Tras aquella semana tan ajetreada, Paula estuvo casi todo el fin de semana durmiendo. No había duda de que su cuerpo estaba cambiando, se estaba hinchando, engordaba cada día. Mientras se dirigía en coche hacia el trabajo el lunes por la mañana se dijo a sí misma que después de la exposición iba a compensar todo el estrés que estaba sufriendo e iba a estar una semana entera durmiendo.
Su día laboral no comenzó bien. Cuando entró en la sala de exposiciones le informaron de que Emma, una de las dependientas, había telefoneado diciendo que estaba enferma y les había dejado cortos de personal. Y después, esbozando una gran sonrisa, Candy dijo que habían vendido el diamante rosado que tanto le gustaba a ella.
Pero al enterarse de que Pedro había estado ya por allí y que se había marchado para asistir a una reunión en Pitt Street, se tranquilizó un poco. Suspiró silenciosamente. Por lo menos tendría un poco de tiempo para prepararse para verlo de nuevo.
A mediodía, tras haber atendido a muchos clientes y haber estado varias horas de pie, necesitó un descanso. Se preparó un té y se dirigió a su despacho para ponerse al día con sus correos electrónicos. Y allí la encontró Pedro, que entró en la sala, cerró la puerta despacio tras de sí y se apoyó contra ella. Paula se puso tensa, temerosa de una confrontación tras su último encuentro… en el que había rechazado su oferta de matrimonio.
—Hola, ¿cómo te encuentras? —preguntó él con algo curiosamente parecido a la dulzura reflejado en los ojos.
—Estoy cansada. Estoy ganando más peso del que debería.
Pedro se acercó a ella y repentinamente el espacio del despacho pareció muy pequeño.
—¿Puedes sentir cómo se mueve el niño?
—No, pero mi tripa está creciendo. ¿Quieres tocarla? —sugirió ella.
—Tendré cuidado —aseguró él, a quien se le iluminó la cara.
Paula sintió un nudo en la garganta al observar cómo Pedro se arrodillaba delante de ella y colocaba cuidadosamente las manos sobre su tripa.
—Ya se nota un poco tu embarazo —comentó él, acariciándola.
—Estoy engordando.
—Tú nunca estarás gorda. Eres preciosa, Pau.
—Gracias —dijo ella, mirándolo.
Pedro le estaba acariciando la tripa con mucha delicadeza y ella dejó de sentirse tan cansada y tan pesada. Todo porque él le había dicho que era preciosa.
—Durante la hora de comer tengo una cita para realizarme mi primera ecografía —le informó. Entonces vaciló un poco—. ¿Te gustaría venir?
—Nada me detendrá —contestó él con el placer reflejado en la mirada.
***
Mientras esperaban en la consulta del médico, Pedro le agarró la mano. Cuando llegó el momento de entrar, Paula le presentó al doctor Waite, el cual no pudo ocultar su sorpresa al conocer al señor Alfonso. Entonces ella fue a cambiarse de ropa y, cuando regresó, vestida con un camisón de hospital, una enfermera le indicó que podía tumbarse en una camilla.
Paula se tumbó donde le habían indicado y Pedro se sentó en una silla que había al lado. Le tomó de nuevo la mano mientras la enfermera le cubría a ella la tripa con un gel muy frío.
Segundos después, el doctor Waite indicó la pantalla.
—Mirad, ahí está el feto.
—Puedo verlo —dijo Pedro, apretándole aún más la mano a ella.
Paula lo miró y vio que estaba observando la pantalla con la intensidad que normalmente reservaba para los balances.
—Paula, aquí está la razón por la que has estado tan cansada y hambrienta. Así como también la razón de que hayas ganado tanto peso —continuó el médico.
—¿Qué es? ¿Qué hay mal? —preguntó ella, ansiosa.
—Hay otro corazón latiendo.
—¿Otro? —repitió Paula, desconcertada. Miró la pantalla y trató de comprender.
—Son gemelos —dijo Pedro—. Por el amor de Dios, eso es lo último que esperaba.
Paula se estremeció.
Pedro iba a arrepentirse de haberle propuesto matrimonio e iba a salir corriendo de allí. Y ella no podría culparlo. ¿Por qué iba a quedarse con la embarazada hija de un mecánico, que estaba esperando gemelos, cuando podía elegir a la mujer más bella de Sidney?
