domingo, 2 de abril de 2017

DESCUBRIENDO: CAPITULO 11




Había estado a punto de permitir que Pedro la besase.


Había deseado que la besase.


Había estado tentada a lanzarse a sus brazos.


Paula se quedó de pie junto a la puerta de su habitación, mirando por las puertas de cristal hacia el campo que se extendía fuera, sorprendida por lo cerca que había estado de estropear sus planes.


Había ido a Savannah a escapar de la presión de la ciudad y, sobre todo, de los periodistas que estarían encantados de convertir su embarazo en un escándalo. Y, sin embargo, esa noche había estado a punto de crear otro escándalo nuevo.


Con Pedro.


Casi podía imaginarse los titulares: «El nidito de amor de la senadora en el interior del país».


Había deseado que Pedro la besase. Había deseado poder olvidarse de sus obligaciones políticas, de que tenía cuarenta años y que no quería tener nada que ver con ningún hombre porque, de todos modos, siempre escogía mal. Había deseado olvidar que había ido allí a pasar sólo unas semanas. Había querido olvidar que estaba allí para centrarse en su embarazo.


Había querido olvidarlo todo, salvo el sensual brillo de los ojos de Pedro y la promesa que había en sus labios.


Le asustaba darse cuenta de lo débil que era. Después de años de disciplina y duro trabajo, después de sopesar las ventajas y los inconvenientes de ser madre soltera, esa noche había querido arriesgarlo todo y comportarse como una adolescente.


Menos mal que no había ocurrido nada.


A partir de entonces, tendría que tener más cuidado.




DESCUBRIENDO: CAPITULO 10




A las seis de la tarde, Pau se habría metido en la cama, pero tenía que fregar.


Había perdido la práctica en la cocina y se había pasado.
Inspirada por los recuerdos del osobuco con verduras de su abuela Rosa, se había puesto manos a la obra. Había estado segura de que sería la receta perfecta para impresionar a Pedro, así que había buscado en Internet la receta que más se pareciese al plato de su abuela y la había seguido al pie de la letra.


La primera parte no había sido demasiado difícil. Había encontrado sin dificultad la carne que necesitaba en la cámara frigorífica y, mientras ésta se doraba, había cortado calabacines, zanahorias, cebolla y apio. Sorprendentemente, lo había encontrado todo en el huerto que había detrás de la casa.


Después se había puesto hacer la salsa por la que la receta de su abuela era tan especial. Cuatro verduras diferentes: guisantes, judías, zanahorias y apio, debían estar a remojo por separado durante media hora. Y después cocer, también por separado, antes de cocer juntas para añadirse a la salsa de la cacerola.


En realidad, Pau sabía que era ridículo tomarse tantas molestias para prepararle la cena a Pedro Alfonso. Él sólo había utilizado una cacerola para la cena del día anterior.


Después de haber llenado el lavaplatos, todavía tenía mucho que fregar, así que estaba con los brazos metidos hasta los codos en lavavajillas cuando oyó llegar a Pedro.


—Cariño, ¡estoy en casa! —bromeó él.


Pau se giró y le encantó ver que estaba recién salido de la ducha, con el pelo todavía mojado y oliendo a aftershave.


Estaba sonriendo y parecía tan contento de verla que Pau tuvo la sensación de que el corazón dejaba de latirle en el pecho.


—¿Qué tal la camioneta?


Pedro sonrió.


—He ido a dar una vuelta con ella esta tarde y va tan suave como una máquina de coser. Los frenos están perfectos —miró hacia el fuego con curiosidad—. Me muero del hambre y huele estupendamente. ¿Es un plato italiano?


—Sí —respondió ella, tomando aire para tranquilizarse—. Osobuco —añadió, demasiado orgullosa de sí misma.


—¿Osobuco? —repitió Pedro, arqueando las cejas—. Qué auténtico. ¿Y has encontrado todos los ingredientes?


—Sí. En la cámara hay todo tipo de carne y, en el huerto, todas las verduras.


—Eso es gracias a Bill —admitió Pedro.


