lunes, 3 de octubre de 2016

LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 6




Fin de semana del Memorial Day.


EL avión de Pedro se retrasó. Ya de por sí era un hombre impaciente, así que ese día estaba especialmente furioso por el retraso. Paseó de un lado a otro, maldiciendo a la compañía aérea, y al cielo encapotado de Nueva York. 


También se maldijo a sí mismo por haber vendido su avión privado, y a Paula, por haberse convertido en una obsesión para él.


Desde aquel primer encuentro, supo que ella era capaz de volverlo loco de ansiedad.


En realidad, de no haber sido Paula, él nunca habría tomado la decisión apresurada de aceptar al cliente de Savannah.


Todos sus instintos de hombre de negocios le habían aconsejado que no lo aceptara. White Stone Electronics era una compañía pequeña, y aunque el potencial era grande, pasarían años antes que él empezara a ganar algo. No obstante, durante aquellas breves horas que pasó con Paula, decidió que aceptaría, que lo adoptaría como una excusa para volver a aquella ciudad donde se conocieron, para aferrarse al único lazo que existía entre ellos.


De manera extraña, ese cliente pequeño se había convertido en el más satisfactorio que había tenido en muchos años. La mayoría de las quinientas empresas que trabajaban con él, en realidad no necesitaban su ayuda. Sólo querían publicidad para mantener el alto nivel que ya tenían. White Stone Electronics no tenía reputación a nivel nacional, excepto entre unos cuantos clientes. Pero sus resultados, las repentinas ganancias que siguieron a la primera publicidad, fueron especialmente gratificantes para Pedro.


De cualquier manera, nadie en la oficina matriz de Nueva York podía comprender sus frecuentes viajes a Savannah.


Después de los primeros años en el negocio, su papel había sido el de relacionarse con los clientes más importantes y dirigir las campañas publicitarias. Como resultado, habían transcurrido años desde que experimentaba la satisfacción de ver que una de sus propias creaciones llegaba a la pantalla de la televisión o a las páginas de las revistas elegantes. Durante los últimos meses, disfrutaba al escuchar que la gente en el metro o en el supermercado hacía comentarios sobre sus anuncios comerciales.


Durante esos meses anteriores, cada vez estaba más ansioso por volver a Savannah, donde su creatividad florecía con más libertad que antes. Sin embargo, ese día su impaciencia era causada por algo por completo diferente... Paula.


Desde que se separaron la última vez, no había podido apartarla de su mente. Si los recuerdos lo habían dominado durante ese último año, la semana que acababa de pasar había sido una tortura. Con su piel pálida, sus enormes y expresivos ojos azules y ese halo de autonomía, representaba un desafío delicioso.


El lo había dicho todo al decirle que tenía clase. Para un joven con sus antecedentes de pobreza, para un hombre que había luchado mucho para salir de un deprimido barrio y llegar a Upper East Side, Paula representaba la clase de mujer que debería ser colocada sobre un pedestal. Era un sueño para él, pero también era real, de carne y hueso.


Una docena de veces tomó el teléfono para llamarla, pero se contuvo. No quería presionarla, o quizá estuviese asustado de reconocer lo importante que se había vuelto para él. No sólo su deseo hacia ella explicaba la aceleración de su pulso cuando pensaba en ella. A pesar de ese temor tan profundo, no había dudado en volar para verla esa noche. Decidió que si el avión no salía durante los próximos diez minutos, cambiaría de compañía, alquilaría una avioneta, haría cualquier cosa para acudir a su lado. Dos horas después, cuando al fin bajó del avión y la vio esperándolo, su corazón se detuvo para después latir apresuradamente. Advirtió la mirada ansiosa de Paula, mientras observaba a los pasajeros que llegaban. Al no verlo, ella frunció el ceño. Sin poder ocultarse por un momento más, Pedro avanzó hacia ella. Al verlo, la expresión de preocupación se borró de su rostro y apareció una sonrisa de bienvenida. El calor de sus ojos encendió la sangre de Pedro de nuevo. Estaba atrapado. Ningún hombre podría inspirar una mirada como aquella sin sentir una sensación de posesión, un anhelo repentino por esa clase de pasión que se le había escapado en su vida.


