martes, 15 de noviembre de 2016
AVENTURA: CAPITULO 15
Helena y Luisa habían organizado comidas familiares para el día de Navidad, por supuesto. Y Angela, que el año anterior había pasado el día con Paula, había sido invitada por la hija de Felipe.
Todas creían que pasaría las fiestas con Pedro y ella no les contó que estaría sola para no darles un disgusto.
En realidad, no le importaba... demasiado.
El día de Navidad se levantó una hora más tarde de lo normal y, cuando sonó el teléfono, la voz de Pedro le devolvió la alegría de inmediato.
Más tarde, con la radio por toda compañía, puso un jamón en el horno, adobó pechugas de pollo en una salsa de ajo y se dedicó a envolver los regalos que había comprado para él.
Por la tarde, entró en el estudio con un café en la mano, echó unos cuantos troncos al fuego, tomó una novela que había dejado a medias... y lanzó un suspiro de frustración cuando sonó el timbre.
¿Quién podía ser? Estaba segura de que sus vecinos se habían ido de vacaciones.
Pero en el porche estaba Daniel Morrell, con una planta en la mano.
—Feliz Navidad, señorita Chaves.
—¡Daniel!
—Quería traerle esta planta como regalo… para disculparme por lo del incendio.
—Muy amable. Feliz Navidad para ti también —sonrió Paula—. Pasa, por favor.
—Es una camelia —dijo el chico—. He pensado que podría plantarla en el jardín.
—Muchísimas gracias. Es preciosa.
—De nada —sonrió Daniel, sentándose en la silla de la cocina sin esperar invitación, con una familiaridad que a Paula le resultó un poco extraña—. ¿Está esperando a alguien?
—Sí —contestó ella, un poco alarmada—. Te ofrecería un café, pero la persona que estoy esperando llegará enseguida...
—¿Le han hecho algún regalo? A mí me han regalado un ordenador nuevo y una cámara digital.
—Qué suerte —murmuró Paula, mirando el reloj—. Mira, Daniel, siento meterte prisa, pero tengo que arreglarme... Gracias por la planta.
—Cuando haga mejor tiempo, podría plantarla yo mismo.
—Muy amable, pero lo haré yo. Gracias, Daniel. Que lo pases bien.
Entonces, de repente, el chico le dio un beso en los labios y salió corriendo.
Paula se llevó una mano al corazón, estupefacta. Pedro estaba en lo cierto sobre las hormonas adolescentes, pensó.
Afortunadamente, él la llamó unos minutos después.
—¿Qué te pasa?
—¿Cómo sabes que me pasa algo?
—Porque lo sé. ¿Qué ha pasado?
Paula se lo contó, incómoda.
—Tendré que hablar con él...
—No, de eso nada. Lo solucionaré yo misma.
—Paula, la próxima vez que vaya a tu casa querrá algo más que un beso. Créeme. Yo también tuve dieciséis años.
—No voy a dejar que me bese otra vez. Me ha pillado por sorpresa, pero...
—Deberías poner una mirilla en la puerta.
—Sí, es verdad.
—¿No vas a discutir? Dios mío, veo que ese imbécil te ha asustado de verdad —suspiró Pedro—. Primero el incendio en la calle Stow y ahora... esto se está convirtiendo en una persecución.
—Ha sido culpa mía por dejarlo entrar.
—Es culpa suya por completo. Cierra bien la puerta antes de irte a la cama.
—Lo hice en cuanto el niñato salió corriendo —suspiró Paula—. Quería llamarte, pero...
—¿Y por qué no lo has hecho?
—No quería estropearte la reunión familiar.
—En el futuro, llámame cuando quieras. Día y noche. ¿Me oyes?
—Sí, sí —suspiró ella, feliz—. Te echo de menos.
—Yo también, cariño —dijo Pedro—. Oye, Paula, hay un cambio de planes para mañana.
Ella se miró en el espejo del armario, asustada.
—¿Por qué?
—Es absurdo que vayamos cada uno por nuestro lado a Herefordshire, así que iré a buscarte. ¿Te parece bien?
—Me parece maravilloso —contestó Paula.
—Muy bien. ¿Qué estás haciendo ahora mismo?
