miércoles, 16 de noviembre de 2016

AVENTURA: CAPITULO 18




Paula agradeció infinitamente que sólo Angela fuera a trabajar al día siguiente. Había intentado disimular con maquillaje los estragos de una noche entera llorando sobre la almohada, pero era imposible engañar a su amiga.


—¿Qué ha pasado, cariño?


Pedro y yo hemos roto. Anoche estuve llorando y... y... —para su sorpresa, de nuevos sus ojos se llenaron de lágrimas.


Angela colgó el cartel de Cerrado en la puerta y llevó a Paula al almacén.


—Voy a hacer un café. Tú siéntate ahí y llora todo lo que quieras.


Ella obedeció, agotada, pero unos minutos después se sonó la nariz y consiguió sonreír, aunque no le salió bien del todo.


—Si quieres, te cuento cómo han ido mis vacaciones. Tú no tienes que contarme nada —sugirió Angela, ofreciéndole una taza de café—. O puedes contarme qué ha pasado. Prometo guardarte el secreto.


Paula tomó un sorbo de café y empezó a contárselo todo, desde la operación que había dado al traste con sus esperanzas de tener hijos algún día hasta la proposición de Pedro.


—Sé que él quiere formar una familia, así que tuve que rechazarlo. El sugirió entonces que me fuese a vivir con él a Londres.


—¿Y eso tampoco te pareció bien?


—En realidad, sí —contestó Paula—. Pero no puedo arriesgarme. Si lo hiciera, no me quedaría nada a lo que volver cuando lo nuestro terminase. Y sé que terminará.


—Paula, no sabes cuánto lo siento —suspiró Angela—. Pero siempre está la adopción.


Ella negó con la cabeza.


—No. Pedro puede tener hijos y no quiero obligarle a eso. Así que aquí estoy, soltera otra vez —dijo, intentando sonreír—. Pero no quiero seguir hablando de mí, cuéntame qué tal tus vacaciones.


—No sé cómo decirte esto —empezó a decir su amiga, un poco cortada—. Yo también he recibido una proposición estas navidades. Pero he dicho que sí.


Paula se levantó para darle un abrazo.


—¡Qué alegría! Me alegro muchísimo por ti, de verdad.


—No sabes cómo siento que mi cita te llevase a Pedro...


—No importa, no es el fin del mundo. Además, yo no cambiaría nada. Mis cuatro días con Pedro en Navidad fueron absolutamente perfectos. Lo cual me recuerda... —dijo Paula, deseando cambiar de tema—. ¡Se me ha olvidado contarte la visita de Daniel Morrell!


Agotada y deshecha, Paula comprobó los mensajes del contestador en cuanto llegó a casa por la noche. Pero el único mensaje que tenía era de una empresa de seguridad, pidiendo que les devolviera la llamada para confirmar la visita. ¿Qué visita?, se preguntó, entrando en la cocina. 


Estaba buscando el móvil en el bolso, pero no lo encontró. 


Debía habérselo dejado en la tienda.


Cuando llamó al teléfono de la empresa de seguridad, le dijeron que habían recibido una llamada de un empleado del grupo Alcom para instalar un video portero en el número 14 de Gresham Road. En lugar de decirles que no quería saber nada, Paula quedó con ellos para la semana siguiente, pero dejando claro que ella pagaría la factura, no Alcom.


—Angela, ¿has visto mi móvil por algún sitio? —le preguntó a su amiga por la mañana.


—No, te lo habrás dejado en casa.


—No está ni en mi casa ni en el coche. Qué raro.


—Vamos a buscarlo.


Después de unos minutos, Paula negó con la cabeza.


—Ni rastro. Tendré que comprar otro...


—¿No te lo dejarías en casa de Pedro?


—Si es así, allí puede quedarse.


—¿Sigues teniendo la llave?


Paula cerró los ojos, frustrada.


—Sí. Gracias por recordármelo. Tengo que devolverla.


—Antes de hacerlo, ve a buscar tu móvil. Era un modelo de los nuevos, de esos tan caros —dijo Angela, tan práctica como siempre.


—Sí, puede que esté allí.


—Prefiero no ir.


—¿Por qué?


—Porque, como dijo Pedro, ¿para qué prolongar la agonía?


Su amiga hizo una mueca.


