sábado, 1 de abril de 2017

DESCUBRIENDO: CAPITULO 8




La estridente risa de los kookaburras despertó a Pau. 


Desorientada, se quedó inmóvil, mirando a su alrededor, dándose cuenta de que la luz grisácea de la mañana entraba por una ventana que no le era familiar. Poco a poco, fue recordando su llegada a Savannah el día anterior y el motivo del viaje.


Olía a beicon, lo que significaba que Pedro ya estaba levantado.


Consternada, se aseó, se vistió y fue a la cocina. Esa noche le tocaría cocinar a ella y ya se lo estaba planteando como un gran reto. Quería hablar con Pedro antes de que se marchase para preguntarle qué había en la despensa.


Por suerte, Pedro todavía estaba preparando el desayuno. 


Nunca un hombre le había parecido tan atractivo a esas horas tan tempranas.


Llevaba puesta una camisa de algodón azul desgastada de tanto lavarla y unos vaqueros viejos, rotos por la rodilla.


Parecía sorprendentemente real y muy vivo. Era imposible ser más atractivo.


«Pero no quiero sentirme atraída por él. No puedo creer que esté reaccionando así. Es muy raro».


Él se giró y sonrió, y Pau se derritió por dentro.


—Buenos días, senadora.


—Buenos días, Pedro —le respondió, casi sin aliento.


—¿Has dormido bien?


—Bastante bien, gracias.


Pau miró el contenido de la sartén y contuvo las ganas de preguntarle por sus niveles de colesterol.


—Hay suficiente para los dos —comentó él.


—No, gracias —le dijo ella, temblando teatralmente—. Suelo desayunar un yogurt y fruta.


—Toma lo que quieras. La fruta está encima de la mesa. Y estoy seguro de que Bill tiene yogures en la cámara frigorífica.


—¿Dónde?


Pedro señaló una puerta.


—Allí.


Pau se preguntó qué tipo de anfitrión permitía que sus invitados tuviesen que buscarse ellos solos la comida. Se sintió un poco decepcionada al ver que Pedro apagaba el fuego, se servía su desayuno y dejaba que ella fuese sola a por el yogurt.


Tuvo que admitir que la cámara frigorífica estaba muy bien organizada y no sólo encontró un yogurt biológico de mora, sino también la carne necesaria para la cena de esa noche.


—He preparado café —dijo Pedro sonriéndole cuando volvió—. Y todavía queda suficiente en la cafetera.


—Me temo que no puedo tomar café.


Él arqueó las cejas.


—¿No te gusta?


—No… en estos momentos —los médicos le habían dicho que no lo tomase durante el embarazo—. Me haré un té —añadió, suponiendo que Pedro no se lo iba a preparar—. ¿Qué planes tienes para hoy?


—Arreglar los frenos de la camioneta vieja que utilizamos para llevar la comida de los animales por toda la propiedad.


—Parece un tema delicado.


—Y lo es. He decidido poner a punto la camioneta ahora que no están los hombres. Empecé anoche, pero los frenos están peor de lo que pensaba —la miró a los ojos—. Me temo que voy a necesitar ayuda.


Pau frunció el ceño.


—Pero no hay nadie para ayudarte, ¿no?


Él sonrió.


—Por eso tenía la esperanza de que te ofrecieses tú.


—¿Yo? —preguntó ella con incredulidad.


—Te lo agradecería mucho.


Ella negó con la cabeza.


—No puedo ayudarte. Estoy demasiado ocupada, y no sé nada de camionetas. Nunca he cambiado una rueda.


—No tienes que saber nada. Sólo tienes que pisar el pedal del freno un par de veces.


Era evidente que Pedro era de los que pensaban que los políticos sólo trabajaban cuando estaban en una sesión del parlamento.


—Tengo una montaña de documentos importantes para leer esta mañana —dijo. «Y, por si fuera poco, tengo que pasarme la tarde cocinando», pensó además.


—Sólo serán un par de minutos.


Pau lo miró fijamente, enfadada con su falta de respeto. 


Eso era, quería estar enfadada. Pretendía estarlo, pero su sonrisa de chico travieso era como el sol derritiendo el hielo.


—Supongo. que podré dedicarle diez minutos. Más, no —dijo sin saber por qué.