—¿El cocinero?


—Sí, el único e inimitable —Pedro vio la pila de platos que Pau tenía delante—. Eh, sólo tenías que hacer la cena de esta noche.


Ella se mordió el labio.


—Bueno… se supone que no tenías que haber visto todo este lío. Quería recogerlo antes de que llegases.


—¿Qué has hecho? ¿Cocinar para una semana entera?


—No —dijo ella, tensa y avergonzada por haber desordenado tantas cosas.


Pedro tomó un paño de cocina.


—Te echaré una mano.


—¡No! —replicó ella—. Por favor, no te molestes. No tardaré. A la cena le quedan diez minutos, más o menos. ¿Por qué no vas a… a…?


—¿A contar kookaburras? —sugirió él, sonriendo con complicidad.


—A ver un poco la tele —dijo ella.


Pedro cruzó la cocina, abrió la nevera y sacó una cerveza.


—Iré a dar de comer al perro —comentó mientras la abría.


Paula se sintió ligeramente decepcionada cuando Pedro se marchó. Terminó de fregar, puso la mesa y preparó el osobuco para servirlo.


Pedro volvió poco después con una botella de vino llena de polvo en la mano.


—He encontrado esto en la bodega. He pensado que tu cena merecía algo mejor que cerveza.


Paula se obligó a sonreír.


—Vas a acompañarme, ¿verdad? —le preguntó él mientras sacaba dos copas.


—Pues… en estos momentos no puedo beber alcohol.


Pedro abrió los ojos como platos.


—¿Tu retiro exige que mantengas la abstinencia?


—Sí.


Él sonrió, confundido y levantó la botella.


—Es un vino italiano excelente.


—Seguro que sí, Pedro, pero no me tientes. No puedo beber vino esta noche, gracias.


—En ese caso, no voy a beberlo yo solo. Supongo que seguiré con cerveza.


—Lo siento. Normalmente me encanta tomar una copa de vino, pero estoy…


No fue capaz de decir la palabra «embarazada».


—No te preocupes —le dijo Pedro con toda naturalidad.


Pero Paula estaba preocupada. No debía sentirse mal por no haberle contado que estaba embarazada. No tenía por qué saberlo. No era asunto suyo. Salvo que… ella sabía por qué no se lo había contado.


La noticia apagaría el calor de su mirada y, aunque no sabía por qué, no quería acabar con la atracción que había entre ambos. Hacía siglos que no se sentía así. Aunque no quería sentirse así.


Y a pesar de saber que aquella atracción no era apropiada, también le resultaba muy emocionante.


Pedro gimió con suavidad.


—Esto es demasiado bueno para ser real.


—¿El qué? —preguntó ella.


Estaba muy tensa. Durante unos segundos, el calor de la mirada de Pedro la abrasó, pero desapareció tan pronto como había surgido y lo vio sonreír de medio lado.


—Guapa, lista y con talento para la cocina. Lo tienes todo, senadora Chaves.


—No te precipites, todavía no has probado la cena.


Pau sirvió los platos y se sentó a la mesa, pero no pudo relajarse del todo porque Pedro todavía no había tomado el primer bocado. Estaba mirando su plato fijamente.


—¿Ocurre algo, Pedro?


—No —respondió él, tomando el cuchillo y el tenedor—. Me preguntaba de dónde eran estos huesos.


—¿Estos huesos? —repitió ella horrorizada.


Pedro hizo una mueca y, avergonzado, sacudió la cabeza.


—Lo siento. No pasa nada. No tenía que haber dicho eso —empezó a comer—. Umm. Pau, está delicioso.


—¿A qué te referías con lo de los huesos? —no podía comer hasta que lo supiese.


—No te preocupes. En realidad, no tenía que haberte dicho nada. Tú relájate y disfruta de la cena. Te has esforzado mucho y la verdad es que está riquísima.


—Pero no tenía que haber utilizado estos osobucos, ¿no?


Pedro bajó la mirada al plato.


—Bueno, es la primera vez que oigo que los llaman así —admitió.


