lunes, 20 de febrero de 2017

APUESTA: CAPITULO 3




Pedro se dirigía hacia la mesa de los aperitivos cuando vio algo que llamó su atención, y casi se rompió el cuello al girar la cabeza para asegurarse de que no había visto visiones. 


¡Era increíble!, Paula ni siquiera le había dicho que conociera a Nicolas Scallon, y allí estaba, mirándolo embobada mientras él hablaba… o se pavoneaba, más bien.


Pedro agarró una botella de cerveza y rodeó la improvisada pista de baile hasta encontrar un árbol en cuyo tronco apoyarse. Paula y aquel donjuán de pacotilla habían salido a bailar, y Pedro observó con desagrado que no podían estar más pegados. No era la primera vez que veía a su mejor amiga con otro hombre, pero no recordaba haberse sentido jamás irritado ante la idea, sobre todo de aquel modo, como si alguien le estuviese estrujando las entrañas, como si fuera su testosterona lo que lo estaba haciendo reaccionar así.


Era absurdo. Paula ya no era la chiquilla pecosa y pelirroja a la que había estado atormentando con sus bromas durante años y a la que siempre trataba de proteger a toda costa, sino una mujer hecha y derecha. No, no era asunto suyo con quién bailase, pero aun así… Quizá eran celos de amigo ante la idea de que quisiera pasar más tiempo con otra persona, de ser relegado a un segundo plano. Y sin duda sería así si empezaba a salir con Nicolas «Baboso» Scallon o con cualquier otro. Claro, debía de ser eso. Ella había regresado hacía poco de Estados Unidos y temía volver a perder su compañía tan pronto.


Aunque eso tampoco tenía mucho sentido, porque ella solo estaba viviendo con él mientras terminaba la construcción de la casita cuya hipoteca ya había empezado a pagar, y sabía que cuando estuviera acabada ella se marcharía. Aquel repentino odio hacia el «señor Baboso» era algo completamente irracional, pero no hizo sino acrecentarse cuando vio a Paula riéndose por algo que le había dicho. Le estaban entrando ganas de ir a estrangularlo, pero se limitó a dar un buen trago de la botella de cerveza.


—Vaya, vaya, vaya… Pedro Alfonso… ¿qué estás haciendo aquí escondido?


Pedro casi se le atragantó el líquido ambarino. Estupendo, justo lo que le faltaba, Maura Connell, la mujer lapa. No tenía mal cuerpo, y sabía maquillarse, pero le ponía los pelos de punta, igual que cuando alguien araña una pizarra.


—Maura, qué sorpresa tan agradable. Y. si me permites decírtelo, qué… em… qué elegante estás —dijo esbozando con dificultad una sonrisa. ¿A quién sino a Maura Connell se le ocurriría ponerse un traje de chaqueta pantalón de firma y zapatos de tacón para ir a una barbacoa?


Maura lo miró con los ojos entornados, como si hubiera esperado un cumplido más generoso, pero finalmente pareció conformarse:
—Oh, gracias, Pedro, eres encantador. Todos los hombres sois iguales… siempre queriendo hacernos sonrojar con vuestras galanterías. Pero, bueno, ¿qué sentido esforzarse por estar perfecta sino es para recibir halagos?


La sonrisa blanqueada de Maura lo estaba poniendo nervioso, así que Pedro giró la cabeza hacia de baile, pero el remedio fue peor que la enfermedad, porque fue a encontrarse con que el «señor Baboso» estaba aún más pegado a Paula. Maura observó la dirección que habían tomado sus ojos, y en sus labios se dibujó una sonrisa irónica.


—Caramba, parece que Paula tiene buen olfato para el dinero. No sabía que conociese a Nicolas Scallon. Bueno, así al menos se acallará durante unos días el rumor que corre sobre vosotros dos. Además, me parece que ya va siendo hora de que tú y yo nos conozcamos mejor, ¿no crees, Pedro? —dijo colgándose de su brazo.


Cada vez que pronunciaba su nombre le daban escalofríos. 


En un intento de sacarse de la garganta el empalagoso perfume de Maura, Pedro tosió y le retiró la mano de su brazo.


