martes, 17 de enero de 2017

UN SECRETO: CAPITULO 6





A Paula se le encogió el corazón al ver la tensa expresión de la cara de Pedro. El último mes había sido difícil para él. 


Por lo menos, al haber enterrado ya a su padre y al haberse leído el testamento, su vida debería volver a recobrar cierto equilibrio. Pero entonces recordó el comentario que había hecho sobre que quizá hubiera un nuevo testamento.


Lo que era evidente era que el Pedro que se estaba acercando a ella no estaba muy tranquilo. La aprensión se apoderó de su estómago. Cuando él llegó a su lado, le murmuró al oído…


—El rumor era cierto: Enrique cambió su testamento, ¿verdad?


—Sí —contestó él, pasándose una mano por su pelo negro—. Ha desheredado a Karen.


—Oh, no —dijo Paula, llevándose una mano a la boca para reprimir un grito de horror—. Pero tú… ¿estás bien?


La mirada que le dirigió Pedro reflejaba furia y dolor


—Mi padre le ha dejado el treinta por ciento de las acciones de la empresa a mi hermano.


—¿A tu hermano? —repitió Paula, parpadeando y tratando de comprender—. Pero tu hermano está…


—¡Muerto! —la interrumpió Pedro—. Mi padre fue el único que jamás lo aceptó. Nunca perdió la esperanza de encontrar a Dario.


—¿Lo encontró? —preguntó Paula, sintiendo un nudo en la garganta.


—No —contestó Pedro, esbozando una sombría expresión—. Pero, según Garth, mi padre estaba exultante antes de su muerte. Pensaba que tenía una pista. Dario desapareció hace treinta y dos años. Me cuesta creer que mi padre estuviera perdiendo su tiempo por algún charlatán de tres al cuarto.


Paula sintió mucha pena por Pedro y se acercó un poco más a él. Deseó que estuvieran solos para poder darle el abrazo que él necesitaba en aquel momento, abrazo que no podía darle en público ya que nadie debía saber que eran amantes. Ni siquiera aquel día.


No pudo evitar sentir compasión por Enrique Alfonso, un hombre al que siempre había despreciado en silencio. Pensó que era terrible perder a un hijo, no ser capaz de enterrar sus restos y despedirse.


Sólo el hecho de pensar en perder el bebé que llevaba en sus entrañas la llenó de angustia. Se preguntó cómo podían haberlo soportado Enrique y Úrsula.


—¿Qué ocurrirá ahora? Si no hay ningún hermano que reciba la herencia, ¿quién heredará las acciones de tu hermano muerto?


Pedro rió sin humor.


—En seis meses se nos entregarán a Raul y a mí a partes iguales. A eso hay que sumarle el treinta por ciento que hemos heredado cada uno bajo las cláusulas del nuevo testamento.


—Entonces así acabarán las cosas, ¿verdad? —supuso Paula, mirando las bellas facciones del hombre al que había llegado a amar tanto.


Aquellos ojos verdes, aquella fuerte nariz y preciosa boca…


Boca que en aquel momento estaba esbozando una dura mueca que le otorgaba a la casi perfecta cara de Pedro una expresión de dureza.


—Yo creo que esto nunca terminará. Cuando Dario murió, mi familia se rompió. Él era su primer hijo. Su heredero —comentó él.


—¿Tú trataste de ocupar su lugar, de ser el hijo que tu padre quería?


—Jamás lo seré. Y no fui el único que trató de agradar a mi padre. Karen también trabajó duro. Ambos sacábamos unas notas excelentes, yo fui admitido en los equipos de rugby y de cricket y competí en muchas carreras. Hice todo lo que pude para… —Pedro dejó de hablar y apartó la vista. 


Entonces suspiró—. ¿Qué importa? Mi padre está muerto.


Paula concluyó que Pedro sentía que nunca había estado a la altura de las expectativas de su padre. Ello le hacía comprender al hombre del que había sido amante durante los dos años anteriores, le mostraba una parte de su carácter que él había mantenido oculta. Una parte que quizá ella jamás hubiera descubierto a no ser por el nuevo testamento.


Se preguntó si aquélla sería la verdadera razón por la que mantenía cierta distancia emocional con ella y se planteó si él pensaba que no era digno de ser amado.


