sábado, 24 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 15




Más o menos al amanecer, Pedro oyó una suave voz en su oído y unos brazos lo ayudaron a incorporarse un poco, mientras su cabeza descansaba sobre un pecho femenino.


—Abre la boca.


Pedro obedeció en el acto y alguien colocó una pastilla en su lengua y le acercó un vaso de agua del que el hombre bebió con avidez. Después lo ayudó a recostarse de nuevo sobre la almohada, lo tapó bien con la manta y se alejó. Pedro volvió a dormirse en el acto y cuando despertó, bastante más tarde a juzgar por la luz que entraba por el ventanal, se encontraba muchísimo mejor.


—Parece que ya no tienes fiebre.


Pau estaba arrodillada a su lado con la mano sobre su frente. 


Pedro se incorporó y la examinó con atención. La joven llevaba el pelo recogido en una coleta, lucía una mancha de pintura en el rostro y unos viejos vaqueros asomaban bajo una bata que alguna vez fue blanca. A pesar de todo, pensó que era una de las visiones más agradables que había tenido en su vida al despertar. El hombre se pasó una mano por la barbilla, notando, incómodo, la aspereza de su barba matutina y se dijo que debía tener un aspecto lamentable.


—Tengo que ir a casa a ducharme.


—No tan deprisa. Primero tienes que desayunar.


—¡Como te gusta dar órdenes! —protestó Pedro.


—Se nota que vuelves a ser tú mismo —comentó Paula mirándolo, divertida—. Anoche me obedecías como un tierno corderito.


Pedro la comparación le pareció un poco humillante, pero lo dejó pasar.


—Voy a prepararte un buen desayuno —anunció la joven sin prestarle más atención.


Mientras ella trajinaba en la cocina, Pedro aprovechó para ponerse de nuevo los pantalones y la camisa, aunque solo se ató unos pocos botones. Cuando Pau regresó con la inmensa bandeja que le había preparado, pensó que su vecino resultaba muy seductor recién levantado. Con su pelo revuelto, el amplio pecho apenas tapado por la camisa y la barba un poco crecida, parecía recién salido de las páginas de un ejemplar del Tatler más sexy de lo habitual; en definitiva, Pedro Alfonso era uno de los tipos más seductores que había visto jamás.


«Lástima que ya tenga dueña», se dijo con un encogimiento de hombros.


—Muchas gracias, Paula, reconozco que tengo tanta hambre que me comería un buey y no dejaría ni las pezuñas.


En la bandeja había huevos revueltos, salchichas, tostadas, mermelada y mantequilla y un café bastante cargado que a Pedro le pareció delicioso.


—¿Tú no tomas nada? —preguntó algo avergonzado, viendo que Pau se limitaba a contemplarlo, complacida, mientras él lo devoraba todo con ansia.


—Yo hace varias horas que desayuné. Luego salí a pasear a Milo y aproveché para comprar unas cuantas cosas —contestó la joven.


Cuando en la bandeja ya no quedaban más que unas cuantas migas, Pedro la miró satisfecho y le dio las gracias.


—De nada, Pedro —respondió Paula sonriéndole con dulzura—. Para eso están los amigos.


Sus palabras le molestaron sin saber por qué, pero lo disimuló.


—Me alegro de que seamos amigos. ¿Me enseñarás lo que estás pintando ahora?


—Estoy terminando unos paneles para el decorado de la obra de teatro que estamos preparando para la fiesta de Navidad —explicó Pau y lo condujo a un cuarto en el que Pedro nunca había entrado; estaba casi vacío y el suelo se encontraba cubierto con grandes plásticos, manchados de pintura. Un gran chorro de luz indirecta entraba por los ventanales desnudos de cortinas o visillos, y un caballete de madera se alzaba junto a una vieja mesa llena de tubos de pintura, pinceles y tarros de cristal.


—Así que este es tu estudio —dijo Pedro mirando a su alrededor con interés.


—Sí, reconozco que soy una privilegiada por tener un lugar como este para pintar. La luz es magnífica.