—Cuando Sean pidió el divorcio, pensé que era el fin del mundo, pero no fue así. La vida siguió y, con tu ayuda, conocí a Felipe. Puede que algún día tú también encuentres a alguien, Paula.


Ella quería a Pedro Alfonso, no a cualquiera, pero no quería decírselo.


Trabajaron todo el día, sin descanso para terminar los vestidos que las clientes llevarían en la fiesta de Nochevieja. 


Cuando salieron de la tienda, Paula se preguntó qué iba a hacer dos días en casa.


—No quiero dejarte sola —dijo Angela.


—No me pasa nada, tonta. Además, tengo cosas que hacer. 
El otro día compré una oferta de películas clásicas.


—Te llamaré a medianoche para desearte feliz año... o quizá no. Mejor te lo deseo ahora —suspiró su amiga, abrazándola.


La solitaria cena fue seguida de una noche dando vueltas y vueltas a la cama. Paula despertó de mal humor, pero decidió que no tenía sentido amargarse. Haría lo que Angela había dicho: ir a casa de Pedro para buscar su móvil. Y en lugar de enviarle la llave por correo, la dejaría allí, con una nota explicando su visita.


Paula condujo tan rápido como le era posible, sin que le pusieran una multa, y cuando llegó al lago tuvo que tragar saliva para intentar deshacer el nudo que tenía en la garganta. Y algo más; aunque no quisiera reconocerlo, en el fondo de su corazón, había esperado que Pedro estuviera allí. Pero no, no había ningún coche en la puerta.


Suspirando, entró en el enorme salón, que ahora le parecía más grande quizá porque estaba sola allí por primera vez. Y, de repente, su corazón se aceleró. La calefacción estaba encendida. De modo que Pedro debía andar por allí. 


Nerviosa, buscó su móvil, sintiéndose como una ladrona. 


¿Dónde podía haberlo dejado? Buscó en la cocina, en el salón, todo el tiempo aguzando el oído por si Pedro volvía mientras ella estaba allí.


Por fin, temiendo que volviera y le pidiese explicaciones sobre su presencia, subió la escalera de caracol a toda velocidad y se puso de rodillas para mirar bajo la cama, que estaba deshecha, pero nada. Ni rastro del móvil.


El olor del after shave de Pedro estaba por todas partes, atormentándola, pero siguió buscando. Tampoco lo encontró en el cuarto de baño y decidió abandonar la búsqueda. 


Frustrada, arrancó una hoja de su cuaderno y escribió a toda prisa:
He perdido mi móvil. Pensé que lo habría olvidado aquí y he venido a buscarlo, pero no ha habido suerte. Te dejo la llave. Perdona la intromisión. Paula.


Cuando volvió a leer la nota, pensó volver a escribirla para que no fuese tan fría, pero decidió que no serviría de nada.


Mientras cerraba la puerta, se sentía más desconsolada que nunca. El teléfono había sido la excusa pero la verdadera razón para ir allí era la absurda esperanza de encontrarse con Pedro.


Casi había llegado a su coche cuando oyó un grito, seguido de unos ladridos. Se volvió, avergonzada, con el corazón en la garganta al ver a Pedro corriendo hacia ella, seguido de dos perros.


—¡Paula, espera!


No tenía elección. Al verlo, sus pies parecieron anclarse al suelo.


—Hola —murmuró, sin saber si estaba encantada de verlo o desesperada por no haber salido antes de la casa.


Pedro se detuvo a su lado, respirando con dificultad. Llevaba un jersey grueso y una cazadora. Estaba tan guapo como siempre, pero tenía la misma expresión de cansancio que ella.


—He dejado un mensaje en tu contestador deseándote feliz año nuevo.


—Ya me lo deseaste la semana pasada.


Pedro hizo una mueca.


—Esta vez lo decía en serio. Ven, vamos a casa.


—No, prefiero marcharme.


—Sólo cinco minutos. Por favor.


—Muy bien —asintió ella por fin—. ¿De quién son los perros?


—De mi casero que, seguramente, estará ahora mismo esquiando en los Alpes. Esta mañana me he despertado con resaca y me apetecía un poco de aire fresco, así que hemos ido corriendo hasta Eardismont. ¿Te gustan los perros?


—Sí, mucho.


—Se llaman Castor y Pólux, Cass y Poll para los amigos. Son labradores.


—He perdido mi móvil —murmuró Paula, acariciando las orejas de Cass—. Pensé que me lo habría dejado aquí... pero no lo encuentro.