—Pero por lo menos mi padre no le dejó la mayor parte de las acciones a Raul —dijo Pedro con una leve satisfacción reflejada en la voz.


Paula se apartó. La intensa rivalidad que existía entre los dos hombres, y la manera en la que ésta consumía a Pedro, siempre la había preocupado.


—Ahora que tu padre se ha ido, Karen, Raul y tú tenéis la tarea de dirigir Alfonso Diamonds.


—Raul no es un Alfonso. Yo soy el único hijo varón que vive. Bajo mi dirección, los beneficios de las empresas han crecido enormemente. He demostrado que valgo. El control de todo debería ser mío.







UN SECRETO: CAPITULO 5





Pedro salió del despacho de su padre y, a ciegas, se dirigió al pasillo. Sentía como si su mundo se hubiera venido abajo. 


Delante de él pudo ver a Mateo Hammond dirigiéndose enfadado hacia la puerta principal… sin ninguna intención de quedarse a tomar un refresco.


Pedro—le llamó su hermana.


Karen estaba más blanca que los lirios que habían depositado sobre el ataúd de su padre y parecía muy impresionada. Se acercó a ella y, aunque a él le temblaban las manos, la llevó a la sala contigua para evitar las miradas de los curiosos. Cerró la puerta tras ellos.


—El viejo malnacido —espetó él con amargura.


—¿Cómo ha podido hacerlo? ¿Cómo ha podido desheredarme? —dijo Karen con voz apagada—. Soy su hija, maldita sea.


—Le ha dejado tus acciones a alguien que ni siquiera existe. Dario está muerto —comentó él, agitando la cabeza ante la locura que suponía aquello.


Pero Enrique Alfonso nunca había estado loco, salvo por una cosa: su obstinada creencia de que su primer hijo todavía estaba vivo. En algún lugar.


—De ninguna manera Dario va a revivir por arte le de magia durante los próximos seis meses para reclamar su parte de la herencia… o Miramare —dijo Pedro, tratando de consolar a su hermana.


El fantasma de Dario había estado acechando la mansión desde la desaparición de éste.


—Aunque no lo haga, las acciones que le ha dejado a él se repartirán entre Raul y tú —le recordó Karen, que parecía muy aturdida—. Yo no me quedo con nada… salvo con esa fría cláusula en la que se establece que me deshereda.


Lo que significaba que Pedro y Raul tendrían igual número de acciones. Hasta el final, su padre los estaba enfrentando.


—Papá no tenía ningún derecho a dejarle a Marise Davenport las joyas de mamá.


Pedro se le vino a la cabeza una imagen de Marise. Había sido una exuberante pelirroja que había trabajado para el departamento de marketing de Alfonso Diamonds. Él nunca le había prestado mucha atención, aunque ella había tratado de que así fuera en más ocasiones de las deseadas. Pero ello no la había detenido y había ido en busca de un pez más grande. Su padre. Aparte de las joyas de su madre, su padre también le había dejado un legado bastante considerable. Pero claro, no le serviría para nada ya que estaba muerta.


—Voy a impugnar el testamento —anunció Karen.


—No será fácil —contestó Pedro.


Ninguno de los dos había oído la puerta abrirse, pero Raul había entrado en la sala.


—Su testamento establece claramente que deseaba desheredarte… que ése era su deseo —prosiguió Pedro.


Karen se apartó de los brazos de su hermano y se acercó a su marido.


—Oh, Raul, no podía haber elegido una manera mejor para hacerme daño.


—Tranquila, mi amor. Él ya no está entre nosotros. Tu padre sólo puede hacerte daño si se lo permites. Tú creas tu propia felicidad —dijo Raul, dándole a Karen un cariñoso beso en los labios.


Repentinamente Pedron se sintió como un intruso, como alguien ajeno al vínculo que tenían Raul y su hermana. 


Sintiéndose muy solo, salió al pasillo.


La única cosa buena que había salido del testamento era la evidencia de que su padre le había considerado igual a Raul. 


Pero él nunca había sido capaz de llenar el vacío que había dejado la pérdida de su hermano.


Apesadumbrado, se dirigió al salón principal, donde se había congregado la mayor parte de los asistentes al funeral. Al entrar, el olor a buen café recién hecho embriagó sus sentidos y el murmullo de las conversaciones que la gente estaba manteniendo le resultó casi agobiante. Se preguntó si habría llegado ya Paula. Al mezclarse entre la multitud, vio una cabeza rubia que le era familiar.


