lunes, 19 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 23





Habían pasado dos semanas desde que finalizó el contrato con Pedro Alfonso y, aunque estaba muy liada, Paula lo echaba de menos a menudo. Él la había telefoneado en un par de ocasiones, pero las llamadas habían sido cortas y, si bien intercambiaban WhatsApp a la menor oportunidad, no era lo mismo que verlo a diario. Por fortuna, gracias a la fiesta le habían llovido los encargos; en esos momentos tenía entre manos la boda de la hija de una famosa actriz, un torneo de golf del Circuito Internacional masculino y otros tantos proyectos en lista de espera, así que no paraba un minuto.


Era domingo y, aunque eran casi las doce del mediodía, seguía en camisón. Su hija tampoco se había quitado el pijama, y permanecían tumbadas en la cama de Paula leyendo cada una su libro. A pesar de las protestas de la Tata, que no soportaba el desorden, habían decidido hacer un día «guarroso», lo que significaba que se dedicarían a vaguear hasta que fueran a ducharse poco antes de la hora de la comida.


En ese momento sonó el timbre de la puerta y la Tata fue a abrir.


—Traigo un paquete para la señorita Paula Chaves del Diego y Caballero de Alcántara —anunció el mensajero mientras ella lo escrutaba a través de la mirilla.


Sin sospechar nada raro, la Tata abrió una rendija y el hombre que estaba al otro lado aprovechó para empujar con todas sus fuerzas. La puerta se abrió con violencia y golpeó con estrépito contra una de las paredes del vestíbulo. Antes de que la pobre mujer tuviera oportunidad de gritar, otro individuo se coló en el pequeño recibidor, la agarró por la espalda y le tapó la boca con su mano.


Aquellos ruidos alertaron a Paula, quien se volvió hacia Sol y, poniéndole los dedos sobre sus labios, susurró:
—Escóndete debajo de la cama. Pase lo que pase, no te muevas y no hables.


Los grandes ojos azules de su hija la miraban, asustados, pero al ver la cara de preocupación de su madre, asintió con la cabeza y, al instante, desapareció debajo del somier.


Paula estiró la colcha para ocultarla aún mejor y lamentó no estar vestida de manera más apropiada. Descalza, corrió hacia la entrada dispuesta a averiguar qué era lo que estaba ocurriendo, pero al llegar al recibidor se detuvo en seco, con el corazón latiéndole en el pecho, desaforado; la presencia de aquellos dos hombres, tan corpulentos, empequeñecía aún más el diminuto espacio.


—¡Suéltela ahora mismo! —ordenó con firmeza al hombre que mantenía sujeta a la Tata.


Este le dijo algo al otro en un idioma que ella no entendió, y ambos soltaron una carcajada. La respiración de India se volvió todavía más agitada; estaba muerta de miedo y notaba las rodillas flojas, pero luchó por parecer calmada.


—¿Qué quieren? ¿Qué están haciendo en mi casa?


—¿Paula Chaves del Diego y Caballero de Alcántara? —preguntó, a su vez, el que parecía el jefe en un español casi perfecto mientras deslizaba una mirada lujuriosa por las esbeltas piernas que el corto camisón de raso apenas ocultaba


Cada vez más asustada, Paula respondió procurando que no le temblara la voz.


—Soy yo. ¿Qué quieren? —repitió.


—Venimos a traerle un mensaje, pero nos gustaría que antes estuvieran presentes todos los habitantes de la casa.


Al escuchar aquellas palabras, el miedo de Paula se convirtió en pánico, pero estaba decidida a disimularlo, así que respondió con serenidad:
—¿Qué quiere decir? Aquí solo estamos mi asistenta y yo…


Sin dejarle acabar la frase, el jefe ladró una orden y, en el acto, el tipo más fornido soltó a la Tata, que estaba blanca como el papel y quien, por una vez, parecía no tener nada que decir, y desapareció por el estrecho pasillo.


«Dos contra uno», se dijo Paula, muy nerviosa; pero, como si el individuo que tenía enfrente adivinara sus intenciones, sacó un cuchillo de grandes dimensiones de entre sus ropas y se limitó a decir:
—Ni se le ocurra.


