martes, 25 de octubre de 2016
AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO FINAL
El sol estaba bajo en el cielo de finales de septiembre.
Acariciaba las piedras de la casa Dower con su luz y bailaba entre las hojas que comenzaban a perder su color verde.
Paula se dio cuenta de que lo que más echaría de menos sería el jardín. Nico podría echarle un vistazo a la casa hasta que se mudaran los nuevos propietarios; le había comunicado que ya se había realizado la venta y, aunque le había asegurado que no había prisa por mudarse, era el momento de irse.
Observó al taxi acercarse y sintió un vuelco en el corazón.
Era curioso, pues nunca había esperado realmente que llegaría ese día. Se había aferrado a la esperanza de que Pedro apareciese y declarase su amor por ella, pero la realidad era que había pasado el último mes dando la vuelta al mundo tratando de proclamarse campeón del mundo por sexta vez. Su decisiva victoria en Japón le había asegurado el puesto como uno de los pilotos de Fórmula 1 más prometedores de todos los tiempos y su foto había aparecido en las portadas de todos los periódicos, con la obligada rubia a su lado.
—¿Lista para irnos? —preguntó el taxista—. Meteré su maleta en el maletero.
—Me aseguraré de haber cerrado las ventanas —murmuró Paula, furiosa consigo misma por ceder a la tentación de echar un último vistazo. Aquélla nunca había sido su casa y era ridículo sentir algo por ella. Era una casa familiar, una casa que debía estar llena de niños, pero no serían los suyos, y era el momento de dejar de desear lo imposible.
Frunció el ceño cuando bajó las escaleras y oyó las voces de fuera. Nico se lo habría comunicado si los nuevos propietarios fuesen a instalarse ese mismo día. El coche deportivo rojo fue lo primero que llamó su atención, fijándose luego en Pedro, discutiendo con el taxista por la maleta.
—¿Quiere que la guarde en el maletero o no? —preguntó el taxista.
—¡Sí! —gritó Paula mientras salía al exterior.
—¡No! Todavía no —ordenó Pedro.
—Bueno, pues cuando se hayan decidido, me lo dicen —dijo el taxista, dejando la maleta en el suelo y metiéndose en el coche para escuchar la radio—. Me sentaré aquí y escucharé cómo va el criquet hasta que se hayan decidido.
—Tengo que tomar un tren —dijo Paula—. ¿Qué quieres, Pedro?
—Cinco minutos de tu tiempo —contestó él con determinación en la mirada—. Pensé que te encantaba esta casa —añadió mientras Paula lo conducía al salón—. Pensé que era la razón por la que habías regresado conmigo. Eso es lo que le dijiste a mi padre.
—Ya sabes por qué dije esas cosas —susurró ella.
—Para convencer a Fabrizzio de que nuestra relación era un escarceo casual que no significaba nada para ninguno de los dos.
—Sí.
—Porque temías que, si te veía como una amenaza, intentaría separarnos como había hecho cuatro años antes, ¿verdad? Sólo que entonces, claro, convenció a Gianni para que lo ayudara —añadió Pedro lentamente.
—Sinceramente, creo que lo hizo porque pensaba que era lo mejor para ti. Quería que te casaras con una heredera italiana, no con una inglesa hija de un vicario y sin estatus social —contestó Paula. Incluso entonces, después de todo lo que había pasado, odiaba ver el dolor en sus ojos.
—De hecho, la principal razón por la que desaprobaba mi relación contigo era que temía que cualquier hijo que tuviéramos pudiera estar discapacitado. Sabía que tu hermano, Simon, había quedado confinado a una silla de ruedas, pero no sabía por qué —añadió Pedro sin dejar de mirarla—. Eso no es excusa para lo que hizo, pero explica muchas cosas.
—Simon tuvo un accidente —dijo Paula.
—Lo sé, y ahora también mi padre. También sabe que, fuera cual fuera la razón por la que Simon estaba así, nunca habría servido para disuadirme de casarme contigo.
—Entiendo —murmuró ella sin saber muy bien a qué había ido allí. La verdadera razón por la que su relación había fracasado seguía siendo la misma. No había confiado en ella y, desde luego, no la amaba. Aquellas cosas eran requisito imprescindible en cualquier relación en la que se embarcara a partir de ese momento—. Realmente tengo que irme, así que, si eso es todo...
