lunes, 10 de octubre de 2016

SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 1





Con un estremecimiento, Paula Chaves hundió su cuerpo flacucho en la campera empapada. Los sábados por la mañana solía haber mucha gente en el pequeño mercado de la ciudad, pero aquel día, el viento cortante de finales de marzo y la fría lluvia sólo habían permitido salir a los más resistentes a las inclemencias del tiempo.


Hasta los que se habían armado de valor para salir a comprar lo imprescindible pasaban presurosamente a su lado con las cabezas agachadas, ignorando la canasta amarilla adornada con una cara sonriente y el logo «Life Begins». Normalmente solían ser generosos, porque la pequeña organización benéfica local era muy conocida y aceptada, pero a los caritativos habitantes de Market Hallow no les hacía gracia la idea de detenerse a charlar o a rebuscar en sus carteras en busca de una moneda de veinte peniques. O, al menos, no con aquel tiempo.


Tirando hacia abajo de su gorro de lana, Paula estaba a punto de rendirse y volver a la casita que compartía con su tía abuela Edith para contarle su fracaso, cuando vio un hombre alto que salía del despacho del abogado local. 


Estaba a punto de marcharse en dirección opuesta, subiéndose el cuello de su elegante abrigo gris oscuro.


Paula no lo había visto antes, y conocía muy bien a todos los vecinos de la zona, pero parecía tener dinero, al menos a juzgar por la imagen que le ofrecía desde atrás. Esbozó una sonrisa amplia y optimista y corrió tras él, dispuesta a hablarle sobre los objetivos y esfuerzos llevados a cabo por su organización. Tras adelantarle, se detuvo frente a él, evitando por muy poco un indecoroso choque de cabezas, agitando la canasta de lata y dejando las explicaciones para cuando recuperase el aliento.


Pero, al levantar la vista y encontrarse con más de un metro ochenta de impresionante belleza masculina, sintió como si un extraño capricho de la naturaleza desterrase para siempre sus pulmones de su respiración. Era el hombre más guapo que había visto jamás. Tenía el pelo negro, cubierto de gotas de lluvia y ligeramente despeinado, y un par de ojos dorados y penetrantes cuyo efecto ella sólo pudo describir como fascinante.


No era nada normal que se quedara sin habla. Nunca le había pasado antes. La tía abuela Edith siempre decía que si, por desgracia, alguna vez se veía encerrada en la celda de una cárcel, lograría salir de ella a base de conversación.


Pero su sonrisa se fue apagando. Mientras él le hablaba, se quedó paralizada mirando con sus ojos grises y cristalinos aquella boca de labios carnosos y sensuales. Tenía un ligero acento extranjero, y el tono de su voz hizo que una serie de escalofríos se aposentasen en su espina dorsal.


—Pareces joven y bastante preparada —dijo rotundamente—. Sugiero que te busques un trabajo. Esquivándola tras aquel desaire tan aplastante se marchó con las manos en los bolsillos del abrigo. 


Pau oyó a alguien detrás de ella que decía:
—¡Lo he oído todo! ¿Quieres que le parta la cara?


—¡Meli! —roto el hechizo, recuperó la cordura y se giró hacia su antigua compañera de colegio. Melina, de casi uno ochenta, le sacaba veinticinco centímetros a Paula. Era una «gran chica» en todos los sentidos y nadie se atrevía a meterse con ella, ¡sobre todo cuando la expresión de su cara prometía represalias!


Paula se echó a reír y unos hoyuelos se le dibujaron en las mejillas.


—Olvídalo. Está claro que pensó que era una mendiga —miró arrepentida su vieja campera, sus pantalones de pana gastada y sus feas zapatillas y se dio cuenta de que era una suposición totalmente comprensible—. ¡Sólo me falta la caja de cartón y un perro atado con una cuerda!


—¡Lo único que te falta —afirmó Melina con mordacidad— es algo de sentido común! ¡Tienes veintitrés años, eres más lista que el hambre y sigues trabajando por casi nada!


«Últimamente, por nada», pensó Paula corrigiendo en silencio aquel comentario sobre su situación económica.


—Merece la pena —dijo sin dudarlo, porque aunque no tuviese el trabajo más glamuroso o mejor remunerado del mundo, las satisfacciones que le producía le compensaban con creces.


—¿Ah, sí? —escéptica, Melina la agarró del brazo con tal fuerza que sólo un luchador podría haberse zafado de ella—. Vamos. Café. Invito yo.


Cinco minutos más tarde, Paula había olvidado por completo a aquel extraño malhumorado y la impresión que le había causado. Se sumergió encantada en la calidez que el Ye Olde Copper Kettle le ofrecía, sentándose en una de aquellas diminutas mesas sobre las que se apelotonaban los tapetes, el menú redactado con una maravillosa caligrafía y un jarrón de tulipanes artificiales muy poco convincentes. 


Colocó la hucha al filo de la mesa y se quitó el gorro de lana mojada, dejando al descubierto un pelo aplastado color caramelo y completamente lacio. Al ver que la vieja y robusta camarera se aproximaba con una bandeja cargada de cosas, se levantó rápidamente para ayudarla a descargar las tazas, el azúcar, la cafetera y la jarrita de leche.


—¿Y su nieto, cómo está? —le preguntó.


—Va mejorando, gracias. Ya le han dado el alta. ¡Dice su padre que, si se atreve siquiera a mirar una moto, lo despelleja vivo!


—Enséñale a correr por los senderos —dijo Melina adustamente, ganándose el desdén de la camarera, que se limitó a ignorarla y a sonreír a Paula empujando la canasta para apartarla del filo de la mesa.


—¡Hace un día muy malo para postular! Esto ha estado desierto toda la mañana. Pero acudiré a tu mercadillo la semana que viene si consigo algo de tiempo libre.


Paula mudó la expresión de su rostro mientras veía alejarse a la mujer. El mercadillo bianual, que se celebraba con el fin de recaudar fondos para Life Begins, iba a ser un completo desastre. Transmitió a Melina su preocupación.


—Esta ciudad es pequeña y sólo muy de vez en cuando se reciclan los trajes, los libros y los adornos. Hasta ahora ha habido muy pocas donaciones y la mayoría son cosas que todos han visto y rechazado en otras ediciones.


—Igual puedo echarte una mano —Melina sirvió el café en las delicadas tazas de porcelana—. ¿Sabes que acaban de vender Felton Hall?


—¿Y? —Paula bebió un sorbo de aquel excelente café. El Hall, situado a unos tres kilómetros de la casa de su tía abuela, llevaba en venta desde que el viejo coronel Masters falleciese seis meses antes. No había oído nada de la venta, pero Melina lo sabía porque trabajaba para una empresa de agentes inmobiliarios de ámbito nacional que tenía sede en la ciudad grande más cercana a la de ellas—. ¿Eso a mí de qué me sirve?


—Todo depende del morro que tengas para presentarte allí antes de que los del servicio de recogida de muebles crucen el umbral —Melina sonrió, echando cuatro cucharadas de azúcar en su taza—. El contenido de la casa se vendía junto con la propiedad. El único hijo del coronel trabaja en la City y seguramente tiene un ático funcional y minimalista como corresponde a un licenciado prometedor, de modo que no tendrá mayor interés por los trastos anticuados de su padre.
 Y el flamante dueño querrá deshacerse de ellos, así que, si sonríes dulcemente, puede que consigas algunas cositas medio decentes para el mercadillo. ¡Lo peor que puede pasarte es que te den con la puerta en las narices!



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