martes, 25 de octubre de 2016

AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO FINAL




El sol estaba bajo en el cielo de finales de septiembre. 


Acariciaba las piedras de la casa Dower con su luz y bailaba entre las hojas que comenzaban a perder su color verde. 


Paula se dio cuenta de que lo que más echaría de menos sería el jardín. Nico podría echarle un vistazo a la casa hasta que se mudaran los nuevos propietarios; le había comunicado que ya se había realizado la venta y, aunque le había asegurado que no había prisa por mudarse, era el momento de irse.


Observó al taxi acercarse y sintió un vuelco en el corazón.


Era curioso, pues nunca había esperado realmente que llegaría ese día. Se había aferrado a la esperanza de que Pedro apareciese y declarase su amor por ella, pero la realidad era que había pasado el último mes dando la vuelta al mundo tratando de proclamarse campeón del mundo por sexta vez. Su decisiva victoria en Japón le había asegurado el puesto como uno de los pilotos de Fórmula 1 más prometedores de todos los tiempos y su foto había aparecido en las portadas de todos los periódicos, con la obligada rubia a su lado.


—¿Lista para irnos? —preguntó el taxista—. Meteré su maleta en el maletero.


—Me aseguraré de haber cerrado las ventanas —murmuró Paula, furiosa consigo misma por ceder a la tentación de echar un último vistazo. Aquélla nunca había sido su casa y era ridículo sentir algo por ella. Era una casa familiar, una casa que debía estar llena de niños, pero no serían los suyos, y era el momento de dejar de desear lo imposible.


Frunció el ceño cuando bajó las escaleras y oyó las voces de fuera. Nico se lo habría comunicado si los nuevos propietarios fuesen a instalarse ese mismo día. El coche deportivo rojo fue lo primero que llamó su atención, fijándose luego en Pedro, discutiendo con el taxista por la maleta.


—¿Quiere que la guarde en el maletero o no? —preguntó el taxista.


—¡Sí! —gritó Paula mientras salía al exterior.


—¡No! Todavía no —ordenó Pedro.


—Bueno, pues cuando se hayan decidido, me lo dicen —dijo el taxista, dejando la maleta en el suelo y metiéndose en el coche para escuchar la radio—. Me sentaré aquí y escucharé cómo va el criquet hasta que se hayan decidido.


—Tengo que tomar un tren —dijo Paula—. ¿Qué quieres, Pedro?


—Cinco minutos de tu tiempo —contestó él con determinación en la mirada—. Pensé que te encantaba esta casa —añadió mientras Paula lo conducía al salón—. Pensé que era la razón por la que habías regresado conmigo. Eso es lo que le dijiste a mi padre.


—Ya sabes por qué dije esas cosas —susurró ella.


—Para convencer a Fabrizzio de que nuestra relación era un escarceo casual que no significaba nada para ninguno de los dos.


—Sí.


—Porque temías que, si te veía como una amenaza, intentaría separarnos como había hecho cuatro años antes, ¿verdad? Sólo que entonces, claro, convenció a Gianni para que lo ayudara —añadió Pedro lentamente.


—Sinceramente, creo que lo hizo porque pensaba que era lo mejor para ti. Quería que te casaras con una heredera italiana, no con una inglesa hija de un vicario y sin estatus social —contestó Paula. Incluso entonces, después de todo lo que había pasado, odiaba ver el dolor en sus ojos.


—De hecho, la principal razón por la que desaprobaba mi relación contigo era que temía que cualquier hijo que tuviéramos pudiera estar discapacitado. Sabía que tu hermano, Simon, había quedado confinado a una silla de ruedas, pero no sabía por qué —añadió Pedro sin dejar de mirarla—. Eso no es excusa para lo que hizo, pero explica muchas cosas.


—Simon tuvo un accidente —dijo Paula.


—Lo sé, y ahora también mi padre. También sabe que, fuera cual fuera la razón por la que Simon estaba así, nunca habría servido para disuadirme de casarme contigo.