Al acercarse, Pedro le tomó las manos. Ansioso por un beso, por sentir sus labios bajo los suyos, se conformó con entrelazar sus dedos con timidez.


—Siento llegar tarde —se disculpó Pedro.


—¿Llevabas tú el avión? —preguntó Paula. El sonrió ante su pregunta y negó con la cabeza—. Entonces, no hay razón para que te disculpes. Además, ¿tienes idea de lo fascinante que puede ser un aeropuerto?


—Sinceramente, no —respondió él.


—¿Te gustaría hacer un recorrido por él? —preguntó Paula—. Hay un encantador puesto de revistas, y la cafetería tiene una camarera que con seguridad ha venido de Nueva York. Por sus bruscos modales, seguro que es de allí. Me hizo recordar una cafetería que visité en Manhattan. Las peores camareras se llevaban las mejores propinas. ¿A qué puede deberse eso? No solamente las soportan, sino que además las animan —se lamentó Paula.


—Es probable que se deba a que sus clientes regulares saben que pueden contar con ellas todos los días. La constancia es algo que debe atesorarse, en especial en una ciudad como Nueva York —ella lo miró con expresión de duda—. De acuerdo. No me crees. Quizá sea porque eso nos da la oportunidad de poder gritarle a alguien, antes de haber desayunado. Si tratamos mal a una camarera, el peor castigo que puede infligirnos es servirnos café frío. Pero si tratamos mal a nuestras mujeres, se divorcian de nosotros, y además nos dejan sin un céntimo.


—Eso suena más probable —comentó Paula—. ¿Qué hay acerca de ti? ¿Eres una persona madrugadora?


—Sí —respondió Pedro—. Nunca molesté a Patricia con el desayuno. Por lo general, salía de casa antes que ella se levantara, y además nunca le grito a una camarera.  ¿Quieres seguir de pie aquí, comentando mi temperamento matutino?


—En realidad, sí —aseguró Paula. Intrigado, él la miró con seriedad.


—¿Por qué? —quiso saber Pedro.


Paula levantó la barbilla con actitud de desafío. Una vez más, él advirtió esa mezcla de sorprendente vulnerabilidad y terca determinación.


—Porque una parte de mí está aterrada por lo que vendrá después —admitió Paula.


—No haré nada que tú no desees —prometió Pedro, conmovido por su sinceridad y admirado ante la inocencia que revelaba una mujer que debería sentir una completa seguridad. Una vez más se dijo que todo aquello no era algo común, y que debería ser atesorado y alentado—, aunque tenga que pasar todo el fin de semana tomando duchas frías.


—Después de todo, tal vez mi madre no tomaría en cuenta tu origen —comentó Paula, con un brillo burlón en los ojos—. Realmente te estás contagiando del espíritu del caballero del sur.


—Esperemos que mi carne débil pueda mantenerse fiel a mi espíritu.


—He depositado toda mi confianza en ti —le aseguró Paula tomándolo del brazo.


—Lo sé —apenas si pudo contener un suspiro de placer al sentir que lo tocaba—. Eso es lo que lo hace tan difícil. Si acaso sucumbiera, ante un momento de pasión intensa, me sentiría culpable durante el resto de mi vida. Dejemos de hablar de eso. ¿Has decidido a dónde te gustaría ir a cenar?


—Al mismo lugar —respondió Paula—. Tengo la impresión de que ese sitio nos dará suerte.


—¿Eres supersticiosa?


—Sólo me protejo. ¿Te importa?


—De ninguna manera —aseguró Pedro—, siempre que no esperes que sirva el café. La última vez, las personas de la mesa contigua se quejaron porque no les serví a ellas.


La risa de Paula llenó el aire.







LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 5




Por primera vez en años, Pedro se despertó pensando en algo que no era su trabajo. ¡Paula! El recuerdo de su mirada de confianza de la noche anterior; el deleite que expresaron sus frágiles facciones cuando él apareció ante ella en la mesa; el anhelo que él reconoció cuando la despidió ante la puerta de su habitación del hotel, a la una de la madrugada, con un beso dulce y suave. Pedro hubiera deseado mucho más, pero había decidido moverse con precaución con ella, tomarse su tiempo para atesorar aquellos sentimientos tan extraños y nuevos que crecían en su interior. El control no era una de sus virtudes y en ese momento descubría que todo el cuerpo le dolía por el esfuerzo.


Aunque controló sus acciones, no sucedió lo mismo con sus palabras, pues le confesó a Paula toda la verdad. 


Durante el último año, no había pasado un solo día en que no hubiera pensado en ella. Había deseado explorar su ágil inteligencia tanto como saborear su increíble cuerpo. El hecho de haber dado preferencia a la mente sobre la sensualidad le revelaba con exactitud hasta dónde había llegado. Desde el principio, Pedro había sabido que ella sería algo importante en su vida, alguien a quien respetaría y querría. Daba gracias al cielo por haber escuchado a su propia conciencia.


No obstante, en ese momento maldecía aquella conciencia. 


Estaba acostado en su cama, sufriendo la necesidad de tocarla. No era la primera vez que pensaba en Paula y sabía que tendría que darse una ducha fría. Esa mañana volvería a verla, aunque por breve tiempo, ya que al mediodía tenía que abordar un avión para volver a Nueva York. Tenía una cita importante a las tres de la tarde. En realidad, había tenido que volver a arreglar una media docena de citas para ir a Savannah, Hubiera sido necesario un colapso de la industria de la aviación y la fuerza de un huracán para mantenerlo alejado de Savannah esa noche. Había pasado trescientos sesenta y cinco días soñando con volver a abrazarla.


Pedro levantó el teléfono y marcó el número de la habitación de Paula.


—Despierta, dormilona —dijo él.


—Es temprano —murmuró Paula con un susurro que encendió la sangre de Pedro de nuevo.


—Sólo disponemos de unas cuantas horas. No quiero desperdiciarlas —respondió él—. Desayunaremos dentro de veinte minutos. Pasaré a recogerte.


—Una hora —pidió Paula.


—Treinta minutos, y ni un segundo más —insistió él y colgó.


Paula lo recibió en la puerta de su habitación, descalza, y con el cabello largo y oscuro todavía húmedo. Estaba aún más hermosa sin maquillaje. Olía a jabón y a perfume.


—Llegas demasiado pronto —le reprochó Paula.


—Llego justamente a tiempo —aseguró Pedro.


—No estoy lista.


—Estás hermosa


—Todavía estoy húmeda—indicó Paula.


Pedro le apartó un mechón húmedo de cabello del rostro y contempló la mirada cálida de sus ojos azules.


—Hermosa—murmuró él con voz ronca y besó sus labios. 


Deseaba saborearlos durante horas, descubrir su forma y textura con detalle.


Con un gemido se apartó. Tuvo que hacer uso de toda su fuerza para no exigir más, para soltarla, cuando sintió que el cuerpo de Paula respondía al suyo. Musitó:
—Eres una dama peligrosa.


—¿Yo? —preguntó Paula, con expresión sorprendida de placer.


—Sí, tú. ¿No tienes idea de lo tentadora que eres?


—No.


Esa respuesta tan sincera hizo que el corazón de Pedro diera un vuelco. ¡Qué sensación tan gloriosa sería demostrarle a Paula lo deseable que era, despertar su pasión de una manera que su ex marido siempre ignoró! Se dijo que no lo haría en ese momento. A pesar de que la deseaba mucho, de que estaba convencido de que ella también lo deseaba, no la asustaría. Paula le recordaba una orquídea, delicadamente sensual, pero frágil.


—Apresúrate —sugirió Pedro—. Tengo un hambre de lobo.


Poco tiempo después, Paula desayunaba media naranja y pan tostado, mientras Pedro atacaba sus huevos con jamón. Le ofreció unos pastelillos de arándano a Paula.


—No, gracias —respondió ella.


