Merecía la pena intentarlo. Como había dicho Melina, ¡lo único que podía hacerle el nuevo propietario era cerrarle la puerta en las narices!
Dirigiéndose lentamente hacia el camino en su antiguo Mini, Paula se despidió con un gesto de su tía abuela, que la observaría desde la ventana, y se internó en una maraña de estrechos senderos en dirección a Felton Hall.
Nada más doblar la curva desapareció la sonrisa que llevaba en la cara, porque estaba preocupada por la anciana. Edith había fundado la organización de beneficencia hacía muchos años, organizando recogida de objetos para vender, mercadillos y escribiendo peticiones a los gerifaltes locales para exponerles sus intenciones. Había confiado en sus voluntarios, sobre todo en Alice Dunstan, que le había llevado las cuentas meticulosamente. Pero ahora Alice se había mudado a otra ciudad, lo que significaba que las cuentas eran un embrollo y los fondos cada vez más escasos. El Mini, comprado de segunda mano gracias a una donación, se usaba para el transporte de personas entre muchas otras cosas, por lo que estaba muy destartalado.
Había que pagar el seguro, ya que sin él no podía circular, y Paula no sabía de dónde iban a sacar el dinero.
Pero lo que era aún peor es que, por primera vez en ochenta años, Edith había reconocido que le pesaba la edad. Su espíritu infatigable se estaba apagando y hablaba incluso de verse obligada a tirar la toalla.
Paula había tomado una decisión: ¡No si ella podía evitarlo!
Le debía todo a su tía abuela, que la había cuidado después de la muerte de su madre. Su padre, alegando que no podía cuidar de una niña de dieciocho meses, se la había dejado a la única pariente viva de su esposa y se había largado sin dejar rastro. Aquella anciana merecía todos sus desvelos, ya que la había adoptado legalmente, le había proporcionado amor, una infancia feliz y segura, y, aunque fuese a la antigua usanza, una buena educación.
Si conseguía material en el Hall, el mercadillo del sábado iba a ser un éxito y salvarían el obstáculo del seguro del coche.
Paula se dejó llevar por su optimismo y se dispuso a pisar el acelerador, pero se vio obligada a frenar bruscamente al torcer la esquina, deslizándose por el barro para no embestir por detrás a un flamante Ford que bloqueaba el camino.
Con las manos apretadas sobre el volante, Paula observó que del coche salía una mujer elegantemente vestida de unos treinta y tantos años y se dirigía hacia ella a toda prisa con una expresión mezcla entre expectación y ansiedad.
Pero cuando Paula bajó la ventanilla, fue la ansiedad la que ganó la mano.
—Oh, esperaba… Llevo horas aquí. ¡Mi jefe me estará esperando y detesta que le hagan esperar! Había obras en la autopista, luego me perdí porque me equivoqué de salida en dirección a Market Hallow, ¡y ahora este maldito pinchazo! Para colmo, salí con tanta prisa que me dejé el teléfono móvil y no puedo avisarle de lo que me ha pasado. ¡Me va a matar!
Estaba al borde de la histeria y su jefe, fuera quien fuese, parecía el mismo demonio. Escondiendo una sonrisa, Paula salió como pudo de su viejo coche. Aquella especie de secretaria elegante esperaba por supuesto que pasara un tipo fornido, ¡y debía de haberse hundido al ver aparecer a una mujer tan flacucha!
—No te preocupes —Paula descubrió su sonrisa—. Enseguida estarás en marcha.
—¿Estás segura? —preguntó sin mucha convicción.
—Abre el maletero —le pidió Paula con decisión. Para ahorrar en facturas de taller, se encargaba personalmente del mantenimiento de su coche e incluso tenía nociones de mecánica.
Diez minutos después, la rueda había sido reemplazada y la gabardina medio elegante que llevaba estaba cubierta de barro, por no hablar de sus manos y sus mejores zapatos.
La lluvia copiosa de aquella mañana había sido sustituida por una ligera llovizna, así que no se encontraba calada hasta los huesos como antes. Pero el pelo le caía en mechones como colas de rata y debía de parecer recién salida de una pelea en el barro. ¡Y le había costado tanto arreglarse para ir a conocer al nuevo dueño del Hall!
Todo le mereció la pena cuando vio que recibía una enorme sonrisa de gratitud.
—¡No sé cómo agradecértelo, me has salvado la vida! ¡Sólo puedo desearte que alguien acuda en tu rescate si alguna vez lo necesitas!
Tras un agarrón por los hombros y dos besos en las mejillas, Paula sonrió, contemplando cómo la mujer se alejaba, y luego volvió a su coche para quitarse todo el barro que pudo de los zapatos y las manos con los últimos pañuelos que le quedaban en la caja. No consiguió mejorar el aspecto de su gabardina.