Justo entonces regresó el otro hombre con Sol, que no paraba de forcejear, entre sus brazos. Al verlo, lágrimas de miedo y frustración empezaron a resbalar por las mejillas de Paula.


—¡Suéltela! ¡No le haga daño! —gritó, histérica.


—Tranquila, si usted colabora no le haremos nada a la pequeña. Es una nena muy guapa, como su madre…


Su tono, odiosamente insinuante, hizo que se le revolviera el estómago y, medio enloquecida de terror, suplicó entre sollozos.


—¡Por favor, no le haga nada a mi hija! ¡Dígame qué es lo que quiere y déjennos en paz!


Al oírla, el hombre sonrió con crueldad; saltaba a la vista que estaba disfrutando.


—Por supuesto, preciosidad. Ahora que estamos todos reunidos ya puedo transmitirle mi mensaje. —Alargó el brazo y, sin que ella pudiera evitarlo, le metió un trozo de cartulina por el escote del camisón—. Esta es la tarjeta de visita del hombre que me envía. Si no consigue reunir el dinero para pagar lo que le adeuda antes del próximo sábado, deberá ponerse en contacto con él en este número de teléfono. Si ese día antes de medianoche no ha pagado aún y mi jefe no ha recibido su llamada, volveremos a hacerles otra visita, pero me temo que, entonces, ya no seremos tan amables.


Se acercó a Paula, que lo observaba paralizada, y colocó la punta del dedo índice bajo el lóbulo de su oreja; muy despacio y con extrema delicadeza, deslizó el dedo sobre la suave piel hasta llegar al otro extremo de su garganta, en una amenaza que tenía poco de velada.


—En realidad, no me importaría volver a visitarla… y, la verdad, es que a su niñita, tan mona, tampoco. —Le guiñó un ojo, al tiempo que sus labios se fruncían en una mueca cargada de maldad, y se apartó al fin.


Al instante, dio una nueva orden y, segundos después, se encontraban de nuevo las tres solas en el piso. Paula corrió hacia donde estaba su hija y la estrechó contra su pecho con todas sus fuerzas, sin poder contener ni un segundo más el temblor de su cuerpo, y cuando la Tata se acercó a ellas con las lágrimas corriendo por sus arrugadas mejillas, la incluyó también en el abrazo.


TE QUIERO: CAPITULO 22





A las seis en punto, Paula cogió el metro y se bajó en la estación de Sevilla. Pedro la esperaba en la puerta del hotel.


—Vamos al jardín del Ritz, ahí estaremos muy bien a pesar del calor.


En efecto, aunque se encontraban a mediados de julio se estaba muy bien en aquel elegante jardín, gracias a la agradable sombra que proyectaban los árboles y al murmullo refrescante del agua de la fuente. Después de que el camarero hubiera dejado sobre la mesa los dos granizados de limón que habían pedido, Pedro comentó:
—Verás, Paula. He estado pensando en lo que me contaste anoche… —Paula alzó las cejas con interés sin dejar de sorber por la pajita—. Creo que he encontrado la solución a tus problemas y a los míos.


—¿Los tuyos? —preguntó, extrañada.


Pedro se removió en la silla, como si estuviera muy incómodo, inspiró con fuerza y soltó una bomba de varios kilotones:
—Lo mejor será que nos casemos.


A Paula, quien justo en ese instante acababa de dar otro sorbo a su granizado, se le fue la limonada por mal sitio y empezó a toser con violencia mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.


Después de un buen rato consiguió preguntar, al fin, medio ahogada:
—¿Qué has dicho?


Pedro se encogió de hombros como si lo que acababa de decir fuera lo más normal del mundo y repitió muy sereno:
—Lo mejor será que nos casemos. —Y para que no hubiera dudas sobre su propuesta, aclaró—: Tú y yo.


—No tiene gracia, Pedro. —Paula se secó las mejillas con una servilleta, molesta.


—No trataba de ser gracioso. Piénsalo, Paula, yo quiero casarme y tener una familia y tú, perdona que te lo diga, has fracasado, miserablemente, en la sencilla tarea de buscar una buena chica para mí.