—¿Hay gemelos en tu familia, Paula? El gen de los gemelos puede ser hereditario por parte de la madre —explicó el doctor Waite.
—Mi madre tiene una gemela —contestó ella, tratando de concentrarse. Estaba muy impresionada.
Pero entonces Pedro la miró y ella pudo ver que no estaba esbozando la expresión de un hombre que estaba a punto de salir corriendo. Si no hubiera sabido como era él, si no hubiera sabido lo cauteloso que era acerca de perder la libertad que le ofrecía su lujosa vida de soltero, quizá habría sido lo suficientemente tonta como para pensar que el brillo de sus ojos, la emoción que reflejaban, era amor.
—La cena estaba de rechupete, mamá. Gracias.
Sara Chaves, que estaba metiendo los platos en el lavavajillas, se dio la vuelta y sonrió.
—¿De rechupete? Hacía años que no te oía utilizar esa expresión.
—¿Dónde puedo colocar esto? —preguntó Paula, sujetando varios platos en la mano
—Dámelos a mí, amor.
—Mamá… —comenzó a decir Pau—. Quería decirte que Pedro me ha pedido hoy que me case con él.
—¡Oh, Paula! Eso es mará…
—Le he dicho que no.
—¿Le has dicho que no? ¿Pero por qué? —quiso saber Sara Chaves, confundida—. Es tu sueño hecho realidad.
—No, mamá. En realidad, es tu sueño hecho realidad.
Sorprendida, su madre dio un pequeño grito.
—Yo sólo quería el amor de Pedro —añadió Paula—. Quería que él se sintiera orgulloso de proclamarlo al mundo y que no me mantuviera oculta como si yo fuera un sórdido secreto. Sin su amor, un anillo de compromiso, incluso con el mejor diamante Alfonso, no tiene valor.
—Pero tú lo amas, lo admitiste el día de Año Nuevo —comentó Sara, mirando a su hija.
—Si recuerdas, también te dije que todo era unilateral. Yo era la única que tenía aquellos sentimientos. E iba a volver para romper la relación.
—Pero no lo hiciste. Así que pensé…
—Porque sólo unas horas después el avión en el que viajaba el padre de Pedro desapareció.
—Quizá tu amor sea suficiente —insistió su madre, acercándose a ella.
—No, mamá. Nunca puede ser suficiente. Tú deberías saberlo.
Sara palideció y esbozó una mueca. Paula se sintió muy mal y le acarició el brazo para reconfortarla.
—Lo siento. No debí haber dicho eso.
—¿Qué no debías haber dicho el qué?
En ese momento oyeron el ruido de unas ruedas acercándose, señal de que Carlos Chaves entraba a la cocina.
—Hola, papá —saludó Paula.
—Voy a preparar té para todos —anunció su madre, apresurándose a entrar en la despensa.
—¿Quieres helado de vainilla? —le preguntó Paula a su padre, esbozando una forzada sonrisa.
—Quizá un poco más tarde —contestó Carlos con una atenta mirada—. No le estarás haciendo pasar un mal rato a tu madre, ¿verdad, Pau?
—Le he contado que Pedro Alfonso me ha pedido que me case con él y que yo me he negado
—Seguramente sea lo mejor.
—Tienes razón —concedió Paula, que no comprendía por qué le dolía tanto aquello—. Pero, papá, desearía haber dicho que sí.
—Ven aquí —dijo su padre, tendiéndole los brazos.
Paula aceptó complacida el abrazo de su padre y lo abrazó a su vez con torpeza. Olió el aftershave que su madre le compraba todas las Navidades… y humo de tabaco.
—Has estado fumando.
—Shh… no se lo digas a tu madre.
—Papá, no deberías tener secretos —lo reprendió Paula en voz baja.
Todo el humor desapareció de la situación cuando vio la expresión de la cara de su padre.
—Buen consejo, Paula. ¿Cuándo pretendes contarnos que estás embarazada?
—¿Embarazada? —dijo ella, sintiendo cómo se quedaba pálida.
—Sí. Estás embarazada de Pedro Alfonso
—¿Cómo te has enterado?
