miércoles, 6 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 17




En la habitación marcó el número de su padre. Ninguna respuesta. Ni siquiera el ama de llaves u otro sirviente. Sintió una opresión en el pecho. ¿Dónde estaba su padre? Quizá hubiera salido a tomar una copa o a cenar. Era todavía pronto, seguramente no debería preocuparse.


Volvió a la terraza y se sentó.


—¿Has tenido suerte?


Ella sacudió la cabeza y alcanzó su copa. Le temblaban las manos. Pedro la observó con el ceño fruncido. Entonces le quitó el vaso de las manos y lo posó en la mesa antes de mirar a Ghita.


—Si nos disculpas…


Tomando a Paula de la mano, la ayudó a ponerse en pie mientras le retiraba la silla.


—Ven conmigo.


Sin soltarla de la mano, la condujo por las escaleras hasta el jardín en sombras, apartado de la terraza del restaurante.


—¿Qué es lo que pasa?


—Que no está en casa —le tembló la voz—. Estaba con el Ministro de Industria y Comercio esta tarde según me contó su secretaria, pero le esperaban pronto.


—Puede que haya salido a cenar. Son sólo las seis y media.


—Ya lo sé. No puedo evitar preocuparme. Me da miedo que le haya sucedido algo.


Cerró los ojos y dejó escapar un suspiro tembloroso sintiendo a la vez los brazos de él alrededor de su cuerpo atrayéndola contra sí.


Por un momento contuvo el aliento completamente inmóvil en su abrazo con la mejilla contra su hombro.


—¿Por qué estás haciendo esto? —le susurró al oído sin apartarse.


—No lo he pensado. Me salió de forma natural, supongo.


—Siempre has sabido abrazar muy bien —dijo ella con la voz un poco temblorosa.


—Y tú siempre has encajado a la perfección conmigo.


Era una locura. Sintió que el anhelo la envolvía. Aquello era sólo un abrazo de consuelo. Después de todo, Pedro era buena persona, un héroe que rescataba a doncellas aterrorizadas y les daba abrazos de consuelo.


Le costó toda su fuerza de voluntad separarse de su abrazo y su cuerpo y su corazón se resintieron, pero ganó su mente.


—Será mejor que volvamos a la mesa. Ghita va a preguntarse qué nos ha pasado.


—Ghita es una chica crecida. Encontrará a alguien con quien hablar.


Lo que resultó cierto. Estaba rodeada de gente en la mesa pidiendo ya bebidas.


Por suerte, la cena y la animada conversación distrajeron a Paula de sus preocupaciones. El aire era fragante y fresco y aquella deliciosa comida en la terraza era una delicia.


Cuando terminaron el primer plato, Paula se disculpó y volvió a intentar hablar con su padre. El teléfono sonó tres veces y entonces oyó la voz de su padre al oído.


Dio un respingo de alivio.


—¡Papá! Soy yo. He estado intentando llamarte todo el día. ¿Te encuentras bien?


—Por supuesto que estoy bien. Yo también he estado intentando localizarte pero parece que vuestro teléfono está estropeado.


—Lo rompió un niño. Te estoy llamando desde… un restaurante.


—Espero que ese pequeño viaje no te haya causa do muchos problemas. ¿Estás trabajando algo?


—Lo estoy intentando. Es un sitio estupendo para trabajar. Muy creativo. Si Pedro no estuviera aquí… Me altera la creatividad.


—Bueno, me alegro —hubo una vacilación en su voz—. Ya sé que es una situación violenta para ti, Paula, pero no se me ocurrió otra solución.


—Ya lo sé, papá. Estoy bien.


¿Qué podía decirle? ¿Que estaba al borde del colapso nervioso? ¿Que estar bajo el mismo techo que su ex marido se le hacía intolerable? No quería que su padre se preocupara por ella.


—Entonces, ¿cómo te las arreglas sin mí? —preguntó esperando darle alguna pista.


—Estoy bien y lo tengo todo bajo control. Tú sólo disfruta de tus vacaciones.


—¿Y cómo vas del catarro que tenías? —se sintió tonta hablando en código. Su padre no tenía nunca catarros—. ¿Estás mejor?


—Va un poco mejor, pero imagino que tardará un poco hasta que haya desaparecido de todo. Pero me estoy cuidando, así que no te preocupes.


—De acuerdo, papá.


Tragó saliva. Era evidente que la situación no estaba del todo solucionada, pero sólo habían pasado dos días y seguramente la policía todavía estaría trabajando en el asunto. No dudaba que su padre quería que siguiera donde estaba.


—Bueno, será mejor que vuelva a la mesa.


Se despidieron y Paula colgó. Nunca serviría para agente secreto o espía. Ni en cien años.


Cuando regresó ya estaban sirviendo los postres.


—Por fin le he localizado —dijo al sentarse al lado de Pedro—. Me ha dicho que todo estaba bajo control.