Ella lo interrumpió muy indignada.


—¡Tendrás caradura! Fuiste tú el que saboteaste todos mis intentos de alcahuetear. Alexia era perfecta para ti con su melena rubia como el trigo y sus ojos azules como el mar, ¿recuerdas? No fui yo la que decidió darle un azote en el trasero y mandarlo todo al garete.


—Como dijo Buda: «De nada sirve llorar sobre la leche derramada» —respondió, sin perder la compostura.


—Eso es un refrán, deja a Buda tranquilo —precisó Paula, muy digna.


—Da lo mismo. Viene al caso.


—En fin, veo que me estás tomando el pelo. En tu línea.


Paula hizo un gesto displicente con la mano, volvió a sujetar su pajita y dio un potente sorbo al granizado; sin embargo, las siguientes palabras de su interlocutor estuvieron a punto de provocarle un nuevo atragantamiento.


—Hablo muy en serio. ¡Casémonos! —Pedro aprovechó que ella lo observaba, boquiabierta, y siguió con su explicación—: Tú le debes un montón de dinero al tipo ese, yo tengo un montón de dinero; tú tienes una familia encantadora, yo quiero casarme y tener una familia, es tan sencillo como eso. Piensa en ello como si fuera una transacción de negocios.


Paula se llevó una mano a la sien; notaba que empezaba a dolerle la cabeza.


—Es lo más disparatado que he escuchado jamás.


—¿Por qué? Es perfecto. Justo lo que ambos necesitamos —insistió.


—¡Por Dios, Pedro, cómo vamos a casarnos! Tú no me amas y yo a ti tampoco —replicó, tajante; era evidente que, para ella, la discusión terminaba ahí. Pedro abrió la boca para decir algo, pero pareció pensárselo mejor y la volvió a cerrar—. En fin, será mejor que nos olvidemos de esta locura.


—No es ninguna locura. —Estaba muy serio y mantenía sus pupilas clavadas en los ojos castaños, que lo miraban ligeramente asustados. Al notar su temor, el americano echó mano del tono y los argumentos más convincentes que encontró—. ¿De qué te sirvió estar tan enamorada cuando te casaste, Paula? Tu misma me dijiste que tu padre comprendió el verdadero carácter de Álvaro mucho mejor que tú que, en aquellos días, estabas completamente cegada por aquel presunto amor. Nunca me han parecido mal los matrimonios de conveniencia. Unos siglos atrás, eran los padres los que se encargaban de elegir una pareja adecuada para sus hijos. Ellos no estaban deslumbrados por el aspecto físico o por la atracción sexual, y la mayoría de aquellos matrimonios funcionaba. Mira a tu alrededor; ahora todo el mundo se casa por amor, y la tasa de divorcios y separaciones sigue aumentando sin parar. Cuando los sentimientos no están involucrados se ven las cosas con más claridad, y hay muchos aspectos positivos que sopesar y tener en cuenta.
»Nosotros nos llevamos muy bien, Paula. Tenemos muchas cosas en común y estoy seguro que nuestra convivencia sería fácil. Soy un hombre responsable y fiel. Sé que seré un buen padre para Sol y para los hijos que puedan venir en el futuro. Me pareces muy atractiva físicamente y creo que yo a ti tampoco te desagrado. Tu vida se volvería mucho más sencilla y, por supuesto, podrás seguir con tu trabajo, pero sin los agobios ni las preocupaciones que tienes ahora.


El americano se detuvo, por fin, sin aliento.


Sin dejar de retorcer la esquina de la servilleta entre sus dedos, Paula miró a su alrededor sin percatarse, en realidad, de la belleza del escenario que los rodeaba. Toda su atención estaba concentrada en los razonamientos, en su opinión erróneos, pero convincentes, que el hombre que se sentaba frente a ella y la observaba, ansioso, acababa de exponer.