—Lo encontré esta mañana, detrás del tostador. En el mensaje te preguntaba si podía pasarme por tu casa para devolvértelo.


—Ah, ya.


Antes de romper, sencillamente habría ido a su casa, para darle una sorpresa, pensó ella con tristeza.


—Oye, tengo que llevar a estos chicos a su casa y recoger mi coche. ¿Por qué no haces un café? Yo volveré dentro de diez minutos.


—Tendrás que darme tu llave. He dejado la mía dentro.


—Ah, ya veo —murmuró Pedro, sacando la llave del bolsillo—. No tardaré mucho.



martes, 15 de noviembre de 2016

AVENTURA: CAPITULO 17




Paula se quedó mirándolo en completo silencio.


—No es la respuesta que esperaba —intentó bromear Pedro—. Evidentemente, te has llevado un susto. ¿Quieres una copa?


Ella negó con la cabeza.


—No, gracias.


—Paula, si no hubiera estado seguro de que tú también me querías, no habría dicho nada.


—Lo sé —murmuró ella, angustiada—. Y te quiero, Pedro. Te quiero tanto que no puedo casarme contigo.


—¿De qué estás hablando? Si me quieres, ¿por qué no puedes casarte conmigo? ¿Hay un marido del que hayas olvidado hablarme?


—No, claro que no.


—¿Entonces? No irás a decirme que llevas a cuestas una melodramática mancha que no quieres que hereden futuras generaciones, ¿verdad?


—No es cosa de broma.


—¿Me estoy riendo? Después de pedirle a alguien que se case conmigo por primera vez en mi vida, supongo que tengo derecho a saber por qué dices que no.


—Sí, claro que sí —suspiró Paula, pasándose una mano por el pelo—. Es culpa mía, no debería haber dejado que esto llegara tan lejos. Lo supe desde que vi tu casa... Y me gusta. Pero, como tú mismo dijiste, no es el mejor sitio para una familia con niños. Yo no puedo tener hijos, Pedro. Si te casas con alguien, debería ser con una mujer que pueda tenerlos.


—¿Te importaría dejar de hablar como la protagonista de una novela y explicarme de qué estás hablando?


Ella se miró las manos, nerviosa.


—La primera vez que hicimos el amor, te hice creer que tomaba la píldora, pero hace un par de años tuvieron que operarme urgentemente... ahí acabaron mis esperanzas de tener hijos. No sé si te acuerdas, pero no quería enseñarte mi cicatriz, no porque sea desagradable a la vista, sino por lo que representa. Pero entonces no pensé, no entendí...


—¿Qué?


—Lo que iba a pasar entre tú y yo —Paula lo miró, desesperada—. Te quiero tanto que me duele, Pedro. Pero no sería justo casarme contigo. ¿No podríamos seguir como hasta ahora?


—¿Hasta que te cambie por una mujer que pueda darme hijos? ¿Eso es lo que quieres decir? —le espetó él—. No me lo puedo creer. Ojalá no hubiese hablado de hijos... Jamás he pensado en ellos seriamente, sólo como una posibilidad en el futuro...


—Pero llegará un momento en el que quieras tenerlos —lo interrumpió Paula—. Y tu madre quiere tener nietos. Tú mismo me lo dijiste.


—Mi madre no tiene nada que ver con esto —dijo él, tomándola por los hombros—. Paula, ¿estás diciendo que no quieres casarte conmigo porque no puedes tener hijos?


—Lo dices como si fuera una frivolidad, pero no lo es. Estoy intentando hacer lo más sensato... Después del tiempo que hemos pasado juntos, ¿crees que esto es fácil para mí?


—Pensé que te gustaba —la interrumpió Pedro—No, claro que no —suspiró él, desconsolado—. Pero tiene que haber una forma de solucionar esto... la adopción, la inseminación artificial...


—No, eso no es posible —lo interrumpió Paula—. Y aunque quisieras adoptar, no me casaría contigo sabiendo que algún día podrías lamentarlo. Seré tu amante hasta que tú quieras, pero...


—Yo te quiero en mi vida de forma permanente, ¡quiero que seas mi mujer!


—La gente ya no se casa como antes.


—Lo sé. Yo era una de esas personas hasta que te conocí. Pero después de conocerte, Paula Chaves, un fin de semana ocasional ya no es suficiente.


