martes, 17 de enero de 2017

UN SECRETO: CAPITULO 5





Pedro salió del despacho de su padre y, a ciegas, se dirigió al pasillo. Sentía como si su mundo se hubiera venido abajo. 


Delante de él pudo ver a Mateo Hammond dirigiéndose enfadado hacia la puerta principal… sin ninguna intención de quedarse a tomar un refresco.


Pedro—le llamó su hermana.


Karen estaba más blanca que los lirios que habían depositado sobre el ataúd de su padre y parecía muy impresionada. Se acercó a ella y, aunque a él le temblaban las manos, la llevó a la sala contigua para evitar las miradas de los curiosos. Cerró la puerta tras ellos.


—El viejo malnacido —espetó él con amargura.


—¿Cómo ha podido hacerlo? ¿Cómo ha podido desheredarme? —dijo Karen con voz apagada—. Soy su hija, maldita sea.


—Le ha dejado tus acciones a alguien que ni siquiera existe. Dario está muerto —comentó él, agitando la cabeza ante la locura que suponía aquello.


Pero Enrique Alfonso nunca había estado loco, salvo por una cosa: su obstinada creencia de que su primer hijo todavía estaba vivo. En algún lugar.


—De ninguna manera Dario va a revivir por arte le de magia durante los próximos seis meses para reclamar su parte de la herencia… o Miramare —dijo Pedro, tratando de consolar a su hermana.


El fantasma de Dario había estado acechando la mansión desde la desaparición de éste.


—Aunque no lo haga, las acciones que le ha dejado a él se repartirán entre Raul y tú —le recordó Karen, que parecía muy aturdida—. Yo no me quedo con nada… salvo con esa fría cláusula en la que se establece que me deshereda.


Lo que significaba que Pedro y Raul tendrían igual número de acciones. Hasta el final, su padre los estaba enfrentando.


—Papá no tenía ningún derecho a dejarle a Marise Davenport las joyas de mamá.


Pedro se le vino a la cabeza una imagen de Marise. Había sido una exuberante pelirroja que había trabajado para el departamento de marketing de Alfonso Diamonds. Él nunca le había prestado mucha atención, aunque ella había tratado de que así fuera en más ocasiones de las deseadas. Pero ello no la había detenido y había ido en busca de un pez más grande. Su padre. Aparte de las joyas de su madre, su padre también le había dejado un legado bastante considerable. Pero claro, no le serviría para nada ya que estaba muerta.


—Voy a impugnar el testamento —anunció Karen.


—No será fácil —contestó Pedro.


Ninguno de los dos había oído la puerta abrirse, pero Raul había entrado en la sala.


—Su testamento establece claramente que deseaba desheredarte… que ése era su deseo —prosiguió Pedro.


Karen se apartó de los brazos de su hermano y se acercó a su marido.


—Oh, Raul, no podía haber elegido una manera mejor para hacerme daño.


—Tranquila, mi amor. Él ya no está entre nosotros. Tu padre sólo puede hacerte daño si se lo permites. Tú creas tu propia felicidad —dijo Raul, dándole a Karen un cariñoso beso en los labios.


Repentinamente Pedron se sintió como un intruso, como alguien ajeno al vínculo que tenían Raul y su hermana. 


Sintiéndose muy solo, salió al pasillo.


La única cosa buena que había salido del testamento era la evidencia de que su padre le había considerado igual a Raul. 


Pero él nunca había sido capaz de llenar el vacío que había dejado la pérdida de su hermano.


Apesadumbrado, se dirigió al salón principal, donde se había congregado la mayor parte de los asistentes al funeral. Al entrar, el olor a buen café recién hecho embriagó sus sentidos y el murmullo de las conversaciones que la gente estaba manteniendo le resultó casi agobiante. Se preguntó si habría llegado ya Paula. Al mezclarse entre la multitud, vio una cabeza rubia que le era familiar.


Justo en ese momento, como si supiera que él había llegado, Paula se dio la vuelta. Tenía la preocupación reflejada en sus ojos marrones.


Y, por primera vez desde el funeral, el sentimiento de vacío que había estado sintiendo Pedro comenzó a disiparse



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