—Observando un poco. En el funeral te pusiste enferma y te has estado quejando de que sientes náuseas. No bebes café. Tu madre se comportó igual cuando estuvo embarazada de ti.
El sonido de porcelana chocando entre sí captó la atención de ambos y vieron a Sara salir de la despensa.
—¿Estás embarazada? —preguntó la señora Chaves, impresionada—. ¿Tiene tu padre razón? ¿Estás embarazada de un hijo de Pedro?
Paula asintió con la cabeza.
—¿Se lo has dicho a él? —quiso saber Sara.
—Sí.
—¿Por eso te pidió que te casaras con él?
—Quizá. Creo que sí. No lo sé. ¡Oh, mamá, estoy hecha un lío! —contestó Paula.
—Debería haber sabido que un Alfonso no te traería más que dolor.
—Ya he terminado mi relación con él.
—Tienes que dejar de trabajar en Alfonso Diamonds —dijo su madre, sentándose en una silla.
—He dimitido, pero voy a echar de menos mi trabajo.
Y a Pedro también. Insoportablemente.
Más tarde, cuando su madre la acompañó a la puerta para despedirla, le habló muy seriamente.
—Tu padre me ha perdonado, Paula. ¿Por qué no puedes hacerlo tú?
—¿Cómo pudiste dejar que Enrique Alfonso te sedujera?
—Es muy difícil de explicar. Enrique era tan persuasivo… Atractivo, exitoso, rico. Era viudo. Me apreciaba —contestó Sara, respirando profundamente—. Comenzó como un pequeño coqueteo…
—¿Con tu jefe? —dijo Paula, levantando una ceja.
—Yo era una empleada. Todo era tan duro por aquel entonces… Antes de darme cuenta, estaba en su cama —se sinceró su madre con la tristeza reflejada en los ojos—. Tu padre estaba de muy mal humor después del accidente. Tú tenías sólo diez años cuando ocurrió… cuando aquel coche cayó sobre él y le destrozó las piernas. Las cosas fueron muy difíciles. Sin mi trabajo, sin Enrique Alfonso, todo habría sido mucho peor. Enrique fue mi válvula de escape. Me dio un trabajo, me llevó a lugares que yo jamás había visitado, me compró ropa que yo no me podía permitir. Con él vislumbré otro mundo y me hizo sentir como una princesa.
—Pero estabas casada, mamá.
—Lo sé. Y le hice daño a tu padre. Pero peor todavía: tú lo descubriste y no te gustó nada. Tu desaprobación me hizo sentir muy culpable. Incluso casi me sentí aliviada cuando Enrique lo arregló todo para que fueras al Pymble Ladies' College y pagó tu estancia allí. Tu padre y yo jamás habríamos sido capaces de darte una educación tan estupenda.
Paula siempre había sospechado que Enrique la había querido apartar del camino mientras mantenía una aventura con su madre. A él no le había caído nada bien ella y había odiado cuando su madre la había llevado como acompañante en aquellas tardes de viernes en cafeterías apartadas. Pero claro, su madre le había hecho jurar que no diría nada de aquellos encuentros y ella se había sentido como una cómplice silenciosa.
Aunque lo peor había llegado cuando, al ser ella una quinceañera, había leído las notas y cartas que Enri le había escrito a su madre. Había encontrado la caja en la que Sara las había escondido en una estantería de su armario y las había leído todas. Algunas eran seductoras, incluso románticas. Y otras eran realmente aterradoras… como la nota que había mandado Enrique tras una falsa alarma de embarazo en la que dejaba claro que si su madre se quedaba embarazada iba a tener que abortar.
—¿Me perdonarás alguna vez? —preguntó la señora Chaves con la preocupación reflejada en la mirada.
Paula parpadeó para apartar la humedad de sus ojos.
—Oh, mamá, te perdono. Quizá porque en realidad lo comprendo mejor de lo que piensas. Yo he cometido el mismo error: me he enamorado de mi jefe. Pero he sido más estúpida de lo que jamás lo fuiste tú, porque me he quedado embarazada.
—Por lo menos tú no estás casada con otro hombre, un hombre herido que te necesita. Ni tampoco tienes una hija pequeña esperándote en casa mientras tú estás viéndote con tu amante. Por lo menos Pedro Alfonso se ha ofrecido a casarse contigo.
—Oh, mamá —dijo Paula.
