martes, 20 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 26





—¡¿Que vas a qué?! —Paula separó el auricular de su oreja; el grito de Candela casi la deja sorda.


—Me caso en dos semanas, Cande —repitió con paciencia.


—Voy para allá —fue la única respuesta de su amiga antes de colgar.


Media hora después, el timbre de la puerta sonaba, insistente. Nada más abrir, Candela, con los pelos más de punta que nunca, se coló en el interior sin ni siquiera dar los buenos días.


—¿Puede saberse qué está pasando? ¿Has perdido la cabeza?


Paula se llevó un dedo a los labios.


—¡Shh, calla! Espera a que se vayan Sol y la Tata a la compra.


En ese momento, salieron las aludidas de la cocina. Su hija arrastraba el carrito vacío con entusiasmo golpeándolo, una y otra vez, contra las paredes del estrecho pasillo.


—Tata, Cande se queda a comer —anunció Paula sin ni siquiera preguntar a la interesada. Sabía que Candela, acostumbrada a alimentarse a base de sándwiches por el día y alguna ensalada por la noche, no dejaría escapar la oportunidad de comer uno de los deliciosos guisos caseros de la Tata.


Cuando al fin se quedaron a solas, se sentaron en el sofá del salón y empezaron las explicaciones.


—Dijiste que nunca volverías a casarte. —Candela la miró, acusadora.


—Caramba, Candela, ¿quieres que te recuerde las veces que has repetido que no volverías a cometer los mismos errores con el siguiente tipo que conocieras y luego te has comido tus palabras con patatas? —Irritada, le recordó a su amiga su comportamiento más que voluble.


—No tiene nada que ver. En mí eso es normal, pero tú eres diferente. —Gesticulaba mucho con las manos al hablar, algo que hacía siempre que estaba nerviosa.


—Está claro que no tan diferente.


La pelirroja la examinó con atención antes de preguntar a bocajarro:
—¿Estás enamorada de él?


Paula se removió, incómoda, en el sillón.


—Me conoces demasiado bien, Cande. A ti no te voy a mentir. Es un matrimonio de conveniencia. —Al ver la cara estupefacta de su amiga, Paula supo que tendría que contarle toda la historia—.Verás…


Durante la siguiente media hora la puso al día de todo lo ocurrido con Antonio de Zúñiga, le contó la irrupción de los dos matones en el piso y le reveló, por fin, la cuantía real de la deuda que mantenía con el marqués. Por una vez en su vida, Candela no la interrumpía a cada rato, sino que la escuchaba, boquiabierta, con una expresión horrorizada en sus grandes ojos grises.


—¿Por qué no me dijiste nada? —preguntó cuando Paula terminó su explicación.


—No quería agobiarte con mis problemas. No había nada que pudieras hacer. —Paula se encogió de hombros ligeramente.


Al oírla su interlocutora alzó los ojos al cielo, exasperada; sin embargo, se limitó a hacerle una nueva pregunta:
—¿Qué va a ocurrir con Antonio de Zúñiga?


Pedro me dijo que no me preocupara, que él se encargaría de todo. —Volvió a encogerse de hombros, como si no supiera qué pensar al respecto—. No sé, hay algo en Pedro Alfonso que te hace confiar en que podrá enfrentarse a lo que se tercie y solucionarlo. A lo mejor es por su tamaño extragrande…


—¿Se lo contaste al Mataperros? —Candela interrumpió, impaciente, aquellas reflexiones inútiles y a Paula no se le escapó el destello de celos que brilló durante un segundo en sus pupilas.


—No, Lucas tampoco sabe nada. Ya sabes que se gana la vida bien, pero no tiene la clase de dinero que yo necesitaba para saldar mi deuda.


—Me gustaría coger al imbécil de Álvaro por banda y sacudirlo hasta que se le descolocaran todos los dientes —declaró la pelirroja con ferocidad.


Paula le pasó el brazo por encima de los hombros para tranquilizarla.


