martes, 17 de enero de 2017

UN SECRETO: CAPITULO 4





Pedro entró al cementerio Rookwood con su brillante BMW M6 negro. Siguió al cortejo fúnebre hasta el lugar en donde su padre sería enterrado.


Se bajó rápidamente del vehículo y se acercó a una tumba abierta que había al lado de un pino. Esbozó una seria expresión, decidido a no mostrar lo duro que aquel día era para él.


Su resolución se tambaleó al ver la tumba de su abuelo, Jeremias, justo detrás de la de su madre. A su lado, su tía Sonya se detuvo ante la tumba de Úrsula Alfonso, su hermana. 


Pedro tomó a su tía del brazo. Ella se asustó y él le dio unas palmaditas, ya que no sabía qué decir.


—A veces vengo a arreglar y cuidar las rosas que Úrsula plantó para Dario. Ella solía venir a visitarlo todos los domingos por la tarde para plantarlas. Yo intento venir una vez cada dos meses —dijo Sonya con una tenue voz—. Y ahora Enrique también los va a acompañar.


En la placa que había al lado de la de Úrsula se leía: En recuerdo de nuestro hijo perdido, Dario. Algún día te veremos. Enrique Alfonso ni siquiera le había permitido a su esposa reservar una parcela del cementerio para Dario; aquella placa era todo lo que Úrsula Alfonsoe había tenido para recordarle a su hijo. Un trágico recordatorio de que sus padres nunca habían vuelto a ver al primer hijo que tuvieron después de que éste fuera secuestrado.


—Tal vez ahora los tres hayan vuelto a estar juntos —comentó Sonya al ver lo que miraba su sobrino.


—Quizá —concedió Pedro, recordando la negativa de su padre a aceptar que Dario estuviera muerto.


Enrique había exigido que las investigaciones continuaran durante décadas para seguir unas pistas que no obtenían ningún resultado. Tal vez Sonya tuviera razón y, una vez muerto su padre, los tres encontrarían la paz.


Pero una cosa estaba clara: Pedro no iba a tener que plantar rosas para recordar a su padre. La fuerza y la determinación de Enrique Alfonso estaban muy arraigadas en su alma.


Tanto su tía como él se acercaron a la tumba que había preparada para su padre. Sonya comenzó a llorar desconsoladamente. Sintiéndose incómodo, Pedro le pasó un brazo por los hombros y buscó a su hermana con la mirada. 


Pero en vez de ver a Karen, se encontró con los ojos de Mateo Hammond, que reflejaban un gran enfado.


—Te voy a enseñar que no puedes jugar con mi familia y salirte con la tuya —dijo Mateo desde el otro lado de la tumba.


Pedro lo miró con la furia reflejada en los ojos y se sintió invadido por la tensión.


Notó cómo su tía se puso nerviosa y la abrazó estrechamente.


El cura comenzó a hablar. Pedro cerró los ojos y trató de absorber aquellas palabras. Entonces, sin saber cómo había ocurrido, vio que había agarrado con la mano un poco de arena. Se adelantó y la echó sobre el ataúd.


Las emociones tan intensas que sintió lo tomaron por sorpresa. Se le creó un nudo en la garganta. Alguien le agarró la mano, Karen. Pero él se apartó y se alejó de la tumba.


—¿Estás bien?


Pedro asintió con la cabeza y se abrió paso entre la multitud para buscar un lugar apartado en el que poder estar tranquilo con su dolor.


Paula…


Se preguntó si habría ido también al cementerio. La buscó con la mirada y encontró sus delicadas facciones. No estaba sola, como más o menos había esperado él. Tampoco estaba con los miembros del personal de Alfonso Diamonds, sino que estaba con una pareja mayor. Un hombre en silla de ruedas y una mujer que le resultaba ligeramente familiar.


Pero centró su atención en Paula. La devoró con la mirada y deseó que ambos estuvieran a miles de kilómetros del cementerio y de los tristes recuerdos que conllevaba. Ella lo saludó discretamente con la mano.