—Entiendo —murmuró ella sin saber muy bien a qué había ido allí. La verdadera razón por la que su relación había fracasado seguía siendo la misma. No había confiado en ella y, desde luego, no la amaba. Aquellas cosas eran requisito imprescindible en cualquier relación en la que se embarcara a partir de ese momento—. Realmente tengo que irme, así que, si eso es todo...


—Claro que no es todo —el viejo Pedro volvía a escena, arrogante y exigente como siempre mientras se pasaba la mano por el pelo y trataba de controlar su temperamento—. Estoy tratando de decirte que lo siento. Trato de disculparme por cómo te he tratado. Toma —sacó un sobre del bolsillo de su chaqueta y se lo entregó—. Puede que esto explique mejor las cosas.


Paula se quedó mirándolo y luego observó los documentos, sintiendo un vuelco en el corazón antes de volver a meterlos en el sobre y devolvérselos.


—Un gesto muy bonito —dijo secamente, sintiendo las lágrimas en la garganta—, pero no, gracias.


—Son las escrituras de la casa Dower. La he comprado para ti —gritó él, como si gritando fuese a hacerle entrar en razón.


—Lo sé, y no puedo aceptarla —contestó Paula con una calma que no sentía—. No tienes que pagarme por mis servicios, Pedro. Las dos veces he acudido a ti voluntariamente.


—No estoy intentando pagarte. Madre de Dios, eres la mujer más imposible que he conocido. No la he comprado sólo para ti. Es para los dos, para cuando estemos en Inglaterra.


La cosa empeoraba. Planeaba tenerla como su amante residente para cuando estuviera de paso. Una especie de ama de llaves con tareas extracurriculares. Aunque lo peor era que se sentía tentada de aceptar.


Al mirar el reloj vio que se le estaba haciendo tarde y esperó que el taxista no le estuviera cobrando.


—Lo siento, Pedro, pero no me interesa y, si pierdo el tren, llegaré tarde al aeropuerto.


—Pensé que te ibas a Londres. Tu amigo el de la agencia inmobiliaria me dijo que tienes un trabajo en una agencia de noticias —murmuró mientras la seguía al exterior.


—Lo tengo, pero no es en Londres.


—¿Entonces dónde? ¿En algún lugar de Europa?


—En Sierra Leona —admitió ella—. La agencia de noticias me ha pedido que escriba una serie de reportajes especiales sobre la situación allí.


—Por encima de mi cadáver, cara; es demasiado peligroso.


—Será por encima de tu cadáver si no te apartas. Y, en cuanto a lo de peligroso... Tú eres piloto de carreras, por el amor de Dios. No me hables de peligro cuando he estado en la pista viendo cómo arriesgabas tu vida por puro entretenimiento.


—Ésa es la otra cosa que he venido a decirte. Mañana daré una conferencia de prensa para anunciar que me retiro de la Fórmula 1, pero quería que fueras la primera en saberlo.


—Muy bien —dijo ella como si no le importara en absoluto.


—¡Dios! ¿Es que no hago nada bien? Compro la casa que te gusta y la rechazas, dejo de competir, que es lo que más odias, y actúas como si te diera igual —se pasó una mano por el pelo mientras Paula se subía al taxi. Necesitaba saber lo que sentía. Era el momento más importante de su vida y perder no era una opción—. Dime, ¿qué tengo que hacer para que vuelvas conmigo? —metió la cabeza por la ventanilla del taxi para mirarla y Paula cerró los ojos.


—Tienes que amarme como yo te amo —susurró ella, incapaz de contener las lágrimas—. Es lo que siempre he querido, y lo único que nunca podrás darme.


Le pidió al conductor que arrancase, y estaba demasiado ocupada frotándose los ojos como para fijarse en el paisaje, hasta que el taxista frenó en seco y murmuró en voz baja.


—Claro —gritó mientras salía del coche—. Ahora sé quién eres. El piloto de carreras. Bonito coche.


—Quédeselo —dijo Pedro, entregándole las llaves al taxista y metiéndose tras el volante del taxi—. Ya no lo necesito. Necesito un coche seguro y familiar, ¿verdad, cara?