Pedro se acercó a uno de los grandes paneles que en ese momento estaba apoyado contra el caballete. Representaba un bosque y daba la sensación de que, de un momento a otro, una bandada de pájaros cantarines surgiría del lienzo y saldría volando en todas las direcciones.


—¡Eres una artista estupenda! —exclamó Pedro con admiración.


Paula se sintió halagada y dijo con fingida modestia.


—No es más que un sencillo decorado para una pequeña obra de aficionados.


El hombre permaneció al lado del panel mirándolo fascinado.


—¿Me enseñarás alguno de tus cuadros? —rogó una vez más.


Pau lo miró divertida, mientras movía la cabeza de lado a lado.


—Ahora entiendo por qué te va tan bien en los negocios, Pedro, eres como un bulldog que no suelta la presa que tiene entre los dientes. Cuando a ti se te mete algo en la cabeza, no paras hasta que lo consigues.


—Qué bien me conoces ya, Paula. Anda, enséñame uno... —La miró suplicante y, por un momento, a Pau le recordó la mirada esperanzada de Milo en cuanto se acercaba al lugar donde guardaba la correa y no pudo resistirse, así que se encogió de hombros y suspiró resignada.


—Está bien... me imagino que has utilizado esa mirada a menudo a lo largo de tu vida— A Pau no se le escapó la sonrisa ufana que se dibujó en los firmes labios masculinos y tuvo que contenerse para no sonreír ella también.


Se dirigió a una de las paredes donde estaban apoyados numerosos lienzos dados la vuelta. Rebuscó entre ellos y, finalmente, sacó uno de tamaño medio y lo colocó cerca de la ventana, de forma que la luz incidiera de lleno sobre él.


Pedro se acercó y lo examinó con detenimiento. No sabía qué era lo que había esperado pero el cuadro lo sorprendió y, al mismo tiempo, pensó que era muy «Paula Chaves». Se trataba de un paisaje a medio camino entre lo abstracto y lo concreto; la joven había captado un instante fugaz y luminoso a base de brochazos vibrantes, llenos de vitalidad como ella misma y Alfonso, que no era ningún ignorante en el tema de la pintura, se sintió extrañamente conmovido.


Pau lo observaba con atención, tratando de captar lo que pasaba por su mente y se sintió muy satisfecha por su reacción. El hombre levantó un instante la vista del cuadro y, mirándola a los ojos, declaró:
—Es muy bueno.


Paula le devolvió la mirada, complacida, sintiendo un agradable calorcillo extendiéndose por su cuerpo.


—Gracias.


—Diego tiene razón. Deberías exponer.


—Sí. Quizá algún día lo haré —comentó la chica con vaguedad.


Pedro clavó sus ojos en ella sin decir nada y Pau se revolvió algo incómoda bajo el peso de esas severas pupilas que parecían percibirlo todo.


—Será mejor que vayas a ducharte —Paula trató de cambiar de tema de forma poco sutil.


Debía ser que ya empezaba a acostumbrarse porque, esta vez, a Pedro no le molestó darse cuenta de que la joven estaba deseando deshacerse de él.


—Muy bien, Paula, pero piénsalo, a veces no nos queda más remedio que enfrentarnos con nuestros temores.


Sin más, recogió su chaqueta, sus zapatos y sus calcetines y, descalzo, se dirigió hacia la puerta. Antes de salir, se volvió de nuevo y, cogiendo entre las suyas una de las manos femeninas, se la llevó con delicadeza a los labios y la besó en la palma.


—Gracias, Puala.


Cuando se marchó, Pau permaneció de pie al lado de la puerta, sintiéndose un poco aturdida. Era la primera vez que le enseñaba uno de sus cuadros a alguien que no fuera Diego; ni siquiera Fiona, su mejor amiga, los había visto jamás. No entendía por qué había elegido a su estirado vecino para concederle el honor, pero le había sorprendido la mirada deslumbrada que captó en sus ojos mientras examinaba su pintura. Se alegraba de no haberse equivocado la primera vez que lo vio; ahora estaba segura de que, bajo ese exterior frío y distante, se escondía un hombre capaz de entender y emocionarse con otras cosas más allá de los negocios.