—Una vez que tengas que dirigir la empresa por ti mismo, es lo único que podremos hacer.


Pedro se quedó en silencio un momento y luego la miró con una expresión que la hizo sentir incómoda.


—Muy bien, si el matrimonio está fuera de la cuestión, la alternativa es muy simple. Viviremos juntos. Te mudarás a Londres y vivirás en mi casa.


—¿Quieres que deje mi negocio, mi casa? ¿Y luego qué, me quedo en casa esperándote?


—No, claro que no. Podrías alquilar esta casa, si no quieres venderla. Quizá Angela querría comprarte el negocio. Y alguien con tu experiencia seguro que encontraría un trabajo interesante en Londres.


—Ah, ya veo. Lo tienes todo pensado...


—Y no te gusta, obviamente —la interrumpió Pedro—. Yo quiero una esposa, Paula, pero estoy dispuesto a aceptar una compañera. Tú, sin embargo, sólo quieres un amante a tiempo parcial, así que estamos en tablas —añadió después, pensativo—. ¿Tu problema es la razón por la que decidiste apartar a los hombres de tu vida?


—No. Eso no tiene nada que ver. Cuando volví aquí, perdí todo interés por los hombres... hasta que te conocí a ti.


—Por primera vez, casi desearía que no nos hubiéramos conocido —exclamó Pedro, pasándose una mano por los ojos—. No puedo creer que estemos teniendo esta conversación.


—Pensé que no tendríamos que hacerlo.


—¿Por qué?


—Pensé que romperíamos tarde o temprano —contestó Paula


—Mientras yo estaba convencido de que había encontrado al amor de mi vida. Para ti sólo ha sido una aventura de fin de semana, ¿no? Como los demás.


—Lo dices como si hubieran sido cientos. ¡Sólo fueron dos! —exclamó Paula, levantándose, con un nudo en la garganta—. Mira, no puedo seguir hablando de esto. Me voy a la cama. En una ocasión, te ofreciste a dormir en la otra habitación... ahora acepto la oferta.


Pedro sacudió la cabeza mientras se levantaba.


—No tiene sentido prolongar la agonía. Me iré ahora mismo.


—Como tú quieras —dijo ella, sintiendo que se le partía el corazón—. Adiós. Gracias por los regalos.


Pedro sonrió, irónico, mientras tomaba la bolsa de viaje que no había subido a la habitación.


—Gracias a ti. Han sido unas vacaciones memorables.


—Mucho —asintió ella, abriendo la puerta—. Conduce con cuidado.


—¡Paula, por favor! ¿Eso es todo lo que vas a decirme? ¿Vamos a terminar así?


—No. Pero tú has tomado una decisión.


—Y tú has tomado otra.


Ella asintió, incapaz de articular palabra.


Pedro esperó un momento, pero como Paula permanecía en silencio, salió de la casa. Se detuvo en el porche, cuando ella estaba a punto de cerrar la puerta.


—Casi se me olvida. Feliz año nuevo.







AVENTURA: CAPITULO 16




Cundo llegaron a Gresham, la casa estaba helada. Paula encendió la calefacción y Pedro, después de subir la nueva televisión al dormitorio, encendió la chimenea del estudio porque habían decidido cenar sentados en la alfombra. 


Después de cenar, la sentó sobre sus rodillas.


—Ahora que estamos tan cómodos, es el momento de dar mi pequeño discurso.


Paula se puso nerviosa.


—¿Qué quieres decir?


—El día de Año Nuevo, mi padre pretende informar al consejo de administración de Alcom de que me pasa las riendas oficialmente y se retira. Me dio la noticia en Navidad, mientras se fumaba un puro —suspiró Pedro.


—¿Y no te agrada la idea?


—Me he resignado, pero no me hace feliz. Mi padre quiere viajar, pero aún no tiene sesenta años, así que no había esperado que se retirase tan pronto.


—¿Está enfermo?


—No, todo lo contrario. Quiere viajar, jugar al golf, tomar el sol. Cree que ha dirigido Alcom durante el tiempo suficiente y se merece un descanso.


—¿Esto significa que debes hacer muchos cambios en tu vida?


—No demasiados. Tendré un despacho más grande como presidente, más responsabilidad, menos tiempo libre.., pero estaré haciendo más o menos lo mismo que hago ahora. Lo único que me faltará serán los consejos de mi padre, pero siempre podría pedirlos silos necesitase... Aunque no pienso hacerlo.


