lunes, 6 de noviembre de 2017

HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 6





El sábado siguiente, Pedro aparcó en la puerta de Paula. 


Había tenido que hacer un montón de malabarismos para acoplar todas las reuniones y todo el trabajo en cinco días en lugar de seis. Esperaba que la visita, mereciera la pena de tanto esfuerzo.


No le sorprendió cuando ella salió al porche antes de que él llegara a los escalones.


—Pensé que te había dejado claro lo que pienso —dijo ella cruzándose de brazos beligerante.


Utilizaba las hostilidades como un escudo, pero el efecto quedaba totalmente apaciguado por el vestido blanco vaporoso que le llegaba a mitad de la pantorrilla y por su pelo. Sus rizos dorados brillaban al sol y pedían a gritos que las manos de un hombre los enredara aún más. Sus ojos azules brillaban con indignación haciendo que él deseara ver en ellos excitación,


«Tómatelo con calma. ¿No ves que te odia, imbécil patético?»


Dejó escapar un suspiro y se recordó que, aunque era un bombón, su atracción era ilógica e irrelevante. Así tenía que ser. Estaba allí para hablarle de la cuenta que había abierto para el niño. Cualquier otra cosa sería un conveniente.


Con los ojos sobre su presa, se amonestó a sí mismo; pero su autocontrol en todo lo concerniente a Paula era inexistente. Así se lo había demostrado a él mismo y a su hermano hacía cinco años.


—Todo está muy claro —le dijo, cerrando la puerta del coche lentamente—. No te gusto. No confías en mí. Y no me vas a perdonar. Y tengo que ganarme esas tres cosas. ¿Me falta algo? —se cruzó de brazos y se apoyó en el coche.


—Sí —Paula dio unos pasos hacia él—. Se te olvidó decirme a qué vienen estas visitas.


—¿Cómo puedo ganarme tu perdón, tu confianza, o tu buena voluntad si no nos vemos? Tengo que intentarlo; por el hijo de German.


Ella tomó aliento.


—No puedo creerme que estés interesado en un bebé, aunque sea el de tu hermano. Son ruidosos, exigentes, a menudo huelen mal y siempre están ahí. No puedes hacer que desaparezcan comprándoles joyas cuando resulten inconvenientes.


Pedro sintió que se le encendían las mejillas. Así que Laura también le había contado aquello.


—Nunca pensé hacer algo así. Y una vez más: sólo quiero ayudarte. Por favor, créeme cuando dije lo que dije estaba furioso y desconcertado. No quiero quitarte al niño. Y tampoco quiero que lo sepa mi familia. Yo soy el único que conoce tu embarazo. Sólo te pido que aceptes un cheque mensual de una cuenta que he abierto para él. Quería a mi hermano y quiero que su hijo tenga todo lo necesario. ¿Es eso tan difícil de aceptar?


—No —dijo ella pensativa—. Pero me gustaría saber qué entiendes por necesario. 


Él la miró pensativo.


—Creo que el niño debería tener una buena educación en un buen colegio. Después, debería ir a la universidad; a la mejor a ser posible. Luego, ya estará preparado para trabajar y ganar mucho dinero.


—La educación es importante. Estoy de acuerdo —dijo ella mirándolo—. ¿Pero quién decide cuál es el mejor colegio para un niño? ¿Y en función de qué?


—Los padres son los que deciden.


—Mi hermana y yo fuimos a una escuela pública porque mis tíos querían guardar el dinero de nuestros padres para que fuéramos a la universidad.


—Una decisión inteligente.


—Después del instituto, mi hermana se decidió por la Universidad de Pensilvania. Quería ir a la ciudad. Sin embargo, yo preferí quedarme aquí. ¿Has oído hablar de nuestra universidad?


Él meneó la cabeza.


—Es buena. Pequeña. Tranquila. Perfecta para mí. Tomamos esas decisiones juntas. Éramos gemelas y cada una hizo una elección diferente.


Aunque habían sido iguales en muchos aspectos. Por ejemplo en sus sentimientos hacia el matrimonio y la familia. Sin embargo, a Laura le encantaba el bullicio de la ciudad y Paula era una chica de campo.


—¿Y qué significa eso?