—Deja a Álvaro tranquilo, lo único que puedo sentir ya por él es lástima por la manera estúpida en que desperdició su vida.


Al oírla, Candela volvió la cabeza hacia ella y preguntó con los ojos clavados en su rostro:
—¿Y qué es lo que sientes por Pedro Alfonso?


Paula se quedó pensativa; aquello era algo sobre lo que, en los últimos días, había reflexionado mucho.


Pedro es un amigo, un buen amigo —empezó a decir despacio, como si quisiera dar voz a sus pensamientos más íntimos con la mayor precisión—. Es un hombre divertido y a su lado me siento segura. No sé si una mujer tan independiente como tú podrá entenderlo, pero en los últimos años me he visto tan superada por los acontecimientos que es algo que agradezco profundamente. Te mentiría si te dijera que no me asusta el futuro, pero procuro apartar esos pensamientos de mi cabeza. Ahora lo único que puedo hacer, si no quiero volverme loca, es vivir al día y enfrentarme a lo que vaya surgiendo en cada momento.


—Pero apenas lo conoces. —A la pelirroja no le gustaba hacer de Pepito Grillo, pero no le quedaba más remedio; al fin y al cabo, Paula era su mejor amiga.


—Tienes razón, Cande. Lo poco que sé de él es que es un hombre con un exagerado sentido del humor, pero también tiene un lado inflexible y despiadado (algo inevitable en un hombre hecho a sí mismo, supongo) que, aunque no asoma a menudo, soy consciente de que está ahí. No voy engañada a este nuevo matrimonio, pero por más que pienso no encuentro otra solución.


Permanecieron un rato sin decir nada, cada una dándole vueltas a lo que rondaba en su cabeza, hasta que Candela rompió el silencio.


—Bueno, al menos hay una cosa que me tranquiliza en todo este disparatado asunto.


Paula hizo un esfuerzo para escapar de sus negros pensamientos y la miró con curiosidad.


—Tengo la sensación de que tu atractivo gigante está colado por ti.


Al oírla, Paula no pudo evitar lanzar una carcajada y, sacudiendo la cabeza con indulgencia, afirmó:
—De verdad, Cande, eres una romántica incorregible.




TE QUIERO: CAPITULO 25





Paula se miró en el espejo por última vez y lanzó un suspiro. 


A pesar de que se había esmerado con el maquillaje, no había conseguido disimular del todo las sombras oscuras bajos sus ojos.


«Al menos ya no estoy pálida como una muerta», se dijo, con un ligero encogimiento de hombros.


Un poco más tarde se reunía con Pedro en una terraza cerca de la Plaza Mayor donde, debido al calor, los vaporizadores de agua trabajaban sin descanso, creando un ambiente fresco y agradable.


Paula le dio dos besos antes de sentarse y enseguida desvió la vista, aunque podía sentir sus pupilas penetrantes clavadas en ella.


—Qué… qué día tan agradable.


Recurrió al trillado tema del tiempo en un vano intento de sacudirse la sensación de incomodidad causada por el prolongado silencio del americano; pero, incapaz de continuar, empezó a retorcer un mechón de pelo alrededor de su dedo índice, cada vez más nerviosa.


Había sido un error, se dijo. No tenía que haber llamado a Pedro. Era una locura pensar siquiera en casarse con un hombre para escapar de otro. Sin embargo, sabía bien que no le quedaban más opciones. Después de lo ocurrido en su piso, había barajado la idea de acudir a la policía, pero Antonio de Zúñiga era demasiado poderoso y, además, ¿qué iba a decirles? ¿Que un hombre muy conocido y de encanto legendario había mandado a un par de matones para meterle el miedo en el cuerpo? Nadie la creería.


A Paula le hubiera gustado conservar su orgullo intacto, ya que era lo único que había conseguido salvar del desastre en que se había convertido su matrimonio. Durante años se había jurado a sí misma que jamás volvería a casarse; sin embargo, ahora la seguridad de las dos personas a las que más amaba en el mundo estaba en juego. La amenaza era demasiado real para ignorarla y, por muchas vueltas que le había dado, no había sido capaz de encontrar otra salida.