—¿Por qué?


—Si voy a ser el presidente de la empresa, debo portarme como tal. A partir de mañana, estoy solo, sin red de seguridad. No te lo he contado antes porque no quería estropear nuestras vacaciones.


Paula acarició su cara con ternura.


—No tendrás tiempo de venir a verme.


Pedro le mordió el dedo, riendo.


—Esa es la segunda parte de mi discurso. Pero no te preocupes, es muy corto. Podríamos resolver el problema de una forma muy sencilla...


—¿Cómo?


—Te amo, Paula Chaves. ¿Quieres casarte conmigo?




AVENTURA: CAPITULO 15




Helena y Luisa habían organizado comidas familiares para el día de Navidad, por supuesto. Y Angela, que el año anterior había pasado el día con Paula, había sido invitada por la hija de Felipe.


Todas creían que pasaría las fiestas con Pedro y ella no les contó que estaría sola para no darles un disgusto.


En realidad, no le importaba... demasiado.


El día de Navidad se levantó una hora más tarde de lo normal y, cuando sonó el teléfono, la voz de Pedro le devolvió la alegría de inmediato.


Más tarde, con la radio por toda compañía, puso un jamón en el horno, adobó pechugas de pollo en una salsa de ajo y se dedicó a envolver los regalos que había comprado para él.


Por la tarde, entró en el estudio con un café en la mano, echó unos cuantos troncos al fuego, tomó una novela que había dejado a medias... y lanzó un suspiro de frustración cuando sonó el timbre.


¿Quién podía ser? Estaba segura de que sus vecinos se habían ido de vacaciones.


Pero en el porche estaba Daniel Morrell, con una planta en la mano.


—Feliz Navidad, señorita Chaves.


—¡Daniel!


—Quería traerle esta planta como regalo… para disculparme por lo del incendio.


—Muy amable. Feliz Navidad para ti también —sonrió Paula—. Pasa, por favor.


—Es una camelia —dijo el chico—. He pensado que podría plantarla en el jardín.


—Muchísimas gracias. Es preciosa.


—De nada —sonrió Daniel, sentándose en la silla de la cocina sin esperar invitación, con una familiaridad que a Paula le resultó un poco extraña—. ¿Está esperando a alguien?


—Sí —contestó ella, un poco alarmada—. Te ofrecería un café, pero la persona que estoy esperando llegará enseguida...


—¿Le han hecho algún regalo? A mí me han regalado un ordenador nuevo y una cámara digital.


—Qué suerte —murmuró Paula, mirando el reloj—. Mira, Daniel, siento meterte prisa, pero tengo que arreglarme... Gracias por la planta.


—Cuando haga mejor tiempo, podría plantarla yo mismo.


—Muy amable, pero lo haré yo. Gracias, Daniel. Que lo pases bien.


Entonces, de repente, el chico le dio un beso en los labios y salió corriendo.


Paula se llevó una mano al corazón, estupefacta. Pedro estaba en lo cierto sobre las hormonas adolescentes, pensó.


Afortunadamente, él la llamó unos minutos después.


—¿Qué te pasa?


—¿Cómo sabes que me pasa algo?


—Porque lo sé. ¿Qué ha pasado?


Paula se lo contó, incómoda.


—Tendré que hablar con él...


—No, de eso nada. Lo solucionaré yo misma.


—Paula, la próxima vez que vaya a tu casa querrá algo más que un beso. Créeme. Yo también tuve dieciséis años.


—No voy a dejar que me bese otra vez. Me ha pillado por sorpresa, pero...


—Deberías poner una mirilla en la puerta.


—Sí, es verdad.


—¿No vas a discutir? Dios mío, veo que ese imbécil te ha asustado de verdad —suspiró Pedro—. Primero el incendio en la calle Stow y ahora... esto se está convirtiendo en una persecución.


—Ha sido culpa mía por dejarlo entrar.


—Es culpa suya por completo. Cierra bien la puerta antes de irte a la cama.


—Lo hice en cuanto el niñato salió corriendo —suspiró Paula—. Quería llamarte, pero...


—¿Y por qué no lo has hecho?


—No quería estropearte la reunión familiar.


—En el futuro, llámame cuando quieras. Día y noche. ¿Me oyes?


—Sí, sí —suspiró ella, feliz—. Te echo de menos.