MAS QUE VECINOS: CAPITULO 14





A mediados de diciembre las temperaturas eran tan bajas que cuando Pau sacaba a pasear a Milo tenía que ponerse varias capas de ropa, además de un abrigado gorro, una bufanda de lana y gruesos guantes de esquiar.


Pedro no había vuelto a pasarse por su casa desde la noche en que la besó. Sin embargo, Pau le había visto salir un par de veces del portal, muy elegante, por lo que dedujo que había retomado su vida social. Ella tampoco podía quejarse, llevaba acudiendo a almuerzos y cenas de Navidad desde finales de noviembre y empezaba a estar saturada de tanta comida; además, estaba muy ocupada con la obra de teatro que sus alumnos iban a poner en escena antes de las vacaciones. Como era la profesora de arte, le había tocado encargarse del vestuario y los decorados, y aunque se estaba divirtiendo mucho, apenas le sobraba tiempo para nada.


Por eso se sorprendió cuando un viernes que había decidido quedarse en casa para dar los últimos toques a uno de los decorados escuchó el timbre de la puerta. Con cuidado, dejó el pincel encima de la paleta y salió a abrir, limpiándose las manos en la bata que utilizaba para pintar.


—Hola, Pedro, me alegro de volver a verte —saludó Paula sin que se le escapara el aspecto macilento de su vecino. Parecía agotado; tenía el corto cabello revuelto, sus ojos estaban irritados y muy brillantes y, a pesar de su piel bronceada, a su rostro asomaba una ligera palidez—. ¿Te encuentras bien? —preguntó, preocupada, y se hizo a un lado para dejarlo pasar.


—La verdad es que no. Disculpa que te moleste, Paula, pero venía a pedirte paracetamol o algo similar. No he encontrado nada en casa.


—¿Acabas de llegar?


—Sí, esta vez vengo de Sydney. Estoy un poco cansado —confesó, al tiempo que se pasaba una mano por la frente, en un claro gesto de agotamiento.


—No hace falta que lo jures, tienes un aspecto horrible.


—Vaya, muchas gracias —respondió él haciendo una mueca.


—Pasa y siéntate antes de que te desmayes. Si te caes, no seré capaz de levantarte del suelo.


Pedro estaba tan exhausto que obedeció sin rechistar; se derrumbó sobre uno de los confortables sillones del salón y cerró los ojos. Los abrió de nuevo al notar una mano fresca posada sobre su frente, a su lado Pau lo observaba frunciendo el ceño.


—Estás ardiendo de fiebre.


—Bueno, no será para tanto, dame una pastilla y no te molestaré más —respondió Pedro tratando de hacerse el fuerte, a pesar de que se sentía como una bayeta estrujada.


—No entiendo cómo puedes descuidarte tanto, Pedro, ¿sabes que, en cualquier momento, estas cosas pueden degenerar en una pulmonía? ¡Calla, no digas nada! —ordenó viendo que él abría la boca para contestar a su rapapolvo—. Te traeré algo.


Corrió a la cocina, calentó una taza de leche en el microondas, le añadió una cucharada de miel y de un armario sacó una caja de paracetamol. Lo puso todo en una bandeja y volvió al salón. Pedro se había aflojado la corbata y permanecía recostado en el sillón con los ojos cerrados. Cuando la oyó depositar la bandeja sobre la mesa, los volvió a abrir haciendo un esfuerzo.


—No quiero... —empezó, señalando el vaso de leche.


—¡Bébetelo o te obligaré! —Pedro percibió su mirada amenazadora y no intentó discutir.


—Está bien. Eres peor que una madrastra —gruñó sin querer admitir que, en el fondo, le agradaba que alguien se preocupase un poco por él para variar.


Se bebió la leche y se tomó un par de pastillas que Pau le colocó en la palma de la mano. Casi al instante empezó a sentirse mejor; estaba tan a gusto, que solo de pensar en ponerse en pie y volver a la soledad de su piso, le entraban escalofríos.