—Relájate, Paula. —Estaba tan ensimismada en sus pensamientos que la voz profunda del americano le hizo dar un respingo.


Pedro estiró el brazo y colocó su mano sobre la piel desnuda de su muslo, tratando de tranquilizarla y, de pronto, Paula cayó en la cuenta de que si se casaba con aquel hombre, aquellas manos, grandes y cálidas, no se limitarían a acariciarla en un lugar tan inocente. Al pensar en ello, notó que enrojecía hasta tal punto que supo que ni siquiera la capa de maquillaje que se había aplicado a conciencia
antes de salir de su casa sería capaz de ocultarlo. Alterada por aquel leve contacto, apartó la pierna con brusquedad y, de nuevo, notó sus desconcertantes iris azules fijos en ella, como si pudieran leer hasta el último pensamiento que pasaba por su cabeza.


—Dime qué es lo que ha ocurrido para que, de pronto, hayas decidido que quieres casarte conmigo.


Aquella demanda, tan directa, hacía imposible escurrir el bulto, así que Paula inspiró despacio unas cuantas veces hasta que disminuyó el ardor de sus mejillas y, con una voz sin inflexiones, empezó a relatarle lo ocurrido hacía apenas dos días.


—Sé bien que no es tu problema, Pedro —afirmó una vez que terminó de contar la historia, sin dejar de retorcer con el dedo uno de sus oscuros mechones—. Pero estoy muy asustada y no tengo a nadie más a quien recurrir.


Al ver que él no decía nada, Paula, sin atreverse a mirarlo a los ojos, añadió a toda prisa:
—Esta noche he estado dándole muchas vueltas. Si quieres que te sea sincera, en realidad no he pegado ojo —trató de sonar animada, pero fracasó miserablemente—. Mientras luchaba contra el insomnio se me ha ocurrido que, en realidad, no tenemos por qué casarnos. Quizá podrías hacerme un préstamo. Sé que es mucho dinero, pero te juro que te pagaré la mayor parte de mi sueldo todos los meses. Desde tu fiesta estoy muy solicitada, me llueven los encargos, podría…


—Basta, Paula —la interrumpió con tal brusquedad que ella alzó la vista y lo miró, sorprendida.


En aquel semblante de rasgos duros no quedaba ni rastro del simpático grandullón en el que había aprendido a confiar. 


La persona que tenía enfrente era el mismo hombre inflexible que, durante unos pocos segundos, había atisbado durante su primer encuentro; un hombre que había pasado de la pobreza a la abundancia a base de esfuerzo y trabajo duro; alguien que no se detendría ante nada con tal de lograr sus propósitos. De pronto, se dio cuenta de que, salvando las distancias, Pedro Alfonso y Antonio de Zúñiga tenían mucho en común, y aquel pensamiento la hizo estremecer; sin embargo, hizo un esfuerzo y trató de serenarse.


—Te recuerdo que, antes que nada, soy un hombre de negocios y que he llegado hasta donde he llegado sopesando la relación riesgo-ganancia en todas las transacciones que realizo. Te lo voy a decir sin rodeos, Paula: lo que me propones es una mala inversión.


Esas palabras, pronunciadas en aquel tono frío y razonable, echaron por tierra sus últimas esperanzas y, sin poder evitarlo, Paula sintió que la desesperación se apoderaba de ella, pero Pedro seguía hablando y se obligó a escucharlo:
—Quiero una esposa a cambio de mi dinero. —A Pedro no se le escapó el respingo que dio al escucharlo—. Sé que no te gusta cómo suena esto, pero si lo miras como una inversión de negocios no tiene nada de extraño; ambos tenemos algo que el otro necesita, podríamos decir que es un intercambio de activos.


—Y ese… ese negocio que propones, ¿sería… sería un matrimonio… normal? —balbuceó con voz débil, sin poder evitar que una nueva oleada de sangre inundara sus mejillas.