—Sólo uno —insistió Pedro. Partió un pastelillo, le untó mantequilla y se lo tendió a Paula.


Pedro le habló de la cita que tenía en Nueva York. Ella se comió todo el panecillo, antes de darse cuenta de que él ni siquiera lo había probado.


—Me has hecho trampa —reclamó Paula.


—¿Cómo dices? —preguntó él con inocencia.


—Tú no querías el panecillo —lo acusó Paula.


—Pero resulta evidente que tú sí —respondió Pedro. Ella lo estudió con expresión de sorpresa.


—¿Cómo lo sabías? —preguntó Paula.


La expresión de Pedro se volvió seria cuando le tomó la mano y lentamente se la acarició. El pulso de Paula se aceleró con aquella caricia.


—Lo sé todo acerca de ti —dijo Pedro.


—¡Oh!—exclamó ella.


—Bueno, quizá no todo, pero lo que no sepa, pronto lo sabré —aseguró él.


—¿Pronto?


—He estado pensando algo —confesó Pedro—. Sobre el Memorial Day. ¿Podríamos volver a vernos aquí? —preguntó Pedro—. Tendríamos todo el fin de semana para conocernos.


Paula dudó y sintió que su corazón se detenía.


—Tal vez estemos intentando convertir esto en algo que no es sino una ilusión —sugirió ella con precaución.


—Y tal vez no sea así. ¿Cómo vamos a saberlo, si no exploramos las posibilidades? ¿Quieres volver a alejarte, sin intentarlo?


—No —respondió Paula y lo miró a los ojos. Levantó la barbilla, orgullosa—. No, no quiero eso.


Pedro sonrió.


—Entonces, dentro de ocho días, a la misma hora... en el mismo lugar —indicó Pedro.


—A la misma hora, en el mismo lugar —repitió Paula, asintiendo lentamente.



LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 4





Durante todo el trayecto hacia Savannah, Paula se dijo que era una tonta y que Pedro no aparecería.


El era un hombre atractivo, que tenía una profesión que lo ponía en contacto con mujeres mucho más hermosas y sofisticadas que ella. Había transcurrido todo un año, y el hecho de que ella no pudiese apartarlo de su mente no significaba que él recordara las pocas horas que habían pasado juntos, o la promesa que se habían hecho.


De todas formas, el deseo de volver a verlo era muy fuerte. 


Durante el último año, ella había tenido muchas experiencias; no obstante, en ninguna había sentido ese entusiasmo. Recordaba haberlo sentido cuando Mateo empezó a cortejarla, quince años atrás, en su época universitaria, cuando él estaba en la Facultad de Medicina. 


Ese recuerdo la hizo comprender que ese tipo de sentimientos no se daba con frecuencia.


Seis horas después, se estaba poniendo un vestido rojo sencillo, que le quedaba muy bien, escogió joyería de oro y se aplicó un poco de su perfume favorito, una esencia de flores francesa que Mateo siempre había odiado, quizá por lo caro que era. Escogió unas sandalias negras de tacón muy alto, y salió hacia el restaurante, que quedaba a poca distancia del malecón.


Era una noche tranquila, solamente soplaba una ligera brisa que apenas inquietaba las aguas del río. Mientras paseaba, recordó la expresión de deseo que había visto en los ojos de Pedro antes de besarla y despedirse. Su pulso se aceleró con ese pensamiento, al recordar sus labios sobre los suyos... tibios, sensuales, exigentes. Una sensación en el bajo abdomen le recordó una vez más lo cautivada que había estado por él, y lo mucho que deseaba que la estuviera esperando aquella noche.


Al llegar a la puerta del restaurante, vaciló, casi arrepintiéndose de haber ido. Se preguntó si se estaría arriesgando demasiado.


—No te eches para atrás ahora, Pau —murmuró para sí y entró, antes que pudiera cambiar de opinión.


Rápidamente recorrió con la mirada la amplia sala del restaurante. Todavía era temprano y había pocos clientes Su mirada encontró la mesa que había ocupado cuando se conocieron, que en ese momento estaba desocupada. 


Preguntó a un camarero si podía sentarse en aquella mesa.