—Claro que no es todo —el viejo Pedro volvía a escena, arrogante y exigente como siempre mientras se pasaba la mano por el pelo y trataba de controlar su temperamento—. Estoy tratando de decirte que lo siento. Trato de disculparme por cómo te he tratado. Toma —sacó un sobre del bolsillo de su chaqueta y se lo entregó—. Puede que esto explique mejor las cosas.
Paula se quedó mirándolo y luego observó los documentos, sintiendo un vuelco en el corazón antes de volver a meterlos en el sobre y devolvérselos.
—Un gesto muy bonito —dijo secamente, sintiendo las lágrimas en la garganta—, pero no, gracias.
—Son las escrituras de la casa Dower. La he comprado para ti —gritó él, como si gritando fuese a hacerle entrar en razón.
—Lo sé, y no puedo aceptarla —contestó Paula con una calma que no sentía—. No tienes que pagarme por mis servicios, Pedro. Las dos veces he acudido a ti voluntariamente.
—No estoy intentando pagarte. Madre de Dios, eres la mujer más imposible que he conocido. No la he comprado sólo para ti. Es para los dos, para cuando estemos en Inglaterra.
La cosa empeoraba. Planeaba tenerla como su amante residente para cuando estuviera de paso. Una especie de ama de llaves con tareas extracurriculares. Aunque lo peor era que se sentía tentada de aceptar.
Al mirar el reloj vio que se le estaba haciendo tarde y esperó que el taxista no le estuviera cobrando.
—Lo siento, Pedro, pero no me interesa y, si pierdo el tren, llegaré tarde al aeropuerto.
—Pensé que te ibas a Londres. Tu amigo el de la agencia inmobiliaria me dijo que tienes un trabajo en una agencia de noticias —murmuró mientras la seguía al exterior.
—Lo tengo, pero no es en Londres.
—¿Entonces dónde? ¿En algún lugar de Europa?
—En Sierra Leona —admitió ella—. La agencia de noticias me ha pedido que escriba una serie de reportajes especiales sobre la situación allí.
—Por encima de mi cadáver, cara; es demasiado peligroso.
—Será por encima de tu cadáver si no te apartas. Y, en cuanto a lo de peligroso... Tú eres piloto de carreras, por el amor de Dios. No me hables de peligro cuando he estado en la pista viendo cómo arriesgabas tu vida por puro entretenimiento.
—Ésa es la otra cosa que he venido a decirte. Mañana daré una conferencia de prensa para anunciar que me retiro de la Fórmula 1, pero quería que fueras la primera en saberlo.
—Muy bien —dijo ella como si no le importara en absoluto.
—¡Dios! ¿Es que no hago nada bien? Compro la casa que te gusta y la rechazas, dejo de competir, que es lo que más odias, y actúas como si te diera igual —se pasó una mano por el pelo mientras Paula se subía al taxi. Necesitaba saber lo que sentía. Era el momento más importante de su vida y perder no era una opción—. Dime, ¿qué tengo que hacer para que vuelvas conmigo? —metió la cabeza por la ventanilla del taxi para mirarla y Paula cerró los ojos.
—Tienes que amarme como yo te amo —susurró ella, incapaz de contener las lágrimas—. Es lo que siempre he querido, y lo único que nunca podrás darme.
Le pidió al conductor que arrancase, y estaba demasiado ocupada frotándose los ojos como para fijarse en el paisaje, hasta que el taxista frenó en seco y murmuró en voz baja.
—Claro —gritó mientras salía del coche—. Ahora sé quién eres. El piloto de carreras. Bonito coche.
—Quédeselo —dijo Pedro, entregándole las llaves al taxista y metiéndose tras el volante del taxi—. Ya no lo necesito. Necesito un coche seguro y familiar, ¿verdad, cara?
—Creo que deberías dar la vuelta y llevarme a la estación —dijo Paula—. ¿Qué estás haciendo, Pedro?
Sin contestar, Pedro aceleró por los senderos a tanta velocidad, que Paula cerró los ojos y, cuando los abrió de nuevo, estaban otra vez frente a la casa Dower.
—Bájame —dijo ella cuando Pedro la tomó en brazos y la metió en la casa. Ya era suficientemente bochornoso que le hubiera dicho cómo se sentía como para tener que soportar que la tratara como a una muñeca, que era exactamente como se sentía.