Era de esperar que su desaliño no provocase que el nuevo propietario le diese con la puerta en las narices. Por lo general, la gente se mostraba receptiva con las buenas causas. Con este pensamiento reconfortante, se introdujo en el camino flanqueado de árboles que llevaba a Felton Hall, animándose al ver el coche de aquella mujer aparcado junto a un Lexus de lujo y echándose a temblar a continuación al recordar que, por lo que le había contado, su jefe era una especie de monstruo.
Pero ya no iba a echarse atrás. Agarró el llamador de hierro y tiró de él con decisión.
****
Rechazando las disculpas de Penny Fleming, Pedro Alfonso le había pasado el proyecto del arquitecto y otros documentos para que los revisase antes de la reunión del día siguiente. Estaba terminando de darle instrucciones cuando el antiguo timbre de la puerta dejó oír su sonido discordante.
—¡Mira a ver quién es y deshazte de él!
Caminando por el estudio forrado de libros, miró su reloj. El jet privado del banco le estaba esperando. Tardaría una hora llegar al aeropuerto, menos si pisaba el acelerador. ¿Qué era lo que entretenía a aquella mujer? ¿Tanto tiempo llevaba abrir una puerta y decir a quien fuese que se marchara?
Como exitoso hombre de negocios, responder agresivamente a cualquier tipo de demora formaba parte de su carácter. Estaba indignado, ¡y se indignó aún más al ver a Penny Fleming entrar en la habitación seguida de la mendiga!
Exasperado, Pedro respiró hondo, y estaba a punto de decirle a su eficiente asistente que la despediría a menos que se organizase como Dios manda y que no se lo iba a advertir dos veces, cuando ella se adelantó a sus obvias objeciones:
—Le presento a Paula. Trabaja para una organización benéfica. ¿Hay algo que pueda llevarse para un mercadillo?
Madonna diavola! ¡Estaba rodeado de locos! ¡Y la criatura que había tomado por mendiga aquella mañana parecía ya de por sí un caso de beneficencia!
Pero no era un hombre tacaño. De hecho, contribuía generosamente a muchas buenas causas.
Preguntó a aquella mujer escuálida y cubierta de barro a qué se dedicaba la organización.
Paula tragó saliva al verse ante el hombre que la había impresionado aquella mañana. Tenía un magnífico aspecto, ¡pero la miraba con unos ojos de hielo que seguramente reflejaban cómo era en realidad su corazón!
Cuando Penny, que era el nombre con que se había presentado, le había abierto la puerta y escuchado su petición con simpatía evidente, había ganado confianza.
Sobre todo cuando le dijo en un susurro que creía que su jefe no quería conservar el contenido de la casa y que estaba en deuda con ella e iba a hacer todo lo posible por ayudarla.
Paula notó que él se impacientaba porque apretaba la boca.
¡Seguramente la paciencia tampoco era lo suyo!
Ella respondió tardíamente, pero con toda la decisión que pudo.
—Mi tía abuela fundó Life Begins hace diez años. Yo le echo una mano —animada por el modo en que Penny le apretó el codo, prosiguió—: ayudamos a la gente de la ciudad en tareas prácticas como hacer la compra, la limpieza, proporcionarles asistencia a domicilio si no tienen seguridad social, llevarlos y traerlos en coche…
—¡Basta! —dijo él, interrumpiendo aquella perorata cada vez más confiada. Ella tenía unos ojos increíbles. Claros, inocentes, sinceros. Y la forma más rápida de volver a tratar asuntos serios era dejar que obtuviese lo que deseaba—. Espera en el vestíbulo. En cuanto quede libre, la señorita Fleming te ayudará a decidir qué es lo que puede servirte.
Despedida de su presencia, se retiró sonriendo con sentidas palabras de agradecimiento, pero él ya no la escuchaba: se estaba volviendo para contestar el teléfono que había empezado a sonar. Ella se dijo que no le importaba, que no importaba que se deshiciesen de ella como si fuese insignificante y molesta, y esperó tal y como le habían indicado. Tenía lo que había venido buscando; autorización para marcharse con el tipo de cosas en las que la gente se gasta el dinero que tanto les ha costado ganar, con el fin de colocar a Life Begins en una posición económica más desahogada.
Angustiado, Pedro colgó el teléfono.
—¿Se encuentra bien, señor? —ignorando las palabras de Penny Fleming salió del estudio completamente decidido.
Sólo podía hacer una cosa. Como de costumbre, cuando se le presentaba un problema su cerebro encontraba rápidamente la solución.
La llamada del médico había confirmado sus peores temores, temores que como un puño de hielo le apretaban el corazón. Por lo que había deducido de la jerga médica que acababa de escuchar, su madre iba a morir muy pronto, así que se disponía a hacerla feliz en los últimos momentos de su vida. Era lo menos que podía hacer.
Y aquella desaliñada chica de la beneficencia sería estúpida si rechazase una sustanciosa donación a cambio de echarle una mano.