Si era sincera consigo misma, tenía que reconocer que su oferta resultaba de lo más tentadora; olvidarse para siempre de las preocupaciones que la habían agobiado durante los últimos años, tener el futuro de su hija y el de la Tata asegurado en todos los aspectos, dejar de enfrentarse a todo sola y poder contar con unos hombros tan anchos como los de Pedro Alfonso para permitirse el lujo de llorar si lo necesitaba.


Sí, la oferta resultaba casi irresistible. Casi.


Pedro Alfonso, creo que eres el hombre más bueno que conozco. —Vio que él trataba de decir algo, pero alzó la mano para impedírselo y continuó con la voz cargada de emoción—: Reconozco que me siento tentada. No puedes hacerte a la idea de hasta qué punto. Durante estos meses he llegado a apreciarte como a un buen amigo y sé que te echaré mucho de menos cuando ya no trabaje para ti. Sin embargo, no puedo aceptar tu proposición. Si lo hiciera me perdería el respeto a mí misma y no sería mejor que Samantha, la viuda negra. Por mucho certificado de matrimonio que hubiera de por medio, si me casara contigo solo para que tú saldaras mis deudas sentiría que me estoy prostituyendo.


Colocó su mano sobre la de Pedro, grande y morena, que estaba apoyada sobre la mesa y le pareció que temblaba, pero él la retiró en el acto y pensó que lo había imaginado. 


Permanecieron un rato en silencio mientras daban cuenta de sus respectivas bebidas procurando no mirarse a los ojos. 


Por fin,Pedro llamó al camarero y pidió la cuenta.


Caminaron sin hablar hasta la boca del metro y, al llegar, se detuvieron para despedirse.


—Me temo que aún tengo que terminar unas cosas, Paula. Mañana vuelvo a Nueva York. Si te preocupa cualquier cosa puedes llamarme al móvil cuando quieras. Estaré yendo y viniendo a Madrid, así que esto no es un adiós definitivo. Quiero que sepas que puedes contar conmigo para…


Paula alzó la mano, apoyó las yemas de sus dedos sobre los labios masculinos, impidiéndole continuar, y contestó con los ojos anegados en lágrimas:
—Gracias, Pedro. Por todo. Siempre te consideraré un amigo. —Se puso de puntillas y lo besó en la mejilla con ternura.


El americano aprovechó su cercanía para envolverla en uno de aquellos abrazos asfixiantes que eran la marca de la casa, y con el rostro hundido en la garganta femenina inspiró con fuerza el delicado aroma de su piel. Por fin, se apartó de ella y murmuró roncamente:
—Hasta pronto, baby


TE QUIERO: CAPITULO 21





El domingo Paula amaneció casi a las dos. Se estiró con deleite, contenta de que el estrés de organizar la fiesta hubiera pasado y que esta hubiera sido un éxito rotundo. Sin embargo, al momento le vino a la cabeza el recuerdo de la boca de Antonio de Zúñiga apretada contra la suya de manera dolorosa y el temor que la invadió hizo que se le contrajera el estómago.


Aquel sentimiento de indefensión la había llevado a contarle sus problemas a Pedro Alfonso, algo de lo que ahora se arrepentía. No tenía sentido preocuparlo con sus miserias, lo mismo que no habría tenido sentido contarles la verdad completa a Lucas y a Candela. Tras varios años de luchar sin tregua, se consideraba una mujer independiente y capaz; estaba segura que después de la noche anterior le lloverían los encargos. Pagaría a aquel hombre detestable, poco a poco, como había hecho hasta entonces, y él tendría que aguantarse, se dijo, tratando de relegar a un rincón oscuro de su cerebro una vocecilla irritante que le advertía que aquello no iba a resultar tan fácil.


Apartó las sábanas con decisión y se levantó de la cama, resuelta a no dedicarle al marqués de Aguilar un solo pensamiento más. Descalza, fue a la cocina donde la Tata preparaba uno de sus sabrosos guisos mientras su hija componía un creativo collage con lentejas y garbanzos sobre la pequeña mesa que servía de comedor.


—¡Buenos días!


Sol corrió a darle un beso y preguntó, excitada:
—¿Qué tal la fiesta? ¿Hubo payasos?


—Alguno hubo, sí señor —musitó Paula recordando el desagradable encuentro con Antonio de Zúñiga; luego, en un tono normal, respondió—: La verdad es que estuvo genial, todo salió a la perfección. Te hubieran encantado los fuegos artificiales, solete. De todas formas, en cuanto salgan las fotos en el ¡Hola! te las enseño.


—¿Va a salir tu fiesta en el ¡Hola!? Cuando se lo enseñe a la portera le va a dar un ataque — comentó la Tata con evidente satisfacción.


—Qué bien huele, Tata, estoy muerta de hambre. —Aspiró el delicioso aroma con fruición.


—Ha llamado tu mister Alfonso. —La Tata presumía de saber idiomas.


—No es mi mister Alfonso—repuso Paula, al tiempo que empezaba a poner los platos en la pequeña zona libre de lentejas que quedaba en la minúscula mesa tras los alardes artísticos de Sol—. ¿Qué quería? ¿No le has invitado a comer?


La Tata sacó la cuchara de madera de la paella, pasó un dedo por la parte redonda, se lo chupó y asintió, satisfecha, antes de continuar:
—Sí. Le conté que iba a preparar mi famoso arroz con pescado, pero dijo que lo sentía, que no podía pasarse. Me pidió que le llamaras en cuanto te despertaras.


Paula terminó de poner la mesa y fue a buscar su móvil, que estaba cargando sobre la mesilla de noche.


—Hola, Pedro. Sí, recuperada por completo. Muy bien. No hay ningún problema. Me pasaré por el Palace esta tarde. Hasta luego.


Su hija que, como de costumbre, estaba a su lado escuchando toda la conversación, preguntó:
—¿Por qué no viene? Me gusta jugar con él. Pedro es muy divertido.


—Ha dicho que tenía algo importante de lo que hablar conmigo y que sería mejor hacerlo en terreno neutral.


—¿Qué es terreno neutral?


Sol arrugó su naricilla, perpleja.


—Pues un sitio donde no haya Tatas cotillas ni niñas de seis años que interrumpan a todas horas



domingo, 18 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 20




Dos horas más tarde, bajo la luz suave de un nuevo amanecer, Pedro atravesó las calles casi desiertas y detuvo el coche frente a su portal. Tras soltarse el cinturón, se volvió hacia ella y declaró sin andarse con rodeos:
—Después de volver de Nueva York hice algunas averiguaciones y sé que el tipo ese es un pájaro de mucho cuidado.


Al oír aquello, Paula exhaló un profundo suspiro. No sabía cómo se había podido engañar a sí misma diciéndose que Pedro Alfonso era un grandullón inofensivo; saltaba a la vista que nada escapaba a aquella aguda mirada azul, así que, resignada, se encogió de hombros y empezó a contar su historia en un tono monocorde.


—Llevaba casada casi un año cuando conocí a Antonio de Zúñiga; Lucas nos lo presentó en una fiesta. A pesar de que todo el mundo hablaba del encanto de aquel hombre, a mí me desagradó desde el primer instante en que lo vi; sin embargo, con Álvaro fue completamente diferente. —Una vez más, Alfonso detectó un matiz de amargura en su voz—. Se hicieron íntimos. De pronto, dejamos de ser una pareja y nos convertimos en un trío, pero no pienses mal, ¿eh? —añadió en un desganado intento de bromear—. Antonio venía a todos lados con nosotros, cenas, fiestas, viajes… yo notaba cómo me miraba…


—¿Y cómo lo hacía? —la interrumpió con brusquedad.


—El marqués de Aguilar es un reputado coleccionista de arte y me miraba exactamente así: como si yo fuera una valiosa pieza que añadir a su colección —explicó con sarcasmo.


Al oírla, Pedro alargó el brazo y le cogió una de las manos cuyos dedos, helados, retorcían con nerviosismo la delicada tela de gasa de su vestido de noche.


—¿Por qué no le hablaste de ello a tu marido? —siguió interrogando sin dejar de frotar la mano de Paula entre las suyas.