Pedro extendió el brazo una vez más, agarró una de las manos femeninas y la estrechó con fuerza notando su temblor.


—Absoluta y completamente normal. Como ya te dije, me gustaría tener hijos. He tardado mucho en tomar la decisión de casarme; pero, ahora que por fin estoy decidido a dar el paso pretendo que sea para siempre. Así que dime, Paula: ¿te casarás conmigo con todas las consecuencias?


Durante unos segundos que se le antojaron interminables, Paula se perdió en aquella intensa mirada azul que parecía traspasarla, hasta que, finalmente, incapaz de pronunciar la palabra en alto, asintió con la cabeza. Entonces, le pareció distinguir un revoltijo de emociones en las rudas facciones masculinas: triunfo, deseo, alegría, pasión… y su estómago se retorció de forma extraña. Pero, casi al instante, el rostro del americano recobró la impasibilidad que le era habitual y, una vez más, la joven dudó de sus propias percepciones.


—Estoy feliz, Paula, baby —afirmó con una amplia sonrisa que dejaba ver sus dientes perfectos—. Creo que deberíamos sellar nuestro acuerdo con un beso. Ya sabes, para irnos acostumbrando.


Y sin que el hecho de estar rodeados de gente por todas partes pareciera importarle lo más mínimo, la alzó de la silla sin aparente esfuerzo y la colocó sentada de lado sobre su regazo.


Pedro, ¿qué haces? Para, por favor. —La expresión de aquellos iris azules no resultaba nada tranquilizadora y, al verla, Paula notó que se le aceleraba la respiración.


—Es solo un beso, baby…


Y sin más explicaciones, enredó los largos dedos en los cabellos de su nuca mientras sujetaba su barbilla con la otra mano. Alzó su rostro sonrojado hacia él, y sus labios se abalanzaron sobre la boca femenina con una voracidad que hablaba de un hambre reprimida durante demasiado tiempo.


Ante aquel inesperado ataque, Paula se resistió y trató de rechazarlo empujando las palmas de sus manos contra aquel pecho imponente una, dos veces… Sin embargo, no consiguió causar la menor impresión y, menos de un segundo después, ni siquiera lograba recordar por qué luchaba. De pronto, no existía nada más en el mundo que aquellos labios que se apretaban contra los suyos, duros y
tiernos, hábiles y juguetones, ardientes y enloquecedores; no había más que esos fuertes brazos que se cerraban en torno a ella como una exquisita prisión; no era capaz de sentir más allá de un ardiente deseo que no había experimentado desde hacía años… Sin poder resistirse, abrió la boca para acomodar a aquella lengua, insistente y provocativa, que estaba desencadenando un terremoto en su interior de dimensiones épicas y se aferró a la nuca masculina para atraerlo aún más hacia sí.


Todo acabó de un modo tan repentino como había comenzado; el beso cesó y ella no pudo reprimir un gruñido de protesta. Todavía tardó un rato en procesar que los silbidos y aplausos que escuchaba a su alrededor iban dirigidos a ellos.


De golpe, abrió los párpados que había mantenido cerrados hasta entonces y, completamente abochornada, clavó sus grandes ojos color caramelo en aquel rostro atractivo —aún muy cerca del suyo— que exhibía una expresión divertida y una luz en sus pupilas que la llenó de desazón.


Con ella aún en brazos, Pedro se puso en pie, flexionó la rodilla en una especie de reverencia y anunció con una enorme sonrisa:
—¡Por fin ha dicho que se casará conmigo!


Más vítores y aplausos del resto de los ocupantes de la terraza. Pedro pidió la cuenta y el camarero les invitó a los cafés para celebrar el compromiso. Después, se alejaron caminando calle abajo en dirección al hotel, sin que Paula fuera capaz de reunir el valor necesario para mirarlo ni una sola vez.


Al llegar a la Plaza de las Cortes, anunció con los ojos bajos:
—Voy a coger el metro, ya… ya nos veremos.


Pedro colocó el índice bajo su barbilla y la obligó a alzar el rostro hacia él, por lo que no le quedó más remedio que levantar la vista.