Pedro Alfonso aparcó el Lexus frente al último añadido a su cartera personal de inversiones y miró satisfecho la fachada georgiana de Felton Hall. Situada sobre cuatro hectáreas de terreno boscoso y pintoresco, resultaba ideal para el exclusivísimo hotel que tenía en mente abrir allí.
Todo lo que tenía que hacer para echar a rodar la bola era mantener apartados a los de conservación de patrimonio del condado. La primera reunión estaba programada para el día siguiente por la tarde y tenía que transcurrir tal y como había previsto. Tenía a mano planos exhaustivos de la transformación del interior, dibujados por el mejor arquitecto del país, pero éste no iba a estar allí para encabezar la reunión.
Con la boca apretada, atravesó la imponente puerta principal. Se encontraba tenso a pesar de que, como norma, no permitía que nada alterase su estado de ánimo. Su adorada madre era la única persona en el mundo capaz de echar por tierra su férreo autocontrol y la madrugada anterior le había llamado su médico para decirle que había sufrido un colapso, que se encontraba hospitalizada y le estaban haciendo pruebas, y que le mantendrían informado. Tan pronto como llegara la asistenta personal de su oficina central en Londres él regresaría a Florencia para estar junto a su frágil progenitora que, aunque siempre había estado rodeada de lujos, no había tenido una vida fácil. Había perdido hacía diez años a su marido, padre de sus dos hijos, y hacía uno a su hijo mayor y su nuera Rosa en un trágico accidente de coche, cosa que casi acaba con ella. Antonio tenía treinta y seis años, dos más que Pedro. Había rechazado dedicarse al negocio bancario familiar y habría sido un abogado excepcional con un brillante futuro ante él.
Lo peor de todo es que Rosa se encontraba embarazada de ocho semanas y llevaba en su seno el nieto que tanto ansiaba su abuela.
Todas las conversaciones que Pedro había mantenido con su madre una vez superada la tragedia, se habían centrado en la necesidad de que se casara y le proporcionase un heredero. Era su deber darle nietos que heredasen su nombre y las enormes propiedades familiares.
Aunque se esforzaba mucho por complacerla y prestarle toda su atención, cariño y amor filial, no sentía deseo alguno de cumplir con aquella obligación, porque ya había pasado por un compromiso desastroso y vergonzante del que había salido mal parado, y un matrimonio que había durado apenas diez meses: uno de felicidad y nueve de amarga decepción.
Deseaba darle a su madre lo que ella quería, ver sus ojos tristes brillar de felicidad y contemplar la sonrisa que le provocaría saber de su inminente matrimonio, pero todo en él se rebelaba contra la idea de volver a pasar otra vez por aquello.
Frunció el ceño inconscientemente mientras entraba en la enorme cocina buscando los preparativos de una comida improvisada. Penny Fleming ya debía estar allí. La había llamado a Londres y le había ordenado que saliese para Felton Hall inmediatamente, con equipaje para varios días.
Él no podía marcharse hasta que ella llegara y recibiese instrucciones precisas sobre la reunión del día siguiente.
Consciente de que iba conformando en su mente una tremenda reprimenda para cuando la señorita Fleming apareciese por la puerta, desechó la idea de la comida y asió un cartón de zumo de naranja de la nevera, caprichosamente abastecida. Después de dejar al abogado aquella mañana debía haberse acercado a una tienda a por algo más apetecible que aquellos tomates con mala pinta y el trozo de queso envuelto en plástico que había comprado en una gasolinera la tarde anterior, cuyo aspecto nada apetitoso era sin duda premonición de cómo sería en realidad.
Bien, Penny Fleming tendría que ir a comprar cosas para el, ¡si es que se dignaba a aparecer! Cerró la puerta del frigorífico con tal fuerza que, de no ser aquella casa tan sólida, lo hubiese hecho atravesar la pared, y exhaló un largo suspiro.
La tensión que le había provocado el colapso de su madre, su necesidad de estar con ella y su frustración por tener que esperar, lo habían tornado más hiriente que de costumbre con la mendiga que se había cruzado en su camino aquella mañana. Tendría que hacer un esfuerzo para no leerle la cartilla a su asistente cuando finalmente apareciese.
El problema era que los retrasos no apaciguaban su mal humor, ni que sus empleados dejasen de hacer un esfuerzo inmediato y sobrehumano, ¡ni los vagos ni los incompetentes!
Con un estremecimiento, Paula Chaves hundió su cuerpo flacucho en la campera empapada. Los sábados por la mañana solía haber mucha gente en el pequeño mercado de la ciudad, pero aquel día, el viento cortante de finales de marzo y la fría lluvia sólo habían permitido salir a los más resistentes a las inclemencias del tiempo.
Hasta los que se habían armado de valor para salir a comprar lo imprescindible pasaban presurosamente a su lado con las cabezas agachadas, ignorando la canasta amarilla adornada con una cara sonriente y el logo «Life Begins». Normalmente solían ser generosos, porque la pequeña organización benéfica local era muy conocida y aceptada, pero a los caritativos habitantes de Market Hallow no les hacía gracia la idea de detenerse a charlar o a rebuscar en sus carteras en busca de una moneda de veinte peniques. O, al menos, no con aquel tiempo.