—Claro que te amo —gritó él mientras se dirigía hacia las escaleras—. Mi amor por ti nunca ha estado en duda. Ti amo, cara mia. Sé que voy a tener que perfeccionar tu italiano, pero llevo diciéndote meses que te quiero, y en mis sueños, años.
Paula se rió frenéticamente en sus brazos, sintiendo la necesidad de escapar de él antes de derrumbarse.
—No tienes que decirlo para hacerme sentir mejor.
—Lo digo para sentirme mejor yo. Eres mi vida, mi amor, y lo has sido desde que te colaste por la ventana de mi cuarto en aquel hotel asegurándome que no eras una admiradora.
—Pero no confiaste en mí, creíste que te había engañado con tu hermano y fuiste cruel. Me rompiste el corazón —dijo ella mientras Pedro la dejaba en el suelo y la rodeaba con los brazos.
—Si te sirve de consuelo, pasé los cuatro años siguientes en el purgatorio. Te eché mucho de menos, pero Gianni había resultado herido y no podía abandonarlo. Me parecía mal ir a buscar la felicidad cuando él no tenía ninguna, pero nunca te olvidé, ni un solo día, y, cuando me enteré de que habías regresado a Wellworth, supe que tenía que encontrarte.
—¿Realmente has dejado las carreras? —preguntó Paula con incredulidad—. Es lo más importante en tu vida, Pedro, y no quiero que hagas ese sacrificio por mí.
—Eres mi vida. No hay nada que se parezca a ti. No es un sacrificio; no estoy dejando de competir por ti, sino porque preferiría estar contigo en una casa en Inglaterra lo suficientemente grande para albergar a nuestros hijos —la besó con ternura, y Paula supo con seguridad que estaba diciendo la verdad. Por increíble que pareciera, aquel hombre tan maravilloso la amaba—. ¿Te casarás conmigo? —preguntó él mientras le cubría el cuello de besos.
—Tu padre... —comenzó a decir ella tras vacilar un momento.
—Mi padre sabía que quería casarme contigo hace cuatro años y que no había ninguna otra mujer que se pareciera a ti. También sabe que la única opción que tiene de tener nietos es que yo te convenza para casarte conmigo. Confía en mí, cara, mi padre espera y desea que digas que sí.
Al observar el dormitorio que Pedro había utilizado durante la única noche que había pasado en la casa Dower, Paula se dio cuenta de que le gustaba esa habitación. Después de que él se hubiera marchado, había dormido en su cama, desesperada por sentir algún vínculo, y sonrió cuando la depositó sobre las sábanas.
—¿Esperas que diga que sí? —preguntó ella mientras él intentaba desabrocharle la blusa, antes de que se cansara y tirara de la prenda, consiguiendo que todos los botones salieran disparados.
—No lo espero, cara mia. Lo ansío —le dijo tras darle un beso—. Eres mi otra mitad, la que me ha robado el alma, y te quiero con todo mi corazón. Tienes que decir que sí, porque pasaré el resto de mi vida persiguiéndote hasta que lo hagas, y se me ocurren formas mejores de pasar nuestro tiempo.
Procedió a demostrárselo y ella le rodeó el cuello con los brazos mientras Pedro le acariciaba los pechos con la boca.
—Entonces no perderé el tiempo discutiendo —dijo Paula casi sin aliento y levantando las caderas para que pudiera quitarle la falda—. Te quiero, Pedro —susurró, mirándolo a los ojos.
—Y yo te quiero a ti, cara mia, siempre, durante el resto de mi vida.
AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 25
Era prueba de que había estado asimilando la información que le había proporcionado el investigador privado. El día anterior de volar a Mónaco, había descubierto que había malinterpretado a Paula tremendamente y que no tenía posibilidad de ganarse su perdón. No sólo eso, sino que tras haberle exigido a su padre que le contara la verdad, sabía que la había malinterpretado dos veces; la primera, cuatro años antes. La culpa que sentía había sido difícil de manejar; no sabía cómo acercarse a ella o dónde comenzar a rogarle otra oportunidad. Sus remordimientos habían hecho que se mantuviera frío y distante. Cuatro años atrás, se había negado a escucharla, y no podía culparla por querer castigarlo duramente.