—Yo también, cariño —dijo Pedro—. Oye, Paula, hay un cambio de planes para mañana.


Ella se miró en el espejo del armario, asustada.


—¿Por qué?


—Es absurdo que vayamos cada uno por nuestro lado a Herefordshire, así que iré a buscarte. ¿Te parece bien?


—Me parece maravilloso —contestó Paula.


—Muy bien. ¿Qué estás haciendo ahora mismo?


—La maleta.


—¿Y qué vas a hacer después?


—Voy a quedarme en mi dormitorio, leyendo.


—Buena idea. Si me necesitas, llámame. ¿Lo prometes?


—Lo prometo. Nos vemos mañana.


Parecía ridículo irse a la cama tan temprano, pero después de hacer la maleta, apagar la chimenea y dejar algunas luces encendidas por si acaso, Paula conectó la alarma y se encerró en su cuarto.



Una vez tumbada en su nueva cama, con la radio puesta, sintió vergüenza de haberse asustado tanto por el beso de un crío. Seguramente, sólo había sido un impulso al encontrarla sola. Quizá incluso había bebido algo...


Pero las cosas se habrían puesto feas si hubiera querido algo más que un beso. Paula arrugó la nariz, asqueada, mientras abría la novela.


Gresham Road estaba situada en una de las zonas más tranquilas de la ciudad. Cuando Paula sintió la necesidad de ir al cuarto de baño, el silencio que la recibió en el pasillo casi le dio miedo... por primera vez en su vida.


«Paz en la tierra», se recordó a sí misma. Qué tonta era, se dijo. Ella no era miedosa, nunca lo había sido. Podría llamar a Pedro... no, de eso nada. No quería hacer el papel de mujercita necesitada de protección, especialmente cuando el peligro era un adolescente.


Pero después de un par de horas en la cama, estaba harta. 


Se levantó y fue a darse una ducha. Pero, irritada, descubrió que no podía dejar de pensar en la escena de Psicosis. 


Cerró el grifo a toda prisa, se puso una de las carísimas cremas que Luisa y Helena le habían regalado y sonrió de oreja a oreja cuando sonó el teléfono.


—¿Dígame? —contestó, sin aliento.


—¿Dónde estabas? —oyó la voz de Pedro.


—En la ducha. Me he cansado de estar en la cama.


—¿Te aburres?


—Pues sí, un poco. ¿Ha terminado la fiesta? ¿Dónde estás?


—En el porche de tu casa...


Gritando de alegría, Paula soltó el teléfono y bajó las escaleras corriendo para echarse en sus brazos... en cuanto pudo desconectar la alarma y quitar la cadena de la puerta.


—Feliz Navidad, cariño.


—¡Feliz Navidad! —exclamó ella, entusiasmada—. ¿Qué haces aquí?


—El asunto de Daniel Morrell me había puesto un poco nervioso, así que decidí venir.


—No sabes cómo te lo agradezco. ¿Tienes hambre?


—No, por favor… he comido demasiado. Pero un whisky no estaría mal.


—Supongo que se habrá apagado la chimenea...


—Volveré a encenderla mientras tú me preparas ese whisky —sonrió Pedro, besándola—. Tengo cuatro días antes de volver al trabajo. ¿Y tú?


—Lo mismo. He cerrado la tienda hasta el viernes.


A las once de la noche del día veinticinco de diciembre, la Navidad empezó por fin para Paula Chaves. Tumbada en el sofá, con la cara apoyada sobre el pecho de Pedro Alfonso y la chimenea encendida, era la manera perfecta de terminar un día que había esperado terminar sola.


—¿Qué hiciste el año pasado?


—Cené en casa de Angela, pero este año ha ido a casa de Felipe. Espero que lo pase bien.


—Tú has hecho todo lo posible para animar esa relación.


—Y he recibido mi recompensa, desde luego —le recordó ella, levantándose.


—¿Dónde vas?


—Quieres servirte otra copa. Te la mereces.


—Gracias, cariño. Me encanta que me sirva una doncella guapísima.


—No te acostumbres, es una ocasión especial —replicó ella—. Muy especial —repitió, unos segundos después, con la copa en la mano—. ¿Por qué no llamaste para decirme que venías?


—Ya conoces mi pasión por las sorpresas. Había pensado escalar hasta la ventana de tu dormitorio, pero no sabía si me quedarían fuerzas. Y después del incidente con Daniel Morrell, podría haberme encontrado con una escopeta.