—¿Y cómo los llamas tú?


—Huesos. Esto… solemos dárselos a los perros.


Pau se llevó la mano a la boca y los ojos se le llenaron de lágrimas.


—Pau —Pedro alargó la mano y cubrió la de ella—. No pasa nada, está delicioso.


—Pero tú querías los huesos para tus perros —contuvo las lágrimas, era ridículo llorar por algo así.


—No pensé que se pudiese hacer este plato con unos huesos viejos. Además, los perros no los necesitan. No le des más vueltas.


Pedro la miró a los ojos, intentando obtener una sonrisa de ella.


—Supongo que me está bien empleado —admitió—. Por esforzarme tanto —rió y puso los ojos en blanco—. Tantas cazuelas y sartenes…


—Ha merecido la pena —afirmó Pedro.


Paula comió. Tenía que admitir que la comida estaba buena, pero se habría ahorrado mucho trabajo si hubiese preparado unos sencillos espaguetis.


¿Por qué le costaba tanto recordar que no estaba en su habitual círculo político? Ya no tenía que competir. Había ido allí a descansar.


Mientras cenaban, Pedro intentó darle conversación. Mientras que la mayoría de la gente solía hablarle de política, él le preguntó por su niñez en Italia y ella se relajó recordando aquella época tan feliz de su vida.


En la mayoría de sus recuerdos estaban presentes sus dos hermanas pequeñas, Jackie y Scarlett, y casi podía oír sus risas al hablar de ellas.


Le contó a Pedro cómo era el cielo en Monta Correnti, le habló del intenso azul de los jacintos y de cómo pegaba el sol en los muros de piedra cuando iba al colegio de la mano de su madre. También le habló de los olivos que había en la ladera de la montaña, de los caminos bordeados de azafranes de otoño y del gato de su abuela dormido en la hiedra.


De repente, se dio cuenta de que Pedro la estaba mirando fijamente. No estaba relajado, ni sonreía; parecía emocionado.


—Qué bello —comentó en voz baja.


Pau tragó saliva. Estaba casi segura de que se refería a ella, pero aquella atracción se le estaba yendo de las manos. 


Era muy emocionante, pero no estaba bien. No podía permitir que Pedro hablase así de ella.


—Sí, Italia es muy bella —dijo—. Pero Australia también lo es. Todos los países son bellos, a su manera.


Habían terminado de cenar y Pau se levantó para quitar la mesa.


Pedro se levantó también.


—Gracias —le dijo—. Ha sido una cena memorable.


—Me alegro de que te haya gustado. A mí también me gustó la carne que preparaste anoche —Pau dejó los platos en la pila—. Pensé que a los hombres no se les daba bien la cocina, pero a ti no te costó nada preparar lo de anoche, y sólo utilizaste una cacerola.


—Tal vez fuese porque sólo tuve que calentar la carne —admitió él.


—¿Qué?


Allí de pie, con las manos en los bolsillos, parecía un niño pequeño al que le hubiesen sorprendido copiando en un examen.


—Bill, el cocinero, había dejado la carne en la nevera. Yo sólo la calenté.


Pau se quedó boquiabierta.


—Pero anoche dejaste que pensase que la habías hecho tú.


Pedro se encogió de hombros.


—En realidad, no dije que la había hecho yo, pero te quedaste tan impresionada que preferí no darte explicaciones.


—¡Pedro! —Paula no podía creer que la hubiese engañado así.


Él sonrió.


—Debí imaginar que convertirías la cena en una competición.


—¡No lo he hecho!


—Por supuesto que sí, Pau —replicó él, acercándose, sonriendo—. No puedes evitar ser competitiva —bromeó en voz baja—. Tu madre eligió para ti un nombre de reina y tienes que ser la mejor en todo.


—Eso no es cierto —protestó con poca convicción, levantando las manos.


Él la agarró por las muñecas.


Pau contuvo la respiración. Sólo la estaba sujetando por las muñecas, pero se sintió inmovilizada por su masculinidad. Lo miró fascinada y se dio cuenta de que ya no sonreía.