Justo en ese momento, como si supiera que él había llegado, Paula se dio la vuelta. Tenía la preocupación reflejada en sus ojos marrones.


Y, por primera vez desde el funeral, el sentimiento de vacío que había estado sintiendo Pedro comenzó a disiparse



UN SECRETO: CAPITULO 4





Pedro entró al cementerio Rookwood con su brillante BMW M6 negro. Siguió al cortejo fúnebre hasta el lugar en donde su padre sería enterrado.


Se bajó rápidamente del vehículo y se acercó a una tumba abierta que había al lado de un pino. Esbozó una seria expresión, decidido a no mostrar lo duro que aquel día era para él.


Su resolución se tambaleó al ver la tumba de su abuelo, Jeremias, justo detrás de la de su madre. A su lado, su tía Sonya se detuvo ante la tumba de Úrsula Alfonso, su hermana. 


Pedro tomó a su tía del brazo. Ella se asustó y él le dio unas palmaditas, ya que no sabía qué decir.


—A veces vengo a arreglar y cuidar las rosas que Úrsula plantó para Dario. Ella solía venir a visitarlo todos los domingos por la tarde para plantarlas. Yo intento venir una vez cada dos meses —dijo Sonya con una tenue voz—. Y ahora Enrique también los va a acompañar.


En la placa que había al lado de la de Úrsula se leía: En recuerdo de nuestro hijo perdido, Dario. Algún día te veremos. Enrique Alfonso ni siquiera le había permitido a su esposa reservar una parcela del cementerio para Dario; aquella placa era todo lo que Úrsula Alfonsoe había tenido para recordarle a su hijo. Un trágico recordatorio de que sus padres nunca habían vuelto a ver al primer hijo que tuvieron después de que éste fuera secuestrado.


—Tal vez ahora los tres hayan vuelto a estar juntos —comentó Sonya al ver lo que miraba su sobrino.


—Quizá —concedió Pedro, recordando la negativa de su padre a aceptar que Dario estuviera muerto.


Enrique había exigido que las investigaciones continuaran durante décadas para seguir unas pistas que no obtenían ningún resultado. Tal vez Sonya tuviera razón y, una vez muerto su padre, los tres encontrarían la paz.


Pero una cosa estaba clara: Pedro no iba a tener que plantar rosas para recordar a su padre. La fuerza y la determinación de Enrique Alfonso estaban muy arraigadas en su alma.


Tanto su tía como él se acercaron a la tumba que había preparada para su padre. Sonya comenzó a llorar desconsoladamente. Sintiéndose incómodo, Pedro le pasó un brazo por los hombros y buscó a su hermana con la mirada. 


Pero en vez de ver a Karen, se encontró con los ojos de Mateo Hammond, que reflejaban un gran enfado.


—Te voy a enseñar que no puedes jugar con mi familia y salirte con la tuya —dijo Mateo desde el otro lado de la tumba.


Pedro lo miró con la furia reflejada en los ojos y se sintió invadido por la tensión.


Notó cómo su tía se puso nerviosa y la abrazó estrechamente.


El cura comenzó a hablar. Pedro cerró los ojos y trató de absorber aquellas palabras. Entonces, sin saber cómo había ocurrido, vio que había agarrado con la mano un poco de arena. Se adelantó y la echó sobre el ataúd.


Las emociones tan intensas que sintió lo tomaron por sorpresa. Se le creó un nudo en la garganta. Alguien le agarró la mano, Karen. Pero él se apartó y se alejó de la tumba.


—¿Estás bien?


Pedro asintió con la cabeza y se abrió paso entre la multitud para buscar un lugar apartado en el que poder estar tranquilo con su dolor.


Paula…


Se preguntó si habría ido también al cementerio. La buscó con la mirada y encontró sus delicadas facciones. No estaba sola, como más o menos había esperado él. Tampoco estaba con los miembros del personal de Alfonso Diamonds, sino que estaba con una pareja mayor. Un hombre en silla de ruedas y una mujer que le resultaba ligeramente familiar.


Pero centró su atención en Paula. La devoró con la mirada y deseó que ambos estuvieran a miles de kilómetros del cementerio y de los tristes recuerdos que conllevaba. Ella lo saludó discretamente con la mano.


