domingo, 19 de febrero de 2017

FUTURO: CAPITULO 24





La gala fue como un baile de cuento de hadas. Magníficas arañas rutilantes, apliques revestidos en oro, ventanas panorámicas que ofrecían las mejores vistas de la pista de golf situada junto a la casa del jefe de Adrian. Hombres con corbata negra e impecables camisas blancas, mujeres con largos trajes de noche que brillaban y resplandecían. Y, por una vez, Pau no parecía fuera de lugar. Bien podría haber sido un auténtico cuento de hadas, de no haber sido porque el verdadero y único amor de Pau estaba a cientos de kilómetros de allí… Por fuera sonreía sin parar, pero por dentro estaba hecha un mar de lágrimas. La vida no era una fantasía al fin y al cabo. Había hecho lo correcto, no obstante, rompiendo su compromiso. Ella lo sabía. Adrian lo sabía. Y aunque fuera a pasar la noche sola en su apartamento, no podía hacer otra cosa que intentar pasarlo bien en la medida de lo posible. Además, no había razón para no hacerlo.


Había bailado con varios de los invitados, hombres que normalmente veía en las revistas de economía y en las páginas de sociedad de los periódicos… Habían sido encantadores con ella.


Nunca había bailado con Pedro…


—¿Cansada? —le preguntó Adrian al ver que le cambiaba el gesto de la cara.


—Sí. Un poquito —Pau esbozó su mejor sonrisa y asintió con la cabeza.


—Podemos irnos si quieres.


—Cuando quieras.


Durante el viaje en coche de vuelta a la ciudad, ambos guardaron silencio. No había nada que decir. La velada había sido agradable, pero ya había terminado. A lo mejor incluso sería la última vez que lo vería. Eran más de la una cuando llegaron a la ciudad. El coche subió la empinada colina sobre la que vivía Pau en una casita adosada con un techo puntiagudo. Había dejado una luz encendida en su apartamento del tercer piso. Pero la luz del porche estaba apagada. La familia que vivía en ese piso ya se había ido a la cama.


—No voy a entrar —dijo Adrian al detenerse delante de la casa.


Ni siquiera apagó el motor.


—Buenas noche, Pau —dijo, quitando el bloqueo de las puertas. Se inclinó y le dio un beso en la mejilla—. Gracias por venir. Adiós.


Ella se le quedó mirando, sorprendida. Él siempre había sido muy caballeroso. Siempre la acompañaba hasta la puerta… 


Pero antes de que pudiera decir nada, la puerta del coche se abrió por su lado abruptamente.


—Buenas noches, Landry —dijo una voz seca y dura.


Pedro… Pau se volvió y se quedó mirándole. Su rostro estaba en sombras.


—Me pareció verte —dijo Adrian—. Buenas noches, Alfonso —añadió.


Pedro tomó la mano de Pau y la sacó del coche.


—Buena suerte.


—La voy a necesitar —le contestó Pedro a Adrian. Cerró la puerta del coche con la otra mano, sin soltar a Pau, como si temiera que se pudiera escapar en cualquier momento.


Ella se volvió hacia él bajo la luz de la farola. Parecía cansado, demacrado, fiero… Estaba sin afeitar, con ojeras…


 Ella se le quedó mirando, deseando que dijera algo.


—¿Qué estás…?


—Hace mucho frío. ¿Podemos entrar?


—Yo… Sí. Claro.


Llevaba una camiseta, unos vaqueros y una chaqueta fina, muy apropiada para el sur de California, pero no tanto para San Francisco en mitad de marzo. Pau subió los peldaños que llevaban al porche y entró en la casa. Él fue tras ella. La escalera era estrecha y empinada.


—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —le preguntó por encima del hombro mientras subía.


—Cinco, seis horas.


Ella se dio la vuelta de golpe y le miró.


—¿Cinco o seis horas?


Él se encogió de hombros.


—No recordaba que ibas a estar en ese maldito baile. Pensaba que ya habías terminado con él.


—¿Porque tú me demostraste que no le quería?


Pau casi le oyó apretar los dientes. No estaba segura de quererle en su apartamento si iban a empezar a discutir de nuevo. De repente él le quitó la llave de las manos, abrió la puerta él mismo…


—Después de ti.