—Que lo que es bueno en unas circunstancias, no lo es en otras. Sé que piensas que el dinero es un factor decisivo; pero no lo es. Por ejemplo, German dejó una carrera muy exitosa y decidió montar su propio negocio para poder pasar más tiempo con Laura. Y ella se cambió a una empresa más pequeña para tener más tiempo libre. Eran felices. Yo voy a montar mi negocio —continuó ella señalando al granero—. Voy a convertir ese granero en la tienda de antigüedades de la que te hablé. Y voy a quedarme aquí donde soy feliz y a criar aquí a mi hijo. Quizás no me haga rica, pero tendré éxito porque me levantaré feliz cada mañana.


Paula lo estaba mirando fijamente cuando él apartó los ojos de granero. Nunca la había visto tan entusiasmada. Aquello realmente le importaba.


—Siempre he considerado a German un hombre de mucho éxito —continuó ella— porque le gustaba lo que hacía y porque era feliz con mi hermana. Eso es el éxito, Pedro. Sin embargo, tu familia pensaba que era un fracasado. ¿Y tú, Pedro? ¿Eres feliz?


¿Feliz? Pedro se quedó mirándola; aquella vez no tenía respuesta. Aparentemente, la felicidad era un concepto al que no estaba acostumbrado. Aunque infeliz tampoco era. 


Se encogió de hombros.


—Me imagino que la felicidad es una de las medidas para el éxito — aventuró él. 


Paula meneó la cabeza.


—No. Para mí, es la única medida. Por eso no quiero tu dinero. Si acepto aunque sólo sea un céntimo, pensarás que tienes derecho a decirme cómo debo educar a mi hijo. Sé que German tuvo una infancia desgraciada. No sé lo que tú sentirás al respecto; pero a mí eso me duele mucho.


Pedro no pensaba hablarle de sus sentimientos. Ya tenía demasiado poder sobre él; aunque ella no se diera cuenta.


Hasta le costaba pensar en su presencia.


Siempre había dicho que si hubiera sabido lo inexperta que era la noche que casi la seduce, nunca la habría tocado. Se había consolado con eso durante años. Pero ahora no estaba tan seguro. Y aquella conclusión le daba miedo porque significaba que no se conocía a sí mismo.


Estaba a punto de asegurarle a Paula que lo único que quería era que aceptara su dinero; pero enseguida se dio cuenta de que eso nunca sería suficiente. Aunque él no era muy paternal, no podía alejarse de la vida de aquel niño.


Pero no podía formar parte de su vida sin la cooperación de ella. Y ella lo odiaba, lo cual significaba que tenía que trazar un plan. Hacerla cambiar de opinión. Y él no era una persona a la que se le dieran mal las mujeres.


—¿Al menos pensarás lo de la cuenta bancaria?


—¿No te das cuenta de que no es el dinero, Pedro? Es de donde proviene; no quiero pasarme los próximos dieciocho o veinte años peleándome contigo sobre la educación de mi hijo.




HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 5




Paula abrió la puerta para recoger el periódico y no se pudo creer lo que veían sus ojos. En los escalones del porche debía haber unas veinte bolsas de supermercado y una pequeña bolsa de regalo. Fue a ver de qué se trataba llena de sorpresa.


Las bolsas estaban llenas sólo a medias. Como si alguien lo hubiera hecho adrede para que ella no cargara demasiado peso. Aquello significaba que quien quiera que las hubiera dejado allí sabía lo del bebé. No podían ser ni Izaak ni Margarita, ni nadie de la comunidad de Amish. Ellos llevaban la comida en cestas y nunca las hubieran dejado ahí fuera.


¡Tenía que haber sido Pedro!


Pedro.


¿Es que no había entendido lo que le había dicho?


Pensó dejarlo todo allí para que se pudriera al sol. Después, vio que de la bolsa de regalo salía algo marrón y no pudo resistir la tentación. Los peluches eran una de sus debilidades.


Sacó el peluche de la bolsa. Quizá podía ignorar la mirada en los ojos grises de Pedro; pero no la de los ojos dorados del osito.


Intentó convencerse de que al meter la compra en la cocina sólo había sido práctica. Después de todo, no podía dejar que aquella comida se estropeara en el porche. Además, hacer la compra implicaba mucho trabajo y ella estaba muy ocupada poniendo en marcha el negocio.


Ahora, sentada en la mesa de la cocina, reparando un libro antiguo de decoración, tuvo que admitir que aquel gesto le había conmovido. Sin embargo, no podía pensar en otra cosa y, al final, acabó sintiéndose molesta.