—La maleta.
—¿Y qué vas a hacer después?
—Voy a quedarme en mi dormitorio, leyendo.
—Buena idea. Si me necesitas, llámame. ¿Lo prometes?
—Lo prometo. Nos vemos mañana.
Parecía ridículo irse a la cama tan temprano, pero después de hacer la maleta, apagar la chimenea y dejar algunas luces encendidas por si acaso, Paula conectó la alarma y se encerró en su cuarto.
Una vez tumbada en su nueva cama, con la radio puesta, sintió vergüenza de haberse asustado tanto por el beso de un crío. Seguramente, sólo había sido un impulso al encontrarla sola. Quizá incluso había bebido algo...
Pero las cosas se habrían puesto feas si hubiera querido algo más que un beso. Paula arrugó la nariz, asqueada, mientras abría la novela.
Gresham Road estaba situada en una de las zonas más tranquilas de la ciudad. Cuando Paula sintió la necesidad de ir al cuarto de baño, el silencio que la recibió en el pasillo casi le dio miedo... por primera vez en su vida.
«Paz en la tierra», se recordó a sí misma. Qué tonta era, se dijo. Ella no era miedosa, nunca lo había sido. Podría llamar a Pedro... no, de eso nada. No quería hacer el papel de mujercita necesitada de protección, especialmente cuando el peligro era un adolescente.
Pero después de un par de horas en la cama, estaba harta.
Se levantó y fue a darse una ducha. Pero, irritada, descubrió que no podía dejar de pensar en la escena de Psicosis.
Cerró el grifo a toda prisa, se puso una de las carísimas cremas que Luisa y Helena le habían regalado y sonrió de oreja a oreja cuando sonó el teléfono.
—¿Dígame? —contestó, sin aliento.
—¿Dónde estabas? —oyó la voz de Pedro.
—En la ducha. Me he cansado de estar en la cama.
—¿Te aburres?
—Pues sí, un poco. ¿Ha terminado la fiesta? ¿Dónde estás?
—En el porche de tu casa...
Gritando de alegría, Paula soltó el teléfono y bajó las escaleras corriendo para echarse en sus brazos... en cuanto pudo desconectar la alarma y quitar la cadena de la puerta.
—Feliz Navidad, cariño.
—¡Feliz Navidad! —exclamó ella, entusiasmada—. ¿Qué haces aquí?
—El asunto de Daniel Morrell me había puesto un poco nervioso, así que decidí venir.
—No sabes cómo te lo agradezco. ¿Tienes hambre?
—No, por favor… he comido demasiado. Pero un whisky no estaría mal.
—Supongo que se habrá apagado la chimenea...
—Volveré a encenderla mientras tú me preparas ese whisky —sonrió Pedro, besándola—. Tengo cuatro días antes de volver al trabajo. ¿Y tú?
—Lo mismo. He cerrado la tienda hasta el viernes.
A las once de la noche del día veinticinco de diciembre, la Navidad empezó por fin para Paula Chaves. Tumbada en el sofá, con la cara apoyada sobre el pecho de Pedro Alfonso y la chimenea encendida, era la manera perfecta de terminar un día que había esperado terminar sola.
—¿Qué hiciste el año pasado?
—Cené en casa de Angela, pero este año ha ido a casa de Felipe. Espero que lo pase bien.
—Tú has hecho todo lo posible para animar esa relación.
—Y he recibido mi recompensa, desde luego —le recordó ella, levantándose.
—¿Dónde vas?
—Quieres servirte otra copa. Te la mereces.
—Gracias, cariño. Me encanta que me sirva una doncella guapísima.
—No te acostumbres, es una ocasión especial —replicó ella—. Muy especial —repitió, unos segundos después, con la copa en la mano—. ¿Por qué no llamaste para decirme que venías?
—Ya conoces mi pasión por las sorpresas. Había pensado escalar hasta la ventana de tu dormitorio, pero no sabía si me quedarían fuerzas. Y después del incidente con Daniel Morrell, podría haberme encontrado con una escopeta.
—¡Me habrías dado un susto de muerte!
—Por eso no lo hice. Y tu bienvenida ha valido la pena —sonrió él, intentando disimular un bostezo.