—¿Ya nos veremos? Ese no es modo de despedirse de un hombre que acaba de aceptar, amablemente, tu proposición de matrimonio. —Sus ojos chisporroteaban llenos de diversión mientras observaba sus mejillas encendidas—. Además, aún tenemos que aclarar algunos detalles. Vamos, te llevo a tu casa, así le damos la noticia a Sol y a la Tata.


—Si… si no te importa, Pedro, prefiero decírselo yo sola cuando me haya calmado un poco.


El entusiasmo se borró de golpe del semblante de su futuro esposo, quien la examinó con detenimiento antes de responder, muy serio:
—Tienes razón, quizá será mejor que les expliques tú antes las cosas.


Demasiado ensimismada en su propia turbación para percatarse de nada más, Paula se llevó las manos a su rostro ardiente.


—¡Dios mío! ¡Me siento como un semáforo!


Al oír su exclamación, Pedro recuperó su talante habitual.


—O como la muleta de un torero —ofreció, solícito.


—Es que besas de una manera… —A Paula se le escaparon las palabras, antes siquiera de saber lo que iba a decir, y su azoramiento alcanzó cotas desconocidas hasta entonces.


—Confieso que he practicado un poco. —Sus labios dibujaron su característica mueca jactanciosa que, en esa ocasión, a ella no le hizo tanta gracia y luego añadió—: Ahora estás color langosta; langosta recién hervida —precisó, muy serio.


Paula trató de no prestar atención a ese último comentario y prosiguió con sus elucubraciones, incapaz de dejar de darle vueltas a la tumultuosa tormenta de emociones que había estallado en su interior en las dos ocasiones en que la había besado aquel hombre. La primera vez que ocurrió, había achacado su confusión a un exceso de alcohol en sangre, pero, esta vez, era imposible echarle la culpa a las copas; tan solo había bebido una caña.


—Sí, debe ser eso —comentó, al fin, como si respondiera a una pregunta no formulada—. Mi falta de práctica. Está claro que hacía demasiado tiempo que no me besaba nadie.


—Antonio de Zúñiga te besó…


—Me refiero a un hombre al que no odie con toda mi alma —puntualizó Paula, impaciente.


—¿No ha habido ninguno después de tu marido? —preguntó Pedro con mal disimulada curiosidad



Ella negó con la cabeza y se encogió de hombros.


—He estado demasiado ocupada trabajando y cuidando de mi hija. Además, el día en que enterré a Álvaro juré que no volvería a casarme. Está claro que soy una mujer de palabra. —No pudo evitar un gesto de desolación ante las ironías de la vida.


Al verlo, Pedro no pudo resistirlo más y la estrechó contra su pecho en uno de aquellos abrazos asfixiantes que comenzaban a convertirse en una agradable costumbre.


—Deja de preocuparte, Paula, baby. Ya verás como nuestro matrimonio resulta un éxito.


TE QUIERO: CAPITULO 24





Al otro lado del Atlántico, Pedro repasaba unos documentos en el enorme despacho de la planta setenta y dos de uno de los más exclusivos rascacielos de Manhattan cuando sonó su móvil.


Fastidiado por la interrupción, miró la pantalla sin muchas ganas de cogerlo, pero, al ver el número de Paula, contestó en el acto.


—¡Qué sorpresa, Paula, baby!


Sonriente, se recostó sobre el respaldo de cuero de su cómodo asiento ergonómico, al tiempo que inclinaba la cabeza a uno y otro lado para desentumecer los músculos de su cuello.


—Ho… Hola, Pedro. Espero… espero no molestarte. —La voz femenina sonaba vacilante, muy distinta del tono alegre y desenfadado que había empleado en otras ocasiones en las que él la había llamado.


—Tú nunca molestas, baby.


—Sí, bueno. Verás… —empezó a decir; pero, de repente, se quedó en silencio como si no supiera cómo continuar. A Pedro le sorprendió que ni siquiera se molestara en regañarlo con buen humor, como solía, por haberla llamado baby.