Recordó cómo había odiado el enterarse del verdadero significado de los encuentros de su madre con Enrique y de la procedencia del dinero para pagar su elitista colegio para señoritas.
A pesar de su renuencia a mantener ningún tipo de relación con Enrique Alfonso, había aceptado el trabajo que él le había conseguido al cumplir diecisiete años, ya que suponía una válvula de escape para marcharse de Melbourne. La había aliviado alejarse de la extraña relación que compartían sus padres y tener independencia económica. Irónicamente, el tener a su hija alejada había conseguido que Sara recuperara la cordura y que rompiera su relación con Enrique, así como que abandonara su empleo. Pero Paula ya se había ido, por lo que no había estado allí para ayudar a su madre a recomponer su vida.
Puso una mano encima de la que su madre tenía sobre su brazo y le dio un apretón.
—Me comporté como una mocosa mimada, ¿verdad?
—Tenías todo el derecho; yo jamás debí tener ninguna aventura amorosa. Te puse en una situación imposible. Fuiste muy fiel a tu padre.
—Debió de haber sido difícil para ti.
—Lo fue. Pero Enrique me ofreció una válvula de escape, tiempo alejada de casa, tiempo durante el que podía fingir que el accidente de tu padre nunca había ocurrido.
—Oh, mamá, te quiero.
Sara esbozó una agridulce sonrisa.
—Los Alfonso son increíblemente ricos. Pedro siempre fue un joven encantador. Educado. Pero todo lo que quiero para ti es que encuentres a alguien que te quiera.
Paula abrazó a su madre.
—Con el amor que papá y tú sentís por mí… y el bebé, ¿por qué voy a necesitar un marido?
Durante la mañana, aunque estaba extremadamente ocupada, Paula no pudo dejar de pensar en la reacción de Pedro ante su anuncio de que estaba embarazada.
Había esperado que él se sintiera atrapado, ya que nunca había querido una familia. Ya tenía suficiente con sus obligaciones respecto a la empresa y a su propia familia.
Había esperado que se hubiera quedado muy impresionado.
Pero lo que no se había esperado había sido el aparente deseo de él de estar involucrado en la vida del bebé más allá de un apoyo financiero. El comentario que había hecho sobre la custodia compartida la había dejado extremadamente impresionada.
Pero teniendo la exposición tan cerca, apenas tenía tiempo para respirar y mucho menos para pensar en acuerdos sobre custodia. Tenía que arreglar los últimos detalles y habló frecuentemente por teléfono con Karen, con Holly, con los encargados del servicio de comida y de la seguridad del evento, así como con los propios diseñadores.
Un par de horas después, Karen estaba en una reunión y no podía responder llamadas telefónicas, por lo que Paula tuvo que hablar por teléfono con Pedro. Acordó ir a Miramare para elegir algunos de los cuadros de Enrique, cuadros que se iban a colgar en el vestíbulo para la exposición.
—Te veré en Miramare dentro de una hora —dijo Pedro sin mencionar el embarazo.
—No, no —lo último que quería ella era verlo de nuevo aquel mismo día. Necesitaba tiempo para pensar en su reacción—. Simplemente dile a Marcie que voy a ir.
—Yo estaré allí.
Entonces la llamada telefónica terminó.
Paula se sintió invadida por un sentimiento de aprensión al aparcar el coche delante de la mansión de los Alfonso por segunda vez aquella semana. Tenía calor, estaba irritada y no se encontraba bien.
Y, por supuesto, Pedro tenía un aspecto estupendo. Estaba muy bien peinado y no tenía señales de sudor.
Se acercó a él y de nuevo se sintió impresionada ante la belleza de aquella casa. Entraron al salón principal, donde ella eligió dos cuadros de pintura moderna que irían muy bien con el espíritu de la exposición. Pedro prometió que se los mandaría.
En otro de los salones, un gran cuadro de la familia pintado al óleo dominaba una de las paredes. Paula se detuvo para admirarlo. Una joven y muy guapa Úrsula, vestida de blanco, estaba arrodillada sobre la hierba debajo de un roble. A su lado, de pie, había un niño pequeño, tal vez Dario, que abrazaba un osito de peluche. También había un cochecito de bebé con una pequeña dentro vestida de rosa.