Tirando hacia abajo de su gorro de lana, Paula estaba a punto de rendirse y volver a la casita que compartía con su tía abuela Edith para contarle su fracaso, cuando vio un hombre alto que salía del despacho del abogado local.
Estaba a punto de marcharse en dirección opuesta, subiéndose el cuello de su elegante abrigo gris oscuro.
Paula no lo había visto antes, y conocía muy bien a todos los vecinos de la zona, pero parecía tener dinero, al menos a juzgar por la imagen que le ofrecía desde atrás. Esbozó una sonrisa amplia y optimista y corrió tras él, dispuesta a hablarle sobre los objetivos y esfuerzos llevados a cabo por su organización. Tras adelantarle, se detuvo frente a él, evitando por muy poco un indecoroso choque de cabezas, agitando la canasta de lata y dejando las explicaciones para cuando recuperase el aliento.
Pero, al levantar la vista y encontrarse con más de un metro ochenta de impresionante belleza masculina, sintió como si un extraño capricho de la naturaleza desterrase para siempre sus pulmones de su respiración. Era el hombre más guapo que había visto jamás. Tenía el pelo negro, cubierto de gotas de lluvia y ligeramente despeinado, y un par de ojos dorados y penetrantes cuyo efecto ella sólo pudo describir como fascinante.
No era nada normal que se quedara sin habla. Nunca le había pasado antes. La tía abuela Edith siempre decía que si, por desgracia, alguna vez se veía encerrada en la celda de una cárcel, lograría salir de ella a base de conversación.
Pero su sonrisa se fue apagando. Mientras él le hablaba, se quedó paralizada mirando con sus ojos grises y cristalinos aquella boca de labios carnosos y sensuales. Tenía un ligero acento extranjero, y el tono de su voz hizo que una serie de escalofríos se aposentasen en su espina dorsal.
—Pareces joven y bastante preparada —dijo rotundamente—. Sugiero que te busques un trabajo. Esquivándola tras aquel desaire tan aplastante se marchó con las manos en los bolsillos del abrigo.
Pau oyó a alguien detrás de ella que decía:
—¡Lo he oído todo! ¿Quieres que le parta la cara?
—¡Meli! —roto el hechizo, recuperó la cordura y se giró hacia su antigua compañera de colegio. Melina, de casi uno ochenta, le sacaba veinticinco centímetros a Paula. Era una «gran chica» en todos los sentidos y nadie se atrevía a meterse con ella, ¡sobre todo cuando la expresión de su cara prometía represalias!
Paula se echó a reír y unos hoyuelos se le dibujaron en las mejillas.
—Olvídalo. Está claro que pensó que era una mendiga —miró arrepentida su vieja campera, sus pantalones de pana gastada y sus feas zapatillas y se dio cuenta de que era una suposición totalmente comprensible—. ¡Sólo me falta la caja de cartón y un perro atado con una cuerda!
—¡Lo único que te falta —afirmó Melina con mordacidad— es algo de sentido común! ¡Tienes veintitrés años, eres más lista que el hambre y sigues trabajando por casi nada!
«Últimamente, por nada», pensó Paula corrigiendo en silencio aquel comentario sobre su situación económica.
—Merece la pena —dijo sin dudarlo, porque aunque no tuviese el trabajo más glamuroso o mejor remunerado del mundo, las satisfacciones que le producía le compensaban con creces.
—¿Ah, sí? —escéptica, Melina la agarró del brazo con tal fuerza que sólo un luchador podría haberse zafado de ella—. Vamos. Café. Invito yo.
Cinco minutos más tarde, Paula había olvidado por completo a aquel extraño malhumorado y la impresión que le había causado. Se sumergió encantada en la calidez que el Ye Olde Copper Kettle le ofrecía, sentándose en una de aquellas diminutas mesas sobre las que se apelotonaban los tapetes, el menú redactado con una maravillosa caligrafía y un jarrón de tulipanes artificiales muy poco convincentes.
Colocó la hucha al filo de la mesa y se quitó el gorro de lana mojada, dejando al descubierto un pelo aplastado color caramelo y completamente lacio. Al ver que la vieja y robusta camarera se aproximaba con una bandeja cargada de cosas, se levantó rápidamente para ayudarla a descargar las tazas, el azúcar, la cafetera y la jarrita de leche.
—¿Y su nieto, cómo está? —le preguntó.
—Va mejorando, gracias. Ya le han dado el alta. ¡Dice su padre que, si se atreve siquiera a mirar una moto, lo despelleja vivo!
—Enséñale a correr por los senderos —dijo Melina adustamente, ganándose el desdén de la camarera, que se limitó a ignorarla y a sonreír a Paula empujando la canasta para apartarla del filo de la mesa.