—¿Qué rumor es ese que corre sobre nosotros, Maura?


La mujer contrajo el rostro, irritada por su desprecio.


—Pues, ¿qué va a ser? Que la mitad del pueblo cree que Paula y tú sois amantes, ¿o es que no lo sabías?


—¿Qué?


—Oh, vamos, Pedro. Esta es una comunidad pequeña, y bastante anticuada además. ¿Qué esperabas que pensaran de que viváis juntos? —le dijo dedicándole otra sonrisa viperina—. Sin embargo, sería tan fácil poner fin a ese rumor… Solo con que tú y yo…


Pedro no pudo resistirse a darle a aquella estúpida un poco de su propia medicina:
—Si se tratara de un rumor, podríamos.


Maura lo miró entre incrédula y ofendida, como si la sola idea de que fuese cierto la indignara.


—Pues si no es solo un rumor, debo advertirte que eso solo hará que aumente el interés de Nico por ella —le dijo mirándolos con malicia y luego a él—. Por lo que he oído, en Dublin tenía fama de mujeriego. El amor es como un juego para él, y si la mujer en la que se fija está comprometida o casada, tanto mejor —se quedó observándolo un instante, escrutando su rostro—. Oh, ya veo…. Paula te ha pedido que finjas que hay algo entre vosotros para que Nico se fije en ella —dijo riéndose—. Bueno, en cualquier caso, cuando tu amiga haya conseguido su propósito, estoy segura de que me verás con otros ojos. Nadie podría ayudarte como yo a conseguir el lugar que mereces en esta comunidad. 
Seríamos la pareja perfecta, Pedro —añadió dejando escapar un suspiro teatral—, pero no voy a esperar siempre, ¿sabes?


Pedro la observó alejarse, y alzó los ojos al cielo, rogando porque así fuera.







APUESTA: CAPITULO 2




Pedro era guarda forestal, y Paula, que lo conocía bien, sabía que en ningún otro lugar era tan feliz como al aire libre. 


No era capaz de imaginarlo desempeñando ningún otro trabajo. Le sonrió cuando él giró la cabeza y la vio mirándolo entre la gente que había acudido a la barbacoa con baile que se celebraba todos los veranos para los residentes en el pueblo de Boyle.


En ese preciso momento Pedro estaba hablando con dos hombres de negocios y sus esposas, quienes parecían estar escuchándolo con mucha atención. Era un miembro muy respetado en la pequeña comunidad, pero Paula se decía que era porque no lo habían visto nunca haciendo el payaso como lo hacía con ella.


Tomó un sorbo de su copa de vino e inspiró profundamente. 


Era agradable volver a estar en su pueblo natal. En ningún otro sitio sentía tanta paz como allí.


—Hola, creo que no nos conocemos —la saludó una voz masculina detrás de ella.


Paula había dejado de creer hacía tiempo en aquel cliché de las mariposas en el estómago que solía describirse en las novelas rosas, cuando la heroína escucha por primera vez la voz del galán que la enamora, pero de repente, por primera vez en su vida, le sucedió. La voz de aquel hombre era profunda, e innegablemente sexy, incluso intrigante.


Al girarse se encontró mirando a un hombre rubio, con los ojos más azules que había visto nunca, y rostro moreno de rasgos increíblemente simétricos. Paula sonrió, peinándose el cabello con la mano sin darse cuenta.


—No, creo que lo recordaría si nos hubiésemos conocido.


El hombre sonrió también.


—Eso mismo estaba pensando yo —le dijo tendiéndole la mano—. Me llamo Nico, Nicolas Scallon, y acabo de mudarme a la casa que hay junto a Doon Cottages.


—Oh, ¿de veras? Entonces debe de ser usted el magnate del que la gente no ha dejado de hablar los últimos meses —se rio estrechándole la mano, sonrojándose al ver que él no la soltó durante un buen rato—, el que lleva ese negocio de las cabañas para turistas, ¿me equivoco? No sé si lo sabe, pero es el principal tema de conversación en el supermercado.