—Creo que deberías dar la vuelta y llevarme a la estación —dijo Paula—. ¿Qué estás haciendo, Pedro?


Sin contestar, Pedro aceleró por los senderos a tanta velocidad, que Paula cerró los ojos y, cuando los abrió de nuevo, estaban otra vez frente a la casa Dower.


—Bájame —dijo ella cuando Pedro la tomó en brazos y la metió en la casa. Ya era suficientemente bochornoso que le hubiera dicho cómo se sentía como para tener que soportar que la tratara como a una muñeca, que era exactamente como se sentía.


—Claro que te amo —gritó él mientras se dirigía hacia las escaleras—. Mi amor por ti nunca ha estado en duda. Ti amo, cara mia. Sé que voy a tener que perfeccionar tu italiano, pero llevo diciéndote meses que te quiero, y en mis sueños, años.


Paula se rió frenéticamente en sus brazos, sintiendo la necesidad de escapar de él antes de derrumbarse.


—No tienes que decirlo para hacerme sentir mejor.


—Lo digo para sentirme mejor yo. Eres mi vida, mi amor, y lo has sido desde que te colaste por la ventana de mi cuarto en aquel hotel asegurándome que no eras una admiradora.


—Pero no confiaste en mí, creíste que te había engañado con tu hermano y fuiste cruel. Me rompiste el corazón —dijo ella mientras Pedro la dejaba en el suelo y la rodeaba con los brazos.


—Si te sirve de consuelo, pasé los cuatro años siguientes en el purgatorio. Te eché mucho de menos, pero Gianni había resultado herido y no podía abandonarlo. Me parecía mal ir a buscar la felicidad cuando él no tenía ninguna, pero nunca te olvidé, ni un solo día, y, cuando me enteré de que habías regresado a Wellworth, supe que tenía que encontrarte.


—¿Realmente has dejado las carreras? —preguntó Paula con incredulidad—. Es lo más importante en tu vida, Pedro, y no quiero que hagas ese sacrificio por mí.


—Eres mi vida. No hay nada que se parezca a ti. No es un sacrificio; no estoy dejando de competir por ti, sino porque preferiría estar contigo en una casa en Inglaterra lo suficientemente grande para albergar a nuestros hijos —la besó con ternura, y Paula supo con seguridad que estaba diciendo la verdad. Por increíble que pareciera, aquel hombre tan maravilloso la amaba—. ¿Te casarás conmigo? —preguntó él mientras le cubría el cuello de besos.


—Tu padre... —comenzó a decir ella tras vacilar un momento.


—Mi padre sabía que quería casarme contigo hace cuatro años y que no había ninguna otra mujer que se pareciera a ti. También sabe que la única opción que tiene de tener nietos es que yo te convenza para casarte conmigo. Confía en mí, cara, mi padre espera y desea que digas que sí.


Al observar el dormitorio que Pedro había utilizado durante la única noche que había pasado en la casa Dower, Paula se dio cuenta de que le gustaba esa habitación. Después de que él se hubiera marchado, había dormido en su cama, desesperada por sentir algún vínculo, y sonrió cuando la depositó sobre las sábanas.


—¿Esperas que diga que sí? —preguntó ella mientras él intentaba desabrocharle la blusa, antes de que se cansara y tirara de la prenda, consiguiendo que todos los botones salieran disparados.


—No lo espero, cara mia. Lo ansío —le dijo tras darle un beso—. Eres mi otra mitad, la que me ha robado el alma, y te quiero con todo mi corazón. Tienes que decir que sí, porque pasaré el resto de mi vida persiguiéndote hasta que lo hagas, y se me ocurren formas mejores de pasar nuestro tiempo.


Procedió a demostrárselo y ella le rodeó el cuello con los brazos mientras Pedro le acariciaba los pechos con la boca.


—Entonces no perderé el tiempo discutiendo —dijo Paula casi sin aliento y levantando las caderas para que pudiera quitarle la falda—. Te quiero, Pedro —susurró, mirándolo a los ojos.


—Y yo te quiero a ti, cara mia, siempre, durante el resto de mi vida.






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