—¡Me habrías dado un susto de muerte!


—Por eso no lo hice. Y tu bienvenida ha valido la pena —sonrió él, intentando disimular un bostezo.


—Hora de irse a dormir —dijo Paula.


—Muy bien, muy bien, vamos...


—Sube tú, yo voy a apagar la chimenea.


—Feliz Navidad, Paula Chaves —sonrió Pedro, abrazándola.


—Feliz Navidad, cariño. Venga, sube a la habitación, estás muerto de sueño.


Cuando por fin se reunió con él, Pedro estaba tumbado en medio de la cama, a medio vestir y profundamente dormido. Sonriendo, se tumbó a su lado y lo tapó con el edredón. El murmuró algo en sueños mientras Paula apoyaba la cabeza en su pecho, completamente feliz.


Tener a Pedro a su lado el día de Navidad era el mejor regalo que le habían hecho nunca.


Pedro despertó temprano a la mañana siguiente y decidió despertar a Paula de la forma tradicional... a besos.


—Perdona por lo de anoche. Mi idea era sorprenderte y luego llevarte a la cama para hacer algo bastante más interesante que dormir.


—No tienes que disculparte —sonrió ella, desperezándose—. Me encantó que vinieras por sorpresa. Además, si no hubieras venido no habría podido dormir. Los vecinos están de vacaciones y todo estaba tan silencioso...


—De haberlo sabido, habría venido antes. ¿Por qué no dejas que yo hable con Daniel?


—No, de eso nada, lo haré yo. Pero ahora, olvidemos a Daniel y concentrémonos el uno en el otro.


Los cuatro días que siguieron fueron los más felices en la vida de Paula. Vivir con Pedro era adictivo. Era un amante apasionado y exigente, pero también el mejor compañero. 


Había llevado con él un montón de regalos, algunos baratos y divertidos, pero entre todos ellos, Paula encontró un par de pendientes de perlas auténticas y una caja enorme que contenía una televisión para su dormitorio.


—Para cuando tengas que volver a encerrarte.


—Espero que Daniel no vuelva a visitarme —suspiró ella, poniéndose los pendientes.


—Si vuelve a hacerlo, hablaré con él, digas lo que digas —le advirtió Pedro. Pero se olvidó del efusivo adolescente cuando abrió una caja en la que había una docena de pañuelos de lino.


—A lo mejor no los usas, pero están personalizados —sonrió Paula.


Pedro miró más de cerca y comprobó que tenían sus iniciales bordadas.


—¿Has tenido tiempo de bordar esto para mí? —preguntó, incrédulo.


—Considéralo un trabajo de amor. Abre la otra caja, anda.


El arrancó el envoltorio, tan entusiasmado como un niño, y descubrió una acuarela del siglo XIX.


—Es... maravillosa. Como quien me la regala, una obra de arte exquisita.


—Está pintada alrededor de 1840. No pega aquí, con tus cosas griegas, pero quizá en tu despacho...


—La colgaré en mi dormitorio, en Chiswick. Gracias, cariño. La próxima vez tienes que venir a mi casa de Londres. Entre los dos encontraremos el sitio perfecto para esta acuarela. Además, ya es hora de que conozcas mi casa.


—Me encantaría, pero la verdad es que me va a resultar muy difícil. Helena y Luisa han pedido unos días libres hasta que empiece de nuevo el colegio y Angela y yo estamos hasta arriba de trabajo. Pero no hablemos de eso ahora —sonrió ella.


Después de pasar cuatro días juntos fue terrible tener que decirse adiós. Paula sugirió que se quedara una noche más, pero él insistió en pasar por Gresham Road para comprobar que la alarma y la calefacción funcionaban como era debido antes de volver a Londres.


—Cuando sepa que estás segura, podré irme tranquilo. Pero recuerda que debes mantener a los adolescentes fogosos alejados de tu casa a partir de ahora.


—Sí, señor —contestó ella, echando una última mirada a la casa antes de subir al coche—. Me encanta este sitio.


—No lo dejamos para siempre —sonrió Pedro.


—Ya, pero no volveremos en algún tiempo.


—Cierto. El primer sábado que puedas escaparte quiero que vayas a Londres. Pero te advierto que mi casa es bastante aburrida comparada con ésta.


—Ya me imagino.