lunes, 3 de octubre de 2016
LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 4
Durante todo el trayecto hacia Savannah, Paula se dijo que era una tonta y que Pedro no aparecería.
El era un hombre atractivo, que tenía una profesión que lo ponía en contacto con mujeres mucho más hermosas y sofisticadas que ella. Había transcurrido todo un año, y el hecho de que ella no pudiese apartarlo de su mente no significaba que él recordara las pocas horas que habían pasado juntos, o la promesa que se habían hecho.
De todas formas, el deseo de volver a verlo era muy fuerte.
Durante el último año, ella había tenido muchas experiencias; no obstante, en ninguna había sentido ese entusiasmo. Recordaba haberlo sentido cuando Mateo empezó a cortejarla, quince años atrás, en su época universitaria, cuando él estaba en la Facultad de Medicina.
Ese recuerdo la hizo comprender que ese tipo de sentimientos no se daba con frecuencia.
Seis horas después, se estaba poniendo un vestido rojo sencillo, que le quedaba muy bien, escogió joyería de oro y se aplicó un poco de su perfume favorito, una esencia de flores francesa que Mateo siempre había odiado, quizá por lo caro que era. Escogió unas sandalias negras de tacón muy alto, y salió hacia el restaurante, que quedaba a poca distancia del malecón.
Era una noche tranquila, solamente soplaba una ligera brisa que apenas inquietaba las aguas del río. Mientras paseaba, recordó la expresión de deseo que había visto en los ojos de Pedro antes de besarla y despedirse. Su pulso se aceleró con ese pensamiento, al recordar sus labios sobre los suyos... tibios, sensuales, exigentes. Una sensación en el bajo abdomen le recordó una vez más lo cautivada que había estado por él, y lo mucho que deseaba que la estuviera esperando aquella noche.
Al llegar a la puerta del restaurante, vaciló, casi arrepintiéndose de haber ido. Se preguntó si se estaría arriesgando demasiado.
—No te eches para atrás ahora, Pau —murmuró para sí y entró, antes que pudiera cambiar de opinión.
Rápidamente recorrió con la mirada la amplia sala del restaurante. Todavía era temprano y había pocos clientes Su mirada encontró la mesa que había ocupado cuando se conocieron, que en ese momento estaba desocupada.
Preguntó a un camarero si podía sentarse en aquella mesa.
Una vez sentada, se dio cuenta de que le temblaban las manos. No había estado tan nerviosa ni en su primera cita, ni nunca había tenido tanto miedo a que la dejaran plantada.
Pidió una copa de vino blanco y marisco, lo mismo que había pedido hacía un año.
—¿Más café? —preguntó una seductora voz masculina detrás de su espalda, que la hizo estremecerse.
—No bebo café —respondió Paula casi sin aliento. Levantó la mirada y se encontró con unos ojos castaños que la miraban con gran intensidad—. Has venido —murmuró con suavidad. Luchó por ocultar un suspiro de alivio. La sonrisa de Pedro parecía revelar cierta satisfacción.
—También tú —dijo Pedro.
—Creía que no te acordarías —dijeron los dos al unísono y rieron. La risa rompió la tensión e hizo que Paula comprendiera que en ese momento no deseaba estar en ningún otro lugar, que no fuera allí, con ese hombre atractivo y amable, que la miraba afectuoso.
—Estás maravillosa —comentó Pedro sentándose. La joven sintió la mirada de sus ojos apreciando cada detalle de su cuerpo como una caricia. Le parecía que su piel ardía bajo aquella intensa mirada—. Siento llegar tarde —se disculpó Pedro.
—No has llegado tarde porque en realidad, no fijamos ninguna hora con exactitud —manifestó Paula—. No estaba muy segura de que te molestaras en venir hasta aquí por una cena. ¿O acaso conseguiste aquel cliente del que me hablaste aquí? ¿Ahora vienes a menudo? —tuvo que morderse la lengua para evitar hacerle más preguntas.
—Sí —respondió Pedro—, conseguí aquel cliente, y vengo ocasionalmente. Me aseguré de estar aquí esta noche. Tenía la esperanza de que te acordaras de que deseabas verme de nuevo. No puedes imaginar cuántas veces, durante el último año, me arrepentí de no haberte preguntado tu apellido, para de esa manera poder llamarte y saber como estabas.
Paula lo observó con curiosidad.
—Yo he pensado lo mismo —confesó ella, con un atrevimiento que no era habitual en ella—. ¿Por qué no me pediste mi número de teléfono?
El pareció meditar antes de responder...
—Supongo que se debió a que ambos nos encontrábamos deprimidos aquella noche. Era un momento peligroso para comenzar algo. Por primera vez en mi vida, le hice caso a mi conciencia, en lugar de apresurarme a hacer algo. En el fondo sabía que necesitábamos tiempo para arreglar nuestras vidas. Me arriesgué y dejé las cosas en manos del destino.
—¿Y arreglaste tu vida? —preguntó Paula.
—Lo mejor que pude—explicó él—. El divorcio es definitivo. Estoy intentando construir una mejor relación con mis hijos. Resulta irónico, ya que ahora paso más tiempo con ellos que cuando estaba casado. Quizá se deba a que ahora me preocupo más por buscar ese tiempo. Ya he dejado de pensar en ellos como algo seguro.