—Traté de decírselo, pero se enfadó mucho. Decía que Antonio era el mejor tipo con el que se había topado jamás, el único amigo de verdad que tenía en el mundo. Yo en ese momento desconocía que Álvaro tenía cuantiosas deudas y que Antonio de Zúñiga le había prestado dinero para hacerles frente.


—¿Tu marido era un jugador?


Paula se encogió de hombros una vez más.


—Sí, jugaba de vez en cuando, pero no más de lo que lo hacían otros. En realidad, llevábamos una vida de lujos y diversiones que estaba muy por encima de nuestras posibilidades, pero no puedo culpar solo a Álvaro de ello. Yo era una niñata frívola de veintitantos; mis únicas preocupaciones en aquellos tiempos eran qué me pondría para la próxima fiesta o si sería mejor llevar ropa de invierno
o de verano al yate de los amigos que acababan de invitarnos a un crucero por las islas griegas en noviembre. Ni siquiera después del nacimiento de Sol me planteé cambiar mi estilo de vida. Si bien la adoraba, hasta que la niña cumplió los dos años pasaba más tiempo con la nanny de turno que conmigo.


Pedro miró el bonito rostro, ahora algo pálido y cansado, que parecía examinar aquella otra existencia como si fuera una película que alguien proyectara sobre el parabrisas del coche.


—Y tu padre, ¿no dijo nada?


—Mi padre murió al mes de la boda. —Paula hizo una mueca de dolor—. Llevaba un año luchando sin descanso, pero, al final, aquella maldita enfermedad pudo con él. Cuando le dije que iba a casarme con Álvaro trató de advertirme, me dijo que era un muchacho encantador, pero débil. Por supuesto, no le hice el menor caso; ya sabes, yo estaba loca por Álvaro y, cuando eres joven, siempre
crees que lo sabes todo.


Pedro no pudo evitar esbozar una sonrisa al escucharla.


—Hablas de la juventud como si fuera algo muy lejano, Paula, y ni siquiera has cumplido los treinta.


—Te aseguro que el día que Álvaro chocó contra aquel árbol dejé atrás mi juventud para siempre —respondió ella, convencida—. De pronto, tenía a mi cargo una niña que aún no había cumplido los tres años, un aterrador cúmulo de deudas y una escasa preparación laboral. Desarrollar una carrera profesional era algo que nunca me había preocupado. Hablaba tres idiomas, sí; pero, fuera de eso,
mis conocimientos de historia del arte y literatura, de repostería francesa y de fabricación de adornos de cerámica, aunque muy socorridos para una charla informal y una merienda con amigos, no tenían mucha utilidad a la hora de elaborar un currículo.


—Pues más motivo para estar orgullosa de ti misma, Paula. Tienes una carrera prometedora como organizadora de eventos, tu hija está bien atendida y es encantadora y, aunque la Tata cuida de vosotras, eres tú la que te ocupas de que en tu casa no falte de nada. —En esta ocasión fue Paul la que apretó su mano, agradecida por sus palabras—. Siempre he pensado que es mucho más duro tenerlo todo y perderlo de golpe que no tener nada. Si partes de cero, no te queda más remedio que ir hacia arriba; el mérito está en caer y volver a levantarte.


—Gracias, Pedro.


Los ojos color caramelo brillaban, anegados, y sus labios dibujaron una sonrisa trémula, cargada de dulzura. El americano se llevó la mano que sostenía entre las suyas a los labios y la besó con ternura.


—Dime una cosa, Paula, ¿hay algo más relativo a las deudas de tu marido que no me quieres contar? —preguntó con delicadeza.


