lunes, 19 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 23





Habían pasado dos semanas desde que finalizó el contrato con Pedro Alfonso y, aunque estaba muy liada, Paula lo echaba de menos a menudo. Él la había telefoneado en un par de ocasiones, pero las llamadas habían sido cortas y, si bien intercambiaban WhatsApp a la menor oportunidad, no era lo mismo que verlo a diario. Por fortuna, gracias a la fiesta le habían llovido los encargos; en esos momentos tenía entre manos la boda de la hija de una famosa actriz, un torneo de golf del Circuito Internacional masculino y otros tantos proyectos en lista de espera, así que no paraba un minuto.


Era domingo y, aunque eran casi las doce del mediodía, seguía en camisón. Su hija tampoco se había quitado el pijama, y permanecían tumbadas en la cama de Paula leyendo cada una su libro. A pesar de las protestas de la Tata, que no soportaba el desorden, habían decidido hacer un día «guarroso», lo que significaba que se dedicarían a vaguear hasta que fueran a ducharse poco antes de la hora de la comida.


En ese momento sonó el timbre de la puerta y la Tata fue a abrir.


—Traigo un paquete para la señorita Paula Chaves del Diego y Caballero de Alcántara —anunció el mensajero mientras ella lo escrutaba a través de la mirilla.


Sin sospechar nada raro, la Tata abrió una rendija y el hombre que estaba al otro lado aprovechó para empujar con todas sus fuerzas. La puerta se abrió con violencia y golpeó con estrépito contra una de las paredes del vestíbulo. Antes de que la pobre mujer tuviera oportunidad de gritar, otro individuo se coló en el pequeño recibidor, la agarró por la espalda y le tapó la boca con su mano.


Aquellos ruidos alertaron a Paula, quien se volvió hacia Sol y, poniéndole los dedos sobre sus labios, susurró:
—Escóndete debajo de la cama. Pase lo que pase, no te muevas y no hables.


Los grandes ojos azules de su hija la miraban, asustados, pero al ver la cara de preocupación de su madre, asintió con la cabeza y, al instante, desapareció debajo del somier.


Paula estiró la colcha para ocultarla aún mejor y lamentó no estar vestida de manera más apropiada. Descalza, corrió hacia la entrada dispuesta a averiguar qué era lo que estaba ocurriendo, pero al llegar al recibidor se detuvo en seco, con el corazón latiéndole en el pecho, desaforado; la presencia de aquellos dos hombres, tan corpulentos, empequeñecía aún más el diminuto espacio.


—¡Suéltela ahora mismo! —ordenó con firmeza al hombre que mantenía sujeta a la Tata.


Este le dijo algo al otro en un idioma que ella no entendió, y ambos soltaron una carcajada. La respiración de India se volvió todavía más agitada; estaba muerta de miedo y notaba las rodillas flojas, pero luchó por parecer calmada.


—¿Qué quieren? ¿Qué están haciendo en mi casa?


—¿Paula Chaves del Diego y Caballero de Alcántara? —preguntó, a su vez, el que parecía el jefe en un español casi perfecto mientras deslizaba una mirada lujuriosa por las esbeltas piernas que el corto camisón de raso apenas ocultaba


Cada vez más asustada, Paula respondió procurando que no le temblara la voz.


—Soy yo. ¿Qué quieren? —repitió.


—Venimos a traerle un mensaje, pero nos gustaría que antes estuvieran presentes todos los habitantes de la casa.


Al escuchar aquellas palabras, el miedo de Paula se convirtió en pánico, pero estaba decidida a disimularlo, así que respondió con serenidad:
—¿Qué quiere decir? Aquí solo estamos mi asistenta y yo…


Sin dejarle acabar la frase, el jefe ladró una orden y, en el acto, el tipo más fornido soltó a la Tata, que estaba blanca como el papel y quien, por una vez, parecía no tener nada que decir, y desapareció por el estrecho pasillo.


«Dos contra uno», se dijo Paula, muy nerviosa; pero, como si el individuo que tenía enfrente adivinara sus intenciones, sacó un cuchillo de grandes dimensiones de entre sus ropas y se limitó a decir:
—Ni se le ocurra.


Justo entonces regresó el otro hombre con Sol, que no paraba de forcejear, entre sus brazos. Al verlo, lágrimas de miedo y frustración empezaron a resbalar por las mejillas de Paula.


—¡Suéltela! ¡No le haga daño! —gritó, histérica.


—Tranquila, si usted colabora no le haremos nada a la pequeña. Es una nena muy guapa, como su madre…


Su tono, odiosamente insinuante, hizo que se le revolviera el estómago y, medio enloquecida de terror, suplicó entre sollozos.


—¡Por favor, no le haga nada a mi hija! ¡Dígame qué es lo que quiere y déjennos en paz!


Al oírla, el hombre sonrió con crueldad; saltaba a la vista que estaba disfrutando.


—Por supuesto, preciosidad. Ahora que estamos todos reunidos ya puedo transmitirle mi mensaje. —Alargó el brazo y, sin que ella pudiera evitarlo, le metió un trozo de cartulina por el escote del camisón—. Esta es la tarjeta de visita del hombre que me envía. Si no consigue reunir el dinero para pagar lo que le adeuda antes del próximo sábado, deberá ponerse en contacto con él en este número de teléfono. Si ese día antes de medianoche no ha pagado aún y mi jefe no ha recibido su llamada, volveremos a hacerles otra visita, pero me temo que, entonces, ya no seremos tan amables.


Se acercó a Paula, que lo observaba paralizada, y colocó la punta del dedo índice bajo el lóbulo de su oreja; muy despacio y con extrema delicadeza, deslizó el dedo sobre la suave piel hasta llegar al otro extremo de su garganta, en una amenaza que tenía poco de velada.


—En realidad, no me importaría volver a visitarla… y, la verdad, es que a su niñita, tan mona, tampoco. —Le guiñó un ojo, al tiempo que sus labios se fruncían en una mueca cargada de maldad, y se apartó al fin.


Al instante, dio una nueva orden y, segundos después, se encontraban de nuevo las tres solas en el piso. Paula corrió hacia donde estaba su hija y la estrechó contra su pecho con todas sus fuerzas, sin poder contener ni un segundo más el temblor de su cuerpo, y cuando la Tata se acercó a ellas con las lágrimas corriendo por sus arrugadas mejillas, la incluyó también en el abrazo.


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