Una vez sentada, se dio cuenta de que le temblaban las manos. No había estado tan nerviosa ni en su primera cita, ni nunca había tenido tanto miedo a que la dejaran plantada.


Pidió una copa de vino blanco y marisco, lo mismo que había pedido hacía un año.


—¿Más café? —preguntó una seductora voz masculina detrás de su espalda, que la hizo estremecerse.


—No bebo café —respondió Paula casi sin aliento. Levantó la mirada y se encontró con unos ojos castaños que la miraban con gran intensidad—. Has venido —murmuró con suavidad. Luchó por ocultar un suspiro de alivio. La sonrisa de Pedro parecía revelar cierta satisfacción.


—También tú —dijo Pedro.


—Creía que no te acordarías —dijeron los dos al unísono y rieron. La risa rompió la tensión e hizo que Paula comprendiera que en ese momento no deseaba estar en ningún otro lugar, que no fuera allí, con ese hombre atractivo y amable, que la miraba afectuoso.


—Estás maravillosa —comentó Pedro sentándose. La joven sintió la mirada de sus ojos apreciando cada detalle de su cuerpo como una caricia. Le parecía que su piel ardía bajo aquella intensa mirada—. Siento llegar tarde —se disculpó Pedro.


—No has llegado tarde porque en realidad, no fijamos ninguna hora con exactitud —manifestó Paula—. No estaba muy segura de que te molestaras en venir hasta aquí por una cena. ¿O acaso conseguiste aquel cliente del que me hablaste aquí? ¿Ahora vienes a menudo? —tuvo que morderse la lengua para evitar hacerle más preguntas.


—Sí —respondió Pedro—, conseguí aquel cliente, y vengo ocasionalmente. Me aseguré de estar aquí esta noche. Tenía la esperanza de que te acordaras de que deseabas verme de nuevo. No puedes imaginar cuántas veces, durante el último año, me arrepentí de no haberte preguntado tu apellido, para de esa manera poder llamarte y saber como estabas.


Paula lo observó con curiosidad.


—Yo he pensado lo mismo —confesó ella, con un atrevimiento que no era habitual en ella—. ¿Por qué no me pediste mi número de teléfono?


El pareció meditar antes de responder...


—Supongo que se debió a que ambos nos encontrábamos deprimidos aquella noche. Era un momento peligroso para comenzar algo. Por primera vez en mi vida, le hice caso a mi conciencia, en lugar de apresurarme a hacer algo. En el fondo sabía que necesitábamos tiempo para arreglar nuestras vidas. Me arriesgué y dejé las cosas en manos del destino.


—¿Y arreglaste tu vida? —preguntó Paula.


—Lo mejor que pude—explicó él—. El divorcio es definitivo. Estoy intentando construir una mejor relación con mis hijos. Resulta irónico, ya que ahora paso más tiempo con ellos que cuando estaba casado. Quizá se deba a que ahora me preocupo más por buscar ese tiempo. Ya he dejado de pensar en ellos como algo seguro.


—Ah, sí, uno de los grandes pecados de la vida es pensar que siempre disfrutaremos de los seres que queremos —comentó Paula.


—¿Qué hay acerca de ti? —preguntó Pedro—. ¿Solucionaste las cosas?


—He sobrevivido. Estoy aprendiendo a confiar en mí misma. Me estoy construyendo una identidad diferente a la de la mujer del doctor Mateo Devlin. Todavía no lo he reconstruido todo, pero lo intento.


—¿Hay algún hombre que te esté ayudando a encontrar tu camino? —quiso saber Pedro. A Paula le pareció detectar en su voz cierto tono de precaución.


—No —contestó ella y sonrió—. Esta vez pensé que sería mejor encontrar sola mi camino, descubrir quién soy en realidad, y después, ver si un hombre podrá encajar en ese esquema, en lugar de al contrario.


—Comprendo. Es posible aprender de nuestros errores —aseguró él.


Paula sonrió. Poco a poco se iba relajando. De nuevo bajo su mágico hechizo, deseaba compartir cosas con él, cosas que nunca había compartido con nadie, ni siquiera con Elisabeth.