—Si quieres pruebas del modo en que me siento, aquí las tienes —dijo mientras se acercaba a ella y la tomaba entre sus brazos para besarla—. Ésta es la única prueba que necesitamos —insistió cuando Paula dejó de resistirse y se apoyó contra su pecho, pero las lágrimas en sus ojos advirtieron a Pedro de que la batalla no estaba ganada.
—Que tenemos buen sexo nunca ha estado en duda —dijo ella—. Pero quiero más que eso, me merezco más que eso. No quiero tener miedo a abrir el periódico porque pueda aparecer otra foto u otro artículo sobre mí. Ni siquiera me defendiste, Pedro, no te importó quién estuviera detrás de todo el asunto del espionaje en Venecia. Como tu amante, soy propiedad pública, y he decidido renunciar.
—Ya sé quién avisó a los paparazzi —dijo él al ver que agarraba la maleta y se dirigía hacia la puerta—. Y ya he tomado medidas para asegurarme de que nada así vuelva a ocurrir. Te protegería con mi vida, y nunca volverán a hacerte daño. Te lo prometo.
Paula lo observó durante un rato, como si se hubiera quitado la venda y estuviera viéndolo por primera vez y, a juzgar por su expresión, Pedro imaginó que no le gustó lo que vio.
—No te creo —contestó Paula—. Quiero irme a casa.
AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 24
La villa estaba a oscuras cuando Pedro cruzó las puertas con el coche y ascendió por el camino. Sin duda, Sophia se habría ido a dormir hacía tiempo, pensó al mirar el reloj y darse cuenta de que habían pasado horas desde que había visto a su padre en el hospital.
¿Pero qué habría pasado con Paula? ¿Lo habría esperado despierta?, se preguntaba mientras corría escaleras arriba.
Debía haberla llamado, pero había estado demasiado sorprendido, devastado por la conversación con Fabrizzio, y el único modo que conocía para exorcizar sus demonios era la velocidad. Debía de haber recorrido cientos de kilómetros yendo de un lado a otro por las autopistas. Conducir era su segunda naturaleza, lo que mejor hacía y, mientras su atención estuviese centrada en la carretera, no podría pensar en Paula y en cómo se había equivocado con ella.
No le gustaba la culpa, pensó mientras abría la puerta de la habitación de invitados a la que Paula se había trasladado.
La cama estaba vacía, sin sábanas, y un torrente de miedo recorrió su cuerpo al abrir los armarios y descubrir que estaban desnudos. Había estado preparándose para el hecho de que tal vez hubiera decidido marcharse después de haber hablado con ella, después de haber revelado que sabía la verdad, pero no imaginaba llegar a casa y encontrarla vacía.
Regresó al hall sintiendo cómo el corazón se le aceleraba al ver la luz salir por debajo de la puerta de su dormitorio. La abrió con fuerza y, por un momento, pensó que Paula había vuelto a trasladarse a su cuarto, pero la maleta que yacía abierta sobre la cama acabó con sus esperanzas.
—Me preguntaba cuándo aparecerías, o si te molestarías en aparecer —dijo ella con frialdad, evitando su mirada.
Pero, cuando Pedro se fijó, vio el rastro de las lágrimas en su rostro.
—¿Dónde creías que había ido, cara?
—Estoy segura de que tienes docenas de nombres en tu agenda. Nunca has estado escaso de compañía femenina, Pedro.
—La única compañía que quiero es la tuya —dijo él.
—¡Oh, por favor! No finjamos que soy algo más que un entretenimiento temporal. Soy tu amante, nada más, como tú mismo señalaste.
—La noche que regresamos de Indianápolis estaba furioso —comenzó a decir él, pero ella negó con la cabeza y, por primera vez, Pedro se dio cuenta del control que Paula tenía sobre sus emociones. Prácticamente se estaba desmoronando delante de sus ojos y la culpa era sólo suya.
—Estabas furioso antes, durante y después de Indianápolis —dijo ella—. Estoy harta de tener que anticipar tus cambios de humor, y nada excusa el modo en que me trataste.