Enrique estaba de pie detrás de la familia y en las praderas que los rodeaban había hermosos caballos. Era un cuadro que reflejaba una felicidad absoluta.
—Tú no estás ahí —comentó Jessica.
—Yo todavía no había nacido —contestó Pedro sin mirar el cuadro—. Mi madre estaba embarazada de mí en aquel momento.
Durante un momento, ella pensó que iba a decir algo sobre su propio embarazo, pero no fue así.
—Mira, ¿por qué no utilizas este cuadro de aquí para la exposición? —sugirió entonces él.
—Ahora voy a verlo —respondió Paula. Pero no se movió. Su atención estaba centrada en Úrsula Alfonso.
Vio la pequeña tripa que se podía ver debajo del vestido, que en realidad la ocultaba muy inteligentemente.
—Tu madre parecía muy feliz.
—Ese cuadro se pintó antes de la… desaparición de Dario. Después de aquello ella se deprimió mucho y cuando yo nací las cosas empeoraron aún más.
—Algunas mujeres se sienten bajas de ánimo cuando dan a luz —dijo Paula, que había leído sobre ello. De hecho, había leído todo lo que había podido sobre el embarazo y el parto.
—Su depresión provocó que se alejara de mi padre. Pero él estuvo siempre allí. Sólo después de que ella muriera comenzó a tener relaciones con otras mujeres.
—Tu padre nunca trajo aquí a sus amantes, ¿verdad?
—¿Qué?
—Tu padre mantuvo sus relaciones sentimentales en el trabajo, separadas de su familia.
—Si te refieres a que tuvo relaciones con secretarias, sí, así fue, mantuvo sus relaciones en el trabajo —contestó Pedro, mirando a Paula fijamente—. Aunque Marise no era estrictamente una secretaria…
—Hasta el funeral yo nunca había visitado Miramare; tú estabas siguiendo el patrón de conducta de tu padre. Jamás me habrías traído aquí mientras yo era tu amante.
—Pau…
—No querías que tu amante cruzara el umbral de la puerta.
—¡Estás equivocada! El hecho de que tú fueras mi amante no era la razón por la que no quería hacer pública nuestra relación. Era porque no quería seguir los pasos de mi padre… que se acostaba con el personal. Es algo que siempre me ha consternado.
—¿Se acostaba con el personal? —repitió ella.
—Dios, eso suena fatal. Me hace parecer un completo esnob. Y ésa no es la razón por la que estoy en contra de las relaciones en el trabajo. Crean problemas y son malas para la empresa.
—¿Entonces por qué tuviste una relación conmigo?
—Porque… —comenzó a decir —. Es demasiado difícil de explicar. Ni siquiera sé si yo mismo conozco la respuesta. Sólo sé que no fui capaz de resistirme a ti.
—Pero tienes unas ideas muy firmes sobre la clase de mujer con la que no te casarías. Una mujer como yo. Oí cómo le decías a tu hermana en el velatorio que no te casarías con una mujer como yo.
Pedro le agarró las manos.
—Paula, he sido un estúpido arrogante. Tú vales más…
—¿Valgo mucho como miembro del personal de Alfonso Diamonds?
—Sí —contestó él—. Pero eso no es todo. Significas mucho para mí como…
—¿Cómo amante?
—¡Sí! —respondió Pedro, que pareció muy aliviado.
—Pero nunca como esposa.
Él no contestó y sus ojos reflejaron unas sombras que hicieron imposible comprender lo que estaba pensando.
Suspirando, Paula se dio la vuelta y se dirigió hacia las puertas francesas. Se quedó mirando distraídamente cómo el sol se reflejaba en el mar y cómo la bahía parecía más azul que nunca.
—Cuando me quedé con mis padres durante las vacaciones de Navidad, le dije a mi madre que me estaba viendo con alguien. Ella siempre ha querido que yo me casara. Finalmente, el día de Año Nuevo, le dije que eras tú.
La madre de Paula había tenido sentimientos encontrados al respecto. Por una parte había estado emocionada, pero por otra había tenido miedo de que hicieran daño a su hija.
—¿Así que querías que te propusiera matrimonio para complacer a tu madre?
En ese momento Paula deseó no haber comenzado nunca aquella conversación. Abrió la puerta y Pedro la siguió.