La situación era peligrosa. Un hombre y una mujer solos en medio de la nada y atrayéndose peligrosamente. Pau se sintió mareada, a punto de caerse, pero tenía que aferrarse a su sentido común. No podía complicarse más la vida.


Pedro, estás invadiendo mi espacio vital.


—¿Tienes alguna objeción?


—Por supuesto —dijo, hablando como una senadora.


Pedro dejaron de brillarle los ojos. Le soltó las muñecas y retrocedió un paso. Durante unos tensos segundos, ninguno de los dos habló, se limitaron a mirarse, conscientes de que acababan de perder una oportunidad.


—¿Qué te gustaría hacer ahora? —le preguntó Pedro en voz baja.


—Tengo que fregar los platos.


—Lo meteremos todo en el lavaplatos en un momento. ¿Y después? ¿Quieres ver las noticias? Supongo que querrás mantenerte informada.


Paula se imaginó viendo la televisión con Pedro.


Se lo imaginó tumbado en el sofá, con los vaqueros ajustados sobre los muslos. Sabía que podía pasarse la noche mirándolo, y que él se daría cuenta de lo mucho que la atraía.


Lo mejor sería mantener las distancias, tranquilizarse, ponerse a pensar con claridad. Las noticias tendrían que esperar. Siempre podía mantenerse informada a través de Internet.


—Esta noche, no. Gracias —dijo, dirigiéndose a la puerta—. Tengo que ponerme al día con los correos electrónicos.





DESCUBRIENDO: CAPITULO 9





En su despacho, Pedro se pasó una mano temblorosa por el pelo.


Tomó el teléfono, volvió a colgarlo, fue hasta la ventana y miró por ella, sorprendido por la confusión que sentía en su interior. Pau le volvía loco, pero era la última mujer del mundo a la que debía conquistar.


¿Por qué iba a querer hacerlo? No tenía sentido. ¿Por qué iba a querer un vaquero del interior de Australia soñar siquiera con una senadora federal que tenía en su mano el poder de cambiar el curso de la nación?


No era su tipo, ni de lejos. Era ambiciosa y estaba muy centrada en su trabajo. El tipo de persona que nunca le había gustado. Se parecía demasiado a su padre.


Pedro se le hizo un nudo en el estómago al pensar en su padre.


—Tener ambición, chico, es lo que necesitas. Un hombre no es nada sin ambición —solía decirle.


Para complacer a su padre, Pedro había escogido la meta de su vida con seis años: ser piloto de caza.


Para impresionarlo, se había pasado la niñez intentando sobresalir en todas las actividades que llevaba a cabo, pero su padre siempre había encontrado algo que criticar.


No obstante, él había aguantado porque había sabido que, algún día, haría que su padre se sintiese orgulloso.


Había hecho las pruebas de acceso con confianza, sabía que tenía la coordinación y la forma física necesarias para pasarlas, y las había superado todas, salvo la más importante: la prueba psicológica.


Sus examinadores habían sido diplomáticos, pero él había entendido el mensaje: no estaba hecho para pilotar un avión de combate. Querían a alguien despiadado, arrogante.


El tipo de hombre que su padre había querido que fuese. Y el tipo de hombre que él jamás podría ser.


Pedro había tardado años en aceptarlo y en contentarse con su manera de ser. Se conocía tan bien que sabía que Paula y él eran polos opuestos. Estaba seguro de que ella había pisoteado a personas para llegar donde estaba.


Era prepotente y poderosa. Tenía que serlo. Tal vez se viese movida por la necesidad de ayudar a los demás, pero también era posible que tuviese hambre de éxito.





sábado, 1 de abril de 2017

DESCUBRIENDO: CAPITULO 8




La estridente risa de los kookaburras despertó a Pau. 


Desorientada, se quedó inmóvil, mirando a su alrededor, dándose cuenta de que la luz grisácea de la mañana entraba por una ventana que no le era familiar. Poco a poco, fue recordando su llegada a Savannah el día anterior y el motivo del viaje.