Pedro asintió con la cabeza y, sintiéndose extrañamente reconfortado, miró de nuevo la tumba de su padre para el último rezo. Cuando levantó la cabeza vio a Paula empujando la silla de ruedas del hombre hacia la zona donde había varios coches aparcados.


Se marchaba…


—¡Paula! —gritó tras ella una vez estuvo alejado de los asistentes al entierro.


Pero ella no lo oyó y ayudó a subir al hombre a un coche. 


Pedro comenzó a correr. La alcanzó justo cuando estaba a punto de montarse en el asiento del conductor. El vehículo no era el Toyota que normalmente conducía.


—¿Vas a venir a la mansión? —le preguntó.


—Nunca he estado allí, así que no creo —contestó ella. Entonces miró a la pareja que había en el coche—. Tengo que llevar a mis padres a casa.


¿Sus padres?


—Preséntanos —exigió Pedro, introduciendo la cabeza dentro del coche.


—Mamá, papá, éste es Pedro Alfonso —lo presentó ella a regañadientes.


Pero con la cobertura que la prensa les había dedicado a Karen y a él durante el mes anterior, los padres de ella lo habrían reconocido con sólo mirarlo.


—Mis padres, Sara y Carlos.


La madre de Paula esbozó una dulce sonrisa, pero los ojos de su padre fueron más críticos. Pedro se preguntó qué habría ocurrido para que Carlos necesitara una silla de ruedas y si sus padres sabrían que él era el amante de su hija. Nunca se había planteado qué les habría dicho ella sobre su vida privada. Nunca había tenido en cuenta que quizá Paula tuviera que mentir a la gente que amaba… a sus padres, a sus amigos.


Se sintió avergonzado. Al haber insistido en mantener su relación en secreto, le había puesto las cosas muy difíciles.


Y todo porque no quería que se hiciera público que se estaba acostando con un miembro de su personal. Se preguntó si habría sido terriblemente injusto.


Llevando a Paula con él, se alejó un poco del coche.


—Por favor, ven a la mansión, a Miramare, Pau…


—No creo…


—Quiero que vengas —insistió. Por un momento tuvo la sensación de que le estaba abandonando.


Ella levantó la vista ante la intensidad de su voz.


—Nunca antes me habías invitado a ir allí… ¿por qué ahora?


Él no tenía respuesta para aquello. Por lo menos, no una que él mismo entendiera. Todo lo que sabía era que quería levantar la vista y poder ver la delgada silueta de Paula delante de él, oír su tranquilizadora voz.


—No te lo había mencionado antes, pero hay rumores de que mi padre cambió su testamento…


Paula debió de haberse percatado de la confusión y del enfado que reflejaban los ojos de él ya que, tras una breve pausa, asintió con la cabeza.


—Pero primero debo llevar a mis padres a casa.


—Paula —terció su madre, sacando la cabeza por la ventanilla del coche—. Vamos a pasar por la mansión Alfonso y yo puedo conducir hasta casa desde allí.


—No quiero que conduzcas, mamá. Hoy no —contestó Pau, dirigiéndole a su madre una intensa mirada—. Una vez os deje en casa, puedo tomar un taxi para que me lleve a la mansión. Y más tarde regresaré a mi casa también en taxi.


—¿A ese apartamento tan solitario que tienes en Chippendale? Está lejos.


—Yo te llevaré… a tu casa —se apresuró a añadir Pedro.


Pensó que si sus padres todavía creían que ella seguía viviendo en el apartamento que había alquilado en Chippendale tras haberse mudado a Sidney, eso significaba que no sabían que donde realmente vivía era en su ático. 


Sabía que ella iba a visitar a sus padres todos los fines de semana… sin él, por supuesto. Pero nunca se había parado a pensar en lo difícil que debía de haberle resultado a Paula evitar que su madre fuera a visitarla.


—Ya está todo arreglado —dijo—. Te veré después.










lunes, 16 de enero de 2017

UN SECRETO: CAPITULO 3





El calor que hacía en aquella iglesia tan abarrotada comenzó a tener efecto en Paula, que empezó a oír la voz del cura cada vez más tenue. Cerró los ojos con fuerza para tratar de reprimir una náusea y no vomitar la tostada que había comido.