—Un leopardo no cambia en unas cuantas horas. A mí no me vas a engañar, Pedro Alfonso —declaró y fue a buscar el oso para meterlo de nuevo en la bolsa. Pero entonces, dentro de la bolsa vio un sobre que no había visto antes.


—Querida Paula —leyó en voz alta—. Te vuelvo a pedir disculpas por las cosas que te dije. No quiero entrometerme en tu vida, pero, como el hijo que llevas es de mi hermano, no puedo apartarme por completo. Volveré el próximo fin de semana para continuar con nuestra conversación. Por favor, cuídate. P.P.A.


—¿Qué significa la «P»? ¿Patético? Si vuelve a aparecer por aquí le diré a Antonio que lo eche del condado —murmuró ella apretando los dientes.


HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 4




Pedro estaba dispuesto a marcharse. Pero sólo de momento, hasta que encontrara otra manera de acercarse a ella. No quería amenazarla y tampoco asustarla.


Pero tenía que hacer algo. No podía dejar que las cosas quedaran así. Quizás había sido un abogado durante demasiado tiempo. Quizás, como Paula le había dicho, había sido un Alfonso demasiado tiempo.


—Siento haberte asustado. Sólo vine aquí a ofrecerte mi ayuda. German se gastó hasta el último céntimo en montar su empresa, pero aún debe quedar algo. Me mantendré en contacto contigo —dejó escapar un suspiro y se puso de pie buscando las palabras apropiadas para despedirse de una manera neutral—. Mientras tanto, cuídate hasta que volvamos a vernos.


Dio media vuelta y se marchó. Antes de subirse al coche, volvió a mirarla. Parecía la heroína de una película antigua. 


Ahí sentada en una mecedora, en el porche de una casa desvencijada, con la brisa meciendo su pelo suave y dorado.


Era demasiado hermosa para describirla con palabras.


Pedro arrancó el coche haciendo un esfuerzo por concentrarse en lo que estaba haciendo. Cuando volvió a la carretera principal, recordó que había visto un centro comercial con un gran supermercado. Todo el mundo necesitaba comida, pensó.


¿Y cuál era el viejo dicho? Ahora ella tenía que comer por dos. Si le compraba comida, ayudaría al bebé y también la ayudaría a ella porque no tendría que gastarse el dinero.


Durmió en un motel en la carretera y, por la mañana temprano, entró en un supermercado por primera vez en muchos años. Normalmente, el ama de llaves era la que hacía ese trabajo y mantenía los armarios llenos. Recorrió los pasillos, echando al carrito todo lo que le parecía saludable o útil. Pronto lo llenó, pero había dejado el pasillo más importante para el final. El pasillo de cosas para bebés. 


Fue para allá para recordarse por qué estaba allí. Entonces, un oso de peluche le llamó la atención. Lo agarró y decidió que debía ser demasiado temprano para pensar con claridad: podría haber jurado que la mirada de peluche suplicaba un hogar. Lo devolvió a la estantería; pero no pudo alejarse de él. Recordó que su hermano, en cuanto se había enterado de que el bebé estaba en camino, había empezado a comprar juguetes; él nunca lo habría dejado en el estante, así que lo echó al carro. También eligió una bolsa de regalo y una tarjeta y se dirigió a la salida.


Cuando volvió al coche, repleto de bolsas de comida, escribió una nota para decirle que volvería. Quería decirle algo más, cualquier cosa, ¿pero qué podía decirle para arreglar el lío que había armado el día anterior?


No quería tener que enfrentarse a ella por eso los últimos metros los hizo con el motor apagado. Rápidamente dejó las bolsas en el porche y volvió al coche. Lo arrancó y se marchó antes de que ella pudiera mandar al sheriff tras sus pasos. Cuanto más lejos, mejor.



Sin embargo, cuanto más se alejaba, más pensaba en ella. 


No podía dejarla sola con aquel niño. Especialmente, porque era el hijo de su hermano y, además, su actitud generosa era la que la había metido en aquel lío. Tenía que lograr que aceptara su ayuda.


Ella no quería atarse a su familia y eso podía entenderlo.


Sus padres, tíos y primos habían tratado a German y a Laura con desdén.


Y Laura que, después que haber perdido a sus padres necesitaba el calor familiar, había sufrido mucho con ese desprecio. No le extrañaba que Paula quisiera proteger a su hijo de su familia.