—Lo imagino —contestó él riéndose también—. ¿Y usted es…?


—Paula Chaves. Y vivo en… bueno, vivo con Pedro Alfonso.


—Oh.


Paula casi se abofeteó, y se apresuró a aclararle:


—Pero solo somos amigos. Quiero decir… conozco a Pedro de toda la vida… es como un hermano para mí… en fin, quiero decir que no somos…


—Ya veo —murmuró Nico, sonriendo al ver su azoramiento—. ¿Entonces no me matará si le pido un baile?


—No, no, claro que no. ¿Por qué habría de importarle?






APUESTA: CAPITULO 1





—Si, Paula, sigo al pie de la escalera —contestó Pedro en un tono entre cansino y burlón—, y sí, estoy mirando por debajo de tu vestido —añadió para picarla.


Lo cierto era que le estaba costando mantener la vista apartada. Paula Chaves tenía unas piernas preciosas, sobre eso no había discusión posible. Hacía años que era su mejor amigo, su tormento, y una especie de figura de hermano mayor, pero eso no le restaba objetividad respecto a sus encantos.


Pedro Alfonso, en cuanto baje de aquí serás hombre muerto.


—¿No estarás amenazando con caerte encima de mí y aplastarme, verdad?, porque siento decirte que, estando tan esmirriada como estás, no me matarías en el acto. Lo único que lograrías sería que me rompiera un brazo o una pierna. Claro que, tal vez, si me caes sobre la cabeza a lo mejor pierdo el conocimiento, pero aun así…


Paula no pudo evitar echarse a reír.


—Con eso me conformaría. Así al menos te callarías un rato.


En ese momento sopló una ligera brisa, levantando un poco el vestido de Paula y obsequiando a Pedro con la fugaz visión de un trozo de encaje blanco. Pedro tragó saliva y giró el rostro, sintiéndose irritado al notar que se había ruborizado.


—¿Todavía no tienes a ese estúpido bicho?


Paula alargó la mano un poco más, y consiguió alcanzar el suave cuerpecillo de su gato persa, que se había encaramado al árbol y no se atrevía a bajar.


—Buen gatito, ven con mamá… ya está —murmuró sosteniéndolo contra su pecho—. ¡Ya lo tengo! —exclamó mirando hacia abajo—. La próxima vez, Houdini si tienes que subirte a algún sitio, súbete al tejado del porche —dijo hablándole al gato—. De ahí al menos sabes bajarte tú sólito, y así no tendré que recurrir otra vez a ese insolente inútil, que aprovecha para mirar por debajo de mi falda, ¿me oyes?


Pedro sujetó pacientemente la escalera hasta que Molly pisó tierra firme.


—He oído lo que le has dicho a ese minino, ¿sabes? —le dijo torciendo el gesto.


Paula alzó el rostro para poder mirarlo a los ojos.


—Esa era mi intención —le contestó con una dulce sonrisa sarcástica—. Dime, ¿cómo es posible que alguien que mide casi dos metros pueda tener miedo a las alturas? Si fueras un caballero habrías subido tú a rescatar a mi gato en vez de dejar que lo hiciera yo.


—No es culpa mía que ese tonto animal peludo se suba a los árboles cada vez que aparece un perro. El sí que es un cobardica. En vez de plantarles cara… Si no son más que sacos de babas… Además, lo tienes muy mimado. Deberías dejar que aprenda a salir solo de los líos en los que se mete —dijo haciendo reír a Paula de nuevo.


Pedro cerró la escalera de metal, y la guardó en la caseta de las herramientas del jardín antes de seguir a Paula al interior de la casa, en la que llevaban viviendo juntos, compartiendo el alquiler, desde hacía casi seis meses. Habían sido amigos desde niños, y ni la distancia ni el paso del tiempo habían alterado la afinidad entre ambos. Seguían pasándolo igual de bien cuando estaban juntos.


Pedro tomó asiento en una de las banquetas de pino de la cocina, y observó a Paula mientras ponía de comer a su mascota. Era la misma Paula que conocía desde hacía quince años, pero desde que regresó de Estados Unidos había algo que había cambiado en ella, aunque no acertaba a averiguar qué era.


