jueves, 7 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 20




A las dos de la mañana, seguía completamente despierta. 


Había oído a Pedro entrar en su habitación hacía una hora y la casa estaba en silencio. No podía soportar seguir en aquella casa con él ni un minuto más.


Tenía que irse de allí. En ese mismo instante.


Estaba sentada en la cama, en vaqueros y camiseta, como llevaba varias horas, y miró el pequeño puñado de posesiones que había metido en una bolsa de plástico. Era patético. Se sentía como una refugiada.


Intentó pensar con claridad. Pedro estaba dormido. No la oiría si se iba en silencio. Las llaves estaban en la ranchera se había fijado que las había dejado puestas. Conduciría de vuelta a Kuala Lumpur, buscaría un hotel y llamaría a Nazirah. Nazirah se pondría en contacto con su padre para conseguir su pasaporte y su bolso y se lo llevaría al hotel. 


Sería muy sencillo.


Salió de la habitación sin hacer ruido y bajó las escaleras de madera. Se sentó en el coche lista para arrancar cuando sintió una oleada de pánico. Todo estaba oscuro a su alrededor. Ni señales de tráfico ni luces para ayudarla. 


Bueno, ¿y qué podía ir mal? Sólo tendría que seguir el camino durante veinte minutos hasta el pueblo y después la carretera.


Conteniendo el aliento, arrancó el motor. Hizo un ruido horrible en medio del silencio de la noche. ¿Y si Pedro se despertaba?


Bueno, ¿y qué? No podría detenerla.


Condujo despacio sin ver encenderse ninguna luz en la casa. Exhaló un suspiro de alivio, pero seguía sintiendo una gran tensión. Apretó el volante con fuerza mientras maniobraba por el irregular camino. Intentó relajarse. Al día siguiente por la tarde estaría metida en un avión fuera del país. Podía aferrarse a aquella imagen.


Media hora más tarde todavía no había llegado al pueblo.


¿Dónde estaba el pueblo? ¿No debería haber llegado ya? 


Sus ojos se fijaron en el indicador de gasolina y el estómago le dio un vuelco. Estaba en la reserva, pero todavía quedaba algo. Bueno, probablemente le alcanzaría para llegar al complejo Paraíso y allí tendrían un surtidor. Quizá hubiera uno antes siquiera de llegar. Todavía le quedaba un poco del dinero que le había prestado Pedro para hacer sus compras.


Un poco más tarde echó un vistazo de nuevo al reloj. Habían pasado cuarenta minutos desde que se había ido de la casa. 


Sintió una opresión en el pecho de aprensión. Escudriñó en la oscuridad. Nada. El camino parecía aún más estrecho de lo que recordaba. Quizá porque fuera de noche y la jungla parecía más opresiva.


¿Se lo estaba imaginando o sus focos ya no brillaban tanto como deberían? Avanzó despacio por el agreste camino y pronto comprendió con horror que las luces eran cada vez más tenues. Comprendió también que el Toyota apenas se movía cuando apretaba el acelerador. El indicador de gasolina seguía diciendo que iba baja, pero todavía no se había quedado a cero.


Algo iba mal con el coche.


Rezó en silencio por llegar pronto al pueblo. No podría habérselo pasado, ¿verdad?


Las luces eran ahora muy débiles y la jungla que la rodeaba cada vez más oscura. El camino era apenas visible y el coche casi no avanzaba.


De hecho, se estaba parando.




UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 19




Paula desayunó sola a la mañana siguiente. Pedro estaba en el despacho escribiendo. Entró en la cocina un poco más tarde mientras ella estaba sirviéndose la segunda taza de café y le dio los buenos días con educación, mirándola sólo un segundo. Se sirvió también una taza de café y salió sin decir una palabra más.


Paula sintió deseos de salir corriendo de allí. Se sentía atrapada e impotente, lo que la enfurecía. ¿Cómo se atrevía el destino a hacerle eso a ella, la independiente y auto suficiente Paula Chaves?


Se fue de la cocina, buscó papel, bolígrafo y material de investigación y se fue a la terraza a escribir.


No hubo señales de Pedro durante la comida y no lo vio hasta la hora de la cena. La tensión en la mesa era tan densa como el humo. Él apenas dijo una sola palabra y ella no hizo ningún esfuerzo por mantener una conversación. Le costó hasta tragar la comida, pero hizo el esfuerzo por no ofender a Ramyah.


Después de servirles el café, Ramyah les dio las buenas noches y se retiró a su habitación.


—Hay algo que quiero preguntarte —dijo Pedro con una voz baja y contenida.


—¿Qué es?


Los ojos de Pedro estaban nublados y eran indescifrables.


—¿Qué es lo que fue mal? Nunca entendí que fue lo que salió mal.


A Paula se le desbocó el corazón. Le costaba respirar. Sabía lo que la estaba preguntando y la ansiedad la atenazó con renovada intensidad.


—Fue… sólo… que… que ya no funcionaba.


El apretó con fuerza la taza de café.


—¿Qué tipo de respuesta es esa? ¿Por qué no funcionaba?


—¡Porque ya no estábamos nunca juntos! —explotó ella con la voz temblorosa—. No se puede mantener un matrimonio si una pareja no se ve.


Él apretó la mandíbula.


—Lo habíamos planeado para poder vernos. De hecho funcionó bien el primer año o así. Hasta que ya no estabas en casa nunca.


Paula sintió que le temblaban las piernas bajo la mesa y apretó las rodillas juntas.


—¡Estuve allí muchas veces!


—Pero no cuando estaba yo —dijo Pedro con la voz fría como el hielo—. No a partir del primer año más o menos. Algo sucedió… algo cambió.


Algo había cambiado. En su mente, en su percepción. Lo que le había parecido tan bien al principio había empezado a parecer diferente. De repente la asaltó la rabia y las ganas de descargarse con él por todo el dolor que le había causado.


Lo miró apretando las manos en su regazo.


—A ti te parecía bien trabajar durante semanas y semanas —lo acusó con amargura—. Pero, ¿no me podía ir yo? ¿Se suponía que debía quedarme en casa para cuando tú tuvieras tiempo para honrar a la vieja ama de casa con tu presencia? Y eso es lo que hice yo, durante el primer año, ¿o no? ¡Qué conveniente fui para ti!


Él apretó la mandíbula como el acero. Sus ojos eran tan fríos como el hielo.


—Eso no fue un arreglo que te impusiera yo —replicó él hablando despacio y de manera punzante—. ¡Fue un plan que hicimos juntos!


La furia de Pedro y la frialdad de sus ojos casi la asustaron. 


Sintió una campana de advertencia en la cabeza, pero no parecía ser capaz de detenerse.


—¡Pero cuando el plan ya no funcionó —siguió ella—, cuando yo ya no estaba en casa para servirte, te enfriaste conmigo y decidiste hacer otra cosa! ¡No te importaba si yo estaba en casa o no! ¡Te las arreglabas perfectamente sin mí! —Le tembló la voz—. Ya no necesitabas a una mujer.


Dejó de hablar, se sentía frágil, como si una mera brisa de aire pudiera romperla en mil pedazos.


Pedro arrastró la silla hacia atrás, su cara era una máscara de furia cuando la miró.


—Esta ha sido la diatriba más absurda que he escuchado nunca. ¡Puedes ahorrártela!


Se dio la vuelta de forma brusca como si ya no pudiera estar en su presencia ni un segundo más.


Y ella se quedó inmóvil en la silla con un doloroso vacío en el alma.



****


Ella nunca se había considerado como una esposa devota que sirviera a su marido; no hasta más tarde, cuando el miedo había creado una nueva imagen para suplantar a la antigua imagen de felicidad.


Había cocinado las comidas más espectaculares para los dos, decorado la casa con flores y velas, quemado incienso y perfumado el ambiente.


Muchas veces, ni siquiera habían tenido tiempo de llegar a la habitación para hacer el amor…


Lanzó un gemido. Le dolía tanto pensar en aquello, en las maravillosas, salvajes y apasionadas noches en las que todo había sido tan perfecto.


Pero hacía mucho que se había acabado y perdido para siempre y, sin embargo, todavía la acosaba. No conseguía apartar las imágenes. Bajó las manos e inspiró temblorosa. 


Se levantó despacio y se fue al pasillo para ir a su habitación.


Desde el despacho escuchó el rítmico sonido de las teclas. 


Él estaba trabajando otra vez, escribiendo su informe, escapando de ella. Inspiró con el estómago encogido pensando en las llamadas en mitad de la noche, en el teléfono sonando y sonando en su casa vacía de Washington.







UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 18




Paula se quedó sin aliento ante la mezcla de emociones que se arremolinaron en su pecho. Pedro había estado soñando con ella. No sabía qué decir, qué preguntar…


—Estabas hablando —dijo él—, pero no me acuerdo de nada de lo que decías. Eran sólo… sonidos. No sé, como una lengua extranjera, sólo que no lo era.


Ella apenas podía respirar.


—¿Qué estábamos haciendo? ¿Dónde estábamos?


—No estoy seguro —se frotó la frente—. No me puedo acordar de verdad… sólo… que no era ahora. Era… cuando todavía estábamos casados.


Cerró los ojos y apretó los párpados como intentando rescatar el sueño.


—Tú llevabas un vestido rojo.


—¿Un vestido rojo? Nunca uso nada rojo.


Le iba mal con el color berenjena del pelo. Él no dijo nada y siguió con los ojos cerrados. Paula se acercó sin darse cuenta a la cama.


—¿Dónde estábamos? —preguntó con suavidad—. ¿En casa?


—No, era un sitio extraño. Oscuro, frío… no lo sé.


Se estiró del todo y se pasó las dos manos por el pelo con frustración.


—Tú estabas muy… disgustada… enfadada. Me gustaría saber qué crimen horrible había cometido.


Ella tragó saliva.


—No era real.


—Pues a mí me pareció muy real.


Paula forzó una sonrisa.


—Bueno, ahora no estoy disgustada, así que no te preocupes —se apartó de la cama con las piernas temblorosas—. Iba a prepararme un té caliente. ¿Quieres que te prepare algo?


—Tomaré un café.


—Yo te lo haré.


Abandonó la habitación en silencio aliviada de apartarse del ambiente de incomodidad entre ellos.


Cuando el té y el café estuvieron preparados, Paula puso las tazas en la bandeja y la llevó al salón.


Pedro estaba en la terraza apoyado contra la barandilla y contemplando la oscura jungla de detrás del jardín


Le pasó la taza.


—Gracias. Siento haberte despertado. Debí hablar en sueños.


Sonaba calmado y bastante despierto.


—No te preocupes. Es interesante estar aquí fuera de noche. Parece tan misterioso.


La jungla parecía palpitar y vibrar de sonidos.


—Está tan… vivo. Todos esos animales y plantas manteniendo el ecosistema. Es tan… maravilloso, ¿no crees?


—Sí.


Paula lo miró de soslayo. La cara de él era de diversión y tenía los labios arqueados en una media sonrisa.


—¿Qué es lo que te resulta tan divertido?


—Oh, estaba recordando lo que te maravillaba que los brotes salieran del suelo.


—Eso también es fascinante, creo yo.


—Es siempre lo que me ha encantado de ti, tu entusiasmo por las cosas pequeñas —dijo en voz muy baja—. Me haces fijarme en cosas a las que nunca hubiera prestado atención.


—Solías burlarte de mí —dijo ella con suavidad sintiendo una dolorosa sensación de pérdida.


—Conseguías que mirara a las cosas de forma diferente —siguió él—. Me abriste un nuevo mundo.


Sus palabras la hicieron sentirse ligera, casi mareada. Cerró los ojos y tragó saliva.


—No sabía que pensaras eso.


Él se quedó en silencio por un momento.


—Recuerdo la primera vez que te conocí en la fiesta de tus padres. Allí estabas tú, tan elegante y preciosa con tu traje largo diciéndome que te encantaba ponerte tus botas de montaña e ir a buscar níscalos en primavera y lo deliciosos que estaban con una receta especial tuya —esbozó una sonrisa—. Y yo no tenía ni idea de lo que estabas diciendo.


—Ya me acuerdo.


Ella también sonrió.


—Y yo seguía mirándote con aquel vestido tan elegante y la copa de champán en la mano y no podía imaginarte en vaqueros y botas de montaña.


No le había costado mucho resolver el dilema, porque al mismo día siguiente, el domingo, los dos estaban en los bosques buscando níscalos.


Sentados en el musgo, él la había besado como ella ya había imaginado. Y las horas y minutos que habían llevado a aquel beso, habían sido de deliciosa anticipación.


Recuerdos, tantos recuerdos.


Un suave arrullo llegó desde algún sitio en el jardín. A Paula le temblaban las manos y posó la taza en la mesita que tenía detrás por miedo a que se le deslizara de los dedos.


Silencio. Pedro le sonrió con la cara débilmente iluminada por la luz de la luna. Paula volvió a ver el oscuro anhelo en aquella sonrisa y el corazón le dio un vuelco. Pedro alargó la mano y ella sintió sus manos abarcar su cara y al instante la estaba besando con labios cálidos y apremiantes.


Se le inflamó todo el cuerpo de ardor y todos sus sentidos despertaron a la vida. Los brazos de él la apretaron con más fuerza, su beso se hizo más profundo y Paula se empapó de las sensaciones familiares, deseo, ansia… mientras sentía su cuerpo contra el de ella inflamado de deseo. Un suave gemido escapó de la garganta de Pedro al apartarse de ella unos momentos más tarde.


—Ven a la cama conmigo —le susurró al oído con voz ronca y baja.


Ella estaba temblando entre sus brazos, consciente sólo que de los dos finos sarong que separaban sus cuerpos. No conseguía recuperar el habla.


Pedro deslizó los dedos por su pelo.


—¿Paula? —la apremió.


Ella tragó saliva con desesperación luchando contra el deseo.


—No puedo hacer esto.


—¿Por qué no?


—No… no está bien.


No sabía qué otra cosa decir, cómo explicar su miedo. «No puedo volver atrás», pensó.


Él se rió con suavidad.


—Los dos somos adultos sin compromisos. Nos conocemos bien. Estamos solos y nos necesitamos. ¿Es eso tan terrible, Paula?


Ella no podía hablar. Estaba intentando recuperar la cordura, luchando contra el terrible deseo que tiraba de ella.


—¿Me deseas, Paula? —preguntó él en un susurro.


—Sí —susurró ella.


No tenía sentido mentir. Él la conocía demasiado bien. La antigua magia todavía existía entre ellos, el mutuo encantamiento de los sentidos, la dulce intoxicación, los fuegos de la pasión. Su cuerpo todavía recordaba y reaccionaba ante el de él con familiar delicia.


Pero hacer el amor no era suficiente. No podía sustituir otros anhelos, otras necesidades.


Las lágrimas asomaron a sus ojos.


—No —dijo temblorosa—. No es suficiente. No puedo acostarme contigo sólo porque… porque me sienta bien. Sólo porque podría ser tan… tan conveniente —apretó los puños sintiendo una oleada de rabia ahogar el deseo al recordar aquel teléfono sonando en una habitación vacía—. ¡Olvídalo! Que me ahorquen si voy a ser sólo conveniente para alguien.


Sus palabras resonaron angustiadas en el silencio. Él no dijo nada pero dio un paso atrás como si no pudiera soportar de repente su cercanía.


—¿Qué diablos quieres, Paula? ¿Qué diablos has querido siempre? Yo te lo di todo. ¡Todo! ¡Y ni siquiera fue suficiente!


Se dio la vuelta de forma brusca y entró en la casa.


Ella estaba temblando con tal violencia que tenía miedo de moverse.


—¡Oh no, Pedro! —susurró en la oscuridad—. No me lo diste todo.






miércoles, 6 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 17




En la habitación marcó el número de su padre. Ninguna respuesta. Ni siquiera el ama de llaves u otro sirviente. Sintió una opresión en el pecho. ¿Dónde estaba su padre? Quizá hubiera salido a tomar una copa o a cenar. Era todavía pronto, seguramente no debería preocuparse.


Volvió a la terraza y se sentó.


—¿Has tenido suerte?


Ella sacudió la cabeza y alcanzó su copa. Le temblaban las manos. Pedro la observó con el ceño fruncido. Entonces le quitó el vaso de las manos y lo posó en la mesa antes de mirar a Ghita.


—Si nos disculpas…


Tomando a Paula de la mano, la ayudó a ponerse en pie mientras le retiraba la silla.


—Ven conmigo.


Sin soltarla de la mano, la condujo por las escaleras hasta el jardín en sombras, apartado de la terraza del restaurante.


—¿Qué es lo que pasa?


—Que no está en casa —le tembló la voz—. Estaba con el Ministro de Industria y Comercio esta tarde según me contó su secretaria, pero le esperaban pronto.


—Puede que haya salido a cenar. Son sólo las seis y media.


—Ya lo sé. No puedo evitar preocuparme. Me da miedo que le haya sucedido algo.


Cerró los ojos y dejó escapar un suspiro tembloroso sintiendo a la vez los brazos de él alrededor de su cuerpo atrayéndola contra sí.


