lunes, 3 de octubre de 2016

LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 6




Fin de semana del Memorial Day.


EL avión de Pedro se retrasó. Ya de por sí era un hombre impaciente, así que ese día estaba especialmente furioso por el retraso. Paseó de un lado a otro, maldiciendo a la compañía aérea, y al cielo encapotado de Nueva York. 


También se maldijo a sí mismo por haber vendido su avión privado, y a Paula, por haberse convertido en una obsesión para él.


Desde aquel primer encuentro, supo que ella era capaz de volverlo loco de ansiedad.


En realidad, de no haber sido Paula, él nunca habría tomado la decisión apresurada de aceptar al cliente de Savannah.


Todos sus instintos de hombre de negocios le habían aconsejado que no lo aceptara. White Stone Electronics era una compañía pequeña, y aunque el potencial era grande, pasarían años antes que él empezara a ganar algo. No obstante, durante aquellas breves horas que pasó con Paula, decidió que aceptaría, que lo adoptaría como una excusa para volver a aquella ciudad donde se conocieron, para aferrarse al único lazo que existía entre ellos.


De manera extraña, ese cliente pequeño se había convertido en el más satisfactorio que había tenido en muchos años. La mayoría de las quinientas empresas que trabajaban con él, en realidad no necesitaban su ayuda. Sólo querían publicidad para mantener el alto nivel que ya tenían. White Stone Electronics no tenía reputación a nivel nacional, excepto entre unos cuantos clientes. Pero sus resultados, las repentinas ganancias que siguieron a la primera publicidad, fueron especialmente gratificantes para Pedro.


De cualquier manera, nadie en la oficina matriz de Nueva York podía comprender sus frecuentes viajes a Savannah.


Después de los primeros años en el negocio, su papel había sido el de relacionarse con los clientes más importantes y dirigir las campañas publicitarias. Como resultado, habían transcurrido años desde que experimentaba la satisfacción de ver que una de sus propias creaciones llegaba a la pantalla de la televisión o a las páginas de las revistas elegantes. Durante los últimos meses, disfrutaba al escuchar que la gente en el metro o en el supermercado hacía comentarios sobre sus anuncios comerciales.


Durante esos meses anteriores, cada vez estaba más ansioso por volver a Savannah, donde su creatividad florecía con más libertad que antes. Sin embargo, ese día su impaciencia era causada por algo por completo diferente... Paula.


Desde que se separaron la última vez, no había podido apartarla de su mente. Si los recuerdos lo habían dominado durante ese último año, la semana que acababa de pasar había sido una tortura. Con su piel pálida, sus enormes y expresivos ojos azules y ese halo de autonomía, representaba un desafío delicioso.


El lo había dicho todo al decirle que tenía clase. Para un joven con sus antecedentes de pobreza, para un hombre que había luchado mucho para salir de un deprimido barrio y llegar a Upper East Side, Paula representaba la clase de mujer que debería ser colocada sobre un pedestal. Era un sueño para él, pero también era real, de carne y hueso.


Una docena de veces tomó el teléfono para llamarla, pero se contuvo. No quería presionarla, o quizá estuviese asustado de reconocer lo importante que se había vuelto para él. No sólo su deseo hacia ella explicaba la aceleración de su pulso cuando pensaba en ella. A pesar de ese temor tan profundo, no había dudado en volar para verla esa noche. Decidió que si el avión no salía durante los próximos diez minutos, cambiaría de compañía, alquilaría una avioneta, haría cualquier cosa para acudir a su lado. Dos horas después, cuando al fin bajó del avión y la vio esperándolo, su corazón se detuvo para después latir apresuradamente. Advirtió la mirada ansiosa de Paula, mientras observaba a los pasajeros que llegaban. Al no verlo, ella frunció el ceño. Sin poder ocultarse por un momento más, Pedro avanzó hacia ella. Al verlo, la expresión de preocupación se borró de su rostro y apareció una sonrisa de bienvenida. El calor de sus ojos encendió la sangre de Pedro de nuevo. Estaba atrapado. Ningún hombre podría inspirar una mirada como aquella sin sentir una sensación de posesión, un anhelo repentino por esa clase de pasión que se le había escapado en su vida.