Tras dejar a Houdini comiendo con fruición, Paula puso a calentar agua para hacer té y, aún de espaldas a su amigo, pudo notar su mirada. Volvió el rostro hacia él un momento, enarcando una ceja.


—Ya estás otra vez, Alfonso.


—¿Qué? —inquirió él sobresaltado. Había vuelto a pillarlo.


—Estabas mirándome. Últimamente no haces más que quedarte mirándome, y es bastante enervante, la verdad.


Pedro resopló, fingiéndose incrédulo, y ladeó la cabeza.


—¿Sabes? Deberías desinflar un poco ese ego tuyo. ¿Crees que no tengo nada mejor que hacer que mirarte? Además, ya te tengo muy vista.


Paula se dio la vuelta, apoyando la espalda contra la encimera se cruzó de brazos y le dedicó una de sus miradas patentadas de «no me tomes el pelo, Alfonso».


—Pues no lo parece. ¿Por qué no me dices qué es lo que pasa? Estás volviéndome loca.


Pedro parpadeó con aire inocente.


—¿De qué hablas? No pasa nada. ¿Acaso hay alguna ley que diga que no puedo mirarte? —le espetó.


Los ojos verdes de Paula se entornaron suspicaces.


—Se te da fatal mentir, Alfonso. Vamos, desembucha.


—¿Que haga qué? Oh, es otra de esas expresiones que se te han pegado en Estados Unidos —le dijo con una sonrisa burlona.


—No trates de cambiar de tema.


—No estaba tratando de cambiar de tema, pero dime. ¿cuánto crees que te llevará volver a hablar como una irlandesa?


—Siempre he sido irlandesa, y siempre lo seré, botarate —gruñó Paula, irritada, con los brazos en jarras.


Pedro dio un paso hacia ella esgrimiendo un dedo acusador.


—¿Lo ves? ¡Has vuelto a hacerlo! —exclamó—. «Botarate»… —repitió, meneando la cabeza y chasqueando con la lengua—. ¡Si hasta tu acento suena americano a ratos! Además, has perdido otra vez, Chaves. Te lo dije, no te convenía apostar.


Paula iba a decir algo, pero se quedó muda y boquiabierta al darse cuenta de que tenía razón. ¡Condenado Alfonso! 


Llevaba pinchándola con el cambio de acento y los modismos desde que había vuelto de Estados Unidos. De hecho, esa misma mañana él la había retado a pasar un día entero sin decir una sola expresión americana, pero finalmente había caído. Pero no era culpa suya, sino de él, que siempre lograba hacerla rabiar. Claro que, conociéndola tan bien y sabiendo qué cosas la fastidiaban, nunca le resultaba difícil.


—Muy bien, ¿cuál es el pago de la apuesta? —le preguntó Paula con fastidio.


—Pues… creo que necesito tiempo para pensarlo —contestó Pedro con una sonrisa maliciosa, levantándose y yendo hacia la puerta—. Te lo diré después, durante el baile.


—Mmm… Pues la próxima vez pondremos antes las condiciones de la apuesta.


Pedro se detuvo en el quicio de la puerta.


—Y se perdería toda la diversión. Así se mantiene la emoción hasta el final —le dijo burlón.


—Lárgate a trabajar antes de que me vea obligada a hacer algo de lo que luego tenga que arrepentirme, Alfonso—advirtió Paula, agarrando un paño y tirándoselo a la cara.


Pedro se echó a reír de buena gana, haciéndola sonreír.


—Ya estás como siempre, haciéndome promesas que luego no cumples. Un día de estos creo que me arriesgaré a ignorar tus amenazas, solo para ver qué es eso de lo que luego te arrepentirías.





APUESTA: SINOPSIS






Aquella era la mayor apuesta de toda su vida.


Pedro y Paula llevaban toda la vida siendo amigos, pero el juego infantil empezó a volverse peligroso cuando él la retó a fingir que estaban saliendo juntos… y ella aceptó.