Y un cuarto de hora más tarde estaba en el cobertizo de la maquinaria, de pie delante de una vieja camioneta, aspirando humo.


—Tengo que hacer que el líquido pase por el sistema y que salga aire por los cables —le explicó Pedro.


—¿Y qué tengo que hacer yo?


—Voy a necesitar tu ayuda en cuanto haya echado este líquido por el cable del freno.


—¿Dónde está el cable del freno?


—Aquí, a la derecha, cerca del carburador.


Pau no tenía ni idea de dónde estaba el carburador, pero no pudo evitar admirar la cara de concentración de Pedro mientras echaba el líquido con mucho cuidado.


Después, Pedro le dijo que se pusiese detrás del volante y que se preparase para pisar el pedal del freno. Luego desapareció debajo de la camioneta.


Pau pensó que era muy inquietante ver a un hombre como él, guapo, de hombros anchos y caderas estrechas, tumbado boca arriba, en el suelo, metiéndose debajo de un vehículo.


Primero desaparecieron la cabeza y los hombros de Pedro, y ella se quedó mirando su torso y sus piernas… el trozo de piel morena que asomaba por el roto de la rodilla, el cinturón de cuero… y el masculino bulto que había debajo de la bragueta.


Se le quedó la boca seca mientras se imaginaba tumbándose allí a su lado, encima de él, debajo de él, con sus cuerpos íntimamente entrelazados.


—Vale —dijo Pedro—. Pisa el freno de manera constante.


—Ah —dijo, ella, apresurándose a subir a la camioneta—. Ya está. Lo estoy pisando.


—Di «abajo» cuando hayas llegado al final, y cuando yo diga «arriba», suéltalo.


No le fue fácil pisarlo hasta el fondo, tuvo que sentarse en el borde del asiento.


—¡Abajo! —dijo por fin.


Pedro tardó siglos en contestar:
—De acuerdo. ¡Arriba!


Aliviada, soltó el freno.


—¿Puedes hacerlo otra vez? —le pidió Pedro.


Repitieron el proceso una y otra vez y tardaron mucho más de diez minutos. Pau se enfadó por estar desperdiciando tanto tiempo.


Aunque, al mismo tiempo, estaba disfrutando de aquella extraña comunicación con Pedro. Le gustó la sensación de estar formando un equipo… y tenía que admitir que los frenos eran algo muy importante. De ellos dependían las vidas de los hombres.


Además, no podía evitar seguir imaginándose a Pedro debajo de la camioneta.


«Otra vez, no».


¿Cómo podía estar obsesionándose por un hombre que tenía al menos diez años menos que ella? ¿Un hombre que no tenía ni idea de que estaba embarazada?


Todo aquello era muy inquietante. Y sorprendente.


—Está bien, creo que ya he terminado —dijo Pedro por fin.


Paula bajó de la camioneta y él salió de debajo, limpiándose las manos sucias en un trapo. Se puso de pie con facilidad.


—Gracias. No habría podido hacerlo sin ti. Has estado estupenda.


La estaba mirando a los ojos y su sonrisa era genuina. Pau se ruborizó.


—No seas tonto. No ha sido nada.


Pedro rió.


—Supongo que estás acostumbrada a pisar fuerte.


Ella se puso tensa.


—Es una parte muy necesaria de mi trabajo. Ahora, si me perdonas, tengo que ponerme con él.


—Por supuesto, senadora. Te acompañaré a la casa. Tengo que llamar por teléfono a Eloisa Burton.


Pau no había planeado volver caminando con Pedro. Había esperado poder escaparse sin más.


—¿Desde cuándo conoces a Eloisa? —le preguntó él al salir del cobertizo.


—Desde hace unos años —respondió Pau, sin poder evitar sonreír—. Es difícil no conocerla. Participa en muchas organizaciones benéficas. ¿Y tú, desde cuándo la conoces?


—Desde que era niño. Mi madre y ella siempre han sido amigas.


Pau había esperado que le contase algo más, pero llegaron a las escaleras de la casa.


—Será mejor que te deje trabajar —comentó Pedro, subiendo las escaleras de dos en dos y desapareciendo dentro de la casa.


Paula se preguntó si había dicho algo inapropiado.





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