Pedro sonrió.


—Bien. ¿Te sientes mejor?


—Un poco. Tampoco me contó gran cosa.


La conversación alrededor de la mesa estaba en pleno auge y una hora más tarde, la gente se despidió.


La carretera de vuelta estaba oscura como la boca del lobo, pero a Pedro no le importaba en absoluto conducir por una carretera sinuosa en medio de la oscuridad.


—Cuando hablaste con tu padre, ¿te pareció que se encontraba bien?


—Creo que sí. Es difícil de asegurar. Me sentí como una idiota hablando en código pero él no dijo nada acerca de mi vuelta a la ciudad. Supongo que la policía estará trabajando en el caso.


—Sólo han pasado dos días.


—Ya lo sé.


Pedro la miró de soslayo.


—Y, para cambiar de tema, ¿de qué estabais hablando Ghita y tú? Supongo que no le habrás contado quién eras.


A Paula se le aceleró el pulso. A solas en la oscuridad con él en el coche, no se podía ocultar como en presencia de otros.


—No. Y supongo que ya habrás notado que está enamorada de ti. De hecho, me estaba advirtiendo que dejara el camino libre.


—Ya entiendo.


—Esta tarde, en la piscina, la oí hablar con una amiga acerca de tus encantos masculinos.


—Vaya, me siento halagado. ¿Te acercaste y las pusiste en su sitio?


—No, pero me sentí tentada, sobre todo después de que dijeran lo que le debía haber hecho al pobrecito el monstruo de su mujer.


En la oscuridad le sintió sonreír.


—Supongo que te costaría mantener la frialdad. ¿Cómo lo conseguiste?


—Me tiré a la piscina. El agua estaba divina.


—Muy inteligente —se rió—. Y después te encontraste a Ghita a la mesa conmigo y no pudiste resistir contarla que te había invitado a la casa, sugiriendo, sin duda, largas noches de arrebato y pasión.


A ella le dio un vuelco el corazón ante la imagen.


—Bueno, sí. Fue un poco adolescente, quizá. Si te he causado algún problema, lo siento.


—No lo sientes, pero no importa.


Ella sonrió en la oscuridad.


—¿La conoces desde hace tiempo?


—Desde que era una niña. Conocí a su familia cuando estuve de voluntario en el Cuerpo de Paz hace quince años.


Paula sintió un extraño vuelco en el estómago. Eso era más tiempo del que la conocía a ella. Bueno, ¿y qué importaba? Nada de nada. Se enderezó en su asiento.


—¿Y por qué no está casada todavía? Pensé que en las comunidades indias se arreglaban los matrimonios desde la infancia.


—Tradicionalmente sí, pero en Malasia ya no. Su padre lo intentó pero Ghita se niega a colaborar. Me dijo que había cometido el error de mandarla a Inglaterra para educarla. 
Eso la corrompió sin remedio, en su opinión.


—Lo que quiere decir que quiere casarse por amor y escoger ella a su propio marido.


—Exacto. Y todos sabemos la tasa de éxito de tales experimentos.


Su tono fue frío, como si estuviera hablando de negocios, pero Paula captó un leve tono de amargura.


El estómago se le contrajo y el interior del coche se cargó de una penosa sensación.


—Nunca había considerado nuestro matrimonio como un experimento —dijo ella a la defensiva.


Pedro se encogió de hombros.


—Tú me dijiste en una carta que lo nuestro ni siquiera había sido un matrimonio.


Paula se estaba clavando las uñas en las palmas. Se sentía como un manojo de nervios.


—Supongo que era más… un acuerdo.


—Ya entiendo —dijo él por fin después de un silencio doloroso.


A Paula se le aceleró el corazón. Le estaba sucediendo algo, algo que la asustaba.


—Un acuerdo conveniente para ti —se oyó decir—. Tú seguías haciendo tus viajes y cuando volvías a casa allí estaba yo muy conveniente para cocinar tus comidas y disponible en la cama.


De nuevo el silencio, vibrante, palpitante.


Pedro estaba mirando al frente. Irradiaba rabia por todos sus poros. Paula la podía sentir como un contacto físico. Retorció las manos en el regazo sintiendo como si no le quedara aire para respirar, como si la oscura jungla de fuera del coche se estuviera cerrando sobre ella. Miró sin ver por la ventanilla deseando estar a miles de millas de distancia.


—No creo —dijo él por fin—, que esto sea una conversación fructífera —su voz era fría de la contención y la furia—. No tengo ganas de discutir acerca de algo que está muerto y enterrado desde hace más de cuatro años.

Paula nunca le había oído hablar en aquel tono antes y sintió un escalofrío por la espalda. Tenía la boca seca y la lengua paralizada. Bueno, mejor. El silencio era la mejor respuesta.
Ninguno de los dos dijo una palabra más durante el resto del camino.