La primera regla del juego que impuso Pedro era que debían besarse mucho para que así pareciera real. Así fue como dos buenos amigos se convirtieron en dos buenísimos amantes… Y como Paula se dio cuenta de que aquella apuesta era mucho más adecuada de lo que ella había previsto



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domingo, 19 de febrero de 2017

FUTURO: CAPITULO FINAL




—¿Ya te has cansado de mi familia? —le preguntó Pedro a su esposa.


Estaban en el porche de la casa de sus padres en Long Island, contemplando el mar, la arena… Rodeados de hermanos, hermanas, sobrinas, sobrinos, tíos, tías, primos… 


Todos ellos miembros de la familia Alfonso… A veces era difícil averiguar los parentescos.


—Son tu familia también —añadió con una sonrisa—. Son mi regalo de boda.


Pau se rio y le rodeó con ambos brazos.


—Les quiero —le dijo, poniéndose de puntillas para llegar a su altura—. A todos —añadió.


Llevaba toda la semana en la Luna, desde el momento en que él le había puesto el anillo de compromiso. Era el anillo de su madre…


—Es un recuerdo de familia —le había dicho Malena Alfonso a su hijo, riendo y llorando al mismo tiempo, contenta de saber que por fin se iba a casar con una mujer a la que amaba de verdad—. Tu padre dice que estamos empezando de nuevo, que se está convirtiendo en un hombre nuevo. Me va a regalar otro anillo.


—No puedo aceptar el viejo —le había dicho Pedro.


—No. Yo te lo doy —le había dicho su madre—. Pero solo si Pau quiere.


Y Pau quería. Los padres de Pedro eran encantadores… La querían mucho, y ella a ellos… Malena le había tomado afecto enseguida, y Socrates se la había ganado fácilmente.


—Creo que se te dan muy bien las relaciones de familia.


—Estoy aprendiendo —le aseguró Pau.


Había sido una boda íntima. Solo habían asistido Maggie, los padres de Pedro, Mariana y Hernan. Dario estaba de servicio en alguna parte del mundo…


—Si supiéramos dónde, tendría que matarnos —le había dicho Pau a Pedro en un tono bromista después de colgarle a Mariana el día que la había llamado para invitarla a la boda.


Abrazó a su esposo.


—Me alegro mucho de que hayan venido.


—Y yo. A lo mejor Hernan se acuerda de nosotros.


—No se va a olvidar nunca. Mariana me dice que le habla mucho de nosotros. Dice que le encanta el peluche conejo —añadió, poniéndose seria—. Gracias por mandárselo.


Pedro sonrió.


—Todos los niños necesitan uno de esos —dijo él y le dio un beso en la nariz.


Y también necesitaban una familia… Una familia como la que él le iba a dar.


La fiesta de los Alfonso coincidía con el festín de la boda… Paula hablaba con todos los familiares de Pedro… Incluso acababa de conocer a uno nuevo…


—Daniel —le dijo George, presentándole a su hijo de cinco meses. Era otro de los hermanos de Pedro.


—¿Puedo tomarle en brazos? —le preguntó Pau.


George le puso al niño en los brazos y un resplandor sin medida iluminó el rostro de Pau.


—Serás el padrino, ¿no? —le preguntó George a su hermano. Parecía contento, un poco sorprendido al ver que Pedro estaba de acuerdo.


—Sí —dijo este, asintiendo.


—Así practicará un poco —dijo Pau, sonriéndole al bebé, Daniel.


George levantó una ceja.


—Sí, ¿verdad?


De repente Pedro se dio cuenta… Fue como si le hubieran dado un puñetazo.


—¿Pau? —la miró fijamente.


Ella estaba radiante. Su rostro resplandecía. Pero no era por George. Era por él.


—¿Un bebé? —le preguntó. De repente, sentía pánico, euforia…


—Sí —dijo ella, rodeándole con ambos brazos, inclinándose contra su pecho.


Pedro la atrajo hacia sí, le dio un beso en la cabeza… Trató de imaginarse a ese niño que estaba por nacer… No podía…


Pau estaba tarareando una canción que él conocía…


Sonrió.