Por un momento contuvo el aliento completamente inmóvil en su abrazo con la mejilla contra su hombro.


—¿Por qué estás haciendo esto? —le susurró al oído sin apartarse.


—No lo he pensado. Me salió de forma natural, supongo.


—Siempre has sabido abrazar muy bien —dijo ella con la voz un poco temblorosa.


—Y tú siempre has encajado a la perfección conmigo.


Era una locura. Sintió que el anhelo la envolvía. Aquello era sólo un abrazo de consuelo. Después de todo, Pedro era buena persona, un héroe que rescataba a doncellas aterrorizadas y les daba abrazos de consuelo.


Le costó toda su fuerza de voluntad separarse de su abrazo y su cuerpo y su corazón se resintieron, pero ganó su mente.


—Será mejor que volvamos a la mesa. Ghita va a preguntarse qué nos ha pasado.


—Ghita es una chica crecida. Encontrará a alguien con quien hablar.


Lo que resultó cierto. Estaba rodeada de gente en la mesa pidiendo ya bebidas.


Por suerte, la cena y la animada conversación distrajeron a Paula de sus preocupaciones. El aire era fragante y fresco y aquella deliciosa comida en la terraza era una delicia.


Cuando terminaron el primer plato, Paula se disculpó y volvió a intentar hablar con su padre. El teléfono sonó tres veces y entonces oyó la voz de su padre al oído.


Dio un respingo de alivio.


—¡Papá! Soy yo. He estado intentando llamarte todo el día. ¿Te encuentras bien?


—Por supuesto que estoy bien. Yo también he estado intentando localizarte pero parece que vuestro teléfono está estropeado.


—Lo rompió un niño. Te estoy llamando desde… un restaurante.


—Espero que ese pequeño viaje no te haya causa do muchos problemas. ¿Estás trabajando algo?


—Lo estoy intentando. Es un sitio estupendo para trabajar. Muy creativo. Si Pedro no estuviera aquí… Me altera la creatividad.


—Bueno, me alegro —hubo una vacilación en su voz—. Ya sé que es una situación violenta para ti, Paula, pero no se me ocurrió otra solución.


—Ya lo sé, papá. Estoy bien.


¿Qué podía decirle? ¿Que estaba al borde del colapso nervioso? ¿Que estar bajo el mismo techo que su ex marido se le hacía intolerable? No quería que su padre se preocupara por ella.


—Entonces, ¿cómo te las arreglas sin mí? —preguntó esperando darle alguna pista.


—Estoy bien y lo tengo todo bajo control. Tú sólo disfruta de tus vacaciones.


—¿Y cómo vas del catarro que tenías? —se sintió tonta hablando en código. Su padre no tenía nunca catarros—. ¿Estás mejor?


—Va un poco mejor, pero imagino que tardará un poco hasta que haya desaparecido de todo. Pero me estoy cuidando, así que no te preocupes.


—De acuerdo, papá.


Tragó saliva. Era evidente que la situación no estaba del todo solucionada, pero sólo habían pasado dos días y seguramente la policía todavía estaría trabajando en el asunto. No dudaba que su padre quería que siguiera donde estaba.


—Bueno, será mejor que vuelva a la mesa.


Se despidieron y Paula colgó. Nunca serviría para agente secreto o espía. Ni en cien años.


Cuando regresó ya estaban sirviendo los postres.


—Por fin le he localizado —dijo al sentarse al lado de Pedro—. Me ha dicho que todo estaba bajo control.


Pedro sonrió.


—Bien. ¿Te sientes mejor?


—Un poco. Tampoco me contó gran cosa.


La conversación alrededor de la mesa estaba en pleno auge y una hora más tarde, la gente se despidió.


La carretera de vuelta estaba oscura como la boca del lobo, pero a Pedro no le importaba en absoluto conducir por una carretera sinuosa en medio de la oscuridad.


—Cuando hablaste con tu padre, ¿te pareció que se encontraba bien?


—Creo que sí. Es difícil de asegurar. Me sentí como una idiota hablando en código pero él no dijo nada acerca de mi vuelta a la ciudad. Supongo que la policía estará trabajando en el caso.


—Sólo han pasado dos días.


—Ya lo sé.


Pedro la miró de soslayo.


—Y, para cambiar de tema, ¿de qué estabais hablando Ghita y tú? Supongo que no le habrás contado quién eras.