Al oírlo, la sonrisa se borró en el acto de su boca seductora y, una vez más, con los dedos que tenía libres empezó a trazar complicados arabescos sobre la tela del vestido. Por unos instantes, Pedro pensó que no le contestaría; sin embargo, después de unos minutos, Paula confesó:
—A raíz de su amistad con Antonio de Zúñiga, Álvaro empezó a beber más de lo que solía y, más tarde, descubrí que también consumía drogas. Cocaína. El nobilísimo marqués de Aguilar se encargaba de suministrársela. Encantador, ¿verdad? —afirmó con una mueca de disgusto—. Mi marido gastó una auténtica fortuna. La suya y la cuantiosa herencia que recibí de mi padre; en poco tiempo se lo esnifó todo y más. Mis amigos trataron de razonar con Álvaro; en más de una ocasión Lucas y él llegaron incluso a las manos, y eso que habían sido amigos íntimos desde el colegio. Daba igual. De repente, ni su mujer, ni su hija, ni el que hasta hacía poco había sido su mejor amigo parecían tener la menor importancia. Tan solo contaba Antonio, que lo manejaba a su antojo, como a un perrito amaestrado; era el único que tenía influencia sobre él. Lo peor de todo es que, aunque soy consciente de que es algo irracional, en el fondo me siento culpable porque sé que Antonio de Zúñiga destruyó a Álvaro para llegar a mí.


Absorta en los dibujos que su dedo índice trazaba sobre la tela, Paula no se percató de la luz, helada y mortal, que se encendió en los ojos del americano; tampoco la serena voz masculina traicionó la intensidad de la rabia que se había apoderado de él.


—Y ahora, el tipo este te está amenazando de alguna manera para cobrarse su deuda, ¿no es así?


Paula apoyó la cabeza en el respaldo, cerró los ojos y confesó, desesperada:
—¡Nunca podré pagarle, Pedro! Es demasiado dinero. Ni siquiera Lucas y Candela, que siempre me han ofrecido su ayuda, conocen la cantidad real que le debo. Sin embargo, él está dispuesto a hacer concesiones…


—¿Concesiones? ¿Qué tipo de concesiones? —Sin darse cuenta, Pedro apretó sus dedos hasta que ella soltó un quejido.


—¡Me haces daño, Pedro!


—Lo siento, baby. —La soltó en el acto, se pasó una mano nerviosa por sus cortos cabellos y repitió—: ¿Qué concesiones?


Sin abrir los párpados, Paula esbozó una nueva sonrisa, pero, en esa ocasión, cargada de amargura.


—Cuando a un hombre como Antonio de Zúñiga se le niega alguna cosa, lo único que consigues es que la desee aún más. Está encaprichado conmigo desde que me vio con Álvaro. Ese hombre quiere que me convierta en su amante. Me ha prometido que si soy lo suficientemente cariñosa con él, condonará la deuda. Y no te niego que, a pesar de que me repele, me he sentido tentada a menudo. — Emitió una risita que nada tenía de divertida—. Sin embargo, hay una vena obstinada dentro de mí que se niega a tomar el camino fácil, por eso malvivimos todas en ese cuchitril y apenas me llega el sueldo para lo básico; el resto del dinero que gano se lo entrego a él.


Paula calló y el profundo silencio que se hizo en el interior del vehículo se prolongó durante largos minutos. Sorprendida de que Pedro Alfonso no tuviera nada que decir, abrió los ojos y volvió la cara hacia él. El atractivo semblante del hombre que estaba a su lado no mostraba la menor emoción, aunque Paula percibió que sus mandíbulas estaban muy apretadas. Al sentir su mirada de desconcierto posada sobre él, el americano habló por fin:
—Te agradezco que me hayas contado la verdad, Paula. Me doy cuenta de que soy la primera persona con la que te sinceras por completo y me enorgullezco de ello. Ya es muy tarde y tienes que descansar. Seguro que después de unas horas de sueño, verás las cosas desde una perspectiva más favorable. Pensaré en el asunto y mañana te diré algo.


Si a Paula le sorprendió su aparente frialdad, lo disimuló a la perfección.


—Tienes razón, Pedro. Es hora de irse a la cama. Gracias por escucharme. —Agarró la manilla de la puerta, pero antes de que pudiera abrirla siquiera, el americano la aferró de la muñeca y se lo impidió.


Sin decir una sola palabra, la alzó de su asiento como si no pesara nada, la rodeó con sus brazos y la estrechó contra sí con tanta fuerza que Paulaa apenas podía respirar. Unos minutos después, la soltó de nuevo con la misma brusquedad y se limitó a decir:
—Buenas noches, Paula, baby. Que descanses.