Antes siquiera de darse cuenta, estaba al lado de la piscina.
—Mi madre dijo que un Alfonso jamás se casaría con alguien como yo. Y tenía razón.
—¿Qué le hizo pensar a tu madre que sabía cómo iba a reaccionar yo? —preguntó él, sacándose del bolsillo de su pantalón una cajita de terciopelo azul—. ¿Paula…?
—¡No! —espetó ella, cerrando los ojos.
No comprendía cómo había ocurrido aquello. No deseaba que él le propusiera matrimonio en aquel momento. Era demasiado tarde. Nunca estaría segura de por qué se casaba con ella. No podía ser por amor.
—¿Por qué no?
—No puedo. Mi madre tiene razón. Tú… yo… No funcionaría —contestó Paula, convencida de que él sólo estaba actuando por un impulso masculino debido al bebé.
—¿Ahora quién está siendo el esnob?
—No puedo —insistió ella, agitando la cabeza enérgicamente—. No quiero casarme con una copia de carbón de Enrique Alfonso. Yo quiero un marido, una familia… no un megalómano obsesionado con construir un imperio sin pensar en a quiénes perjudica al hacerlo.
Pedro se acercó a ella, pero Paula lo esquivó. Él se acercó aún más y, desesperada, ella lo empujó para mantenerlo alejado. No podría soportar sus besos, no en aquel momento.
—¡No te acerques!
Pedro cayó al agua, ya que no pudo mantener el equilibrio.
Cuando salió de la piscina, el agua le chorreaba por todas partes. Se quitó la chaqueta y se acercó al borde de la piscina. Allí se desabrochó la camisa y se despojó de ella.
Paula emitió un sonido ahogado y dirigió una furtiva mirada al desnudo torso. ¡Aquel hombre era guapísimo!
—¿Todavía tienes el anillo?
—¿Quieres volver a pensarlo?
—No, pero odiaría que lo perdieras —contestó ella. Pero pareció muy poco serio. Apartó la mirada del espléndido cuerpo de aquel hombre antes de decir algo más estúpido aún.
—Ni siquiera has visto lo que iba a ofrecerte.
—No puedo aceptarlo —insistió Paula, pensando que debía salir de allí lo antes posible antes de dejarse llevar por sus alocados impulsos. Tocarlo. Casarse con él. Hacer lo que quisiera Pedro… aunque sabía que no era lo que él había planeado hacer con su vida.
Se casaría con ella por razones equivocadas.
Paula recordó una y otra vez durante la noche lo que le había dicho Pedro: Mateo Hammond tenía que dar el primer paso.
A la mañana siguiente, al entrar en su despacho en la tienda Alfonso, agarró el teléfono antes de acobardarse.
Pedro apreciaría lo que ella estaba a punto de hacer…
—Mateo Hammond, por favor.
Si Mateo acudía a la exposición sería un primer paso para terminar con la enemistad y quizá Pedro dejara de ser tan intransigente con sus exigencias de lo que era necesario para solucionar la situación… sobre todo si Karen podía convencerlo.
Casi se desmayó debido al alivio que sintió cuando le informaron de que Mateo estaba reunido.
Tratando de mantener la calma, dejó un mensaje pidiendo que por favor la telefoneara cuando pudiera. Pero al colgar el teléfono comenzó a temblar y se dio cuenta de que en realidad a Pedro no le gustaría su interferencia.
Entonces agarró el folleto de la exposición y vio el trabajo de los diseñadores que trabajaban para Alfonso Diamonds.
Recordó las brillantes perlas que Mateo conseguía y pensó que Xander Safin sería la persona perfecta para hacer cobrar vida la idea que le estaba rondando por la cabeza.
La mañana pasó muy rápido. Ella estaba hablando con su madre por teléfono cuando Pedro entró en su despacho y se sentó a horcajadas en la silla que había delante del escritorio. Entonces le sonrió.
Fue una sonrisa llena de encanto y afecto que provocó que a ella se le acelerara el corazón. Entonces terminó la conversación con su madre, pero antes de que pudiera saludarlo el timbre del teléfono de su despacho requirió una respuesta.
—¿Señora Chaves? —dijo una profunda voz con un leve acento.
—¿Puedo devolverle la llamada dentro de un rato?