A Paula se le aceleró el pulso. A solas en la oscuridad con él en el coche, no se podía ocultar como en presencia de otros.


—No. Y supongo que ya habrás notado que está enamorada de ti. De hecho, me estaba advirtiendo que dejara el camino libre.


—Ya entiendo.


—Esta tarde, en la piscina, la oí hablar con una amiga acerca de tus encantos masculinos.


—Vaya, me siento halagado. ¿Te acercaste y las pusiste en su sitio?


—No, pero me sentí tentada, sobre todo después de que dijeran lo que le debía haber hecho al pobrecito el monstruo de su mujer.


En la oscuridad le sintió sonreír.


—Supongo que te costaría mantener la frialdad. ¿Cómo lo conseguiste?


—Me tiré a la piscina. El agua estaba divina.


—Muy inteligente —se rió—. Y después te encontraste a Ghita a la mesa conmigo y no pudiste resistir contarla que te había invitado a la casa, sugiriendo, sin duda, largas noches de arrebato y pasión.


A ella le dio un vuelco el corazón ante la imagen.


—Bueno, sí. Fue un poco adolescente, quizá. Si te he causado algún problema, lo siento.


—No lo sientes, pero no importa.


Ella sonrió en la oscuridad.


—¿La conoces desde hace tiempo?


—Desde que era una niña. Conocí a su familia cuando estuve de voluntario en el Cuerpo de Paz hace quince años.


Paula sintió un extraño vuelco en el estómago. Eso era más tiempo del que la conocía a ella. Bueno, ¿y qué importaba? Nada de nada. Se enderezó en su asiento.


—¿Y por qué no está casada todavía? Pensé que en las comunidades indias se arreglaban los matrimonios desde la infancia.


—Tradicionalmente sí, pero en Malasia ya no. Su padre lo intentó pero Ghita se niega a colaborar. Me dijo que había cometido el error de mandarla a Inglaterra para educarla. 
Eso la corrompió sin remedio, en su opinión.


—Lo que quiere decir que quiere casarse por amor y escoger ella a su propio marido.


—Exacto. Y todos sabemos la tasa de éxito de tales experimentos.


Su tono fue frío, como si estuviera hablando de negocios, pero Paula captó un leve tono de amargura.


El estómago se le contrajo y el interior del coche se cargó de una penosa sensación.


—Nunca había considerado nuestro matrimonio como un experimento —dijo ella a la defensiva.


Pedro se encogió de hombros.


—Tú me dijiste en una carta que lo nuestro ni siquiera había sido un matrimonio.


Paula se estaba clavando las uñas en las palmas. Se sentía como un manojo de nervios.


—Supongo que era más… un acuerdo.


—Ya entiendo —dijo él por fin después de un silencio doloroso.


A Paula se le aceleró el corazón. Le estaba sucediendo algo, algo que la asustaba.


—Un acuerdo conveniente para ti —se oyó decir—. Tú seguías haciendo tus viajes y cuando volvías a casa allí estaba yo muy conveniente para cocinar tus comidas y disponible en la cama.


De nuevo el silencio, vibrante, palpitante.


Pedro estaba mirando al frente. Irradiaba rabia por todos sus poros. Paula la podía sentir como un contacto físico. Retorció las manos en el regazo sintiendo como si no le quedara aire para respirar, como si la oscura jungla de fuera del coche se estuviera cerrando sobre ella. Miró sin ver por la ventanilla deseando estar a miles de millas de distancia.


—No creo —dijo él por fin—, que esto sea una conversación fructífera —su voz era fría de la contención y la furia—. No tengo ganas de discutir acerca de algo que está muerto y enterrado desde hace más de cuatro años.

Paula nunca le había oído hablar en aquel tono antes y sintió un escalofrío por la espalda. Tenía la boca seca y la lengua paralizada. Bueno, mejor. El silencio era la mejor respuesta.
Ninguno de los dos dijo una palabra más durante el resto del camino.


Cuando llegaron a la casa, Pedro se sirvió una copa de whisky.


—Creo que aquí debemos aclarar algunas cosas —dijo él—. ¿Quieres una copa?


Era lo primero que le había dicho.


Paula sacudió la cabeza. Lo único que quería era apartarse de él y de aquella tensión.


—Sólo quiero irme a la cama.


—Dentro de un momento. Primero, siéntate.


Él ignoró el comentario y dio un sorbo a su bebida.