—Cariño, ¿estás bien? —le preguntó su madre, susurrando.


—Sí —contestó ella. Pero entonces sintió otra náusea—. Bueno… quizá no —añadió.


Su madre no sabía nada del bebé, y el funeral de Enrique Alfonso era el último lugar que ella elegiría para anunciarlo.


Náuseas matutinas. ¡Qué expresión más poco apropiada! Ya era mediodía. Náuseas constantes sería más apropiada.


—Vamos, déjame que te ayude a salir fuera.


—¿Fuera? —repitió Paula, abriendo los ojos y mirando a su madre con incredulidad—. ¿Quieres decir que salgamos del funeral de Enrique Alfonso?


De sólo pensarlo se sintió enferma de nuevo. Se había sentado con sus padres en el banco más alejado del altar para no captar atención… cosa que era difícil teniendo en cuenta que su padre iba en silla de ruedas. Si se marchaban en aquel momento echarían a perder toda la discreción que habían logrado.


Pero su madre asintió con la cabeza.


—Necesitas respirar aire fresco. Estás demasiado pálida, Paula.


Una mujer que llevaba un sombrero negro se dio la vuelta y los miró. Paula esbozó una tenue sonrisa y puso la mano sobre la de su madre.


—Estaré bien —le dijo.


Sara Cotter no parecía muy convencida.


—Si tú lo dices…


La mujer del sombrero volvió a darse la vuelta.


Paula cerró los ojos y tuvo que admitir que se sentía muy mal. El alivio se apoderó de ella cuando por fin los asistentes al funeral se levantaron y comenzaron a cantar el último rezo.


—Os veré fuera.


Entonces salió a la calle y respiró aire fresco. Momentos después estaba de pie en el lavabo de la iglesia. Tras haberse echado agua fría en la cara ya no se sentía tan acalorada.


Su médico le había recetado unas pastillas para las náuseas, pero ella no había querido tomarlas. Se estremeció al pensar que había estado a punto de vomitar en medio del funeral de Enrique y en lo que habría dicho Pedro, en los rumores que habrían corrido. No podía soportar pensar en ello. Se apresuró a abrir su bolso para buscar las pastillas y tomarse una.


Cuando salió del lavabo se percató de que el funeral ya había terminado. Los asistentes estaban saliendo de la iglesia. Era un día muy soleado y al salir pudo ver los pájaros que había en los árboles. Comenzó a sentirse mejor y miró a su alrededor para tratar de encontrar a sus padres. Pero no los vio. Se dijo a sí misma que seguramente todavía estuvieran dentro, por lo que volvió a subir las escaleras.


Antes de lograr pasar entre los reporteros que había allí congregados, Pedro se acercó a ella.


—Paula, no te he visto dentro de la iglesia. ¿No te quedarías fuera, verdad?


—Salí justo cuando el funeral estaba terminando… necesitaba ir al lavabo.


—Gracias por haber venido —dijo él con un extraño fervor reflejado en los ojos.


—¿Cómo podría no haberlo hecho? Él era tu padre.


—Y tu jefe.


—No, tú eres mi jefe —contestó ella en voz baja, mirándolo fijamente.


—¡No me mires así! —exigió él. La tensión se apoderó de su cara—. Es difícil de creer, pero te deseo… ahora mismo.


—¡Pedro! —exclamó ella, sintiéndose invadida por la excitación—. ¿Qué diría la gente?


—Ahora mismo no me importa —contestó él, agarrándola por el brazo—. Pau…


—Ten cuidado —dijo ella, apartándose—. La gente hablará. Créeme; después sí que te importará.


Antes de que él pudiera contestar, Paula subió las escaleras y se perdió entre la multitud, con el corazón revolucionado ante la inesperada intensidad de los sentimientos que había mostrado Pedro.




UN SECRETO: CAPITULO 2






Pedro estaba de pie en las escaleras de piedra de la histórica iglesia en la que el alma de su padre estaba a punto de ser entregada al cielo… o al infierno, según la opinión que cada uno tuviera de Enrique Alfonso.


Él había querido a su padre, pero su relación no había sido fácil. Comenzó a sentir calor ya que el sol de mediodía le estaba dando directamente en la espalda. Respiró profundamente y se desabrochó el primer botón de la camisa.