Además, tenía que admitir que él pensaba lo mismo. Por eso no les había dicho nada a sus padres del hijo que había concebido Paula de Gary justo un mes antes de su muerte.




domingo, 5 de noviembre de 2017

HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 3




UNA hora después de que Pedro se hubiera ido, Paula oyó la campanilla de un caballo y el traqueteo de la carreta de Izaak Abranson. Dejó el molinillo de café antiguo que había bajado del desván y caminó hacia el porche; ya lo prepararía más tarde.


Saludó a su amigo con la mano.


—Buenos días, Pau —dijo Izaak—. Hoy tengo un poco de tiempo libre y he venido a ver el granero.


Paula bajó los escalones y caminó hacia él. Izaak llevaba los mismos pantalones negros y la misma camisa de siempre.


—¿Entonces os parece bien? —dejó escapar un suspiro pensando que al menos aquello se iba a solucionar.


Izaak asintió.


—Margarita habló con sus padres y les explicó lo del bebé. Nos permiten que sigamos siendo amigos y que trabajemos contigo en tu tienda. No les gusta lo que hace la ciencia, pero han comprendido que no eres una inmoral.


Paula dejó escapar un suspiro de alivio. Tenía miedo de cómo reaccionarían los padres de sus amigos al saber que iba a ser madre soltera.


—Me gustaría que el granero estuviera listo antes de que naciera el bebé.


Izaak dejó escapar un suspiro y meneó la cabeza.


—No deberías tener que mantenerte tú. Ese bebé debería tener un padre que cuidara de él.


—Izaak, sé que Margarita te explicó que era de Laura y German y que yo sería su tía.


Paula conocía a Izaak Abranson desde que era pequeña. La granja de los padres de él lindaba con la de su tío y, mientras había sido un joven guapo y apuesto y la había paseado en su carro, había sido el objeto de sus sueños. Cuando se casó, Paula había sentido una pequeña decepción. 


Después de todo, le había prometido esperar por ella. Pero el corazón de una niña de cinco años se curaba rápidamente con unos cuantos abrazos por parte de Margarita.


Izaak dejó escapar un suspiro.


—Sí, ya sé cómo era. Pero ya no va a ser el bebé de Laura y el padre tampoco estará aquí.


Paula sabía que estaba preocupado y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.


—No. Ninguno de los dos está aquí ya.


Izaak meneó la cabeza.


—He hecho que te pongas triste. Vamos a ver el granero que quieres convertir en tienda.


—Funcionará muy bien, ya lo verás —dijo ella, haciendo un esfuerzo por animarse—. Margarita, tú y yo.


Ella sabía de antigüedades y llevaba coleccionándolas mucho tiempo. También tenía el sitio: un viejo granero. Y madera: la de los otros graneros. Izaak Abranson sabía cómo convertir esa madera en unos muebles preciosos.


Los muebles de madera hechos a mano estaban de moda y Paula e Izaak iban a dedicarse a ello. Y las colchas de Margarita eran simplemente maravillosas. No serían ricos, pero podrían vivir de ello.


Y eso era lo que ella le iba a dar a su hijo. No necesitaba a Pedro Alfonso y sus amenazas.


Casi se había caído redonda cuando lo había visto en el porche, pero logró hacer acopio de valor para enfrentarse a uno de los Alfonso. Haría lo mismo en un juicio si llegara el caso.


No podía creerse el valor que había tenido al decirle que se marchara. Le había costado muy poco y todo había salido muy bien: él se había marchado, con el rabo entre las piernas.


Se había ido, pero ella no lo había olvidado, le dijo una pequeña voz interior, De acuerdo. Le había hecho daño en una ocasión. Podía admitirlo. Ella lo había visto como un príncipe azul sobre un caballo blanco. Se había visto envuelta por los deseos de cuentos de hadas de su hermana. Y se había portado como una tonta.


Laura le había estado hablando maravillas del hermano pequeño de German durante semanas. Era divertido, amable, guapo y muy, muy rico. Se suponía que era perfecto para ella. Y ella se lo había creído. Sobre todo cuando la había recibido con sonrisas y abrazos, haciendo que se sintiera parte de la familia. Y más guapo de lo que ella se hubiera podido imaginar.


Laura y ella iban vestidas iguales por primera vez desde que sus padres murieron. Laura le había comprado ropa, la había llevado a la peluquería y le había regalado maquillaje. La idea había sido de German. Él quería engañar a sus padres, que pensaban que Laura era rica y no una niña pobre del sur de Maryland. Le había asegurado a Paula que para sus padres la procedencia era muy importante.