—preguntó ella, dirigiéndole a Pedro una cauta mirada.
—Me temo que voy a estar fuera durante todo el día de hoy y también mañana, así que no podríamos hablar hasta dentro de un par de días.
Paula contuvo las ganas de decir una palabrota. De todas las horas del día, ¿por qué tenía que haber elegido Mateo Hammond precisamente aquel momento para telefonear?
—Tengo una propuesta que hacerle. He oído que cultiva unas perlas increíbles.
—Eso me gustaría pensar —contestó Mateo Hammond con cierto toque de humor.
Paula pensó que quizá aquello no fuera a ser tan difícil como había pensado.
—Me gustaría ser honesta con usted. He estado buscando mucho para encontrar la clase de perlas que necesita Alfonso Diamonds —dijo, sintiendo una cierta tensión al otro lado de la línea. Pero se dijo a sí misma que quizá estuviera siendo demasiado susceptible—. Me gustaría utilizar las perlas de la casa Hammond para unos diseños que Xander Safin va a realizar para la colección de verano del próximo año.
—Supongo que esos diseños los venderán las tiendas Alfonso, ¿no es así?
—Sí, como parte de la nueva colección que se expondrá el año que viene.
—¿Está al corriente la dirección de su decisión, señora Chaves?
Paula miró a Pedro, que estaba agitando la cabeza e indicándole con señas que quería que terminara la llamada telefónica. No cabía duda de que sabía quién estaba al otro lado de la línea telefónica.
—No.
—Quizá primero debiera discutirlo con los directores, ya que tal vez encuentre que lo que propone no es aceptado.
—Primero tenía que saber que estaría dispuesto a suministrar existencias a Alfonso Diamonds. Esperaba que pudiéramos hablar más sobre el tema en la exposición —contestó Paula, sintiendo el pulso acelerado—. Asistirá a la exposición, ¿no es así?
—No, no asistiré —respondió Mateo Hammond tajantemente.
—Pero su hermano sí que va a asistir —se apresuró a decir ella.
Entonces volvió a mirar a Pedro, que estaba esbozando una sombría expresión. Pero no se dejó intimidar por aquello y se dijo a sí misma que estaba actuando por el propio bien de él, que algún día se lo agradecería.
—¿Javier? —preguntó Mateo con una leve incertidumbre—. ¿Javier va a asistir?
—Sí, se puso en contacto con Karen para que le enviara una invitación —contestó Paula, que no se atrevió a mirar a Pedro.
—Eso es asunto suyo —dijo Mateo—. Y… ¿señora Chaves?
—¿Sí? —respondió ella. Tuvo la sensación de que no le iba a gustar lo que iba a decir él.
—No pasará mucho tiempo hasta que todas las perlas que utilice Alfonso Diamonds provengan de la casa Hammond.
Tras colgar el teléfono después de haber oído aquella amenaza, Paula se percató de que le temblaban las manos. No sabía cuál de los dos hombres era más orgulloso, si Mateo o Pedro.
—Era Mateo Hammond, ¿verdad? ¿Lo has telefoneado tú primero? —preguntó Pedro, levantándose y poniéndose al lado de ella.
—¿Importa eso? No va a suministrarnos las perlas que necesitó para la próxima temporada, y tampoco va a asistir a la exposición —contestó Paula.
—Si yo no hubiera estado aquí sentado cuando recibiste la llamada, ¿me habrías dicho que te habías puesto en contacto con él?
—¿Para qué? Él se ha negado —dijo ella, invadida por una sensación de fracaso.
—Me habrías mentido al ocultarme la verdad… como ya has hecho antes.
—¿Cuándo? —preguntó Paula, sintiendo cómo se le aceleraba el corazón.
—Nunca me dijiste que ibas a ir a Auckland en el avión de mi padre.
—Perdí el vuelo que me iba a llevar a Auckland y no vi la necesidad de hacértelo saber. Tú y yo no nos hablábamos, ¿recuerdas?
En aquella discusión Pedro le había dejado claras sus preferencias; en Navidades su familia era lo primero. Dos días antes de Año Nuevo ella había descubierto que estaba embarazada y su mundo se había vuelto del revés.
—No me gusta que guardes secretos, Paula.
El bebé. Ella apartó la mirada y se sintió invadida por un sentimiento de culpa y arrepentimiento.