—Ah, sí, uno de los grandes pecados de la vida es pensar que siempre disfrutaremos de los seres que queremos —comentó Paula.
—¿Qué hay acerca de ti? —preguntó Pedro—. ¿Solucionaste las cosas?
—He sobrevivido. Estoy aprendiendo a confiar en mí misma. Me estoy construyendo una identidad diferente a la de la mujer del doctor Mateo Devlin. Todavía no lo he reconstruido todo, pero lo intento.
—¿Hay algún hombre que te esté ayudando a encontrar tu camino? —quiso saber Pedro. A Paula le pareció detectar en su voz cierto tono de precaución.
—No —contestó ella y sonrió—. Esta vez pensé que sería mejor encontrar sola mi camino, descubrir quién soy en realidad, y después, ver si un hombre podrá encajar en ese esquema, en lugar de al contrario.
—Comprendo. Es posible aprender de nuestros errores —aseguró él.
Paula sonrió. Poco a poco se iba relajando. De nuevo bajo su mágico hechizo, deseaba compartir cosas con él, cosas que nunca había compartido con nadie, ni siquiera con Elisabeth.
—Creo que ambos hemos pagado un buen precio por aprender esa lección —indicó Paula.
—Ah, pero ahora somos mucho mejores. Piensa en lo buenos que seremos el uno con el otro —señaló Pedro.
Sus palabras seductoras la excitaron. Intentó desviar la mirada, pero él parecía impedírselo, parecía exigir que ella reconociera el deseo que con tanta rapidez estaba creciendo en ellos. Era un anhelo tan intenso que la hacía sentirse débil. Pedro le tomó la mano y le acarició el dorso con el pulgar.
Después de un momento, él añadió:
—No puedo creer lo mucho que te he echado de menos —habló con voz suave—. ¿Cómo es posible que dos personas puedan conectar con tanta facilidad, después de un encuentro tan breve?
—¿Estás seguro de que no se trata tan sólo de ilusiones? —le preguntó Paula con voz temblorosa.
—No estoy seguro de nada, pero sí sé que, si no hubieras acudido esta noche, habría movido cielo y tierra para encontrarte —aseguró Pedro—. Mucho antes habría intentado buscarte; sin embargo, me obligué a cumplir mi palabra y esperar un año. A pesar de todo, no hubo viaje que hiciera a Savannah en que no me estuviera aquí con la esperanza de volverte a ver. Había muchas cosas de las que quería hablar contigo. Muchas veces me pregunté lo que pensarías acerca de muchas cosas: una campaña publicitaria que estuviera diseñando, o un libro que estuviese leyendo.
—¿Por qué? —preguntó Paula, estupefacta ante aquella apasionada declaración—. ¿Por qué deseabas la opinión de alguien que apenas conocías?
—A mí también me gustaría saberlo —respondió Pedro, encogiéndose de hombros—. Lo sé todo acerca de la psicología de la publicidad, y sobre entusiasmar al público; sin embargo, no comprendo lo que está sucediendo entre nosotros. Hubo algo aquella noche, una especie de intuición. De inmediato supe que tú y yo estábamos en la misma longitud de onda, que lo que teníamos era demasiado especial como para perderlo. Tú también debiste sentirlo, o no estarías aquí. Paula estaba demasiado impresionada por aquella coincidencia de sentimientos.
—Supongo que así fue —respondió ella—. Eli... una vecina con la que he intimado mucho durante este último año, dice que después de todo este tiempo, todavía sigo comentando lo que me dijiste —sé ruborizó—. Quizá no debería habértelo dicho.
—¿Por qué no? Yo te he dicho lo que sentí —indicó Pedro.
—No obstante, se supone que las mujeres deben ser reservadas. Al menos en el sur, eso es algo que nos enseñan desde la infancia. Mi madre se horrorizaría si supiera que confieso mis sentimientos de esa manera. Sinceramente, estoy un poco sorprendida por haberlo hecho.
—¿Por qué? —quiso saber Pedro.
—Porque siempre he sido fría y reservada, demasiado reservada. Por algún motivo, he sido abierta contigo —confesó Paula.
—Eso ha ocurrido porque sabes que yo nunca te haría daño —observó él.
Paula lo miró y pensó durante un momento en lo que él había dicho. Podía haberse tratado solamente de bellas palabras, pero ella creía que decía la verdad. En su corazón sabía que Pedro haría cualquier cosa que estuviera en su poder para no hacerle daño. Y ella respondía ante su solicitud y amabilidad como una flor abriéndose al sol.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Paula.
—Tienes una magnífica intuición —sugirió él.
—Pero escogí a Mateo —le recordó Paula.
—Tal vez te induzca a ello mi apariencia —comentó Pedro.
—Tienes la apariencia de un rompecorazones —aseguró Paula.
—Entonces, tal vez sea magia —indicó él.
—O ilusión.
—Cínica —señaló él.
—Realista —comentó ella y rió al ver su expresión.
—Lo vamos a pasar maravillosamente bien averiguándolo, ¿no es así, Paula?
—Sí—asintió ella—. Sí, creo que sí.
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