—De acuerdo. Vamos a hacer un inventario de la situación. Tú y yo no estamos aquí por decisión propia, sino por las circunstancias. No sé cuánto tiempo tendrás que quedarte aquí. Quizá un par de días o…


—¿Una semana?


Él se encogió de hombros.


—O quizá más —se frotó la parte posterior del cuello—. Considerando nuestra pasada relación, esto desde luego no es un acuerdo que lleve a una vivencia armónica. No creas ni por un minuto que a mí me está resultando fácil —se detuvo vacilante y una sombra le surcó la cara—. Tú eras mi mujer. Ahora, cada día, te miro y me recuerdas lo que hubo entre nosotros, y lo… lo mal que va todo ahora.


Ella se puso tensa. No quería sentir ni ser arrastrada por otro remolino emocional.


—Siento estar causándote tantos problemas. Sólo tienes que decirlo y me iré.


Pedro apretó la mandíbula.


—Tú te quedas aquí mismo. Lo que necesitamos decidir es cómo actuar como dos personas maduras y hacer la situación tolerable.


—¿Y qué se te ha ocurrido? ¿Que actuemos como vecinos amistosos? ¿O quizá como hermanos?


—Lo que sea con tal de que lo haga tolerable.


Ella lo miró fijamente con los puños apretados a ambos lados del cuerpo.


—Entonces, ¿qué es lo que quieres que haga? ¿Que me esconda en mi habitación y te evite?


Él cerró los ojos un momento y suspiró.


—No, por supuesto que no. Maldita sea, Paula. No lo sé.


—Bien, ¿y cómo crees que me siento yo? Encerrada aquí contra mi voluntad. Para todos los efectos, estoy prisionera en esta casa sin sitio a donde ir, sin ropa ni dinero y dependiendo de ti para todo cuando ni siquiera me quieres aquí. Sólo lo haces por mi padre y si él no te lo hubiera pedido, me hubieras dejado sola después de sacarme de mi casa.


—¿Y arriesgarme a que te sucediera algo? ¡Por Dios bendito, Paula! Eras mi mujer. ¿Crees que no me importa lo que te pase?


Paula tragó saliva.


—No lo sé. ¿Te importa?


Él le dirigió una mirada sombría y ella notó la agitación que escondían sus ojos. ¿O serían imaginaciones suyas?


—No importa, Paula. Vete a la cama. Es tarde.


Algo la despertó en mitad de la noche, pero no estaba segura de qué. Quizá el grito de alguna criatura nocturna, quizá una pesadilla. Permaneció inmóvil tendida en la cama, pero no consiguió identificar lo que la había sobresaltado. 


Suspiró e intentó volver a conciliar el sueño.


Pero su cabeza no colaboraba. Tenía la mente desbocada. 


No paraba de pensar en el día y la noche anterior, la cara de Ghita, sus palabras. Las cosas que Pedro había dicho y la rabia de su voz. Era inútil. Se agitó y removió luchando contra el caleidoscopio mental de imágenes.


Se incorporó y se sentó en la cama. No podía soportar pasar más tiempo tendida en la oscuridad luchando contra los demonios. Quizá un té de hierbas la ayudara. Había visto de varios tipos en la cocina.


Se enrolló un sarong alrededor del cuerpo y bajó de puntillas a la cocina. Un sonido estrangulado procedente de la habitación de Pedro le hizo detenerse con el corazón en la garganta. ¿Había pronunciado su nombre o eran imaginaciones suyas?


—Paula…


Era un murmullo bajo y ahogado, pero indiscutible.


La puerta estaba ligeramente abierta y ella la empujó en silencio.


—¿Pedro? —susurró con aprensión.


Silencio. Entones escuchó movimientos en la cama y un suave gemido.


—¿Pedro? —repitió con suavidad.


—¿Qué? —murmuró él. Un profundo suspiro—. Paula, ¿eres tú?


—Sí. Me estabas llamando.


Le oyó removerse en la cama y el chasquido de la lamparilla de noche. Pedro estaba semi incorporado contra los almohadones con aspecto adormilado y desorientado. Tenía los ojos como el humo, como si buscara algo que no veía. 


Sacudió la cabeza. Tenía todo el pelo revuelto.


—Estaba soñando —murmuró confuso.


—¿Con qué?


Fue una pregunta automática.


Él se frotó la cara.


—Contigo.