—Mírame —ordenó él—. Quiero comenzar de nuevo… sin ocultar nada.
—¿Vas a convertirme en tu amante pública? —contestó ella con desagrado—. Creo que no, Pedro.
Despacio, él se acercó a Paula, que lo miró fijamente a los ojos. Cuando posó los labios sobre los de ella, ésta abrió la boca y lo besó con una gran emoción e intensidad.
Confundido, Pedro se echó hacia atrás.
—¿Me respondes así? Pero a la vez te niegas a ser mi amante, ¿qué es lo que quieres? —preguntó.
—Hace un par de meses un pequeño compromiso habría estado bien. Pero ahora no sé si eso es lo que realmente quieres o si estás actuando como crees que yo quiero que hagas.
—Quiero hacer pública nuestra relación —afirmó él.
—¿Por qué el gran detractor ha muerto?
—Esto no tiene nada que ver con mi padre —respondió Pedro, enfadado—. Todos saben que estoy en contra de las relaciones sentimentales en el trabajo.
Paula sabía que hacer pública su relación sería una enorme concesión por parte de Pedro. Pero ella quería más. No se conformaría con tener menos que su amor.
—Lo siento, Pedro. Eso ya no es suficiente.
—¿Es por el matrimonio? Porque yo no quiero…
—Tranquilízate. Esto no trata sobre el matrimonio. Es sobre mí. Yo no quiero ser tu amante, ni tampoco quiero casarme contigo.
Por lo menos no mientras las cosas estuvieran de aquella manera entre ellos, no mientras él no la amara. Y desde luego que no mientras ella le estuviera mintiendo.
—Estoy embarazada, Pedro —confesó, respirando profundamente.
Él se quedó mirándola, claramente impresionado.
—Y, antes de que preguntes, sí, es hijo tuyo.
—No iba a discutir eso —dijo él, frunciendo el ceño—. Cuando descubriste…
—Y no, no voy a trabajar una vez nazca el bebé.
—Tampoco te lo he pedido —la interrumpió Pedro con la irritación reflejada en la cara.
—Por lo menos no durante un tiempo —continuó diciendo Paula como si él no hubiera hablado—. Prepararé la exposición y después informaré de que me voy de la empresa. Vas a tener que encontrar a otra persona que dirija la tienda de Sidney. Yo renuncio.
—¡No puedes marcharte! —le espetó él—. Te encanta la tienda.
—El bebé será lo primero. No podré realizar bien un trabajo como el mío y al mismo tiempo ser madre soltera. Quiero pasar tiempo con mi hijo.
En ese momento Paula se dio cuenta de que era exactamente eso lo que quería; pasar tiempo con el bebé que Pedro y ella habían creado. Pero lo que no quería era pasar el resto de su vida con un hombre que no estaba nunca en casa.
—Ya lo tienes todo pensado —dijo él—. Lo tienes todo planeado —añadió, sin parecer muy entusiasmado—. ¿Y qué pasa conmigo? ¿Qué lugar ocupo yo en todo esto?
Las dudas comenzaron a apoderarse de ella. Pedro nunca había querido tener hijos, por lo que no comprendió por qué estaba tan triste.
—Tú siempre serás el padre de mi hijo, Pedro. Podrás ir a visitarlo cuando quieras.
Ella había elegido su futuro, así como sus prioridades, que eran demasiado distintas a las de él. Dudaba que fuera a verlo con frecuencia una vez naciera el niño, pero sabía que Pedro pondría a todo un equipo de abogados a trabajar en el caso para que el bebé y ella recibieran el apoyo económico que necesitaran.
—Y no te preocupes; buscaré ayuda por mí misma. Siempre he ahorrado mucho dinero y eso me permitirá tomarme el tiempo que necesite antes de tener que volver a trabajar.
—Yo contribuiré… ¿Y qué ocurriría si quiero la custodia compartida?
Paula se rió. No pudo evitarlo.
—¡Oh, Pedro! En tu apretada agenda no hay tiempo ni para un gato. ¿De dónde sacarías tiempo para un bebé?
Pedro tragó saliva y se dirigió a la puerta. Dejó claro con sus prisas su desesperación por escapar.
—Esto me ha causado una gran impresión. Necesito tiempo para pensar.