Cuando llegaron a la casa, Pedro se sirvió una copa de whisky.


—Creo que aquí debemos aclarar algunas cosas —dijo él—. ¿Quieres una copa?


Era lo primero que le había dicho.


Paula sacudió la cabeza. Lo único que quería era apartarse de él y de aquella tensión.


—Sólo quiero irme a la cama.


—Dentro de un momento. Primero, siéntate.


Él ignoró el comentario y dio un sorbo a su bebida.


—De acuerdo. Vamos a hacer un inventario de la situación. Tú y yo no estamos aquí por decisión propia, sino por las circunstancias. No sé cuánto tiempo tendrás que quedarte aquí. Quizá un par de días o…


—¿Una semana?


Él se encogió de hombros.


—O quizá más —se frotó la parte posterior del cuello—. Considerando nuestra pasada relación, esto desde luego no es un acuerdo que lleve a una vivencia armónica. No creas ni por un minuto que a mí me está resultando fácil —se detuvo vacilante y una sombra le surcó la cara—. Tú eras mi mujer. Ahora, cada día, te miro y me recuerdas lo que hubo entre nosotros, y lo… lo mal que va todo ahora.


Ella se puso tensa. No quería sentir ni ser arrastrada por otro remolino emocional.


—Siento estar causándote tantos problemas. Sólo tienes que decirlo y me iré.


Pedro apretó la mandíbula.


—Tú te quedas aquí mismo. Lo que necesitamos decidir es cómo actuar como dos personas maduras y hacer la situación tolerable.


—¿Y qué se te ha ocurrido? ¿Que actuemos como vecinos amistosos? ¿O quizá como hermanos?


—Lo que sea con tal de que lo haga tolerable.


Ella lo miró fijamente con los puños apretados a ambos lados del cuerpo.


—Entonces, ¿qué es lo que quieres que haga? ¿Que me esconda en mi habitación y te evite?


Él cerró los ojos un momento y suspiró.


—No, por supuesto que no. Maldita sea, Paula. No lo sé.


—Bien, ¿y cómo crees que me siento yo? Encerrada aquí contra mi voluntad. Para todos los efectos, estoy prisionera en esta casa sin sitio a donde ir, sin ropa ni dinero y dependiendo de ti para todo cuando ni siquiera me quieres aquí. Sólo lo haces por mi padre y si él no te lo hubiera pedido, me hubieras dejado sola después de sacarme de mi casa.


—¿Y arriesgarme a que te sucediera algo? ¡Por Dios bendito, Paula! Eras mi mujer. ¿Crees que no me importa lo que te pase?


Paula tragó saliva.


—No lo sé. ¿Te importa?


Él le dirigió una mirada sombría y ella notó la agitación que escondían sus ojos. ¿O serían imaginaciones suyas?


—No importa, Paula. Vete a la cama. Es tarde.


Algo la despertó en mitad de la noche, pero no estaba segura de qué. Quizá el grito de alguna criatura nocturna, quizá una pesadilla. Permaneció inmóvil tendida en la cama, pero no consiguió identificar lo que la había sobresaltado. 


Suspiró e intentó volver a conciliar el sueño.


Pero su cabeza no colaboraba. Tenía la mente desbocada. 


No paraba de pensar en el día y la noche anterior, la cara de Ghita, sus palabras. Las cosas que Pedro había dicho y la rabia de su voz. Era inútil. Se agitó y removió luchando contra el caleidoscopio mental de imágenes.


Se incorporó y se sentó en la cama. No podía soportar pasar más tiempo tendida en la oscuridad luchando contra los demonios. Quizá un té de hierbas la ayudara. Había visto de varios tipos en la cocina.


Se enrolló un sarong alrededor del cuerpo y bajó de puntillas a la cocina. Un sonido estrangulado procedente de la habitación de Pedro le hizo detenerse con el corazón en la garganta. ¿Había pronunciado su nombre o eran imaginaciones suyas?


—Paula…


Era un murmullo bajo y ahogado, pero indiscutible.


La puerta estaba ligeramente abierta y ella la empujó en silencio.


—¿Pedro? —susurró con aprensión.


Silencio. Entones escuchó movimientos en la cama y un suave gemido.


—¿Pedro? —repitió con suavidad.


—¿Qué? —murmuró él. Un profundo suspiro—. Paula, ¿eres tú?


—Sí. Me estabas llamando.


Le oyó removerse en la cama y el chasquido de la lamparilla de noche. Pedro estaba semi incorporado contra los almohadones con aspecto adormilado y desorientado. Tenía los ojos como el humo, como si buscara algo que no veía. 


Sacudió la cabeza. Tenía todo el pelo revuelto.


—Estaba soñando —murmuró confuso.


—¿Con qué?


Fue una pregunta automática.


Él se frotó la cara.


—Contigo.







1 comentario: