lunes, 24 de octubre de 2016

AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 22





Cuando Pedro salió a la terraza, se preguntó cómo podía el sol seguir brillando con su luz habitual. ¿Cómo podía la buganvilla florecer con todo su colorido? Su vida se estaba desmoronando y al mundo parecía darle igual.


La casa de sus padres siempre había sido oscura, pero ese día parecía un mausoleo, y se sentía agradecido por poder escapar de su lobreguez. Las voces de los niños, cargadas de risas, resonaban por el aire, seguidas por los susurros de su niñera tratando de calmarlos. Eran los dos hijos de su prima Marisa, que estaba en la casa con su madre. Viendo jugar a los niños, su mente se llenó con recuerdos del pasado. Veía a dos niños atravesar el jardín con sus bicicletas, decidido cada uno a ganar al otro. Oía la risa del hombre que los había incitado a competir y las carcajadas traviesas de su hermano pequeño.


—Il Dio li benedice. Dios te bendiga, Gianni —susurró. 


Sentía un extraño dolor en su interior, como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago, y le escocían los ojos por la falta de sueño porque la vida de su padre pendiera de un hilo.


—¡Pedro!


Se tensó al oír una voz fría y, por un momento, cerró los ojos desesperación. ¡Paula! Allá donde mirase, allí estaba ella, tranquila, amable, llevando la calma a la familia Alfonso, que se había reunido en casa de su padre para esperar las noticias. De algún modo, desde la noche del ataque al corazón de Fabrizzio, se había desarrollado un increíble vínculo entre ellos, debido entre otras cosas a la insistencia de ella en no abandonarlo mientras su padre luchara por la vida.


Pedro deseaba gritar y decirle que no necesitaba su compasión, pero, la verdad, la necesitaba al igual que necesitaba el aire para respirar y nada podía quitarle la idea de que ella era su otra mitad.


—Acaban de llamar del hospital. No hay ningún cambio significativo —dijo ella suavemente, colocándose a su lado.


—Deberías regresar a la villa —murmuró él—. Esto es una casa de locos.


—Quiero quedarme contigo... Quiero ayudar.


—Tengo que volver a entrar. Mi madre...


—Está con el cura y sus hermanas. Quiere que regreses a la villa durante unas horas, Pedro. Necesitas comer y dormir un poco.


Estaba tan guapa, tan amable con su compasión, que Pedro sintió un vuelco en el corazón. Había sido innecesariamente cruel en Indianápolis, se había comportado como un bárbaro, y cerró los ojos tratando de no pensar en el hecho de que, probablemente, le hubiera hecho daño. Aunque, incluso entonces, se había mostrado tan receptiva que hacía que se arrepintiese.


—Te necesito —dijo él. Era un hombre fuerte, orgulloso y sin miedo; nunca había necesitado a nadie en su vida hasta ese momento.


Paula murmuró algo en voz baja, comprendiendo su desesperación y envolviéndolo entre sus brazos.


Una hora después, regresaron a la villa Mimosa, donde Sophia los recibió con lágrimas en los ojos. Sabiendo que Pedro ya había tenido bastante, Paula se ocupó de todo y condujo a Sophia a la cocina, pidiéndole que preparara algo para abrirle el apetito a Pedro.


—Pensé que habías decidido ducharte y dormir un par de horas —dijo Paula al ver a Pedro dirigirse al estudio, donde el teléfono no dejaba de sonar.


—Hay gente con la que tengo que hablar antes del Grand Prix de Mónaco —dijo él.


—Petra es tu asistenta personal desde hace años, así que es perfectamente capaz de ocuparse de tus llamadas, y llevas meses al cargo de la empresa, desde el primer ataque de tu padre. ¿Qué es tan importe que tienes que ocuparte hoy de ello?


—¿Por qué te importa? —preguntó Pedro mientras la seguía escaleras arriba.


Ella se detuvo frente a la suite principal, que compartía con él, mirándolo con compasión.


—No sé —contestó—. Lo único que sé es que es así.


—Sólo me iré a la cama si vienes conmigo.


Aquella petición la sobresaltó. La opción de comunicarse al más básico de los niveles era tentadora, pero no podía seguir dando. La dejaría seca.


—Tienes que dormir —dijo ella, incapaz de disimular el temblor de su voz—. Subiré a verte más tarde.


Pedro durmió durante una hora y se reunió con ella para cenar, aunque apenas le hizo justicia a la comida que Sophia había preparado antes de regresar al hospital.


El día siguiente fue similar al anterior, hasta que Paula recibió una llamada de Pedro informándole que Fabrizzio había sufrido otro ataque y estaba peor.


Finalmente, Paula se fue a la cama. No había sabido nada más y temía volver a escuchar el sonido del teléfono, pero dormir era prioritario si quería serle de alguna ayuda a Pedro. Se despertó varias horas después y miró el reloj, dándose cuenta de que eran las tres de la madrugada. La luz de la luna se filtraba por las cortinas, iluminando a Pedro, sentado con los hombros encogidos a un lado del colchón. 


La expresión de su cara, su agonía silenciosa, le provocaron un vuelco en el corazón y se arrodilló tras él para reconfortarlo, deslizando los brazos alrededor de su cuello.


—¿Hay noticias sobre el estado de tu padre? —preguntó.


—Ha habido una ligera mejora —dijo él—. Está hecho de un buen material y no se rendirá sin luchar.


—Me alegro —dijo ella simplemente.


Pedro se dio la vuelta, buscando su boca con una desesperación casi ferviente.


—Quiero hacerte el amor, cara mia. No sabes lo mucho que necesito sentir la suavidad de tu cuerpo en este momento.


Tal vez fuese una reacción natural, una reafirmación de la vida, y Paula no podía negárselo cuando su propio cuerpo ardía de deseo por él. Pedro la necesitaba y eso era lo único que importaba.


La colocó sobre su regazo y la besó, nublándole los sentidos y dejándola sin palabras.


—Te hice daño en Indianápolis —murmuró él—. Fui bruto, maleducado, y me avergüenzo.


—No lo fuiste; yo te deseaba tanto cómo tú a mí. Creo que lo demostré —añadió ella, sintiendo cómo sus mejillas se sonrojaban al recordarlo.


—Esta vez seré amable —insistió Pedro mientras la tomaba en brazos y la llevaba hacia su dormitorio—. He hecho cosas, dicho cosas para hacerte daño deliberadamente, y, sin embargo, tú no has mostrado nada más que amabilidad mientras yo rezo por mi padre. Tu compasión me abruma, cara. Tenemos que hablar.


Paula levantó la mano y la llevó a sus labios.


—Ahora no, Pedro; una vez dijiste que nos comunicamos mejor sin palabras y es el momento de que hablen nuestros cuerpos.


Él se quitó el albornoz y le quitó a ella el negligé para que sus pechos quedaran al descubierto en sus manos mientras devoraba sus labios con la boca. La pasión la abrumaba, y gimió al sentir cómo él agachaba la cabeza para acariciarle un pezón con la lengua. Cuando se centró en el otro, Paula se arqueó y hundió las uñas en sus hombros mientras el calor invadía sus muslos.


Lo deseaba en ese momento, y levantó las caderas a modo de súplica silenciosa, ansiosa por sentirlo dentro.


—No me apresuraré esta vez —prometió Pedro con voz profunda—. Me aseguraré de que estés preparada.


—Lo estoy —murmuró ella. Estaba desesperada, pero él parecía decidido a redimirse por la última vez, cuando la había poseído sin pensar en ningún momento en su placer. 


Paula abrió las piernas deliberadamente y levantó las caderas, sintiendo un vuelco en el corazón al sentir su erección contra el muslo, pero, en vez de penetrarla, le agarró las manos con una de las suyas y le levantó los brazos por encima de la cabeza.


—Paciencia —susurró mientras acariciaba sus pezones con la lengua e introducía la mano entre sus piernas antes de introducir sus dedos y explorar dentro de ella. Paula se retorcía y trataba de controlar las sacudidas de placer que recorrían su cuerpo. Deseaba que se pusiera a su altura para que no le quedara más remedio que poseerla, pero sus manos seguían aprisionadas detrás de su cabeza y se retorcía sin parar, casi gritando su nombre al sentir el clímax.


Al borde del éxtasis, Pedro le sacó los dedos y el peso de su torso fue una carga bien recibida mientras la penetraba lentamente, hasta que Paula pensó que explotaría.


Cada embestida la elevaba más allá en las cotas del placer. 


Aun así, el siguió con un ritmo constante, aunque ella notaba que su respiración era cada vez más entrecortada, hasta que sus embestidas se hicieron más fuertes y sintió las contracciones de su cuerpo al llegar al clímax.


La parte de después fue tremendamente dulce. Jamás se había sentido tan unida a él y sabía que nunca amaría a nadie tanto como lo amaba a él. ¿Pero tendría el coraje de decirle cómo se sentía, de confesar que no había dejado de amarlo después de los años? ¿Sería eso lo que él querría escuchar? Se quedó quieta, acariciándole el pelo, y el corazón le dio un vuelco al sentir la humedad contra su cuello y notar sus hombros temblar mientras finalmente se rendía al miedo que sentía por la vida de su padre.





No hay comentarios.:

Publicar un comentario