martes, 20 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 25





Paula se miró en el espejo por última vez y lanzó un suspiro. 


A pesar de que se había esmerado con el maquillaje, no había conseguido disimular del todo las sombras oscuras bajos sus ojos.


«Al menos ya no estoy pálida como una muerta», se dijo, con un ligero encogimiento de hombros.


Un poco más tarde se reunía con Pedro en una terraza cerca de la Plaza Mayor donde, debido al calor, los vaporizadores de agua trabajaban sin descanso, creando un ambiente fresco y agradable.


Paula le dio dos besos antes de sentarse y enseguida desvió la vista, aunque podía sentir sus pupilas penetrantes clavadas en ella.


—Qué… qué día tan agradable.


Recurrió al trillado tema del tiempo en un vano intento de sacudirse la sensación de incomodidad causada por el prolongado silencio del americano; pero, incapaz de continuar, empezó a retorcer un mechón de pelo alrededor de su dedo índice, cada vez más nerviosa.


Había sido un error, se dijo. No tenía que haber llamado a Pedro. Era una locura pensar siquiera en casarse con un hombre para escapar de otro. Sin embargo, sabía bien que no le quedaban más opciones. Después de lo ocurrido en su piso, había barajado la idea de acudir a la policía, pero Antonio de Zúñiga era demasiado poderoso y, además, ¿qué iba a decirles? ¿Que un hombre muy conocido y de encanto legendario había mandado a un par de matones para meterle el miedo en el cuerpo? Nadie la creería.


A Paula le hubiera gustado conservar su orgullo intacto, ya que era lo único que había conseguido salvar del desastre en que se había convertido su matrimonio. Durante años se había jurado a sí misma que jamás volvería a casarse; sin embargo, ahora la seguridad de las dos personas a las que más amaba en el mundo estaba en juego. La amenaza era demasiado real para ignorarla y, por muchas vueltas que le había dado, no había sido capaz de encontrar otra salida.


—Relájate, Paula. —Estaba tan ensimismada en sus pensamientos que la voz profunda del americano le hizo dar un respingo.


Pedro estiró el brazo y colocó su mano sobre la piel desnuda de su muslo, tratando de tranquilizarla y, de pronto, Paula cayó en la cuenta de que si se casaba con aquel hombre, aquellas manos, grandes y cálidas, no se limitarían a acariciarla en un lugar tan inocente. Al pensar en ello, notó que enrojecía hasta tal punto que supo que ni siquiera la capa de maquillaje que se había aplicado a conciencia
antes de salir de su casa sería capaz de ocultarlo. Alterada por aquel leve contacto, apartó la pierna con brusquedad y, de nuevo, notó sus desconcertantes iris azules fijos en ella, como si pudieran leer hasta el último pensamiento que pasaba por su cabeza.


—Dime qué es lo que ha ocurrido para que, de pronto, hayas decidido que quieres casarte conmigo.


Aquella demanda, tan directa, hacía imposible escurrir el bulto, así que Paula inspiró despacio unas cuantas veces hasta que disminuyó el ardor de sus mejillas y, con una voz sin inflexiones, empezó a relatarle lo ocurrido hacía apenas dos días.


—Sé bien que no es tu problema, Pedro —afirmó una vez que terminó de contar la historia, sin dejar de retorcer con el dedo uno de sus oscuros mechones—. Pero estoy muy asustada y no tengo a nadie más a quien recurrir.


Al ver que él no decía nada, Paula, sin atreverse a mirarlo a los ojos, añadió a toda prisa:
—Esta noche he estado dándole muchas vueltas. Si quieres que te sea sincera, en realidad no he pegado ojo —trató de sonar animada, pero fracasó miserablemente—. Mientras luchaba contra el insomnio se me ha ocurrido que, en realidad, no tenemos por qué casarnos. Quizá podrías hacerme un préstamo. Sé que es mucho dinero, pero te juro que te pagaré la mayor parte de mi sueldo todos los meses. Desde tu fiesta estoy muy solicitada, me llueven los encargos, podría…


—Basta, Paula —la interrumpió con tal brusquedad que ella alzó la vista y lo miró, sorprendida.


En aquel semblante de rasgos duros no quedaba ni rastro del simpático grandullón en el que había aprendido a confiar. 