Pedro asintió con la cabeza y, sintiéndose extrañamente reconfortado, miró de nuevo la tumba de su padre para el último rezo. Cuando levantó la cabeza vio a Paula empujando la silla de ruedas del hombre hacia la zona donde había varios coches aparcados.


Se marchaba…


—¡Paula! —gritó tras ella una vez estuvo alejado de los asistentes al entierro.


Pero ella no lo oyó y ayudó a subir al hombre a un coche. 


Pedro comenzó a correr. La alcanzó justo cuando estaba a punto de montarse en el asiento del conductor. El vehículo no era el Toyota que normalmente conducía.


—¿Vas a venir a la mansión? —le preguntó.


—Nunca he estado allí, así que no creo —contestó ella. Entonces miró a la pareja que había en el coche—. Tengo que llevar a mis padres a casa.


¿Sus padres?


—Preséntanos —exigió Pedro, introduciendo la cabeza dentro del coche.


—Mamá, papá, éste es Pedro Alfonso —lo presentó ella a regañadientes.


Pero con la cobertura que la prensa les había dedicado a Karen y a él durante el mes anterior, los padres de ella lo habrían reconocido con sólo mirarlo.


—Mis padres, Sara y Carlos.


La madre de Paula esbozó una dulce sonrisa, pero los ojos de su padre fueron más críticos. Pedro se preguntó qué habría ocurrido para que Carlos necesitara una silla de ruedas y si sus padres sabrían que él era el amante de su hija. Nunca se había planteado qué les habría dicho ella sobre su vida privada. Nunca había tenido en cuenta que quizá Paula tuviera que mentir a la gente que amaba… a sus padres, a sus amigos.


Se sintió avergonzado. Al haber insistido en mantener su relación en secreto, le había puesto las cosas muy difíciles.


Y todo porque no quería que se hiciera público que se estaba acostando con un miembro de su personal. Se preguntó si habría sido terriblemente injusto.


Llevando a Paula con él, se alejó un poco del coche.


—Por favor, ven a la mansión, a Miramare, Pau…


—No creo…


—Quiero que vengas —insistió. Por un momento tuvo la sensación de que le estaba abandonando.


Ella levantó la vista ante la intensidad de su voz.


—Nunca antes me habías invitado a ir allí… ¿por qué ahora?


Él no tenía respuesta para aquello. Por lo menos, no una que él mismo entendiera. Todo lo que sabía era que quería levantar la vista y poder ver la delgada silueta de Paula delante de él, oír su tranquilizadora voz.


—No te lo había mencionado antes, pero hay rumores de que mi padre cambió su testamento…


Paula debió de haberse percatado de la confusión y del enfado que reflejaban los ojos de él ya que, tras una breve pausa, asintió con la cabeza.


—Pero primero debo llevar a mis padres a casa.


—Paula —terció su madre, sacando la cabeza por la ventanilla del coche—. Vamos a pasar por la mansión Alfonso y yo puedo conducir hasta casa desde allí.


—No quiero que conduzcas, mamá. Hoy no —contestó Pau, dirigiéndole a su madre una intensa mirada—. Una vez os deje en casa, puedo tomar un taxi para que me lleve a la mansión. Y más tarde regresaré a mi casa también en taxi.


—¿A ese apartamento tan solitario que tienes en Chippendale? Está lejos.


—Yo te llevaré… a tu casa —se apresuró a añadir Pedro.


Pensó que si sus padres todavía creían que ella seguía viviendo en el apartamento que había alquilado en Chippendale tras haberse mudado a Sidney, eso significaba que no sabían que donde realmente vivía era en su ático. 


Sabía que ella iba a visitar a sus padres todos los fines de semana… sin él, por supuesto. Pero nunca se había parado a pensar en lo difícil que debía de haberle resultado a Paula evitar que su madre fuera a visitarla.


—Ya está todo arreglado —dijo—. Te veré después.










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