—¡Hace un día muy malo para postular! Esto ha estado desierto toda la mañana. Pero acudiré a tu mercadillo la semana que viene si consigo algo de tiempo libre.
Paula mudó la expresión de su rostro mientras veía alejarse a la mujer. El mercadillo bianual, que se celebraba con el fin de recaudar fondos para Life Begins, iba a ser un completo desastre. Transmitió a Melina su preocupación.
—Esta ciudad es pequeña y sólo muy de vez en cuando se reciclan los trajes, los libros y los adornos. Hasta ahora ha habido muy pocas donaciones y la mayoría son cosas que todos han visto y rechazado en otras ediciones.
—Igual puedo echarte una mano —Melina sirvió el café en las delicadas tazas de porcelana—. ¿Sabes que acaban de vender Felton Hall?
—¿Y? —Paula bebió un sorbo de aquel excelente café. El Hall, situado a unos tres kilómetros de la casa de su tía abuela, llevaba en venta desde que el viejo coronel Masters falleciese seis meses antes. No había oído nada de la venta, pero Melina lo sabía porque trabajaba para una empresa de agentes inmobiliarios de ámbito nacional que tenía sede en la ciudad grande más cercana a la de ellas—. ¿Eso a mí de qué me sirve?
—Todo depende del morro que tengas para presentarte allí antes de que los del servicio de recogida de muebles crucen el umbral —Melina sonrió, echando cuatro cucharadas de azúcar en su taza—. El contenido de la casa se vendía junto con la propiedad. El único hijo del coronel trabaja en la City y seguramente tiene un ático funcional y minimalista como corresponde a un licenciado prometedor, de modo que no tendrá mayor interés por los trastos anticuados de su padre.
Y el flamante dueño querrá deshacerse de ellos, así que, si sonríes dulcemente, puede que consigas algunas cositas medio decentes para el mercadillo. ¡Lo peor que puede pasarte es que te den con la puerta en las narices!
Era una joven virgen e inocente… hasta la noche de bodas
El increíblemente sexy y arrogante Pedro Alfonso necesitaba una esposa y, en cuanto vio a Paula Chaves, supo que aquella inocente inglesa sería la candidata perfecta para el puesto…
Paula tuvo que hacer un esfuerzo para adaptarse a la sofisticación del mundo de Pedro… especialmente cuando se dio cuenta de que tendría que cumplir todos los deseos de su marido… Lo que ella no sabía era que Pedro pretendía seducirla llevándosela a pasar la noche de bodas a la maravillosa costa de Amalfi… Una vez dijeran sus votos matrimoniales, la haría suya y sólo suya…
Dieciséis de mayo.
—SIMPLEMENTE, no entiendo por qué has insistido en casarte el dieciséis de mayo —le dijo Lucinda Chaves a Paula, mientras le arreglaba el velo,
—Nos conocimos un dieciséis de mayo, hace dos años —explicó Paula con paciencia, mientras volvía a colocarse el velo tal como lo tenía antes—. Y no sé por qué te quejas acerca de mi lista de invitados. Con seguridad, doscientas personas han confirmado su asistencia. El dueño del restaurante está feliz.
—Por supuesto que lo está —indicó su madre—. Es probable que durante toda la semana no tenga tanta gente.
—Eso no es probable, pues es un restaurante muy popular —comentó Paula.
—Es una marisquería, Paula. A nadie se le ocurre celebrar un banquete de bodas en una marisquería.
—Tal vez no lo hagan los Chaves, pero sí lo hacen los Alfonso de Nueva York, Atlanta y Savannah. Para nosotros, tiene un significado sentimental.
—Supongo que en ese lugar os conocisteis —dijo su madre.
—Así es.
—De todas maneras me gustaría que lo ventilaran un poco —comentó su madre—. Todos nuestros invitados van a acabar oliendo a pescado
—Mamá, deja de quejarte. Ve a hablar con papá. Quiero ver a Pedro.
—¿A Pedro? —preguntó su madre sorprendida—. ¿No puedes esperar a verlo después de la boda, Paula?
—No.
—¡Paula! —exclamó su madre—. ¡Estás acabando con las tradiciones!
Vio a Pedro cuando estaba intentando hacer el nudo de la corbata de Kevin, sin conseguirlo.
—Permíteme —pidió Paula y lo aceptó—. Estas muy guapo, Kevin; tú también, Jonathan.
—¿Y yo? —preguntó Pedro.
—Se supone que no debo mirarte.
—Resulta evidente que has estado hablando con tu madre—indicó Pedro—. Ella no está contenta, porque no habrá una orquesta completa para tocar la marcha nupcial.
—Tendrá que conformarse con la flauta y la trompeta —respondió Paula.
—¿Cómo pudiste conseguir a esos dos músicos, los mismos que tocaban durante nuestra primera cita? —quiso saber Pedro.
—Una mujer desesperada puede hacer milagros —aseguró Paula.