Era un día maravilloso…






FUTURO: CAPITULO 24





La gala fue como un baile de cuento de hadas. Magníficas arañas rutilantes, apliques revestidos en oro, ventanas panorámicas que ofrecían las mejores vistas de la pista de golf situada junto a la casa del jefe de Adrian. Hombres con corbata negra e impecables camisas blancas, mujeres con largos trajes de noche que brillaban y resplandecían. Y, por una vez, Pau no parecía fuera de lugar. Bien podría haber sido un auténtico cuento de hadas, de no haber sido porque el verdadero y único amor de Pau estaba a cientos de kilómetros de allí… Por fuera sonreía sin parar, pero por dentro estaba hecha un mar de lágrimas. La vida no era una fantasía al fin y al cabo. Había hecho lo correcto, no obstante, rompiendo su compromiso. Ella lo sabía. Adrian lo sabía. Y aunque fuera a pasar la noche sola en su apartamento, no podía hacer otra cosa que intentar pasarlo bien en la medida de lo posible. Además, no había razón para no hacerlo.


Había bailado con varios de los invitados, hombres que normalmente veía en las revistas de economía y en las páginas de sociedad de los periódicos… Habían sido encantadores con ella.


Nunca había bailado con Pedro…


—¿Cansada? —le preguntó Adrian al ver que le cambiaba el gesto de la cara.


—Sí. Un poquito —Pau esbozó su mejor sonrisa y asintió con la cabeza.


—Podemos irnos si quieres.


—Cuando quieras.


Durante el viaje en coche de vuelta a la ciudad, ambos guardaron silencio. No había nada que decir. La velada había sido agradable, pero ya había terminado. A lo mejor incluso sería la última vez que lo vería. Eran más de la una cuando llegaron a la ciudad. El coche subió la empinada colina sobre la que vivía Pau en una casita adosada con un techo puntiagudo. Había dejado una luz encendida en su apartamento del tercer piso. Pero la luz del porche estaba apagada. La familia que vivía en ese piso ya se había ido a la cama.


—No voy a entrar —dijo Adrian al detenerse delante de la casa.


Ni siquiera apagó el motor.


—Buenas noche, Pau —dijo, quitando el bloqueo de las puertas. Se inclinó y le dio un beso en la mejilla—. Gracias por venir. Adiós.


Ella se le quedó mirando, sorprendida. Él siempre había sido muy caballeroso. Siempre la acompañaba hasta la puerta… 


Pero antes de que pudiera decir nada, la puerta del coche se abrió por su lado abruptamente.


—Buenas noches, Landry —dijo una voz seca y dura.


Pedro… Pau se volvió y se quedó mirándole. Su rostro estaba en sombras.


—Me pareció verte —dijo Adrian—. Buenas noches, Alfonso —añadió.


Pedro tomó la mano de Pau y la sacó del coche.


—Buena suerte.


—La voy a necesitar —le contestó Pedro a Adrian. Cerró la puerta del coche con la otra mano, sin soltar a Pau, como si temiera que se pudiera escapar en cualquier momento.


Ella se volvió hacia él bajo la luz de la farola. Parecía cansado, demacrado, fiero… Estaba sin afeitar, con ojeras…


 Ella se le quedó mirando, deseando que dijera algo.


—¿Qué estás…?


—Hace mucho frío. ¿Podemos entrar?


—Yo… Sí. Claro.


Llevaba una camiseta, unos vaqueros y una chaqueta fina, muy apropiada para el sur de California, pero no tanto para San Francisco en mitad de marzo. Pau subió los peldaños que llevaban al porche y entró en la casa. Él fue tras ella. La escalera era estrecha y empinada.


—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —le preguntó por encima del hombro mientras subía.


—Cinco, seis horas.


Ella se dio la vuelta de golpe y le miró.


—¿Cinco o seis horas?


Él se encogió de hombros.


—No recordaba que ibas a estar en ese maldito baile. Pensaba que ya habías terminado con él.


—¿Porque tú me demostraste que no le quería?


Pau casi le oyó apretar los dientes. No estaba segura de quererle en su apartamento si iban a empezar a discutir de nuevo. De repente él le quitó la llave de las manos, abrió la puerta él mismo…


—Después de ti.


