domingo, 9 de octubre de 2016

LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 26





Día de San Valentín


—¿HAS tenido noticias de Pedro hoy? —preguntó Elisabeth Markham a Paula, mientras la joven paseaba de un lado al otro por los pasillos de la pequeña tienda de St. Christopher's, contemplando los artículos—. Pau, algunos artículos están muy viejos. Si continúas jugueteando con ellos, los destrozarás. ¿Por qué no te sientas y me dices lo que tienes en la cabeza?


—No puedo sentarme —confesó Paula y continuó paseando. Eli esperó con paciencia, hasta que al fin Paula admitió—: Creo que he cometido un error terrible.


—¿Qué error?—preguntó Eli.


—Le dije a Pedro que se estaba matando, y que nunca me casaría con él si no aminoraba ese ritmo.


—De acuerdo —convino Elisabeth lentamente—, creo que comprendo. ¿Qué es lo que es tan terrible?


—¿Y si él no puede hacerlo? —preguntó Paula—. Es una larga historia, pero durante toda su vida, Pedro siempre ha tenido esa terrible necesidad de éxito.


—¿Has hablado con él sobre esto? —preguntó Eli.


—No he hablado con él, no desde que salí de Nueva York, después del Año Nuevo. No me ha llamado ni una sola vez.


—Comprendo —volvió a decir Elisabeth—. Dime algo, Pau. ¿Si tuvieras que empezar de nuevo, volverías a enamorarte de Pedro?


—No sabía que pudiéramos escoger a la persona de la que nos enamoramos —comentó Paula sonriendo.


—Ahora hablas como yo —señaló Eli—. Sabes a lo que me refiero. Cuando conociste a Pedro, ni siquiera sabías cuál era su apellido, y él no sabía dónde localizarte. Si hubieran dejado las cosas así, habría sido un encantador recuerdo romántico. Sabiendo todo lo que ahora sabes, si pudieras volver atrás... ¿habrías acabado tu relación en ese momento?


Paula meditó la pregunta. Recordó que se había convertido en una mujer más fuerte y segura de sí misma desde que conoció a Pedro.


—No —respondió al fin Paula.


—¿Por qué? ¿Qué era lo que te atraía del hombre que conociste aquella noche? —preguntó Eli.


—El fue cariñoso conmigo, me ayudó y fue muy atento —explicó Paula—. Me hizo sentir de una manera como nunca antes me había sentido.


—¿Todavía tienes momentos así? —quiso saber Eli.


—Algunos —respondió Paula. Empezaba a comprender el punto de vista de Eli—. Por lo general, en Savannah.


—Entonces, me parece que la respuesta es obvia —aseguró Elisabeth.


—No creo poder convencer a Pedro para que se mude a Savannah. ¡Ni en un millón de años! La única vez que le comenté la posibilidad de que él saliera de Nueva York, se enfadó mucho.


—¿Y si él abriera una sucursal en Savannah? —preguntó Eli—. Ya tiene un par de clientes en Savannah, ¿no es así? Sería un paso natural. No sé mucho de publicidad, pero.... ¿eso no le daría presencia en el sureste?


—A mí me parece que tiene sentido —admitió Paula—, pero él parece decidido a quedarse en Nueva York. No estoy segura de que ni siquiera esté dispuesto a escuchar la idea.


—Tal vez lo haría, si se la presentas de manera apropiada —le aconsejó Eli—, con un poco de vino, bajo la luz de las velas. Me parece que el Día de San Valentín sería el mejor momento para intentarlo.


—¿Qué haría yo sin ti? —le preguntó Paula y la abrazó—. Gracias, eres maravillosa.


—Sólo intento seguir siendo la mejor casamentera de la ciudad.


—Tú no me presentaste a Pedro—le recordó Paula—. ¡Ni siquiera lo conoces! 


—Sin embargo, ¿quién te mandó de vuelta a Savannah, para que volvieras a verlo? ¿Quién te animó a trasladarte allí, para que lo vieras con más frecuencia?


—De acuerdo, de acuerdo —aceptó Paula riendo—. Si funciona, recibirás un reconocimiento.


—No quiero reconocimientos, sólo una invitación para la boda.


—La tendrás. Cruza los dedos por mí, ¿lo harás? —preguntó Paula.


—Siempre lo hago. Algo me dice que esta vez no lo vas a necesitar.


—Espero que tengas razón —dijo Paula—. De verdad lo espero.



****


Paula hizo la maleta rápidamente y la metió en el maletero del coche. Luego volvió a entrar en casa para llamar a la oficina de Pedro.


—Señora Chaves —dijo Helene, claramente sorprendida al escucharla—. ¿Cómo está?


—Estoy bien, Helene. ¿Está el señor Alfonso?


—No, lo siento mucho, pero acaba de salir. Se fue de viaje de negocios—explicó Helene.


Paula tuvo que ocultar su desilusión. Pensó que tal vez era mejor de esa manera, y resultaría más efectivo si no hablaba de manera directa con Pedro. Si él estaba furioso con ella, un mensaje a través de una tercera persona podría llamar más su atención.


—¿Puedes localizarlo? —preguntó Paula.


—Por supuesto.


—Entonces, por favor dile que tengo que verlo de inmediato, que es urgente. En este momento salgo de Atlanta, y estaré en Savannah por la tarde. ¿Podrías darle ese mensaje?


—De inmediato, pero... —empezó a decir Helene, pero Paula colgó, antes que la secretaria pudiera decir algo que la hiciera cambiar de opinión respecto a su plan. Lo último que necesitaba escuchar era que el viaje de Pedro también era urgente, o que había volado a Los Ángeles para salvar el alma de Rubén Prunelli.


El tedioso viaje a Savannah nunca le pareció más largo. 


Durante las cinco horas y media que duró el viaje, Paula no dejó de repetirse sus argumentos, preparándose para el momento en que tuviera que convencer a Pedro de que su relación podría funcionar, que podrían vivir juntos, sin sacrificar sus necesidades, o las de ella.


Cuando estacionó el coche delante de su apartamento, estaba segura de que podría jurar que esa idea tendría éxito. 


Dos horas después, cuando Pedro todavía no había llamado, empezó a perder la esperanza.


Como terapia, Paula se fue a la cocina y preparó un coq au vin, una ensalada, pan fresco y tres pasteles. De pronto, oyó el sonido de una llave en la cerradura de la puerta y se quedó helada. A pesar de todo, todavía no se sentía preparada para enfrentarse a él.


—¿Paula?


—En la cocina —respondió ella sin aliento.


Cuando al fin encontró el valor para volverse, lo vio de pie, junto a la puerta. Tenía el cabello despeinado por el viento y el nudo de la corbata flojo. Tenía la apariencia maravillosa de un hombre que se había apresurado para llegar hasta allí.


—Estás maravillosa —murmuró Pedro.


—Gracias.


—Te he echado de menos —confesó él.


—Yo también.


—He estado pensando —dijeron al unísono y rieron con nerviosismo.


—Tú primero —pidió Paula.


—Tal vez deberíamos beber un poco de vino —sugirió Pedro—. ¿Tienes una botella?


—En el comedor —respondió ella. Mientas Pedro iba a buscar el vino, ella se sujetó a la mesa y respiró profundamente. Estaba decidida a dominarse para volver a enfrentarse a él.


—Paula —empezó Pedro con voz suave. Ella se volvió y casi se encontró entre sus brazos. Se miraron a los ojos y Paula tragó saliva—. Tu vino —le entregó la copa y ella la aceptó, sin permitir que sus dedos se rozaran. La temperatura en la cocina ya se había elevado varios grados, y ella sólo necesitaba una caricia para que su sangre se encendiera—. Por los pensamientos cálidos —brindó él, sin dejar de mirarla a los ojos. Paula desvió la mirada y bebió un sorbo de vino, lo cual la hizo sentirse más acalorada e insegura. Ansiaba con desesperación ser atrevida, pero no lo conseguía—. He estado pensando, y he tomado algunas decisiones.


—¡Oh! —exclamó Paula.


—El último mes ha sido el más miserable de mi vida —confesó Pedro—. Al fin he tenido que replantearme mis objetivos.


—¿Y? ¿Qué has decidido? —preguntó ella. Pedro se apoyó en la mesa.


—Todo vuelve a ti... No quiero perderte —ella se mordió el labio, para evitar llorar. Apretó la copa de vino, para no abrazarlo. Esperaba, y la tensión iba en aumento—. Me senté a hablar largamente con Eduardo, acerca de la compañía. Como resultado, ahora ya es socio. El dirigirá la oficina de Nueva York, todavía no puede hacerlo todo solo, pero es un comienzo.


—Debe de estar muy contento —comentó Paula.


—También he decidido abrir una sucursal aquí en Savannah. Ya tengo aquí dos clientes, y hay posibilidades de tener más. Todavía tendré que viajar a Nueva York y a Los Ángeles. Sin embargo, podré cambiar el ritmo, si todo sale bien con Eduardo.


Paula sintió un gran alivio, pero en seguida tuvo una sospecha. El momento en que sucedía todo eso le parecía muy extraño. ¿Era posible que Elisabeth hubiera llamado a Pedro, para sugerirle que hiciera todos esos cambios tan radicales?


Paula se aclaró la garganta y le preguntó:
—¿Cuándo has decidido todo esto?


—Eduardo y yo empezamos a hablar del asunto dos semanas después de que tú te fueras —explicó Pedro—. Precisamente hoy fue cuando al fin todas las piezas encajaron en su lugar. Tomé el primer avión para decírtelo.


Paula tuvo que controlarse para no estallar en carcajadas. El había llegado a la misma conclusión que ella.


Después de un momento, Pedro comentó:
—No dices nada. ¿Qué opinas?


—Opino...—Paula esbozó una amplia sonrisa—. Opino que es la noticia más maravillosa que he oído en mi vida.


—¿Estás segura?


—Oh, Pedro, nunca he estado más segura de nada en mi vida. Seremos felices aquí, lo sé. Podremos ir a Nueva York, cuantas veces quieras, para ver a tus hijos. Podemos buscar una casa. Los niños podrán tener sus propias habitaciones, para cuando nos visiten. Todo será perfecto.


—Tenía mis dudas —confesó Pedro con voz entrecortada. La abrazó—. De haberte perdido, Paula, no sé lo que habría hecho


—No me has perdido. Siempre supe que encontraríamos una solución —le aseguró ella. El se apartó un poco y la observó—. Bueno, alguna vez tuve dudas, pero eso no duraba mucho. Siempre volvía a recuperar la confianza.


—No sé por qué necesité tanto tiempo para comprenderlo —dijo Pedro—. Cada vez me gustaba más Savannah. El trabajo que he hecho para White Stone es lo mejor que he conseguido, y lo más importante es que tú eres feliz aquí. Eduardo me sugirió que abriera la oficina en Atlanta, pero pensé que sería un buen comienzo para los dos empezar en la ciudad donde nos conocimos.


—Estoy de acuerdo —comentó Paula.


—¿No va a importarte no estar en Atlanta?


—No —le aseguró ella—. Mis lazos allí se han aflojado con cada semana que he estado ausente. Mis padres no estarán muy contentos. Sin embargo, no estaré en el fin del mundo. Ya se acostumbrarán.


—Tal vez lo haga tu padre, pero... ¿y tu madre? —preguntó Pedro—. No estoy tan seguro.


—Se quejará un poco, pero si le presentamos dos nuevos nietos, quizá se olvide de mi ausencia.


—¿Dos? Eres ambiciosa —señaló Pedro.


—Me refiero a Jonathan y a Kevin —explicó Paula.


—¿Y qué te parecería que tuvieran una hermanita?


—No sabía que estuvieras encinta —bromeó Paula.


—Eres feliz en Savannah. ¿Disfrutarás trabajando aquí, cuando termines tus estudios?


—Sí, y lo mejor es que aquí no hay fantasmas, sólo largos y lentos días para construir una nueva vida juntos.


—¿Lentos? —preguntó Pedro, levantando una ceja.


—Bueno, he escogido mal las palabras. No pediré lo imposible.


—No, cariño —murmuró él y le acarició los labios—. Siempre pide. Juntos, podremos alcanzar hasta lo imposible.








No hay comentarios.:

Publicar un comentario