Olía a beicon, lo que significaba que Pedro ya estaba levantado.


Consternada, se aseó, se vistió y fue a la cocina. Esa noche le tocaría cocinar a ella y ya se lo estaba planteando como un gran reto. Quería hablar con Pedro antes de que se marchase para preguntarle qué había en la despensa.


Por suerte, Pedro todavía estaba preparando el desayuno. 


Nunca un hombre le había parecido tan atractivo a esas horas tan tempranas.


Llevaba puesta una camisa de algodón azul desgastada de tanto lavarla y unos vaqueros viejos, rotos por la rodilla.


Parecía sorprendentemente real y muy vivo. Era imposible ser más atractivo.


«Pero no quiero sentirme atraída por él. No puedo creer que esté reaccionando así. Es muy raro».


Él se giró y sonrió, y Pau se derritió por dentro.


—Buenos días, senadora.


—Buenos días, Pedro —le respondió, casi sin aliento.


—¿Has dormido bien?


—Bastante bien, gracias.


Pau miró el contenido de la sartén y contuvo las ganas de preguntarle por sus niveles de colesterol.


—Hay suficiente para los dos —comentó él.


—No, gracias —le dijo ella, temblando teatralmente—. Suelo desayunar un yogurt y fruta.


—Toma lo que quieras. La fruta está encima de la mesa. Y estoy seguro de que Bill tiene yogures en la cámara frigorífica.


—¿Dónde?


Pedro señaló una puerta.


—Allí.


Pau se preguntó qué tipo de anfitrión permitía que sus invitados tuviesen que buscarse ellos solos la comida. Se sintió un poco decepcionada al ver que Pedro apagaba el fuego, se servía su desayuno y dejaba que ella fuese sola a por el yogurt.


Tuvo que admitir que la cámara frigorífica estaba muy bien organizada y no sólo encontró un yogurt biológico de mora, sino también la carne necesaria para la cena de esa noche.


—He preparado café —dijo Pedro sonriéndole cuando volvió—. Y todavía queda suficiente en la cafetera.


—Me temo que no puedo tomar café.


Él arqueó las cejas.


—¿No te gusta?


—No… en estos momentos —los médicos le habían dicho que no lo tomase durante el embarazo—. Me haré un té —añadió, suponiendo que Pedro no se lo iba a preparar—. ¿Qué planes tienes para hoy?


—Arreglar los frenos de la camioneta vieja que utilizamos para llevar la comida de los animales por toda la propiedad.


—Parece un tema delicado.


—Y lo es. He decidido poner a punto la camioneta ahora que no están los hombres. Empecé anoche, pero los frenos están peor de lo que pensaba —la miró a los ojos—. Me temo que voy a necesitar ayuda.


Pau frunció el ceño.


—Pero no hay nadie para ayudarte, ¿no?


Él sonrió.


—Por eso tenía la esperanza de que te ofrecieses tú.


—¿Yo? —preguntó ella con incredulidad.


—Te lo agradecería mucho.


Ella negó con la cabeza.


—No puedo ayudarte. Estoy demasiado ocupada, y no sé nada de camionetas. Nunca he cambiado una rueda.


—No tienes que saber nada. Sólo tienes que pisar el pedal del freno un par de veces.


Era evidente que Pedro era de los que pensaban que los políticos sólo trabajaban cuando estaban en una sesión del parlamento.


—Tengo una montaña de documentos importantes para leer esta mañana —dijo. «Y, por si fuera poco, tengo que pasarme la tarde cocinando», pensó además.


—Sólo serán un par de minutos.


Pau lo miró fijamente, enfadada con su falta de respeto. 


Eso era, quería estar enfadada. Pretendía estarlo, pero su sonrisa de chico travieso era como el sol derritiendo el hielo.


—Supongo. que podré dedicarle diez minutos. Más, no —dijo sin saber por qué.


Y un cuarto de hora más tarde estaba en el cobertizo de la maquinaria, de pie delante de una vieja camioneta, aspirando humo.