La fragancia de las rosas que había en el cementerio de la iglesia le recordó a Paula. La imagen de ella tumbada en su cama aquella misma mañana se apoderó de su mente y pensó en la tentación que aquella mujer suponía para él. 


Sintió hambre de ella, hambre de la pasión que compartían, una pasión que le tenía cautivado a pesar de aquel breve periodo de desconfianza por el que había pasado tras la desaparición del avión de su padre.


Oyó la música del órgano de la iglesia y sintió la tensión apoderarse de su pecho.


Se giró para mirar al grupo de hombres que había alrededor del coche fúnebre. A excepción de Raul, todos los demás también habían asistido al funeral de su madre, celebrado hacía veintiocho años. Pudo ver el ataúd con los restos de su padre. De su padre. Una emoción demasiado intensa como para describirla se apoderó de él. Su padre…


—Ya deberíamos comenzar —dijo Raul.


Pedro se dio la vuelta para mirar al intruso al que su padre siempre había puesto por delante de él y al que había tratado como si hubiera sido su hijo mayor.


—Dame un minuto para despedirme de mi padre —espetó.


Algo brilló en los ojos de Raul y Pedro lo miró. Lo último que quería era la compasión de Raul Perrini. Pero la expresión de los ojos de éste se desvaneció al instante y su mirada volvió a tener su característica inexpresividad.


Pedro se dio la vuelta, inclinó la cabeza y rezó en silencio. 


Cuando finalizó se acercó con decisión al ataúd.


Raul lo siguió y le puso una mano sobre el hombro.


—Tengo que hablar contigo —le dijo.


Pedro se puso tenso y vaciló durante un momento antes de asentir con la cabeza.


—Claro.


Entonces se alejaron un poco y Raul lo miró directamente a los ojos.


—Lo primero que quiero que sepas es que no hay nadie que sienta más que yo la pérdida que has sufrido.


Pedro se preguntó si Raul lo sentía tanto debido al rumor que se había vertido sobre que su padre había cambiado el testamento poco antes de morir. Bajo las cláusulas del testamento original, Raul, en vez de los propios hijos de Enrique, era el mayor beneficiario de las acciones de Enrique y seguramente estuviera perturbado ante la posibilidad de obtener menos. O quizá temiera que Karen no heredara ningún activo de su padre.


—Garth le dijo a Karen que Enrique había cambiado su testamento —dijo Raul.


Garth Buick era un viejo amigo de Enrique y el representante de Alfonso Diamonds.


—Le ha advertido a Karen que no espere demasiado. No después de su deserción al irse a la casa Hammond.


Por su experiencia personal, Pedro podía hacerse una idea de cuál había sido la reacción de su padre. Hacía diez años, Enrique había puesto a Raul a la cabeza de Alfonso Diamonds y él se había marchado a Sudáfrica para trabajar para De Beers, ya que necesitaba estar un tiempo alejado de Raul, de Enrique y de la empresa. Su padre había enfurecido ante lo que había calificado como una «deserción».


Cuando finalmente Pedro regresó, mayor y más sabio, su padre lo había recibido con una frialdad que le advertía que su deserción no había sido olvidada, ni perdonada, aunque lo había nombrado jefe de las joyerías Alfonso, una filial de la empresa. El pasado siempre se había interpuesto entre ambos; era un abismo demasiado profundo. Hasta que Pedro había dado algunos pasos para acercarse y le había dicho a su padre dos semanas antes de Navidad que quería una mayor participación en la empresa. Éste había parecido satisfecho.


Por lo que si Enrique había cambiado su testamento en diciembre, seguramente la herencia de su hijo habría aumentado… a expensas de la parte que le correspondía a Raul.


Lo que no haría que la ya tensa relación que mantenía Pedro con su cuñado mejorara. Pero mandaría un mensaje claro sobre la confianza que su padre había depositado en él y lo pondría en una posición más fuerte para ser votado director general de Alfonso Diamonds en la reunión que se iba a celebrar el lunes siguiente.


—Pero seguro que Karen seguirá heredando las joyas de mi madre y una considerable suma de acciones, ¿no crees? Mi padre nunca le dejaría menos —comentó.


Aunque, si era sincero, tenía que reconocer que aquellas acciones le habían dejado sin dormir algunas noches, ya que su hermana y Raul juntos formaban un bloque contra él; tenían demasiados votos. El futuro director general de Alfonso Diamonds quizá dependiera de si Karen heredaba algunas acciones o no… o de a quién votara.