—Estás tiritando —afirmó ella como si leyera su mente—. No puedes pasar la noche solo en tu casa, será mejor que te quedes aquí.


—Tonterías —replicó él, a pesar de que le castañeteaban los dientes.


—Te quedarás en el sillón. —El tono de Pau no admitía discusión no admitía discusión.


Una vez más, Pedro se sintió incapaz de contradecirla.


—Te echaré una mano con la ropa —anunció Paula, resuelta.


Empezó quitándole los brillantes zapatos negros y los calcetines, luego le ayudó a desprenderse de la chaqueta y comenzó a desabotonar su camisa. Pedro intentó impedírselo sujetándole las manos débilmente, pero la joven se desasió y siguió con su tarea de una forma que a él le pareció completamente impersonal. Después le soltó el cinturón, pero cuando notó esos dedos hábiles tratando de desabrochar el botón de su pantalón, la protesta del hombre se hizo más enérgica.


—Tranquilo, tengo tres hermanos mayores. He ayudado a mi madre en innumerables ocasiones a desvestirlos cuando llegaban borrachos a casa.


Pedro observó su rostro, sereno y delicado, enmarcado por las sedosas ondas castañas.


—Yo me los quitaré. No soy un inválido.


—Como quieras —Paula se alejó con discreción, mientras él terminaba de desabrochárselos y se los quitaba con cierta dificultad.


Pedro tomó una suave manta escocesa que descansaba sobre uno de los brazos del sillón y se la echó por encima cubriendo su semidesnudez. Pau trajo una almohada, la acomodó bajo su cabeza y lo tapó un poco más con la manta.


—Será mejor que descanses, creo que es lo que más falta te hace en este momento —comentó arrodillada al lado del sillón, mientras le apartaba con suavidad el pelo de la frente.


La delicada caricia le hizo sumergirse en un agradable bienestar, así que cerró los ojos y, al poco tiempo, dormía como un recién nacido.


MAS QUE VECINOS: CAPITULO 13





Las semanas siguientes transcurrieron en una agradable rutina: Pau hacía su vida normal, pero su camino se cruzaba a menudo con el de su vecino. De vez en cuando, Pedro aparecía sin avisar con unos bombones o una botella de champán y la retaba a una partida y, si la joven estaba dispuesta, jugaban al ajedrez durante horas, hasta que uno de ellos perdía. Para sorpresa de Alfonso, Paula había resultado ser una experimentada jugadora y se veía obligado a utilizar toda su habilidad para ganarla, aunque la mitad de las veces no lo conseguía. En una de esas ocasiones en las que ella se había alzado con el triunfo, Pau vio la expresión desolada con la que Pedro contemplaba el tablero y no pudo evitar lanzar una carcajada.


—No es muy elegante celebrar una victoria riéndose del vencido —manifestó, severo, mientras mantenía la espalda tiesa como un palo.


—Deberías verte la cara. Entonces entenderías de qué me río —Los ojos castaños de la joven chispeaban, maliciosos.
Pedro la miró con rencor, pero prefirió cambiar de tema.


—El miércoles pasado llamé al timbre para echar una partida. No estabas.


—Ah, ¿no? —respondió Pau sin inmutarse.


—Serían las ocho...


La joven se limitó a mirarlo risueña.


—Luego volví a pasarme a las nueve. Tampoco estabas.


—¡Cielos!


Pedro no soportaba la forma en que Paula se burlaba de él pero, muy a su pesar, fue incapaz de dejar la conversación en ese punto.


—También me pasé a las diez...


—¡A ver si lo adivino! —le interrumpió Paula con descaro, sujetándose el puente de la nariz entre el índice y el pulgar—. ¡No estaba!


—Ni a las once.


—Vamos, Pedro, déjalo. No voy a permitir que te comportes como un solterón frustrado porque tu rival al ajedrez no se encuentra en casa cuando se te antoja jugar una partida.


¡Solterón frustrado, esa maldita bruja sabía tocarle la fibra sensible!


