lunes, 19 de diciembre de 2016
TE QUIERO: CAPITULO 22
A las seis en punto, Paula cogió el metro y se bajó en la estación de Sevilla. Pedro la esperaba en la puerta del hotel.
—Vamos al jardín del Ritz, ahí estaremos muy bien a pesar del calor.
En efecto, aunque se encontraban a mediados de julio se estaba muy bien en aquel elegante jardín, gracias a la agradable sombra que proyectaban los árboles y al murmullo refrescante del agua de la fuente. Después de que el camarero hubiera dejado sobre la mesa los dos granizados de limón que habían pedido, Pedro comentó:
—Verás, Paula. He estado pensando en lo que me contaste anoche… —Paula alzó las cejas con interés sin dejar de sorber por la pajita—. Creo que he encontrado la solución a tus problemas y a los míos.
—¿Los tuyos? —preguntó, extrañada.
Pedro se removió en la silla, como si estuviera muy incómodo, inspiró con fuerza y soltó una bomba de varios kilotones:
—Lo mejor será que nos casemos.
A Paula, quien justo en ese instante acababa de dar otro sorbo a su granizado, se le fue la limonada por mal sitio y empezó a toser con violencia mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.
Después de un buen rato consiguió preguntar, al fin, medio ahogada:
—¿Qué has dicho?
Pedro se encogió de hombros como si lo que acababa de decir fuera lo más normal del mundo y repitió muy sereno:
—Lo mejor será que nos casemos. —Y para que no hubiera dudas sobre su propuesta, aclaró—: Tú y yo.
—No tiene gracia, Pedro. —Paula se secó las mejillas con una servilleta, molesta.
—No trataba de ser gracioso. Piénsalo, Paula, yo quiero casarme y tener una familia y tú, perdona que te lo diga, has fracasado, miserablemente, en la sencilla tarea de buscar una buena chica para mí.
Ella lo interrumpió muy indignada.
—¡Tendrás caradura! Fuiste tú el que saboteaste todos mis intentos de alcahuetear. Alexia era perfecta para ti con su melena rubia como el trigo y sus ojos azules como el mar, ¿recuerdas? No fui yo la que decidió darle un azote en el trasero y mandarlo todo al garete.
—Como dijo Buda: «De nada sirve llorar sobre la leche derramada» —respondió, sin perder la compostura.
—Eso es un refrán, deja a Buda tranquilo —precisó Paula, muy digna.
—Da lo mismo. Viene al caso.
—En fin, veo que me estás tomando el pelo. En tu línea.
Paula hizo un gesto displicente con la mano, volvió a sujetar su pajita y dio un potente sorbo al granizado; sin embargo, las siguientes palabras de su interlocutor estuvieron a punto de provocarle un nuevo atragantamiento.
—Hablo muy en serio. ¡Casémonos! —Pedro aprovechó que ella lo observaba, boquiabierta, y siguió con su explicación—: Tú le debes un montón de dinero al tipo ese, yo tengo un montón de dinero; tú tienes una familia encantadora, yo quiero casarme y tener una familia, es tan sencillo como eso. Piensa en ello como si fuera una transacción de negocios.
Paula se llevó una mano a la sien; notaba que empezaba a dolerle la cabeza.
—Es lo más disparatado que he escuchado jamás.
—¿Por qué? Es perfecto. Justo lo que ambos necesitamos —insistió.
—¡Por Dios, Pedro, cómo vamos a casarnos! Tú no me amas y yo a ti tampoco —replicó, tajante; era evidente que, para ella, la discusión terminaba ahí. Pedro abrió la boca para decir algo, pero pareció pensárselo mejor y la volvió a cerrar—. En fin, será mejor que nos olvidemos de esta locura.
—No es ninguna locura. —Estaba muy serio y mantenía sus pupilas clavadas en los ojos castaños, que lo miraban ligeramente asustados. Al notar su temor, el americano echó mano del tono y los argumentos más convincentes que encontró—. ¿De qué te sirvió estar tan enamorada cuando te casaste, Paula? Tu misma me dijiste que tu padre comprendió el verdadero carácter de Álvaro mucho mejor que tú que, en aquellos días, estabas completamente cegada por aquel presunto amor. Nunca me han parecido mal los matrimonios de conveniencia. Unos siglos atrás, eran los padres los que se encargaban de elegir una pareja adecuada para sus hijos. Ellos no estaban deslumbrados por el aspecto físico o por la atracción sexual, y la mayoría de aquellos matrimonios funcionaba. Mira a tu alrededor; ahora todo el mundo se casa por amor, y la tasa de divorcios y separaciones sigue aumentando sin parar. Cuando los sentimientos no están involucrados se ven las cosas con más claridad, y hay muchos aspectos positivos que sopesar y tener en cuenta.
»Nosotros nos llevamos muy bien, Paula. Tenemos muchas cosas en común y estoy seguro que nuestra convivencia sería fácil. Soy un hombre responsable y fiel. Sé que seré un buen padre para Sol y para los hijos que puedan venir en el futuro. Me pareces muy atractiva físicamente y creo que yo a ti tampoco te desagrado. Tu vida se volvería mucho más sencilla y, por supuesto, podrás seguir con tu trabajo, pero sin los agobios ni las preocupaciones que tienes ahora.
El americano se detuvo, por fin, sin aliento.
Sin dejar de retorcer la esquina de la servilleta entre sus dedos, Paula miró a su alrededor sin percatarse, en realidad, de la belleza del escenario que los rodeaba. Toda su atención estaba concentrada en los razonamientos, en su opinión erróneos, pero convincentes, que el hombre que se sentaba frente a ella y la observaba, ansioso, acababa de exponer.
Si era sincera consigo misma, tenía que reconocer que su oferta resultaba de lo más tentadora; olvidarse para siempre de las preocupaciones que la habían agobiado durante los últimos años, tener el futuro de su hija y el de la Tata asegurado en todos los aspectos, dejar de enfrentarse a todo sola y poder contar con unos hombros tan anchos como los de Pedro Alfonso para permitirse el lujo de llorar si lo necesitaba.
Sí, la oferta resultaba casi irresistible. Casi.
—Pedro Alfonso, creo que eres el hombre más bueno que conozco. —Vio que él trataba de decir algo, pero alzó la mano para impedírselo y continuó con la voz cargada de emoción—: Reconozco que me siento tentada. No puedes hacerte a la idea de hasta qué punto. Durante estos meses he llegado a apreciarte como a un buen amigo y sé que te echaré mucho de menos cuando ya no trabaje para ti. Sin embargo, no puedo aceptar tu proposición. Si lo hiciera me perdería el respeto a mí misma y no sería mejor que Samantha, la viuda negra. Por mucho certificado de matrimonio que hubiera de por medio, si me casara contigo solo para que tú saldaras mis deudas sentiría que me estoy prostituyendo.
Colocó su mano sobre la de Pedro, grande y morena, que estaba apoyada sobre la mesa y le pareció que temblaba, pero él la retiró en el acto y pensó que lo había imaginado.
Permanecieron un rato en silencio mientras daban cuenta de sus respectivas bebidas procurando no mirarse a los ojos.
Por fin,Pedro llamó al camarero y pidió la cuenta.
Caminaron sin hablar hasta la boca del metro y, al llegar, se detuvieron para despedirse.
—Me temo que aún tengo que terminar unas cosas, Paula. Mañana vuelvo a Nueva York. Si te preocupa cualquier cosa puedes llamarme al móvil cuando quieras. Estaré yendo y viniendo a Madrid, así que esto no es un adiós definitivo. Quiero que sepas que puedes contar conmigo para…
Paula alzó la mano, apoyó las yemas de sus dedos sobre los labios masculinos, impidiéndole continuar, y contestó con los ojos anegados en lágrimas:
—Gracias, Pedro. Por todo. Siempre te consideraré un amigo. —Se puso de puntillas y lo besó en la mejilla con ternura.
El americano aprovechó su cercanía para envolverla en uno de aquellos abrazos asfixiantes que eran la marca de la casa, y con el rostro hundido en la garganta femenina inspiró con fuerza el delicado aroma de su piel. Por fin, se apartó de ella y murmuró roncamente:
—Hasta pronto, baby
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