Pau tuvo ganas de darle una patada en la espinilla, pero se aguantó. Él cerró la puerta al entrar.


—¿Por qué no me dices por qué estás aquí?


Pedro no dijo nada. Caminó unos segundos por el salón y entonces se detuvo.


—Estás preciosa —le dijo, mirándola. Sonaba como una acusación.


—Gracias —ella se quedó quieta, sosteniéndole la mirada, esperando a que dijera algo más.


—No se trata de Landry.


—Me alegra oír eso —por lo menos esa vez podrían discutir sobre otra cosa.


—Sabía que no te casarías con él.


Pau guardó silencio.


—¿Te casas conmigo?


Ella pensó que la música debía de haber estado demasiado alta durante la gala. Claramente no había oído bien… Se quedó mirándole, segura de haber oído algo que no era.


—¿Que la casa qué? —dijo. Eso debía de ser lo que él había dicho.


—Maldita sea —parecía que le estaban arrancando las palabras—. He dicho… ¿Te casas conmigo?


Esa vez sí que le oyó bien, alto y claro. No había dudas. Pau miró a su alrededor, buscando un sitio donde sentarse. La silla más cercana estaba a un par de pasos… Llegó hasta ella a duras penas. ¿Le había pedido que se casara con él? 


Sí. Lo había hecho.


—¿Por qué? —le preguntó, tragando en seco.


Pedro se pasó una mano por la cara, respiró hondo y siguió adelante.


—Porque te quiero. Porque quiero vivir mi vida contigo.
Porque quiero despertarme a tu lado todas las mañanas e irme a la cama contigo cada noche. Porque quiero hablar contigo, escucharte, hacerte el amor, tener niños y nietos contigo… ¿Qué te parece, para empezar? —la miró, angustiado, todavía al otro lado de la habitación.


Por suerte Pau seguía sentada. De no haber sido así, las rodillas le hubieran temblado. Le creía, porque seguía lejos de ella. No había intentando acercarse, no había intentado influir en ella con sus innegables encantos masculinos. No había habido besos, ni caricias… Solo palabras… Las palabras adecuadas. Se rio nerviosamente.


—¿Para empezar? —repitió—. ¿Es que hay más? Me tienes en el bote desde que dijiste eso de «te quiero».


Él fue hacia ella rápidamente, se agachó junto a la silla, la abrazó.


—Oh, Dios, Pau, ¿estás segura?


Nunca había estado tan segura de nada en su vida. Él había sido demasiado sincero como para dudar en ese momento.


—Sí. Claro que sí.



Le hizo incorporarse y entonces él la estrechó entre sus brazos. Se sentó en la silla, la hizo sentarse sobre sus piernas. Ella le quitó la chaqueta y empezó a desabrocharle los botones de la camisa. Él puso las manos sobre su brillante vestido color cielo estrellado y gimió.


—Ni siquiera sé cómo funciona esto.


—Es muy sencillo —dijo ella. Se puso en pie, buscó la cremallera escondida y la bajó. Sacudió un poco el cuerpo y el vestido cayó a sus pies, formando un charco de luz a su alrededor.


—Me gusta —dijo Pedro, atrayéndola hacia sí de nuevo.


Pero Pau tenía una idea mejor. Le agarró de la mano y le condujo al dormitorio. Allí él terminó de desvestirla, se quitó los pantalones y se tumbó con ella en la cama. Hicieron el amor rápido y frenéticamente. Estaban hambrientos, desesperados… Después, tumbada junto a él, Pau deslizó la palma de la mano por el contorno de su espalda. Él la observaba y Paula se preguntaba si alguna vez se cansaría de él.


Imposible.


Él deslizó una mano sobre su cabello, enredó los dedos en sus rizos caprichosos.


—Precioso —murmuró—. Mío —añadió.


—Tuya. Siempre lo he sido.


—Lo sé. Ahora lo entiendo. Un poco, por lo menos.


—¿Qué quieres decir? ¿Cómo?


Fuera lo que fuera lo que había entendido, le había hecho volver junto a ella…