—Tengo que hacer que el líquido pase por el sistema y que salga aire por los cables —le explicó Pedro.


—¿Y qué tengo que hacer yo?


—Voy a necesitar tu ayuda en cuanto haya echado este líquido por el cable del freno.


—¿Dónde está el cable del freno?


—Aquí, a la derecha, cerca del carburador.


Pau no tenía ni idea de dónde estaba el carburador, pero no pudo evitar admirar la cara de concentración de Pedro mientras echaba el líquido con mucho cuidado.


Después, Pedro le dijo que se pusiese detrás del volante y que se preparase para pisar el pedal del freno. Luego desapareció debajo de la camioneta.


Pau pensó que era muy inquietante ver a un hombre como él, guapo, de hombros anchos y caderas estrechas, tumbado boca arriba, en el suelo, metiéndose debajo de un vehículo.


Primero desaparecieron la cabeza y los hombros de Pedro, y ella se quedó mirando su torso y sus piernas… el trozo de piel morena que asomaba por el roto de la rodilla, el cinturón de cuero… y el masculino bulto que había debajo de la bragueta.


Se le quedó la boca seca mientras se imaginaba tumbándose allí a su lado, encima de él, debajo de él, con sus cuerpos íntimamente entrelazados.


—Vale —dijo Pedro—. Pisa el freno de manera constante.


—Ah —dijo, ella, apresurándose a subir a la camioneta—. Ya está. Lo estoy pisando.


—Di «abajo» cuando hayas llegado al final, y cuando yo diga «arriba», suéltalo.


No le fue fácil pisarlo hasta el fondo, tuvo que sentarse en el borde del asiento.


—¡Abajo! —dijo por fin.


Pedro tardó siglos en contestar:
—De acuerdo. ¡Arriba!


Aliviada, soltó el freno.


—¿Puedes hacerlo otra vez? —le pidió Pedro.


Repitieron el proceso una y otra vez y tardaron mucho más de diez minutos. Pau se enfadó por estar desperdiciando tanto tiempo.


Aunque, al mismo tiempo, estaba disfrutando de aquella extraña comunicación con Pedro. Le gustó la sensación de estar formando un equipo… y tenía que admitir que los frenos eran algo muy importante. De ellos dependían las vidas de los hombres.


Además, no podía evitar seguir imaginándose a Pedro debajo de la camioneta.


«Otra vez, no».


¿Cómo podía estar obsesionándose por un hombre que tenía al menos diez años menos que ella? ¿Un hombre que no tenía ni idea de que estaba embarazada?


Todo aquello era muy inquietante. Y sorprendente.


—Está bien, creo que ya he terminado —dijo Pedro por fin.


Paula bajó de la camioneta y él salió de debajo, limpiándose las manos sucias en un trapo. Se puso de pie con facilidad.


—Gracias. No habría podido hacerlo sin ti. Has estado estupenda.


La estaba mirando a los ojos y su sonrisa era genuina. Pau se ruborizó.


—No seas tonto. No ha sido nada.


Pedro rió.


—Supongo que estás acostumbrada a pisar fuerte.


Ella se puso tensa.


—Es una parte muy necesaria de mi trabajo. Ahora, si me perdonas, tengo que ponerme con él.


—Por supuesto, senadora. Te acompañaré a la casa. Tengo que llamar por teléfono a Eloisa Burton.


Pau no había planeado volver caminando con Pedro. Había esperado poder escaparse sin más.


—¿Desde cuándo conoces a Eloisa? —le preguntó él al salir del cobertizo.


—Desde hace unos años —respondió Pau, sin poder evitar sonreír—. Es difícil no conocerla. Participa en muchas organizaciones benéficas. ¿Y tú, desde cuándo la conoces?


—Desde que era niño. Mi madre y ella siempre han sido amigas.


Pau había esperado que le contase algo más, pero llegaron a las escaleras de la casa.


—Será mejor que te deje trabajar —comentó Pedro, subiendo las escaleras de dos en dos y desapareciendo dentro de la casa.


Paula se preguntó si había dicho algo inapropiado.