Preocupado, tamborileó con las yemas de los dedos sobre la inmensa mesa de acero y cristal, repleta de papeles, y preguntó con urgencia:
—¿Qué ocurre, Paula? Sé que algo te preocupa, ¿qué es?


El americano notó la forma en que ella cogía aire y esperó, impaciente. A Paula le llevó unos cuantos segundos, pero al final respondió:
—Verás, Pedro, sé que te va a sonar un poco extraño… —emitió una risa nerviosa que hizo que su interlocutor se pusiera aún más tenso de lo que ya estaba—. Quería saber… En realidad, me preguntaba si aún…


Pedro la imaginó retorciendo, inquieta, uno de los mechones castaños y brillantes de su larga melena, como la había visto hacer a menudo.


—Suéltalo de una vez, Paula.


—¿Sigues queriendo casarte conmigo? —preguntó con brusquedad.


El silencio que siguió a sus palabras se hizo tan profundo que Paula se clavó los dientes en el dorso de la mano que tenía libre para evitar que se le escapara un sollozo mientras se aferraba al teléfono con todas sus fuerzas, hasta que su palma se empapó de sudor. Cuando un rato después Pedro decidió romper su mutismo, evitó darle una respuesta directa.


—Creo que sale un vuelo a Madrid en unas horas. Mañana te llamaré para quedar a comer. —Sin esperar respuesta, colgó el teléfono y permaneció contemplando, abstraído, las impresionantes vistas del skyline de Manhattan enmarcadas por el gigantesco ventanal.




lunes, 19 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 23





Habían pasado dos semanas desde que finalizó el contrato con Pedro Alfonso y, aunque estaba muy liada, Paula lo echaba de menos a menudo. Él la había telefoneado en un par de ocasiones, pero las llamadas habían sido cortas y, si bien intercambiaban WhatsApp a la menor oportunidad, no era lo mismo que verlo a diario. Por fortuna, gracias a la fiesta le habían llovido los encargos; en esos momentos tenía entre manos la boda de la hija de una famosa actriz, un torneo de golf del Circuito Internacional masculino y otros tantos proyectos en lista de espera, así que no paraba un minuto.


Era domingo y, aunque eran casi las doce del mediodía, seguía en camisón. Su hija tampoco se había quitado el pijama, y permanecían tumbadas en la cama de Paula leyendo cada una su libro. A pesar de las protestas de la Tata, que no soportaba el desorden, habían decidido hacer un día «guarroso», lo que significaba que se dedicarían a vaguear hasta que fueran a ducharse poco antes de la hora de la comida.


En ese momento sonó el timbre de la puerta y la Tata fue a abrir.


—Traigo un paquete para la señorita Paula Chaves del Diego y Caballero de Alcántara —anunció el mensajero mientras ella lo escrutaba a través de la mirilla.


Sin sospechar nada raro, la Tata abrió una rendija y el hombre que estaba al otro lado aprovechó para empujar con todas sus fuerzas. La puerta se abrió con violencia y golpeó con estrépito contra una de las paredes del vestíbulo. Antes de que la pobre mujer tuviera oportunidad de gritar, otro individuo se coló en el pequeño recibidor, la agarró por la espalda y le tapó la boca con su mano.


Aquellos ruidos alertaron a Paula, quien se volvió hacia Sol y, poniéndole los dedos sobre sus labios, susurró:
—Escóndete debajo de la cama. Pase lo que pase, no te muevas y no hables.


Los grandes ojos azules de su hija la miraban, asustados, pero al ver la cara de preocupación de su madre, asintió con la cabeza y, al instante, desapareció debajo del somier.


Paula estiró la colcha para ocultarla aún mejor y lamentó no estar vestida de manera más apropiada. Descalza, corrió hacia la entrada dispuesta a averiguar qué era lo que estaba ocurriendo, pero al llegar al recibidor se detuvo en seco, con el corazón latiéndole en el pecho, desaforado; la presencia de aquellos dos hombres, tan corpulentos, empequeñecía aún más el diminuto espacio.