Paula se había encontrado rara con aquella ropa tan sofisticada. Y todo había salido mal. Laura y German se habían equivocado al ocultar la verdad. Y ella también, al pretender que era otra persona. Se habían equivocado al dejarse llevar por la emoción del juego y olvidarse de que algunos juegos eran peligrosos.


Paula meneó la cabeza para alejar aquellos recuerdos. 


¿Qué estaba haciendo pensando en aquel episodio humillante?


Hacía mucho tiempo y ahora era mucho mayor y mucho más inteligente. Tenía que pensar en el futuro. Y mientras Izaak y ella planeaban las reformas, un futuro prometedor se presentaba ante sus ojos.


Paula estaba en el columpio del viejo castaño. Disfrutando de la brisa del atardecer.


El estómago le crujió y le recordó que era la hora de cenar. 


También le recordó que esa mañana había sentido al bebé por primera vez. Su primera reacción había sido llamar a su hermana, pero entonces recordó que estaba sola.


Completamente sola con toda la responsabilidad de traer una vida preciosa al mundo.


Esa mañana ya había tenido la tentación de llamar a Antonio y decirle que había cambiado de opinión. Casarse con un amigo era mejor que seguir sola. Pero no lo habla llamado. 


Un hombre bueno y generoso como Antonio se merecía a una mujer que lo amara. Ella ya sabía lo que era el amor y su amigo no se merecía menos.


Era curioso que, unas horas más tarde, Pedro, el hombre que le había enseñado tanto sobre los sentimientos, hubiera aparecido en su vida para enseñarle otra verdad. Al amenazarla con llevarse al bebé se había dado cuenta de cuánto lo quería.


Menos mal, que al final el día iba a terminar bien. Izaak con sus hermanos y sus primos convertirían el granero que estaba más cerca de la carretera en una tienda y desmantelaría los otros para conseguir madera.


El sonido de un coche le llamó la atención. Dio la vuelta a la casa y al llegar al porche se quedó petrificada. Parecía que el día no iba a acabar tan bien con había pensado.


Allí estaba Pedro Alfonso.


Paula caminó a su encuentro.


—¿No me creíste cuando te dije que llamaría al sheriff?


—No es eso. Quería hablar las cosas contigo de una manera más amistosa.


—No tenemos nada de lo que hablar.


—Lo siento. Es por mi culpa; hablé demasiado. Todo esto me pilló por sorpresa —dijo él señalando hacia la casa y los otros edificios medio derruidos—. Tienes que admitir que esto es bastante diferente al mundo en el que yo crecí.


Paula miró a su alrededor e intentó verlo todo desde su punto de vista.


Su casa, sin pintar y con los cierres de las ventanas rotos, tenía un aspecto bastante deplorable. Entonces, entendió lo que él debía pensar; pero aquello no era una excusa para amenazarla con quitarle a su hijo.


—Ésta es mi casa. Será la casa de mi hijo. Esto no es Filadelfia. Esto es St. Marys County, Maryland, donde hay mucha gente pobre. Ningún juez va a quitarme a mi hijo porque mi casa necesite una mano de pintura y algunas reparaciones.


—Yo tampoco —dijo él rápidamente—. Siento haberte dicho eso. No había salido a la carretera cuando me di cuenta de mi error. No he venido hasta aquí para amenazarte ni para hacer que te sintieras mal, Paula. He venido a que me des algunas respuestas. Y para ofrecerte ayuda. Ahora que veo tu situación creo que puedes necesitarla.


Pero a ella no la convencía tan fácilmente. Ninguna madre se tomaría ese tipo de amenaza a la ligera, especialmente teniendo en cuenta las cosas que sabía de su familia.


Pero ése no era el motivo por el que le temblaban las piernas y el corazón te retumbaba en el pecho.


Era por él.


Paula no sabía por qué su cercanía la afectaba tanto. Ahora estaba enfadada, pero sentía lo mismo que hacía cinco años cuando lo único que había deseado era sentir sus labios y sus manos sobre ella.


No quería decirle que se marchara y ponerlo en contra de ella y, como necesitaba sentarse, le hizo una señal hacia las mecedoras del porche.


—No quiero tu ayuda, pero voy a darte las respuestas que quieras.


Subió los escalones y tomó asiento.


Pedro la siguió y se sentó enfrente de ella. Se echó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas, y entrelazó los dedos de sus manos finas. Era un hombre increíblemente atractivo.