—Creo que ambos hemos pagado un buen precio por aprender esa lección —indicó Paula.


—Ah, pero ahora somos mucho mejores. Piensa en lo buenos que seremos el uno con el otro —señaló Pedro.


Sus palabras seductoras la excitaron. Intentó desviar la mirada, pero él parecía impedírselo, parecía exigir que ella reconociera el deseo que con tanta rapidez estaba creciendo en ellos. Era un anhelo tan intenso que la hacía sentirse débil. Pedro le tomó la mano y le acarició el dorso con el pulgar.


Después de un momento, él añadió:
—No puedo creer lo mucho que te he echado de menos —habló con voz suave—. ¿Cómo es posible que dos personas puedan conectar con tanta facilidad, después de un encuentro tan breve?


—¿Estás seguro de que no se trata tan sólo de ilusiones? —le preguntó Paula con voz temblorosa.


—No estoy seguro de nada, pero sí sé que, si no hubieras acudido esta noche, habría movido cielo y tierra para encontrarte —aseguró Pedro—. Mucho antes habría intentado buscarte; sin embargo, me obligué a cumplir mi palabra y esperar un año. A pesar de todo, no hubo viaje que hiciera a Savannah en que no me estuviera aquí con la esperanza de volverte a ver. Había muchas cosas de las que quería hablar contigo. Muchas veces me pregunté lo que pensarías acerca de muchas cosas: una campaña publicitaria que estuviera diseñando, o un libro que estuviese leyendo.


—¿Por qué? —preguntó Paula, estupefacta ante aquella apasionada declaración—. ¿Por qué deseabas la opinión de alguien que apenas conocías?


—A mí también me gustaría saberlo —respondió Pedro, encogiéndose de hombros—. Lo sé todo acerca de la psicología de la publicidad, y sobre entusiasmar al público; sin embargo, no comprendo lo que está sucediendo entre nosotros. Hubo algo aquella noche, una especie de intuición. De inmediato supe que tú y yo estábamos en la misma longitud de onda, que lo que teníamos era demasiado especial como para perderlo. Tú también debiste sentirlo, o no estarías aquí. Paula estaba demasiado impresionada por aquella coincidencia de sentimientos.


—Supongo que así fue —respondió ella—. Eli... una vecina con la que he intimado mucho durante este último año, dice que después de todo este tiempo, todavía sigo comentando lo que me dijiste —sé ruborizó—. Quizá no debería habértelo dicho.


—¿Por qué no? Yo te he dicho lo que sentí —indicó Pedro.


—No obstante, se supone que las mujeres deben ser reservadas. Al menos en el sur, eso es algo que nos enseñan desde la infancia. Mi madre se horrorizaría si supiera que confieso mis sentimientos de esa manera. Sinceramente, estoy un poco sorprendida por haberlo hecho.


—¿Por qué? —quiso saber Pedro.


—Porque siempre he sido fría y reservada, demasiado reservada. Por algún motivo, he sido abierta contigo —confesó Paula.


—Eso ha ocurrido porque sabes que yo nunca te haría daño —observó él.


Paula lo miró y pensó durante un momento en lo que él había dicho. Podía haberse tratado solamente de bellas palabras, pero ella creía que decía la verdad. En su corazón sabía que Pedro haría cualquier cosa que estuviera en su poder para no hacerle daño. Y ella respondía ante su solicitud y amabilidad como una flor abriéndose al sol.


—¿Cómo lo sabes? —preguntó Paula.


—Tienes una magnífica intuición —sugirió él.


—Pero escogí a Mateo —le recordó Paula.


—Tal vez te induzca a ello mi apariencia —comentó Pedro.


—Tienes la apariencia de un rompecorazones —aseguró Paula.


—Entonces, tal vez sea magia —indicó él.


—O ilusión.


—Cínica —señaló él.


—Realista —comentó ella y rió al ver su expresión.


—Lo vamos a pasar maravillosamente bien averiguándolo, ¿no es así, Paula?


—Sí—asintió ella—. Sí, creo que sí.


domingo, 2 de octubre de 2016

LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 3






Dieciséis de mayo... un año después.


—Paula Chaves. ¿Qué quieres decir con eso de que no vas a ir? —le preguntó Elisabeth Markham, sorprendida—. Durante los últimos doce meses, has estado continuamente hablando de Pedro.


—Exageras. Llevo mucho tiempo sin hablar de él —replicó Paula y se volvió para disimular su vergüenza. Intentó concentrarse en amontonar sobre el mostrador las últimas donaciones para la tienda de St. Christopher. Examinó la ropa con ojo crítico, le fijó un precio y colocó etiquetas en todas las piezas, con la esperanza de que Eli se marchara o, por lo menos, cambiara de tema. Hablar de Pedro la ponía nerviosa, y también recordarlo. Para ser un hombre con el que había hablado tan poco, un año antes, y a quien había besado apenas un par de veces, le había dejado una impresión asombrosamente duradera.


—Anoche... —empezó a decir Elisabeth.


—¿Qué? —preguntó Paula. Aunque odiaba reconocerlo, sospechaba que Eli sabía lo que decía, como siempre. En cuestiones de amor, Elisabeth tenía el instinto de una hábil casamentera, y Paula era uno de sus pocos fracasos. 


Ante el presentimiento de que otro encuentro con Pedro pudiese ayudar a sus propósitos, Eli no estaba dispuesta a permitir que Paula no mordiera el anzuelo.


—Estábamos sentadas a la mesa en tu cocina —le recordó Eli—. Recuerdo con exactitud lo que pasó. Te quitaste tu anillo de boda. A propósito, ya era hora de que lo hicieras. Voy a repetirte lo que dijiste: "Pedro me dijo que yo podría trabajar de modelo para la industria de los diamantes". Y después suspiraste.


—No es verdad —volvió a decir Paula—. Yo nunca suspiro.


—Es cierto—insistió Elisabeth—. Además, suspiras cada vez que hablas de él.


Paula dejó de poner etiquetas en la ropa y, lentamente, se volvió hacia la mujer que durante los últimos meses se había convertido en su mejor amiga, cuando ella intentaba recuperarse, después de su divorcio. Elisabeth era una deliciosa atolondrada, con un corazón lo suficiente grande como para acoger al mundo entero. Aunque habían sido vecinas durante años, Paula no descubrió aquella combinación de sabiduría, buen humor y honestidad hasta que Mateo la dejó.


—¿Lo hice? —preguntó Paula—. ¿Realmente suspiré?


Eli asintió y sonrió victoriosa.


—Y tenías una mirada misteriosa y lejana. Estás afectada, Paula Chaves, y no tengo la intención de oírte hablar de ese hombre durante el resto de tu vida. Hoy es el día en que se supone tienes que encontrarte con él en Savannah. Así que... ¡Fuera de aquí! Es un viaje largo, y será mejor que te vayas ahora, si quieres estar allí para la hora de la cena.


—No voy a conducir hasta Savannah, para luego encontrarme con un perfecto desconocido—le aseguró Paula.


—Ya no es precisamente un desconocido —insistió Elisabeth—. Es como si ya lo conocieras.


—No he estado tan mal —comentó Paula y la miró.


—Lo has estado —le aseguró Eli—, pero no te preocupes. Mi opinión es que es algo maravillosamente romántico.


—No, es ridículo —manifestó Paula, sacudiendo la cabeza—. Fue uno de esos encuentros que tienen lugar una vez en la vida. No es algo que merezca la pena prolongar —a pesar de sus protestas, la tentación de ir, de arriesgarse por una vez era cada vez más fuerte. Con seguridad, Elisabeth advirtió su debilidad, pues insistió.


—Hiciste una promesa solemne, ¿no es cierto? —le preguntó Eli—. ¿No vas a cumplir con tu palabra? ¿Qué diría tu madre? —con deliberación, imitó el acento sureño de la madre de Paula.


—No la metas a ella en esto —pidió Paula—. Si mi madre supiera siquiera que he considerado la posibilidad de ir a Savannah para encontrarme con un desconocido, un hombre del norte, al que apenas conozco, me diría muchas cosas que seguro que a ti no te gustarían. Nunca ha aprobado nada de lo que he hecho. A duras penas toleraba a Mateo.


—En el caso de tu ex marido, ella tenía razón al desaprobarlo —indicó Eli—. Aquel hombre era un aburrido santurrón.


—No es cierto —lo defendió Paula de manera automática, pero de inmediato comprendió que, en el fondo, estaba de acuerdo con Eli. Mateo era un poco anticuado, lo que había hecho su aventura con la residente de pediatría aún más excitante. Quizá eso lo había cambiado, pero el antiguo Mateo, nunca, ni en un millón de años, habría aprobado entablar una conversación con un completo desconocido, y mucho menos viajar hasta Savannah para encontrarse con un hombre con el que solamente había estado unas horas—. Sin embargo... tal vez...


—¡Lo sabía! —exclamó Eli con entusiasmo—. Irás, ¿no es así? Apresúrate.


—Estamos a mediados de semana —indicó Paula—. Pedro trabaja, es probable que ni siquiera esté allí.


—Si no está, podrás ir de nuevo al Savannah College of Art & Design, y pedir información acerca de las clases. No será un viaje perdido —aseguró Eli.


—No empieces con eso otra vez. Tengo treinta y tres años. Es demasiado tarde para empezar una nueva carrera. Lo comprendí la última vez que estuve allí.


—¡Tonterías! —exclamó Elisabeth—. Sólo es demasiado tarde cuando uno está muerto. Piensa en eso, Pau. Estás desperdiciando tu tiempo trabajando aquí, y no es que no me encante contar con tu ayuda. En realidad, he disfrutado por primera vez de tiempo libre desde que empezaste a ayudarme; sin embargo, tú eres capaz de hacer mucho más.


—Soy feliz tal como estoy ahora —manifestó Paula—. Tengo suficiente dinero para vivir de las inversiones que hice con el dinero que recibí por el divorcio y del fondo fiduciario de mi padre. ¿Qué hay de malo en que intente ser útil, aportando algo a la comunidad?


—Nada, si eso te hace feliz—comentó Eli—, pero no es así. No me importa lo que digas. Lo único que haces es matar el tiempo. Tu año de duelo terminó, cariño, ya es hora de que corras algún riesgo.


—Buscar a Pedro es un riesgo que no me atrevo a correr —le aseguró Paula.


—Entonces, mañana irás a esa escuela —insistió Elisabeth tercamente.


Paula rió.


—De acuerdo, tú ganas —respondió Paula—. Te prometo que lo pensaré.


—Cuando vuelvas, te exigiré que me presentes programas y horarios de clases —le advirtió Eli. Paula gimió.


—¡Con razón a tus hijos les gusta esconderse en mi casa! —exclamó Paula—. Eres muy terca.


—Si el suelo de tu casa estuviera lleno de papas fritas y calcetines, también te quejarías —le aseguró Eli.


—Es probable —admitió Paula.


No pudo ocultar cierto sentimiento de tristeza. Ella había querido tener hijos, pero Mateo se había opuesto. A él le gustaba viajar, y al mismo tiempo tenerla a su disposición. 


Aunque Paula podía haberlo desafiado, sabía que un embarazo accidental no era la solución, ya que eso habría creado un ambiente horrible para educar a un niño. Por ironías de la vida, poco después de divorciarse, Mateo se había casado con la residente de pediatría, con la que había tenido una aventura, debido a que estaba encinta.


—No mires hacia atrás, Pau—indicó Eli, adivinándole el pensamiento—. No puedes cambiar el pasado. Ahora, sal y atrapa el futuro. 


El corazón le latía con más fuerza a Paula cuando la imagen de Pedro reapareció en su mente tal y como había sucedido en muchas ocasiones durante el último año. Recordó lo atento y afectuoso que había sido con ella, como si se conocieran desde siempre.


—¡Demonios, sólo se vive una vez! —se dijo Paula.