—¡Suéltela ahora mismo! —ordenó con firmeza al hombre que mantenía sujeta a la Tata.


Este le dijo algo al otro en un idioma que ella no entendió, y ambos soltaron una carcajada. La respiración de India se volvió todavía más agitada; estaba muerta de miedo y notaba las rodillas flojas, pero luchó por parecer calmada.


—¿Qué quieren? ¿Qué están haciendo en mi casa?


—¿Paula Chaves del Diego y Caballero de Alcántara? —preguntó, a su vez, el que parecía el jefe en un español casi perfecto mientras deslizaba una mirada lujuriosa por las esbeltas piernas que el corto camisón de raso apenas ocultaba


Cada vez más asustada, Paula respondió procurando que no le temblara la voz.


—Soy yo. ¿Qué quieren? —repitió.


—Venimos a traerle un mensaje, pero nos gustaría que antes estuvieran presentes todos los habitantes de la casa.


Al escuchar aquellas palabras, el miedo de Paula se convirtió en pánico, pero estaba decidida a disimularlo, así que respondió con serenidad:
—¿Qué quiere decir? Aquí solo estamos mi asistenta y yo…


Sin dejarle acabar la frase, el jefe ladró una orden y, en el acto, el tipo más fornido soltó a la Tata, que estaba blanca como el papel y quien, por una vez, parecía no tener nada que decir, y desapareció por el estrecho pasillo.


«Dos contra uno», se dijo Paula, muy nerviosa; pero, como si el individuo que tenía enfrente adivinara sus intenciones, sacó un cuchillo de grandes dimensiones de entre sus ropas y se limitó a decir:
—Ni se le ocurra.


Justo entonces regresó el otro hombre con Sol, que no paraba de forcejear, entre sus brazos. Al verlo, lágrimas de miedo y frustración empezaron a resbalar por las mejillas de Paula.


—¡Suéltela! ¡No le haga daño! —gritó, histérica.


—Tranquila, si usted colabora no le haremos nada a la pequeña. Es una nena muy guapa, como su madre…


Su tono, odiosamente insinuante, hizo que se le revolviera el estómago y, medio enloquecida de terror, suplicó entre sollozos.


—¡Por favor, no le haga nada a mi hija! ¡Dígame qué es lo que quiere y déjennos en paz!


Al oírla, el hombre sonrió con crueldad; saltaba a la vista que estaba disfrutando.


—Por supuesto, preciosidad. Ahora que estamos todos reunidos ya puedo transmitirle mi mensaje. —Alargó el brazo y, sin que ella pudiera evitarlo, le metió un trozo de cartulina por el escote del camisón—. Esta es la tarjeta de visita del hombre que me envía. Si no consigue reunir el dinero para pagar lo que le adeuda antes del próximo sábado, deberá ponerse en contacto con él en este número de teléfono. Si ese día antes de medianoche no ha pagado aún y mi jefe no ha recibido su llamada, volveremos a hacerles otra visita, pero me temo que, entonces, ya no seremos tan amables.


Se acercó a Paula, que lo observaba paralizada, y colocó la punta del dedo índice bajo el lóbulo de su oreja; muy despacio y con extrema delicadeza, deslizó el dedo sobre la suave piel hasta llegar al otro extremo de su garganta, en una amenaza que tenía poco de velada.


—En realidad, no me importaría volver a visitarla… y, la verdad, es que a su niñita, tan mona, tampoco. —Le guiñó un ojo, al tiempo que sus labios se fruncían en una mueca cargada de maldad, y se apartó al fin.


Al instante, dio una nueva orden y, segundos después, se encontraban de nuevo las tres solas en el piso. Paula corrió hacia donde estaba su hija y la estrechó contra su pecho con todas sus fuerzas, sin poder contener ni un segundo más el temblor de su cuerpo, y cuando la Tata se acercó a ellas con las lágrimas corriendo por sus arrugadas mejillas, la incluyó también en el abrazo.