—Hora de irse a dormir —dijo Paula.
—Muy bien, muy bien, vamos...
—Sube tú, yo voy a apagar la chimenea.
—Feliz Navidad, Paula Chaves —sonrió Pedro, abrazándola.
—Feliz Navidad, cariño. Venga, sube a la habitación, estás muerto de sueño.
Cuando por fin se reunió con él, Pedro estaba tumbado en medio de la cama, a medio vestir y profundamente dormido. Sonriendo, se tumbó a su lado y lo tapó con el edredón. El murmuró algo en sueños mientras Paula apoyaba la cabeza en su pecho, completamente feliz.
Tener a Pedro a su lado el día de Navidad era el mejor regalo que le habían hecho nunca.
Pedro despertó temprano a la mañana siguiente y decidió despertar a Paula de la forma tradicional... a besos.
—Perdona por lo de anoche. Mi idea era sorprenderte y luego llevarte a la cama para hacer algo bastante más interesante que dormir.
—No tienes que disculparte —sonrió ella, desperezándose—. Me encantó que vinieras por sorpresa. Además, si no hubieras venido no habría podido dormir. Los vecinos están de vacaciones y todo estaba tan silencioso...
—De haberlo sabido, habría venido antes. ¿Por qué no dejas que yo hable con Daniel?
—No, de eso nada, lo haré yo. Pero ahora, olvidemos a Daniel y concentrémonos el uno en el otro.
Los cuatro días que siguieron fueron los más felices en la vida de Paula. Vivir con Pedro era adictivo. Era un amante apasionado y exigente, pero también el mejor compañero.
Había llevado con él un montón de regalos, algunos baratos y divertidos, pero entre todos ellos, Paula encontró un par de pendientes de perlas auténticas y una caja enorme que contenía una televisión para su dormitorio.
—Para cuando tengas que volver a encerrarte.
—Espero que Daniel no vuelva a visitarme —suspiró ella, poniéndose los pendientes.
—Si vuelve a hacerlo, hablaré con él, digas lo que digas —le advirtió Pedro. Pero se olvidó del efusivo adolescente cuando abrió una caja en la que había una docena de pañuelos de lino.
—A lo mejor no los usas, pero están personalizados —sonrió Paula.
Pedro miró más de cerca y comprobó que tenían sus iniciales bordadas.
—¿Has tenido tiempo de bordar esto para mí? —preguntó, incrédulo.
—Considéralo un trabajo de amor. Abre la otra caja, anda.
El arrancó el envoltorio, tan entusiasmado como un niño, y descubrió una acuarela del siglo XIX.
—Es... maravillosa. Como quien me la regala, una obra de arte exquisita.
—Está pintada alrededor de 1840. No pega aquí, con tus cosas griegas, pero quizá en tu despacho...
—La colgaré en mi dormitorio, en Chiswick. Gracias, cariño. La próxima vez tienes que venir a mi casa de Londres. Entre los dos encontraremos el sitio perfecto para esta acuarela. Además, ya es hora de que conozcas mi casa.
—Me encantaría, pero la verdad es que me va a resultar muy difícil. Helena y Luisa han pedido unos días libres hasta que empiece de nuevo el colegio y Angela y yo estamos hasta arriba de trabajo. Pero no hablemos de eso ahora —sonrió ella.
Después de pasar cuatro días juntos fue terrible tener que decirse adiós. Paula sugirió que se quedara una noche más, pero él insistió en pasar por Gresham Road para comprobar que la alarma y la calefacción funcionaban como era debido antes de volver a Londres.
—Cuando sepa que estás segura, podré irme tranquilo. Pero recuerda que debes mantener a los adolescentes fogosos alejados de tu casa a partir de ahora.
—Sí, señor —contestó ella, echando una última mirada a la casa antes de subir al coche—. Me encanta este sitio.
—No lo dejamos para siempre —sonrió Pedro.
—Ya, pero no volveremos en algún tiempo.
—Cierto. El primer sábado que puedas escaparte quiero que vayas a Londres. Pero te advierto que mi casa es bastante aburrida comparada con ésta.
—Ya me imagino.
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