lunes, 20 de febrero de 2017

APUESTA: CAPITULO 1





—Si, Paula, sigo al pie de la escalera —contestó Pedro en un tono entre cansino y burlón—, y sí, estoy mirando por debajo de tu vestido —añadió para picarla.


Lo cierto era que le estaba costando mantener la vista apartada. Paula Chaves tenía unas piernas preciosas, sobre eso no había discusión posible. Hacía años que era su mejor amigo, su tormento, y una especie de figura de hermano mayor, pero eso no le restaba objetividad respecto a sus encantos.


Pedro Alfonso, en cuanto baje de aquí serás hombre muerto.


—¿No estarás amenazando con caerte encima de mí y aplastarme, verdad?, porque siento decirte que, estando tan esmirriada como estás, no me matarías en el acto. Lo único que lograrías sería que me rompiera un brazo o una pierna. Claro que, tal vez, si me caes sobre la cabeza a lo mejor pierdo el conocimiento, pero aun así…


Paula no pudo evitar echarse a reír.


—Con eso me conformaría. Así al menos te callarías un rato.


En ese momento sopló una ligera brisa, levantando un poco el vestido de Paula y obsequiando a Pedro con la fugaz visión de un trozo de encaje blanco. Pedro tragó saliva y giró el rostro, sintiéndose irritado al notar que se había ruborizado.


—¿Todavía no tienes a ese estúpido bicho?


Paula alargó la mano un poco más, y consiguió alcanzar el suave cuerpecillo de su gato persa, que se había encaramado al árbol y no se atrevía a bajar.


—Buen gatito, ven con mamá… ya está —murmuró sosteniéndolo contra su pecho—. ¡Ya lo tengo! —exclamó mirando hacia abajo—. La próxima vez, Houdini si tienes que subirte a algún sitio, súbete al tejado del porche —dijo hablándole al gato—. De ahí al menos sabes bajarte tú sólito, y así no tendré que recurrir otra vez a ese insolente inútil, que aprovecha para mirar por debajo de mi falda, ¿me oyes?


Pedro sujetó pacientemente la escalera hasta que Molly pisó tierra firme.


—He oído lo que le has dicho a ese minino, ¿sabes? —le dijo torciendo el gesto.


Paula alzó el rostro para poder mirarlo a los ojos.


—Esa era mi intención —le contestó con una dulce sonrisa sarcástica—. Dime, ¿cómo es posible que alguien que mide casi dos metros pueda tener miedo a las alturas? Si fueras un caballero habrías subido tú a rescatar a mi gato en vez de dejar que lo hiciera yo.


—No es culpa mía que ese tonto animal peludo se suba a los árboles cada vez que aparece un perro. El sí que es un cobardica. En vez de plantarles cara… Si no son más que sacos de babas… Además, lo tienes muy mimado. Deberías dejar que aprenda a salir solo de los líos en los que se mete —dijo haciendo reír a Paula de nuevo.


Pedro cerró la escalera de metal, y la guardó en la caseta de las herramientas del jardín antes de seguir a Paula al interior de la casa, en la que llevaban viviendo juntos, compartiendo el alquiler, desde hacía casi seis meses. Habían sido amigos desde niños, y ni la distancia ni el paso del tiempo habían alterado la afinidad entre ambos. Seguían pasándolo igual de bien cuando estaban juntos.


Pedro tomó asiento en una de las banquetas de pino de la cocina, y observó a Paula mientras ponía de comer a su mascota. Era la misma Paula que conocía desde hacía quince años, pero desde que regresó de Estados Unidos había algo que había cambiado en ella, aunque no acertaba a averiguar qué era.


Tras dejar a Houdini comiendo con fruición, Paula puso a calentar agua para hacer té y, aún de espaldas a su amigo, pudo notar su mirada. Volvió el rostro hacia él un momento, enarcando una ceja.


—Ya estás otra vez, Alfonso.


—¿Qué? —inquirió él sobresaltado. Había vuelto a pillarlo.


—Estabas mirándome. Últimamente no haces más que quedarte mirándome, y es bastante enervante, la verdad.


Pedro resopló, fingiéndose incrédulo, y ladeó la cabeza.


—¿Sabes? Deberías desinflar un poco ese ego tuyo. ¿Crees que no tengo nada mejor que hacer que mirarte? Además, ya te tengo muy vista.


Paula se dio la vuelta, apoyando la espalda contra la encimera se cruzó de brazos y le dedicó una de sus miradas patentadas de «no me tomes el pelo, Alfonso».


—Pues no lo parece. ¿Por qué no me dices qué es lo que pasa? Estás volviéndome loca.


Pedro parpadeó con aire inocente.


—¿De qué hablas? No pasa nada. ¿Acaso hay alguna ley que diga que no puedo mirarte? —le espetó.


Los ojos verdes de Paula se entornaron suspicaces.


—Se te da fatal mentir, Alfonso. Vamos, desembucha.


—¿Que haga qué? Oh, es otra de esas expresiones que se te han pegado en Estados Unidos —le dijo con una sonrisa burlona.


—No trates de cambiar de tema.


—No estaba tratando de cambiar de tema, pero dime. ¿cuánto crees que te llevará volver a hablar como una irlandesa?


—Siempre he sido irlandesa, y siempre lo seré, botarate —gruñó Paula, irritada, con los brazos en jarras.


Pedro dio un paso hacia ella esgrimiendo un dedo acusador.


—¿Lo ves? ¡Has vuelto a hacerlo! —exclamó—. «Botarate»… —repitió, meneando la cabeza y chasqueando con la lengua—. ¡Si hasta tu acento suena americano a ratos! Además, has perdido otra vez, Chaves. Te lo dije, no te convenía apostar.


Paula iba a decir algo, pero se quedó muda y boquiabierta al darse cuenta de que tenía razón. ¡Condenado Alfonso! 


Llevaba pinchándola con el cambio de acento y los modismos desde que había vuelto de Estados Unidos. De hecho, esa misma mañana él la había retado a pasar un día entero sin decir una sola expresión americana, pero finalmente había caído. Pero no era culpa suya, sino de él, que siempre lograba hacerla rabiar. Claro que, conociéndola tan bien y sabiendo qué cosas la fastidiaban, nunca le resultaba difícil.


—Muy bien, ¿cuál es el pago de la apuesta? —le preguntó Paula con fastidio.


—Pues… creo que necesito tiempo para pensarlo —contestó Pedro con una sonrisa maliciosa, levantándose y yendo hacia la puerta—. Te lo diré después, durante el baile.


—Mmm… Pues la próxima vez pondremos antes las condiciones de la apuesta.


Pedro se detuvo en el quicio de la puerta.


—Y se perdería toda la diversión. Así se mantiene la emoción hasta el final —le dijo burlón.


—Lárgate a trabajar antes de que me vea obligada a hacer algo de lo que luego tenga que arrepentirme, Alfonso—advirtió Paula, agarrando un paño y tirándoselo a la cara.


Pedro se echó a reír de buena gana, haciéndola sonreír.


—Ya estás como siempre, haciéndome promesas que luego no cumples. Un día de estos creo que me arriesgaré a ignorar tus amenazas, solo para ver qué es eso de lo que luego te arrepentirías.





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