—El anuncio en el periódico ha ayudado —comentó Eli, que llegó en ese momento—. ¿Acaso no queréis empezar la ceremonia?
—¿Qué sucede? —preguntó Paula con tono bromista—. ¿No puedes esperar a recibir el reconocimiento a tu talento como casamentera hasta después de la ceremonia?
—¿Casamentera? —preguntó Pedro con expresión confundida—. ¿Conozco a esta mujer?
—No, pero me conocerás —prometió Elisabeth—. Ya te recordaré, hasta el día de tu muerte, todo lo que me debes. Sin mí, Paula nunca habría tenido el valor de intentar convencerte de que te mudaras a Savannah.
—¡Eli! —protestó Paula con debilidad, pero su advertencia llegó demasiado tarde, pues Pedro ya había escuchado el comentario.
—¡Oh! —exclamó Eli.
—Así es —dijo Paula.
—Creo que será mejor que me vaya a echar un vistazo a las flores —sugirió Eli.
—Buena idea.
—¿De qué estaba hablando? —quiso saber Pedro.
—¿Te acuerdas del Día de San Valentín? —preguntó Paula.
—Sí, el día que vine aquí a buscarte.
—Bueno, no te dije que llamé a tu oficina esa misma mañana, y supongo que Helene tampoco te lo comentó, puesto que tú nunca dijiste nada.
—Es cierto —dijo él.
—¿Recuerdas que te dije que había estado pensando en algo, te pedí que tú hablaras primero? —preguntó Paula.
—Creo que sí.
—Bueno, había decidido intentar convencerte para que te trasladaras a Savannah y abrieras aquí una sucursal. Elisabeth fue la que sugirió la idea. Le dije a Helene que necesitaba verte con urgencia. Cuando te presentaste, creí que habías venido por eso.
Pedro empezó a reír.
—Supongo que lo que te dije te sorprendió mucho —indicó él.
—Se podría decir que sí —respondió Paula.
—Eso sólo prueba una cosa.
—¿El qué? —preguntó ella.
—Dos mentes que piensan igual se pertenecen. Seremos invencibles.
—Puedes apostarlo —aseguró Paula con voz suave, antes que él le besara la boca. Aquel beso estaba lleno de una ternura inmensa, y revelaba todo el amor que Pedro tenía para ofrecerle.
Era en definitiva, el principió de... una eternidad.
Fin
Día de San Valentín
—¿HAS tenido noticias de Pedro hoy? —preguntó Elisabeth Markham a Paula, mientras la joven paseaba de un lado al otro por los pasillos de la pequeña tienda de St. Christopher's, contemplando los artículos—. Pau, algunos artículos están muy viejos. Si continúas jugueteando con ellos, los destrozarás. ¿Por qué no te sientas y me dices lo que tienes en la cabeza?
—No puedo sentarme —confesó Paula y continuó paseando. Eli esperó con paciencia, hasta que al fin Paula admitió—: Creo que he cometido un error terrible.
—¿Qué error?—preguntó Eli.
—Le dije a Pedro que se estaba matando, y que nunca me casaría con él si no aminoraba ese ritmo.
—De acuerdo —convino Elisabeth lentamente—, creo que comprendo. ¿Qué es lo que es tan terrible?
—¿Y si él no puede hacerlo? —preguntó Paula—. Es una larga historia, pero durante toda su vida, Pedro siempre ha tenido esa terrible necesidad de éxito.
—¿Has hablado con él sobre esto? —preguntó Eli.
—No he hablado con él, no desde que salí de Nueva York, después del Año Nuevo. No me ha llamado ni una sola vez.
—Comprendo —volvió a decir Elisabeth—. Dime algo, Pau. ¿Si tuvieras que empezar de nuevo, volverías a enamorarte de Pedro?
—No sabía que pudiéramos escoger a la persona de la que nos enamoramos —comentó Paula sonriendo.
—Ahora hablas como yo —señaló Eli—. Sabes a lo que me refiero. Cuando conociste a Pedro, ni siquiera sabías cuál era su apellido, y él no sabía dónde localizarte. Si hubieran dejado las cosas así, habría sido un encantador recuerdo romántico. Sabiendo todo lo que ahora sabes, si pudieras volver atrás... ¿habrías acabado tu relación en ese momento?
Paula meditó la pregunta. Recordó que se había convertido en una mujer más fuerte y segura de sí misma desde que conoció a Pedro.
—No —respondió al fin Paula.
—¿Por qué? ¿Qué era lo que te atraía del hombre que conociste aquella noche? —preguntó Eli.
—El fue cariñoso conmigo, me ayudó y fue muy atento —explicó Paula—. Me hizo sentir de una manera como nunca antes me había sentido.
—¿Todavía tienes momentos así? —quiso saber Eli.
—Algunos —respondió Paula. Empezaba a comprender el punto de vista de Eli—. Por lo general, en Savannah.