—Necesito saber por qué me mentiste.


Paula se echó para atrás en el asiento y se cruzó de brazos.


—Te lo dije. No te mentí. Me marché porque no quería hablar con tu familia.


—No me refiero a eso. Estoy hablando de hace cinco años. Casi rompiste mi relación con mi hermano.


Ella pudo sentir su enfado. ¿De verdad había hecho eso? No había sido su intención.


—Nunca te mentí.


—¿Cómo que no? Tú no eres aquella persona. Tú eres la verdadera Paula. La persona a la que yo conocí era sofisticada y nunca se hubiera disgustado porque yo sólo pudiera ofrecerle una noche. No se hubiera sentido dolida porque aquellos momentos robados en la casa de la piscina no indicaran una relación para siempre. La persona a la que yo conocí vivía en el mundo real; no en la parte de atrás con mecedoras y graneros. Era una diseñadora. Tenía planes para abrir una tienda de antigüedades. Era glamorosa y cosmopolita. Aquélla no eras tú.


Paula se dio cuenta por primera vez de que a Pedro también lo había afectado aquella noche.


«Menudo lío preparamos...», pensó ella


—Laura y German decidieron vestirme así. No hubiera sido necesario si a tu familia no le importaran tanto las apariencias y las cuentas bancarias. German no quería que menospreciaran a su mujer por eso se le ocurrió toda aquella charada. Ya había sufrido demasiado.


Pedro se echó para atrás en la silla, asimilando sus palabras, pensando en ella.


—Entiendo por qué lo hicisteis. Son mis padres y los conozco muy bien. Pero German me mintió. Después se puso furioso conmigo por tratarte como la persona que habíais inventado sin molestarse en explicarme que habíais estado jugando a los disfraces.


Ella podía ver el dolor en sus ojos grises.


—Lo que no entiendo —continuó él— es por qué no me lo dijo. Nosotros no teníamos secretos. Yo soy la única persona a la que le contó lo del bebé.


Paula se estremeció en la silla.


—German me dijo que siempre teníais que ocultarles cosas a vuestros padres. Quería evitar que tuvieras que ocultarle esto también. Así era German. Su compromiso con Laura era para toda la vida; si te lo hubiera dicho, te habría obligado a mantener ese secreto todo ese tiempo —dejó escapar un suspiro—. Habíamos planeado todo. Después del nacimiento del bebé, yo diría que me mudaba a una granja que había heredado de un familiar porque me gustaba aquella zona.


—Nunca te habría tocado si hubiera sabido la verdad. Ojalá me lo hubieras dicho.


—Bueno, yo opino lo mismo. Ojalá no me hubieras tocado —soltó ella. Todavía le dolía recordar su imagen en los brazos de otra mujer cuando aún no habían pasado veinticuatro horas desde que había estado con ella.


—No quise hacerte daño —dijo él con calma.


Ella vio en sus ojos que decía la verdad,


—No seas tan engreído. Me puse furiosa, eso es todo —mintió ella.


—Tampoco quise hacer eso —dijo Pedro con solemnidad—. Pero sé que te hice daño. Vi tus lágrimas antes de que te dieras la vuelta. Además German me dijo unas cuantas cosas al respecto —dijo con una sonrisa triste—. Lo siento, debería haber sabido la verdad.


—¿Qué importa la ropa? No creas que soy un ratón de campo solamente porque le doy importancia a la intimidad.


Él asintió.


—Bien. Creo que, considerando las circunstancias actuales, es hora de que enterremos nuestras hachas de guerra.


Ella esperaba no volver a verlo nunca así que no le importaba. Además, prefería que no se marchara siendo su enemigo. Por eso asintió.


Pedro suspiró, claramente aliviado.


—Ahora, sobre la ayuda...


Paula se puso de pie.


—No quiero tu dinero. El dinero viene con ataduras y condiciones y no quiero nada con tu familia.


—Yo no he dicho nada de ataduras ni de condiciones —dijo con suavidad—. Sólo quiero ofrecerte mi ayuda.


—La caridad también tiene sus condiciones, Pedro. Pero hay otras cosas sobre el dinero que no creo que entiendas. El dinero no lo arregla todo en la vida, no compra la confianza ni tampoco hace que se olviden las amenazas. Acepto tus disculpas por la forma en la que me trataste en la boda porque creo que han sido sinceras, pero todavía no he olvidado la amenaza sobre mi hijo. Y no lo haré, el dinero no compra el perdón.