La persona que tenía enfrente era el mismo hombre inflexible que, durante unos pocos segundos, había atisbado durante su primer encuentro; un hombre que había pasado de la pobreza a la abundancia a base de esfuerzo y trabajo duro; alguien que no se detendría ante nada con tal de lograr sus propósitos. De pronto, se dio cuenta de que, salvando las distancias, Pedro Alfonso y Antonio de Zúñiga tenían mucho en común, y aquel pensamiento la hizo estremecer; sin embargo, hizo un esfuerzo y trató de serenarse.


—Te recuerdo que, antes que nada, soy un hombre de negocios y que he llegado hasta donde he llegado sopesando la relación riesgo-ganancia en todas las transacciones que realizo. Te lo voy a decir sin rodeos, Paula: lo que me propones es una mala inversión.


Esas palabras, pronunciadas en aquel tono frío y razonable, echaron por tierra sus últimas esperanzas y, sin poder evitarlo, Paula sintió que la desesperación se apoderaba de ella, pero Pedro seguía hablando y se obligó a escucharlo:
—Quiero una esposa a cambio de mi dinero. —A Pedro no se le escapó el respingo que dio al escucharlo—. Sé que no te gusta cómo suena esto, pero si lo miras como una inversión de negocios no tiene nada de extraño; ambos tenemos algo que el otro necesita, podríamos decir que es un intercambio de activos.


—Y ese… ese negocio que propones, ¿sería… sería un matrimonio… normal? —balbuceó con voz débil, sin poder evitar que una nueva oleada de sangre inundara sus mejillas.


Pedro extendió el brazo una vez más, agarró una de las manos femeninas y la estrechó con fuerza notando su temblor.


—Absoluta y completamente normal. Como ya te dije, me gustaría tener hijos. He tardado mucho en tomar la decisión de casarme; pero, ahora que por fin estoy decidido a dar el paso pretendo que sea para siempre. Así que dime, Paula: ¿te casarás conmigo con todas las consecuencias?


Durante unos segundos que se le antojaron interminables, Paula se perdió en aquella intensa mirada azul que parecía traspasarla, hasta que, finalmente, incapaz de pronunciar la palabra en alto, asintió con la cabeza. Entonces, le pareció distinguir un revoltijo de emociones en las rudas facciones masculinas: triunfo, deseo, alegría, pasión… y su estómago se retorció de forma extraña. Pero, casi al instante, el rostro del americano recobró la impasibilidad que le era habitual y, una vez más, la joven dudó de sus propias percepciones.


—Estoy feliz, Paula, baby —afirmó con una amplia sonrisa que dejaba ver sus dientes perfectos—. Creo que deberíamos sellar nuestro acuerdo con un beso. Ya sabes, para irnos acostumbrando.


Y sin que el hecho de estar rodeados de gente por todas partes pareciera importarle lo más mínimo, la alzó de la silla sin aparente esfuerzo y la colocó sentada de lado sobre su regazo.


Pedro, ¿qué haces? Para, por favor. —La expresión de aquellos iris azules no resultaba nada tranquilizadora y, al verla, Paula notó que se le aceleraba la respiración.


—Es solo un beso, baby…


Y sin más explicaciones, enredó los largos dedos en los cabellos de su nuca mientras sujetaba su barbilla con la otra mano. Alzó su rostro sonrojado hacia él, y sus labios se abalanzaron sobre la boca femenina con una voracidad que hablaba de un hambre reprimida durante demasiado tiempo.


Ante aquel inesperado ataque, Paula se resistió y trató de rechazarlo empujando las palmas de sus manos contra aquel pecho imponente una, dos veces… Sin embargo, no consiguió causar la menor impresión y, menos de un segundo después, ni siquiera lograba recordar por qué luchaba. De pronto, no existía nada más en el mundo que aquellos labios que se apretaban contra los suyos, duros y
tiernos, hábiles y juguetones, ardientes y enloquecedores; no había más que esos fuertes brazos que se cerraban en torno a ella como una exquisita prisión; no era capaz de sentir más allá de un ardiente deseo que no había experimentado desde hacía años… Sin poder resistirse, abrió la boca para acomodar a aquella lengua, insistente y provocativa, que estaba desencadenando un terremoto en su interior de dimensiones épicas y se aferró a la nuca masculina para atraerlo aún más hacia sí.