—Entonces, me parece que la respuesta es obvia —aseguró Elisabeth.
—No creo poder convencer a Pedro para que se mude a Savannah. ¡Ni en un millón de años! La única vez que le comenté la posibilidad de que él saliera de Nueva York, se enfadó mucho.
—¿Y si él abriera una sucursal en Savannah? —preguntó Eli—. Ya tiene un par de clientes en Savannah, ¿no es así? Sería un paso natural. No sé mucho de publicidad, pero.... ¿eso no le daría presencia en el sureste?
—A mí me parece que tiene sentido —admitió Paula—, pero él parece decidido a quedarse en Nueva York. No estoy segura de que ni siquiera esté dispuesto a escuchar la idea.
—Tal vez lo haría, si se la presentas de manera apropiada —le aconsejó Eli—, con un poco de vino, bajo la luz de las velas. Me parece que el Día de San Valentín sería el mejor momento para intentarlo.
—¿Qué haría yo sin ti? —le preguntó Paula y la abrazó—. Gracias, eres maravillosa.
—Sólo intento seguir siendo la mejor casamentera de la ciudad.
—Tú no me presentaste a Pedro—le recordó Paula—. ¡Ni siquiera lo conoces!
—Sin embargo, ¿quién te mandó de vuelta a Savannah, para que volvieras a verlo? ¿Quién te animó a trasladarte allí, para que lo vieras con más frecuencia?
—De acuerdo, de acuerdo —aceptó Paula riendo—. Si funciona, recibirás un reconocimiento.
—No quiero reconocimientos, sólo una invitación para la boda.
—La tendrás. Cruza los dedos por mí, ¿lo harás? —preguntó Paula.
—Siempre lo hago. Algo me dice que esta vez no lo vas a necesitar.
—Espero que tengas razón —dijo Paula—. De verdad lo espero.
****
Paula hizo la maleta rápidamente y la metió en el maletero del coche. Luego volvió a entrar en casa para llamar a la oficina de Pedro.
—Señora Chaves —dijo Helene, claramente sorprendida al escucharla—. ¿Cómo está?
—Estoy bien, Helene. ¿Está el señor Alfonso?
—No, lo siento mucho, pero acaba de salir. Se fue de viaje de negocios—explicó Helene.
Paula tuvo que ocultar su desilusión. Pensó que tal vez era mejor de esa manera, y resultaría más efectivo si no hablaba de manera directa con Pedro. Si él estaba furioso con ella, un mensaje a través de una tercera persona podría llamar más su atención.
—¿Puedes localizarlo? —preguntó Paula.
—Por supuesto.
—Entonces, por favor dile que tengo que verlo de inmediato, que es urgente. En este momento salgo de Atlanta, y estaré en Savannah por la tarde. ¿Podrías darle ese mensaje?
—De inmediato, pero... —empezó a decir Helene, pero Paula colgó, antes que la secretaria pudiera decir algo que la hiciera cambiar de opinión respecto a su plan. Lo último que necesitaba escuchar era que el viaje de Pedro también era urgente, o que había volado a Los Ángeles para salvar el alma de Rubén Prunelli.
El tedioso viaje a Savannah nunca le pareció más largo.
Durante las cinco horas y media que duró el viaje, Paula no dejó de repetirse sus argumentos, preparándose para el momento en que tuviera que convencer a Pedro de que su relación podría funcionar, que podrían vivir juntos, sin sacrificar sus necesidades, o las de ella.
Cuando estacionó el coche delante de su apartamento, estaba segura de que podría jurar que esa idea tendría éxito.
Dos horas después, cuando Pedro todavía no había llamado, empezó a perder la esperanza.
Como terapia, Paula se fue a la cocina y preparó un coq au vin, una ensalada, pan fresco y tres pasteles. De pronto, oyó el sonido de una llave en la cerradura de la puerta y se quedó helada. A pesar de todo, todavía no se sentía preparada para enfrentarse a él.
—¿Paula?
—En la cocina —respondió ella sin aliento.
Cuando al fin encontró el valor para volverse, lo vio de pie, junto a la puerta. Tenía el cabello despeinado por el viento y el nudo de la corbata flojo. Tenía la apariencia maravillosa de un hombre que se había apresurado para llegar hasta allí.
—Estás maravillosa —murmuró Pedro.
—Gracias.
—Te he echado de menos —confesó él.
—Yo también.
—He estado pensando —dijeron al unísono y rieron con nerviosismo.
—Tú primero —pidió Paula.
—Tal vez deberíamos beber un poco de vino —sugirió Pedro—. ¿Tienes una botella?
—En el comedor —respondió ella. Mientas Pedro iba a buscar el vino, ella se sujetó a la mesa y respiró profundamente. Estaba decidida a dominarse para volver a enfrentarse a él.
