domingo, 18 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 20




Dos horas más tarde, bajo la luz suave de un nuevo amanecer, Pedro atravesó las calles casi desiertas y detuvo el coche frente a su portal. Tras soltarse el cinturón, se volvió hacia ella y declaró sin andarse con rodeos:
—Después de volver de Nueva York hice algunas averiguaciones y sé que el tipo ese es un pájaro de mucho cuidado.


Al oír aquello, Paula exhaló un profundo suspiro. No sabía cómo se había podido engañar a sí misma diciéndose que Pedro Alfonso era un grandullón inofensivo; saltaba a la vista que nada escapaba a aquella aguda mirada azul, así que, resignada, se encogió de hombros y empezó a contar su historia en un tono monocorde.


—Llevaba casada casi un año cuando conocí a Antonio de Zúñiga; Lucas nos lo presentó en una fiesta. A pesar de que todo el mundo hablaba del encanto de aquel hombre, a mí me desagradó desde el primer instante en que lo vi; sin embargo, con Álvaro fue completamente diferente. —Una vez más, Alfonso detectó un matiz de amargura en su voz—. Se hicieron íntimos. De pronto, dejamos de ser una pareja y nos convertimos en un trío, pero no pienses mal, ¿eh? —añadió en un desganado intento de bromear—. Antonio venía a todos lados con nosotros, cenas, fiestas, viajes… yo notaba cómo me miraba…


—¿Y cómo lo hacía? —la interrumpió con brusquedad.


—El marqués de Aguilar es un reputado coleccionista de arte y me miraba exactamente así: como si yo fuera una valiosa pieza que añadir a su colección —explicó con sarcasmo.


Al oírla, Pedro alargó el brazo y le cogió una de las manos cuyos dedos, helados, retorcían con nerviosismo la delicada tela de gasa de su vestido de noche.


—¿Por qué no le hablaste de ello a tu marido? —siguió interrogando sin dejar de frotar la mano de Paula entre las suyas.


—Traté de decírselo, pero se enfadó mucho. Decía que Antonio era el mejor tipo con el que se había topado jamás, el único amigo de verdad que tenía en el mundo. Yo en ese momento desconocía que Álvaro tenía cuantiosas deudas y que Antonio de Zúñiga le había prestado dinero para hacerles frente.


—¿Tu marido era un jugador?


Paula se encogió de hombros una vez más.


—Sí, jugaba de vez en cuando, pero no más de lo que lo hacían otros. En realidad, llevábamos una vida de lujos y diversiones que estaba muy por encima de nuestras posibilidades, pero no puedo culpar solo a Álvaro de ello. Yo era una niñata frívola de veintitantos; mis únicas preocupaciones en aquellos tiempos eran qué me pondría para la próxima fiesta o si sería mejor llevar ropa de invierno
o de verano al yate de los amigos que acababan de invitarnos a un crucero por las islas griegas en noviembre. Ni siquiera después del nacimiento de Sol me planteé cambiar mi estilo de vida. Si bien la adoraba, hasta que la niña cumplió los dos años pasaba más tiempo con la nanny de turno que conmigo.


Pedro miró el bonito rostro, ahora algo pálido y cansado, que parecía examinar aquella otra existencia como si fuera una película que alguien proyectara sobre el parabrisas del coche.


—Y tu padre, ¿no dijo nada?


—Mi padre murió al mes de la boda. —Paula hizo una mueca de dolor—. Llevaba un año luchando sin descanso, pero, al final, aquella maldita enfermedad pudo con él. Cuando le dije que iba a casarme con Álvaro trató de advertirme, me dijo que era un muchacho encantador, pero débil. Por supuesto, no le hice el menor caso; ya sabes, yo estaba loca por Álvaro y, cuando eres joven, siempre
crees que lo sabes todo.


Pedro no pudo evitar esbozar una sonrisa al escucharla.


—Hablas de la juventud como si fuera algo muy lejano, Paula, y ni siquiera has cumplido los treinta.


—Te aseguro que el día que Álvaro chocó contra aquel árbol dejé atrás mi juventud para siempre —respondió ella, convencida—. De pronto, tenía a mi cargo una niña que aún no había cumplido los tres años, un aterrador cúmulo de deudas y una escasa preparación laboral. Desarrollar una carrera profesional era algo que nunca me había preocupado. Hablaba tres idiomas, sí; pero, fuera de eso,
mis conocimientos de historia del arte y literatura, de repostería francesa y de fabricación de adornos de cerámica, aunque muy socorridos para una charla informal y una merienda con amigos, no tenían mucha utilidad a la hora de elaborar un currículo.


—Pues más motivo para estar orgullosa de ti misma, Paula. Tienes una carrera prometedora como organizadora de eventos, tu hija está bien atendida y es encantadora y, aunque la Tata cuida de vosotras, eres tú la que te ocupas de que en tu casa no falte de nada. —En esta ocasión fue Paul la que apretó su mano, agradecida por sus palabras—. Siempre he pensado que es mucho más duro tenerlo todo y perderlo de golpe que no tener nada. Si partes de cero, no te queda más remedio que ir hacia arriba; el mérito está en caer y volver a levantarte.