—Pronto lo sabremos —respondió Raul, frunciendo el ceño—. Karen piensa que Mateo Hammond va a asistir al funeral. Sé que tú y yo hemos tenido nuestras diferencias, pero es importante que hoy nos mostremos unidos.


Pedro se quedó mirando a Raul. Desde que su hermana había regresado a Australia, se había hecho cargo de las relaciones públicas de la empresa. Había tenido problemas con su trabajo debido a la crisis que siguió al accidente de avión de su padre… y de Marise Davenport, su supuesta última amante. Su afligido y ofendido viudo, Mateo Hammond, había comenzado a comprar mercancía de Alfonso Diamonds y a desencadenar rumores de una compra de la empresa…


—Sí, Mateo Hammond estará en el funeral. Se regodeará sentado en la primera fila. Les ha estado contando a los periodistas que hoy estaría aquí… «para asegurarse de que el malnacido sea enterrado» —contestó Pedro.


Sabía que su padre tenía muchos enemigos, pero le dolía que Mateo, hijo del único hermano de su madre, compartiera esa opinión. Mateo Hammond era un traidor, al igual que su padre, Oliver.


—Ya va a comenzar el funeral —comentó, dándose la vuelta.


Los encargados de la funeraria sacaron el ataúd de Enrique del coche, lo dejaron en el suelo y depositaron sobre él la corona de flores que había elegido Karen. Lirios blancos. 


Su tía Sonya le había dicho que habían sido las flores favoritas de su madre. Al olerlos, Pedro recordó un tiempo en el que en el hogar de los Alfonso había risas y alegría… felicidad. Pero aquél era un tiempo pasado.


Al instante la realidad se apoderó de la situación. Le fue duro pensar que nunca más volvería a oír la áspera voz de su padre y que ya no podría demostrarle que era capaz de dirigir la empresa tan eficientemente como él.


Se colocó al principio del ataúd y Raul lo hizo en el extremo opuesto. Garth Buick se situó detrás de Raul mientras Kane, un primo de Pedro, lo hizo a su vez detrás de éste. También se encontraban allí los dos hermanos mayores de Enrique, el padre de Kane, Vincent, y William Alfonso, que también se acercaron para llevar a hombros el ataúd.


Pedro esbozó una mueca al ver a William Alfonso. Dos meses atrás su tío le había vendido su diez por ciento de acciones de Alfonso Diamonds a Mateo Hammond… y había creado bastantes disturbios en la oficina general de las empresas.


—Bien, vamos allá —dijo, agachándose para agarrar la manivela que tenía más cerca.


Los demás hicieron lo mismo y todos levantaron el ataúd para llevarlo al altar.


La música del órgano alcanzó su punto culminante cuando entraron en la iglesia. Pedro miró fugazmente hacia la primera fila y no vio a Mateo Hammond. Trató de encontrar a Paula, pero tampoco la vio, aunque sabía que debía de estar allí. Durante un fugaz momento pensó en la pasión que habían compartido la noche anterior, en el beso que le había dado aquella mañana, y se relajó. La generosidad de Paula como amante y la tranquilidad que le ofrecía sin pedir nada a cambio habían logrado que aquel día fuera más llevadero para él.


Dejaron el ataúd en el altar, donde el cura estaba esperándolo para comenzar la misa. Karen le hizo señas desde la primera fila y tanto Raul como él se sentaron en el banco.


Una vez sentado al lado de su hermana, con Raul al otro lado de ella, Pedro miró a su alrededor. Pero siguió sin ver a Mateo Hammond ni a Paula.


—Está justo al fondo —le susurró Karen.


—¿Quién? —preguntó Pedro, frunciendo el ceño.


—Paula —contestó Karen, levantando una ceja—. La estabas buscando a ella, ¿no es así?


Pedro no contestó ni miró para atrás para confirmar las astutas sospechas de su hermana.


Mientras escuchaba al cura, no pudo evitar preguntarse cómo se había enterado Karen. Su hermana siempre había sabido cómo interpretar a las personas, pero él pensaba que había hecho un buen trabajo escondiendo su aventura con Paula. No entendía cómo lo había descubierto.