—Paula —empezó Pedro con voz suave. Ella se volvió y casi se encontró entre sus brazos. Se miraron a los ojos y Paula tragó saliva—. Tu vino —le entregó la copa y ella la aceptó, sin permitir que sus dedos se rozaran. La temperatura en la cocina ya se había elevado varios grados, y ella sólo necesitaba una caricia para que su sangre se encendiera—. Por los pensamientos cálidos —brindó él, sin dejar de mirarla a los ojos. Paula desvió la mirada y bebió un sorbo de vino, lo cual la hizo sentirse más acalorada e insegura. Ansiaba con desesperación ser atrevida, pero no lo conseguía—. He estado pensando, y he tomado algunas decisiones.
—¡Oh! —exclamó Paula.
—El último mes ha sido el más miserable de mi vida —confesó Pedro—. Al fin he tenido que replantearme mis objetivos.
—¿Y? ¿Qué has decidido? —preguntó ella. Pedro se apoyó en la mesa.
—Todo vuelve a ti... No quiero perderte —ella se mordió el labio, para evitar llorar. Apretó la copa de vino, para no abrazarlo. Esperaba, y la tensión iba en aumento—. Me senté a hablar largamente con Eduardo, acerca de la compañía. Como resultado, ahora ya es socio. El dirigirá la oficina de Nueva York, todavía no puede hacerlo todo solo, pero es un comienzo.
—Debe de estar muy contento —comentó Paula.
—También he decidido abrir una sucursal aquí en Savannah. Ya tengo aquí dos clientes, y hay posibilidades de tener más. Todavía tendré que viajar a Nueva York y a Los Ángeles. Sin embargo, podré cambiar el ritmo, si todo sale bien con Eduardo.
Paula sintió un gran alivio, pero en seguida tuvo una sospecha. El momento en que sucedía todo eso le parecía muy extraño. ¿Era posible que Elisabeth hubiera llamado a Pedro, para sugerirle que hiciera todos esos cambios tan radicales?
Paula se aclaró la garganta y le preguntó:
—¿Cuándo has decidido todo esto?
—Eduardo y yo empezamos a hablar del asunto dos semanas después de que tú te fueras —explicó Pedro—. Precisamente hoy fue cuando al fin todas las piezas encajaron en su lugar. Tomé el primer avión para decírtelo.
Paula tuvo que controlarse para no estallar en carcajadas. El había llegado a la misma conclusión que ella.
Después de un momento, Pedro comentó:
—No dices nada. ¿Qué opinas?
—Opino...—Paula esbozó una amplia sonrisa—. Opino que es la noticia más maravillosa que he oído en mi vida.
—¿Estás segura?
—Oh, Pedro, nunca he estado más segura de nada en mi vida. Seremos felices aquí, lo sé. Podremos ir a Nueva York, cuantas veces quieras, para ver a tus hijos. Podemos buscar una casa. Los niños podrán tener sus propias habitaciones, para cuando nos visiten. Todo será perfecto.
—Tenía mis dudas —confesó Pedro con voz entrecortada. La abrazó—. De haberte perdido, Paula, no sé lo que habría hecho
—No me has perdido. Siempre supe que encontraríamos una solución —le aseguró ella. El se apartó un poco y la observó—. Bueno, alguna vez tuve dudas, pero eso no duraba mucho. Siempre volvía a recuperar la confianza.
—No sé por qué necesité tanto tiempo para comprenderlo —dijo Pedro—. Cada vez me gustaba más Savannah. El trabajo que he hecho para White Stone es lo mejor que he conseguido, y lo más importante es que tú eres feliz aquí. Eduardo me sugirió que abriera la oficina en Atlanta, pero pensé que sería un buen comienzo para los dos empezar en la ciudad donde nos conocimos.
—Estoy de acuerdo —comentó Paula.
—¿No va a importarte no estar en Atlanta?
—No —le aseguró ella—. Mis lazos allí se han aflojado con cada semana que he estado ausente. Mis padres no estarán muy contentos. Sin embargo, no estaré en el fin del mundo. Ya se acostumbrarán.
—Tal vez lo haga tu padre, pero... ¿y tu madre? —preguntó Pedro—. No estoy tan seguro.
—Se quejará un poco, pero si le presentamos dos nuevos nietos, quizá se olvide de mi ausencia.
—¿Dos? Eres ambiciosa —señaló Pedro.
—Me refiero a Jonathan y a Kevin —explicó Paula.
—¿Y qué te parecería que tuvieran una hermanita?
—No sabía que estuvieras encinta —bromeó Paula.
—Eres feliz en Savannah. ¿Disfrutarás trabajando aquí, cuando termines tus estudios?
—Sí, y lo mejor es que aquí no hay fantasmas, sólo largos y lentos días para construir una nueva vida juntos.
—¿Lentos? —preguntó Pedro, levantando una ceja.
—Bueno, he escogido mal las palabras. No pediré lo imposible.
—No, cariño —murmuró él y le acarició los labios—. Siempre pide. Juntos, podremos alcanzar hasta lo imposible.