Pau tuvo ganas de darle una patada en la espinilla, pero se aguantó. Él cerró la puerta al entrar.


—¿Por qué no me dices por qué estás aquí?


Pedro no dijo nada. Caminó unos segundos por el salón y entonces se detuvo.


—Estás preciosa —le dijo, mirándola. Sonaba como una acusación.


—Gracias —ella se quedó quieta, sosteniéndole la mirada, esperando a que dijera algo más.


—No se trata de Landry.


—Me alegra oír eso —por lo menos esa vez podrían discutir sobre otra cosa.


—Sabía que no te casarías con él.


Pau guardó silencio.


—¿Te casas conmigo?


Ella pensó que la música debía de haber estado demasiado alta durante la gala. Claramente no había oído bien… Se quedó mirándole, segura de haber oído algo que no era.


—¿Que la casa qué? —dijo. Eso debía de ser lo que él había dicho.


—Maldita sea —parecía que le estaban arrancando las palabras—. He dicho… ¿Te casas conmigo?


Esa vez sí que le oyó bien, alto y claro. No había dudas. Pau miró a su alrededor, buscando un sitio donde sentarse. La silla más cercana estaba a un par de pasos… Llegó hasta ella a duras penas. ¿Le había pedido que se casara con él? 


Sí. Lo había hecho.


—¿Por qué? —le preguntó, tragando en seco.


Pedro se pasó una mano por la cara, respiró hondo y siguió adelante.


—Porque te quiero. Porque quiero vivir mi vida contigo.
Porque quiero despertarme a tu lado todas las mañanas e irme a la cama contigo cada noche. Porque quiero hablar contigo, escucharte, hacerte el amor, tener niños y nietos contigo… ¿Qué te parece, para empezar? —la miró, angustiado, todavía al otro lado de la habitación.


Por suerte Pau seguía sentada. De no haber sido así, las rodillas le hubieran temblado. Le creía, porque seguía lejos de ella. No había intentando acercarse, no había intentado influir en ella con sus innegables encantos masculinos. No había habido besos, ni caricias… Solo palabras… Las palabras adecuadas. Se rio nerviosamente.


—¿Para empezar? —repitió—. ¿Es que hay más? Me tienes en el bote desde que dijiste eso de «te quiero».


Él fue hacia ella rápidamente, se agachó junto a la silla, la abrazó.


—Oh, Dios, Pau, ¿estás segura?


Nunca había estado tan segura de nada en su vida. Él había sido demasiado sincero como para dudar en ese momento.


—Sí. Claro que sí.



Le hizo incorporarse y entonces él la estrechó entre sus brazos. Se sentó en la silla, la hizo sentarse sobre sus piernas. Ella le quitó la chaqueta y empezó a desabrocharle los botones de la camisa. Él puso las manos sobre su brillante vestido color cielo estrellado y gimió.


—Ni siquiera sé cómo funciona esto.


—Es muy sencillo —dijo ella. Se puso en pie, buscó la cremallera escondida y la bajó. Sacudió un poco el cuerpo y el vestido cayó a sus pies, formando un charco de luz a su alrededor.


—Me gusta —dijo Pedro, atrayéndola hacia sí de nuevo.


Pero Pau tenía una idea mejor. Le agarró de la mano y le condujo al dormitorio. Allí él terminó de desvestirla, se quitó los pantalones y se tumbó con ella en la cama. Hicieron el amor rápido y frenéticamente. Estaban hambrientos, desesperados… Después, tumbada junto a él, Pau deslizó la palma de la mano por el contorno de su espalda. Él la observaba y Paula se preguntaba si alguna vez se cansaría de él.


Imposible.


Él deslizó una mano sobre su cabello, enredó los dedos en sus rizos caprichosos.


—Precioso —murmuró—. Mío —añadió.


—Tuya. Siempre lo he sido.


—Lo sé. Ahora lo entiendo. Un poco, por lo menos.


—¿Qué quieres decir? ¿Cómo?


Fuera lo que fuera lo que había entendido, le había hecho volver junto a ella…




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