—Gracias, Pedro.


Los ojos color caramelo brillaban, anegados, y sus labios dibujaron una sonrisa trémula, cargada de dulzura. El americano se llevó la mano que sostenía entre las suyas a los labios y la besó con ternura.


—Dime una cosa, Paula, ¿hay algo más relativo a las deudas de tu marido que no me quieres contar? —preguntó con delicadeza.


Al oírlo, la sonrisa se borró en el acto de su boca seductora y, una vez más, con los dedos que tenía libres empezó a trazar complicados arabescos sobre la tela del vestido. Por unos instantes, Pedro pensó que no le contestaría; sin embargo, después de unos minutos, Paula confesó:
—A raíz de su amistad con Antonio de Zúñiga, Álvaro empezó a beber más de lo que solía y, más tarde, descubrí que también consumía drogas. Cocaína. El nobilísimo marqués de Aguilar se encargaba de suministrársela. Encantador, ¿verdad? —afirmó con una mueca de disgusto—. Mi marido gastó una auténtica fortuna. La suya y la cuantiosa herencia que recibí de mi padre; en poco tiempo se lo esnifó todo y más. Mis amigos trataron de razonar con Álvaro; en más de una ocasión Lucas y él llegaron incluso a las manos, y eso que habían sido amigos íntimos desde el colegio. Daba igual. De repente, ni su mujer, ni su hija, ni el que hasta hacía poco había sido su mejor amigo parecían tener la menor importancia. Tan solo contaba Antonio, que lo manejaba a su antojo, como a un perrito amaestrado; era el único que tenía influencia sobre él. Lo peor de todo es que, aunque soy consciente de que es algo irracional, en el fondo me siento culpable porque sé que Antonio de Zúñiga destruyó a Álvaro para llegar a mí.


Absorta en los dibujos que su dedo índice trazaba sobre la tela, Paula no se percató de la luz, helada y mortal, que se encendió en los ojos del americano; tampoco la serena voz masculina traicionó la intensidad de la rabia que se había apoderado de él.


—Y ahora, el tipo este te está amenazando de alguna manera para cobrarse su deuda, ¿no es así?


Paula apoyó la cabeza en el respaldo, cerró los ojos y confesó, desesperada:
—¡Nunca podré pagarle, Pedro! Es demasiado dinero. Ni siquiera Lucas y Candela, que siempre me han ofrecido su ayuda, conocen la cantidad real que le debo. Sin embargo, él está dispuesto a hacer concesiones…


—¿Concesiones? ¿Qué tipo de concesiones? —Sin darse cuenta, Pedro apretó sus dedos hasta que ella soltó un quejido.


—¡Me haces daño, Pedro!


—Lo siento, baby. —La soltó en el acto, se pasó una mano nerviosa por sus cortos cabellos y repitió—: ¿Qué concesiones?


Sin abrir los párpados, Paula esbozó una nueva sonrisa, pero, en esa ocasión, cargada de amargura.


—Cuando a un hombre como Antonio de Zúñiga se le niega alguna cosa, lo único que consigues es que la desee aún más. Está encaprichado conmigo desde que me vio con Álvaro. Ese hombre quiere que me convierta en su amante. Me ha prometido que si soy lo suficientemente cariñosa con él, condonará la deuda. Y no te niego que, a pesar de que me repele, me he sentido tentada a menudo. — Emitió una risita que nada tenía de divertida—. Sin embargo, hay una vena obstinada dentro de mí que se niega a tomar el camino fácil, por eso malvivimos todas en ese cuchitril y apenas me llega el sueldo para lo básico; el resto del dinero que gano se lo entrego a él.


Paula calló y el profundo silencio que se hizo en el interior del vehículo se prolongó durante largos minutos. Sorprendida de que Pedro Alfonso no tuviera nada que decir, abrió los ojos y volvió la cara hacia él. El atractivo semblante del hombre que estaba a su lado no mostraba la menor emoción, aunque Paula percibió que sus mandíbulas estaban muy apretadas. Al sentir su mirada de desconcierto posada sobre él, el americano habló por fin:
—Te agradezco que me hayas contado la verdad, Paula. Me doy cuenta de que soy la primera persona con la que te sinceras por completo y me enorgullezco de ello. Ya es muy tarde y tienes que descansar. Seguro que después de unas horas de sueño, verás las cosas desde una perspectiva más favorable. Pensaré en el asunto y mañana te diré algo.


Si a Paula le sorprendió su aparente frialdad, lo disimuló a la perfección.


—Tienes razón, Pedro. Es hora de irse a la cama. Gracias por escucharme. —Agarró la manilla de la puerta, pero antes de que pudiera abrirla siquiera, el americano la aferró de la muñeca y se lo impidió.


Sin decir una sola palabra, la alzó de su asiento como si no pesara nada, la rodeó con sus brazos y la estrechó contra sí con tanta fuerza que Paulaa apenas podía respirar. Unos minutos después, la soltó de nuevo con la misma brusquedad y se limitó a decir:
—Buenas noches, Paula, baby. Que descanses.





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