Todo acabó de un modo tan repentino como había comenzado; el beso cesó y ella no pudo reprimir un gruñido de protesta. Todavía tardó un rato en procesar que los silbidos y aplausos que escuchaba a su alrededor iban dirigidos a ellos.


De golpe, abrió los párpados que había mantenido cerrados hasta entonces y, completamente abochornada, clavó sus grandes ojos color caramelo en aquel rostro atractivo —aún muy cerca del suyo— que exhibía una expresión divertida y una luz en sus pupilas que la llenó de desazón.


Con ella aún en brazos, Pedro se puso en pie, flexionó la rodilla en una especie de reverencia y anunció con una enorme sonrisa:
—¡Por fin ha dicho que se casará conmigo!


Más vítores y aplausos del resto de los ocupantes de la terraza. Pedro pidió la cuenta y el camarero les invitó a los cafés para celebrar el compromiso. Después, se alejaron caminando calle abajo en dirección al hotel, sin que Paula fuera capaz de reunir el valor necesario para mirarlo ni una sola vez.


Al llegar a la Plaza de las Cortes, anunció con los ojos bajos:
—Voy a coger el metro, ya… ya nos veremos.


Pedro colocó el índice bajo su barbilla y la obligó a alzar el rostro hacia él, por lo que no le quedó más remedio que levantar la vista.


—¿Ya nos veremos? Ese no es modo de despedirse de un hombre que acaba de aceptar, amablemente, tu proposición de matrimonio. —Sus ojos chisporroteaban llenos de diversión mientras observaba sus mejillas encendidas—. Además, aún tenemos que aclarar algunos detalles. Vamos, te llevo a tu casa, así le damos la noticia a Sol y a la Tata.


—Si… si no te importa, Pedro, prefiero decírselo yo sola cuando me haya calmado un poco.


El entusiasmo se borró de golpe del semblante de su futuro esposo, quien la examinó con detenimiento antes de responder, muy serio:
—Tienes razón, quizá será mejor que les expliques tú antes las cosas.


Demasiado ensimismada en su propia turbación para percatarse de nada más, Paula se llevó las manos a su rostro ardiente.


—¡Dios mío! ¡Me siento como un semáforo!


Al oír su exclamación, Pedro recuperó su talante habitual.


—O como la muleta de un torero —ofreció, solícito.


—Es que besas de una manera… —A Paula se le escaparon las palabras, antes siquiera de saber lo que iba a decir, y su azoramiento alcanzó cotas desconocidas hasta entonces.


—Confieso que he practicado un poco. —Sus labios dibujaron su característica mueca jactanciosa que, en esa ocasión, a ella no le hizo tanta gracia y luego añadió—: Ahora estás color langosta; langosta recién hervida —precisó, muy serio.


Paula trató de no prestar atención a ese último comentario y prosiguió con sus elucubraciones, incapaz de dejar de darle vueltas a la tumultuosa tormenta de emociones que había estallado en su interior en las dos ocasiones en que la había besado aquel hombre. La primera vez que ocurrió, había achacado su confusión a un exceso de alcohol en sangre, pero, esta vez, era imposible echarle la culpa a las copas; tan solo había bebido una caña.


—Sí, debe ser eso —comentó, al fin, como si respondiera a una pregunta no formulada—. Mi falta de práctica. Está claro que hacía demasiado tiempo que no me besaba nadie.


—Antonio de Zúñiga te besó…


—Me refiero a un hombre al que no odie con toda mi alma —puntualizó Paula, impaciente.


—¿No ha habido ninguno después de tu marido? —preguntó Pedro con mal disimulada curiosidad



Ella negó con la cabeza y se encogió de hombros.


—He estado demasiado ocupada trabajando y cuidando de mi hija. Además, el día en que enterré a Álvaro juré que no volvería a casarme. Está claro que soy una mujer de palabra. —No pudo evitar un gesto de desolación ante las ironías de la vida.


Al verlo, Pedro no pudo resistirlo más y la estrechó contra su pecho en uno de aquellos abrazos asfixiantes que comenzaban a convertirse en una agradable costumbre.


—Deja de preocuparte, Paula, baby. Ya verás como nuestro matrimonio resulta un éxito.


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