Al acercarse, Pedro le tomó las manos. Ansioso por un beso, por sentir sus labios bajo los suyos, se conformó con entrelazar sus dedos con timidez.


—Siento llegar tarde —se disculpó Pedro.


—¿Llevabas tú el avión? —preguntó Paula. El sonrió ante su pregunta y negó con la cabeza—. Entonces, no hay razón para que te disculpes. Además, ¿tienes idea de lo fascinante que puede ser un aeropuerto?


—Sinceramente, no —respondió él.


—¿Te gustaría hacer un recorrido por él? —preguntó Paula—. Hay un encantador puesto de revistas, y la cafetería tiene una camarera que con seguridad ha venido de Nueva York. Por sus bruscos modales, seguro que es de allí. Me hizo recordar una cafetería que visité en Manhattan. Las peores camareras se llevaban las mejores propinas. ¿A qué puede deberse eso? No solamente las soportan, sino que además las animan —se lamentó Paula.


—Es probable que se deba a que sus clientes regulares saben que pueden contar con ellas todos los días. La constancia es algo que debe atesorarse, en especial en una ciudad como Nueva York —ella lo miró con expresión de duda—. De acuerdo. No me crees. Quizá sea porque eso nos da la oportunidad de poder gritarle a alguien, antes de haber desayunado. Si tratamos mal a una camarera, el peor castigo que puede infligirnos es servirnos café frío. Pero si tratamos mal a nuestras mujeres, se divorcian de nosotros, y además nos dejan sin un céntimo.


—Eso suena más probable —comentó Paula—. ¿Qué hay acerca de ti? ¿Eres una persona madrugadora?


—Sí —respondió Pedro—. Nunca molesté a Patricia con el desayuno. Por lo general, salía de casa antes que ella se levantara, y además nunca le grito a una camarera.  ¿Quieres seguir de pie aquí, comentando mi temperamento matutino?


—En realidad, sí —aseguró Paula. Intrigado, él la miró con seriedad.


—¿Por qué? —quiso saber Pedro.


Paula levantó la barbilla con actitud de desafío. Una vez más, él advirtió esa mezcla de sorprendente vulnerabilidad y terca determinación.


—Porque una parte de mí está aterrada por lo que vendrá después —admitió Paula.


—No haré nada que tú no desees —prometió Pedro, conmovido por su sinceridad y admirado ante la inocencia que revelaba una mujer que debería sentir una completa seguridad. Una vez más se dijo que todo aquello no era algo común, y que debería ser atesorado y alentado—, aunque tenga que pasar todo el fin de semana tomando duchas frías.


—Después de todo, tal vez mi madre no tomaría en cuenta tu origen —comentó Paula, con un brillo burlón en los ojos—. Realmente te estás contagiando del espíritu del caballero del sur.


—Esperemos que mi carne débil pueda mantenerse fiel a mi espíritu.


—He depositado toda mi confianza en ti —le aseguró Paula tomándolo del brazo.


—Lo sé —apenas si pudo contener un suspiro de placer al sentir que lo tocaba—. Eso es lo que lo hace tan difícil. Si acaso sucumbiera, ante un momento de pasión intensa, me sentiría culpable durante el resto de mi vida. Dejemos de hablar de eso. ¿Has decidido a dónde te gustaría ir a cenar?


—Al mismo lugar —respondió Paula—. Tengo la impresión de que ese sitio nos dará suerte.


—¿Eres supersticiosa?


—Sólo me protejo. ¿Te importa?


—De ninguna manera —aseguró Pedro—, siempre que no esperes que sirva el café. La última vez, las personas de la mesa contigua se quejaron porque no les serví a ellas.


La risa de Paula llenó el aire.







3 comentarios: