se había dado cuenta de que Lucio había dado la vuelta al coche y tenía ahora en la mano el bolso de ella, donde estaba el móvil.


El miedo se apoderó de Paula y eliminó por completo su seguridad en sí misma.


Daniel aprovechó la distracción para arrancarle la llave inglesa de la mano. Paula se llevó instintivamente las manos al vientre para protegerlo.


Daniel le puso la llave inglesa debajo de la barbilla.


—No quiero volver a su piojosa clase —dijo—. Sólo necesito que limpie mi historial para que pueda seguir en la universidad.


—Eso ya no depende de mí.


—Hágalo —el metal frío de la llave inglesa presionó su barbilla—. Hágalo o tendrá que afrontar algo peor que una rueda pinchada.


Paula sintió una rabia repentina.


—¿Cómo te atreves a amenazarme? Eres tú el que ha ido contra las normas y el que tiene que pagar las consecuencias.


—¡Es un… trabajo… estúpido! —gritó él con furia de borracho.


Paula se estremeció. ¿Qué había hecho? ¿Por qué había discutido? ¿Por qué no se había quedado en casa?


—Daniel, por favor… —estaba dispuesta a suplicar por el bien de su niña—. ¿Lucio? ¿Sergio?


—¿Hay algún problema, doctora?


Paula sintió que el corazón se le subía a la garganta y chocaba allí con su miedo. La voz baja y tranquila también sobresaltó a Daniel. Era una voz que no admitía discusiones, una voz que no mostraba ningún miedo.


Una voz que ella no olvidaría nunca.


Su caballero andante salió de las sombras al espacio iluminado por la farola. Pedro Alfonso. Con los vaqueros y la chaqueta negros, había resultado invisible en las sombras. 


Paula sabía que medía más de un metro noventa y los hombros anchos le sobresalían por los dos lados de la silla del pupitre. Pero cuando salió a la luz, con los puños apretados a los costados y los ojos azules oscurecidos por la rabia, parecía más grande y más duro que nunca.


La mujer se agarró el estómago, temerosa de confiar en el rescate que él prometía.


—Suelta esa llave, Daniel —dijo Pedro.


Daniel miró a Lucio y Sergio un momento.


—Somos tres, Alfonso. Y esto no es asunto tuyo.


—Sí lo es —repuso Pedro, sin inmutarse—. ¿Te vas a ir de aquí con la cara intacta o con la nariz sangrando? Tú eliges.





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