lunes, 3 de octubre de 2016
LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 5
Por primera vez en años, Pedro se despertó pensando en algo que no era su trabajo. ¡Paula! El recuerdo de su mirada de confianza de la noche anterior; el deleite que expresaron sus frágiles facciones cuando él apareció ante ella en la mesa; el anhelo que él reconoció cuando la despidió ante la puerta de su habitación del hotel, a la una de la madrugada, con un beso dulce y suave. Pedro hubiera deseado mucho más, pero había decidido moverse con precaución con ella, tomarse su tiempo para atesorar aquellos sentimientos tan extraños y nuevos que crecían en su interior. El control no era una de sus virtudes y en ese momento descubría que todo el cuerpo le dolía por el esfuerzo.
Aunque controló sus acciones, no sucedió lo mismo con sus palabras, pues le confesó a Paula toda la verdad.
Durante el último año, no había pasado un solo día en que no hubiera pensado en ella. Había deseado explorar su ágil inteligencia tanto como saborear su increíble cuerpo. El hecho de haber dado preferencia a la mente sobre la sensualidad le revelaba con exactitud hasta dónde había llegado. Desde el principio, Pedro había sabido que ella sería algo importante en su vida, alguien a quien respetaría y querría. Daba gracias al cielo por haber escuchado a su propia conciencia.
No obstante, en ese momento maldecía aquella conciencia.
Estaba acostado en su cama, sufriendo la necesidad de tocarla. No era la primera vez que pensaba en Paula y sabía que tendría que darse una ducha fría. Esa mañana volvería a verla, aunque por breve tiempo, ya que al mediodía tenía que abordar un avión para volver a Nueva York. Tenía una cita importante a las tres de la tarde. En realidad, había tenido que volver a arreglar una media docena de citas para ir a Savannah, Hubiera sido necesario un colapso de la industria de la aviación y la fuerza de un huracán para mantenerlo alejado de Savannah esa noche. Había pasado trescientos sesenta y cinco días soñando con volver a abrazarla.
Pedro levantó el teléfono y marcó el número de la habitación de Paula.
—Despierta, dormilona —dijo él.
—Es temprano —murmuró Paula con un susurro que encendió la sangre de Pedro de nuevo.
—Sólo disponemos de unas cuantas horas. No quiero desperdiciarlas —respondió él—. Desayunaremos dentro de veinte minutos. Pasaré a recogerte.
—Una hora —pidió Paula.
—Treinta minutos, y ni un segundo más —insistió él y colgó.
Paula lo recibió en la puerta de su habitación, descalza, y con el cabello largo y oscuro todavía húmedo. Estaba aún más hermosa sin maquillaje. Olía a jabón y a perfume.
—Llegas demasiado pronto —le reprochó Paula.
—Llego justamente a tiempo —aseguró Pedro.
—No estoy lista.
—Estás hermosa
—Todavía estoy húmeda—indicó Paula.
Pedro le apartó un mechón húmedo de cabello del rostro y contempló la mirada cálida de sus ojos azules.
—Hermosa—murmuró él con voz ronca y besó sus labios.
Deseaba saborearlos durante horas, descubrir su forma y textura con detalle.
Con un gemido se apartó. Tuvo que hacer uso de toda su fuerza para no exigir más, para soltarla, cuando sintió que el cuerpo de Paula respondía al suyo. Musitó:
—Eres una dama peligrosa.
—¿Yo? —preguntó Paula, con expresión sorprendida de placer.
—Sí, tú. ¿No tienes idea de lo tentadora que eres?
—No.
Esa respuesta tan sincera hizo que el corazón de Pedro diera un vuelco. ¡Qué sensación tan gloriosa sería demostrarle a Paula lo deseable que era, despertar su pasión de una manera que su ex marido siempre ignoró! Se dijo que no lo haría en ese momento. A pesar de que la deseaba mucho, de que estaba convencido de que ella también lo deseaba, no la asustaría. Paula le recordaba una orquídea, delicadamente sensual, pero frágil.
—Apresúrate —sugirió Pedro—. Tengo un hambre de lobo.
Poco tiempo después, Paula desayunaba media naranja y pan tostado, mientras Pedro atacaba sus huevos con jamón. Le ofreció unos pastelillos de arándano a Paula.
—No, gracias —respondió ella.
—Sólo uno —insistió Pedro. Partió un pastelillo, le untó mantequilla y se lo tendió a Paula.
Pedro le habló de la cita que tenía en Nueva York. Ella se comió todo el panecillo, antes de darse cuenta de que él ni siquiera lo había probado.
—Me has hecho trampa —reclamó Paula.
—¿Cómo dices? —preguntó él con inocencia.
—Tú no querías el panecillo —lo acusó Paula.
—Pero resulta evidente que tú sí —respondió Pedro. Ella lo estudió con expresión de sorpresa.
—¿Cómo lo sabías? —preguntó Paula.
La expresión de Pedro se volvió seria cuando le tomó la mano y lentamente se la acarició. El pulso de Paula se aceleró con aquella caricia.
—Lo sé todo acerca de ti —dijo Pedro.
—¡Oh!—exclamó ella.
—Bueno, quizá no todo, pero lo que no sepa, pronto lo sabré —aseguró él.
—¿Pronto?
—He estado pensando algo —confesó Pedro—. Sobre el Memorial Day. ¿Podríamos volver a vernos aquí? —preguntó Pedro—. Tendríamos todo el fin de semana para conocernos.
Paula dudó y sintió que su corazón se detenía.
—Tal vez estemos intentando convertir esto en algo que no es sino una ilusión —sugirió ella con precaución.
—Y tal vez no sea así. ¿Cómo vamos a saberlo, si no exploramos las posibilidades? ¿Quieres volver a alejarte, sin intentarlo?
—No —respondió Paula y lo miró a los ojos. Levantó la barbilla, orgullosa—. No, no quiero eso.
Pedro sonrió.
—Entonces, dentro de ocho días, a la misma hora... en el mismo lugar —indicó Pedro.
—A la misma hora, en el mismo lugar —repitió Paula, asintiendo lentamente.
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