Cambias de humor con tanta rapidez, que nunca sé en qué punto estoy contigo. Mientras tu padre estaba enfermo, pensé que quizá me necesitaras realmente, pero ya no me necesitas, ¿verdad, Pedro? Fui un hombro sobre el que llorar, pero, desde que Fabrizzio ha empezado a recuperarse, ya no me necesitas. Tu actitud hacia mí esta última semana es prueba de ello.
lunes, 24 de octubre de 2016
AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 23
En los días siguientes, Fabrizzio sorprendió a sus médicos y a su familia por igual con la velocidad de su recuperación.
Aún le quedaba un largo camino por recorrer, pero, una vez que su vida dejó de correr peligro, Pedro dejó atrás su ansiedad.
Tras la apasionada noche que habían pasado juntos, Paula había albergado la esperanza de que su relación sobreviviese a los traumas de las pasadas semanas, pero Pedro parecía mostrarse vacilante a estar solo con ella.
Era como si se arrepintiera de la muestra de emociones que le había dado aquella noche y esperase que ella no le hubiese dado demasiada importancia. No intentó volver a hacerle el amor de nuevo ni persuadirla para que regresara a su dormitorio. Y el poco orgullo que le quedaba a Paula le obligaba a no sugerirlo ella.
El orgullo era un mal compañero de cama, pensó ella al pasar otra noche echándolo de menos tanto que le dolía, no sólo por el placer que podría darle, sino también por la sensación de unidad con el hombre que había capturado su corazón. Era educado y amable, pero extrañamente distante y, a medida que se acercaba el momento de irse a Mónaco, a Paula no le quedó más remedio que aceptar que nunca volverían a estar como antes. Había habido demasiado dolor en una relación que había empezado desde el principio con mal pie.
El día antes de volar al principado, Pedro recibió la visita de un hombre que Paula supuso sería un socio de negocios, aunque Pedro nunca se lo hubiera presentado. Después de eso, su actitud hacia ella cambió aún más. Se mostró extremadamente educado y solícito en el vuelo, pero la barrera que había levantado entre ellos parecía imposible de derribar, y ella sabía con todo su corazón que, cuando acabase la carrera, sería el momento de regresar a Inglaterra y recoger los pedazos de su vida.
Llegaron a Mónaco y se enfrentaron a una ola de fotógrafos mientras el mundo especulaba sobre si la experiencia cercana a la muerte de Fabrizzio Alfonso afectaría al rendimiento de su hijo en la pista. No tenían por qué haberse preocupado, pensaba Paula al ver cómo Pedro se colocaba en primera posición y conducía con una mezcla de destreza y desinterés por su seguridad. Sólo se relajó cuando pasó la bandera, sintiéndose tan físicamente agotada por la tensión como si hubiera competido ella misma.
Mientras lo veía triunfante en el podio, se dio cuenta de que eso era la vida. Era un playboy millonario con el mundo a sus pies y, aunque lo amase más que a su vida, no podía perder más tiempo siguiéndolo allí donde fuera como su amante, esperando a que se cansara de ella.
Cuando regresaron a Milán, Pedro la escoltó hasta la limusina, pero no se sentó a su lado.
—Me voy directo al hospital —le dijo—. Al parecer, mi padre se ha incorporado y exige recuperar el control de la compañía.
—¿Quieres que vaya contigo? —preguntó ella.
—Esta vez no; quiero verlo a solas. Hay algunas cosas que tenemos que discutir —contestó él con expresión sombría.
No le dio más datos, aunque, ¿por qué iba a hacerlo? Ella no era parte de su familia y, ahora que Fabrizzio estaba recuperándose, no había necesidad de quedarse allí. La frialdad de Pedro hacia ella lo había dejado claro.
AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 22
Cuando Pedro salió a la terraza, se preguntó cómo podía el sol seguir brillando con su luz habitual. ¿Cómo podía la buganvilla florecer con todo su colorido? Su vida se estaba desmoronando y al mundo parecía darle igual.
La casa de sus padres siempre había sido oscura, pero ese día parecía un mausoleo, y se sentía agradecido por poder escapar de su lobreguez. Las voces de los niños, cargadas de risas, resonaban por el aire, seguidas por los susurros de su niñera tratando de calmarlos. Eran los dos hijos de su prima Marisa, que estaba en la casa con su madre. Viendo jugar a los niños, su mente se llenó con recuerdos del pasado. Veía a dos niños atravesar el jardín con sus bicicletas, decidido cada uno a ganar al otro. Oía la risa del hombre que los había incitado a competir y las carcajadas traviesas de su hermano pequeño.
—Il Dio li benedice. Dios te bendiga, Gianni —susurró.
Sentía un extraño dolor en su interior, como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago, y le escocían los ojos por la falta de sueño porque la vida de su padre pendiera de un hilo.
—¡Pedro!
Se tensó al oír una voz fría y, por un momento, cerró los ojos desesperación. ¡Paula! Allá donde mirase, allí estaba ella, tranquila, amable, llevando la calma a la familia Alfonso, que se había reunido en casa de su padre para esperar las noticias. De algún modo, desde la noche del ataque al corazón de Fabrizzio, se había desarrollado un increíble vínculo entre ellos, debido entre otras cosas a la insistencia de ella en no abandonarlo mientras su padre luchara por la vida.
Pedro deseaba gritar y decirle que no necesitaba su compasión, pero, la verdad, la necesitaba al igual que necesitaba el aire para respirar y nada podía quitarle la idea de que ella era su otra mitad.
—Acaban de llamar del hospital. No hay ningún cambio significativo —dijo ella suavemente, colocándose a su lado.
—Deberías regresar a la villa —murmuró él—. Esto es una casa de locos.
—Quiero quedarme contigo... Quiero ayudar.
—Tengo que volver a entrar. Mi madre...
—Está con el cura y sus hermanas. Quiere que regreses a la villa durante unas horas, Pedro. Necesitas comer y dormir un poco.
Estaba tan guapa, tan amable con su compasión, que Pedro sintió un vuelco en el corazón. Había sido innecesariamente cruel en Indianápolis, se había comportado como un bárbaro, y cerró los ojos tratando de no pensar en el hecho de que, probablemente, le hubiera hecho daño. Aunque, incluso entonces, se había mostrado tan receptiva que hacía que se arrepintiese.
—Te necesito —dijo él. Era un hombre fuerte, orgulloso y sin miedo; nunca había necesitado a nadie en su vida hasta ese momento.
Paula murmuró algo en voz baja, comprendiendo su desesperación y envolviéndolo entre sus brazos.
Una hora después, regresaron a la villa Mimosa, donde Sophia los recibió con lágrimas en los ojos. Sabiendo que Pedro ya había tenido bastante, Paula se ocupó de todo y condujo a Sophia a la cocina, pidiéndole que preparara algo para abrirle el apetito a Pedro.
—Pensé que habías decidido ducharte y dormir un par de horas —dijo Paula al ver a Pedro dirigirse al estudio, donde el teléfono no dejaba de sonar.
—Hay gente con la que tengo que hablar antes del Grand Prix de Mónaco —dijo él.
—Petra es tu asistenta personal desde hace años, así que es perfectamente capaz de ocuparse de tus llamadas, y llevas meses al cargo de la empresa, desde el primer ataque de tu padre. ¿Qué es tan importe que tienes que ocuparte hoy de ello?
—¿Por qué te importa? —preguntó Pedro mientras la seguía escaleras arriba.
Ella se detuvo frente a la suite principal, que compartía con él, mirándolo con compasión.
—No sé —contestó—. Lo único que sé es que es así.
—Sólo me iré a la cama si vienes conmigo.
Aquella petición la sobresaltó. La opción de comunicarse al más básico de los niveles era tentadora, pero no podía seguir dando. La dejaría seca.
—Tienes que dormir —dijo ella, incapaz de disimular el temblor de su voz—. Subiré a verte más tarde.
Pedro durmió durante una hora y se reunió con ella para cenar, aunque apenas le hizo justicia a la comida que Sophia había preparado antes de regresar al hospital.
El día siguiente fue similar al anterior, hasta que Paula recibió una llamada de Pedro informándole que Fabrizzio había sufrido otro ataque y estaba peor.
Finalmente, Paula se fue a la cama. No había sabido nada más y temía volver a escuchar el sonido del teléfono, pero dormir era prioritario si quería serle de alguna ayuda a Pedro. Se despertó varias horas después y miró el reloj, dándose cuenta de que eran las tres de la madrugada. La luz de la luna se filtraba por las cortinas, iluminando a Pedro, sentado con los hombros encogidos a un lado del colchón.
La expresión de su cara, su agonía silenciosa, le provocaron un vuelco en el corazón y se arrodilló tras él para reconfortarlo, deslizando los brazos alrededor de su cuello.
—¿Hay noticias sobre el estado de tu padre? —preguntó.
—Ha habido una ligera mejora —dijo él—. Está hecho de un buen material y no se rendirá sin luchar.
—Me alegro —dijo ella simplemente.
Pedro se dio la vuelta, buscando su boca con una desesperación casi ferviente.
—Quiero hacerte el amor, cara mia. No sabes lo mucho que necesito sentir la suavidad de tu cuerpo en este momento.
Tal vez fuese una reacción natural, una reafirmación de la vida, y Paula no podía negárselo cuando su propio cuerpo ardía de deseo por él. Pedro la necesitaba y eso era lo único que importaba.
La colocó sobre su regazo y la besó, nublándole los sentidos y dejándola sin palabras.
—Te hice daño en Indianápolis —murmuró él—. Fui bruto, maleducado, y me avergüenzo.
—No lo fuiste; yo te deseaba tanto cómo tú a mí. Creo que lo demostré —añadió ella, sintiendo cómo sus mejillas se sonrojaban al recordarlo.
—Esta vez seré amable —insistió Pedro mientras la tomaba en brazos y la llevaba hacia su dormitorio—. He hecho cosas, dicho cosas para hacerte daño deliberadamente, y, sin embargo, tú no has mostrado nada más que amabilidad mientras yo rezo por mi padre. Tu compasión me abruma, cara. Tenemos que hablar.
Paula levantó la mano y la llevó a sus labios.
—Ahora no, Pedro; una vez dijiste que nos comunicamos mejor sin palabras y es el momento de que hablen nuestros cuerpos.
Él se quitó el albornoz y le quitó a ella el negligé para que sus pechos quedaran al descubierto en sus manos mientras devoraba sus labios con la boca. La pasión la abrumaba, y gimió al sentir cómo él agachaba la cabeza para acariciarle un pezón con la lengua. Cuando se centró en el otro, Paula se arqueó y hundió las uñas en sus hombros mientras el calor invadía sus muslos.
Lo deseaba en ese momento, y levantó las caderas a modo de súplica silenciosa, ansiosa por sentirlo dentro.
—No me apresuraré esta vez —prometió Pedro con voz profunda—. Me aseguraré de que estés preparada.
—Lo estoy —murmuró ella. Estaba desesperada, pero él parecía decidido a redimirse por la última vez, cuando la había poseído sin pensar en ningún momento en su placer.
Paula abrió las piernas deliberadamente y levantó las caderas, sintiendo un vuelco en el corazón al sentir su erección contra el muslo, pero, en vez de penetrarla, le agarró las manos con una de las suyas y le levantó los brazos por encima de la cabeza.
—Paciencia —susurró mientras acariciaba sus pezones con la lengua e introducía la mano entre sus piernas antes de introducir sus dedos y explorar dentro de ella. Paula se retorcía y trataba de controlar las sacudidas de placer que recorrían su cuerpo. Deseaba que se pusiera a su altura para que no le quedara más remedio que poseerla, pero sus manos seguían aprisionadas detrás de su cabeza y se retorcía sin parar, casi gritando su nombre al sentir el clímax.
Al borde del éxtasis, Pedro le sacó los dedos y el peso de su torso fue una carga bien recibida mientras la penetraba lentamente, hasta que Paula pensó que explotaría.
Cada embestida la elevaba más allá en las cotas del placer.
Aun así, el siguió con un ritmo constante, aunque ella notaba que su respiración era cada vez más entrecortada, hasta que sus embestidas se hicieron más fuertes y sintió las contracciones de su cuerpo al llegar al clímax.
La parte de después fue tremendamente dulce. Jamás se había sentido tan unida a él y sabía que nunca amaría a nadie tanto como lo amaba a él. ¿Pero tendría el coraje de decirle cómo se sentía, de confesar que no había dejado de amarlo después de los años? ¿Sería eso lo que él querría escuchar? Se quedó quieta, acariciándole el pelo, y el corazón le dio un vuelco al sentir la humedad contra su cuello y notar sus hombros temblar mientras finalmente se rendía al miedo que sentía por la vida de su padre.
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