—No soy ningún solterón y menos frustrado —respondió de forma patética.


—Claro que no, Pedro. No quería ofenderte, solo era un comentario inocente —confirmó ella como si estuviera hablando con un retrasado mental.


Enfadado, Pedro echó la silla para atrás y se puso en pie.


—Me estás sacando de mis casillas —avisó muy serio.


—¡Uhh, qué miedo! —Paula empezó a recoger el ajedrez.


—Deberías tenerlo —contestó él y con un rápido movimiento la agarró de uno de sus brazos y la giró hacia él.


—Está bien. Estoy aterrorizada. —Pau lo miró con fingido pavor.


—No sabes cuándo callarte, ¿no es cierto, Paula?


—En realidad... —empezó la joven, pero Pedro no la dejó acabar.


Con los ojos despidiendo chispas de plata, rodeó su cintura con un brazo, le alzó la barbilla con dedos imperiosos y comenzó a besarla con pasión. Al principio, la tomó tan de sorpresa que Paula no se resistió y permitió el contacto de su boca sin protestar, hasta que, de pronto, empezó a sentirse como si le hubieran transfundido lava ardiente en las venas. Incapaz de rebelarse, Pau se rindió sin ni siquiera luchar; sus labios se entreabrieron y el beso se hizo más íntimo. Después de un buen rato, Pedro, tras una intensa lucha consigo mismo, se detuvo y, jadeante, dio un paso atrás. Paula agradeció que siguiera sujetándola pues, si no lo hubiera hecho, estaba segura que sus piernas hubieran cedido y habría caído al suelo como una damisela victoriana víctima de un vahído.


—Perdóname, Paula, sé que es de muy mala educación perder los estribos. —Pedro hacía lo posible por tratar de controlar su respiración.


Pau escuchó esas palabras bastante atontada todavía.


—Desde luego, no denota muy buenos modales —contestó muy seria, intentando a su vez que su corazón rebajara la intensidad de sus latidos.


—Lo siento. No volverá a repetirse —se disculpó de nuevo Pedro, apretando los labios.


—Me alegra oírlo —respondió Paula, a pesar de no saber muy bien si lo decía en serio o no.


¡Dios, hacía mucho tiempo que un beso no la afectaba tanto!


—Me iré ahora mismo.


—Bien.


Cuando Pedro estaba junto a la puerta, Pau dijo:
Pedro Alfonso, has osado desafiar al destino por segunda vez. —El hombre la miró confuso y ella prosiguió en un tono cavernoso, como si fuera la mismísima Madame Cassandra y se dedicara a adivinar del porvenir—: Ya te dije que todo aquel que me besa se enamora de mí.


—Bueno, la otra vez no pasó nada... —Pedro hizo un gesto evasivo con la mano.


—Luego no quiero que digas que no te avisé —advirtió la joven, mirándolo con solemnidad.


—Está bien, no lo diré. Buenas noches, Paula, espero que esto no signifique que no volverás a jugar conmigo al ajedrez...


—No lo sé, Pedro, quizá sería mejor que dejemos pasar un poco de tiempo antes de la siguiente partida. Ahora tenemos una especie de amistad y no me gustaría echarla a perder.


—Entiendo. —Pedro trató de disimular su desilusión—. Buenas noches, Paula.


—Buenas noches, Pedro.


Al llegar a su casa, Pedro decidió darse una ducha, aún sentía la excitación que le había provocado besar a su vecina. No entendía qué demonios le había pasado, lo había estropeado todo. Estaba convencido que Paula tan solo era una amiga, le gustaba saber que cuando regresaba a casa podía pasarse por la suya a echar una partida de ajedrez. A veces, durante sus viajes de negocios, se encontraba deseando llegar y poder charlar un rato con ella. 


Nunca había mantenido una relación similar con ninguna mujer; era un poco como hablar con Harry, aunque reconocía que no sentía el mismo placer al mirar la cara de su amigo que cuando miraba los delicados rasgos de Paula.


Recordó, sorprendido, el trabajo que le había costado separarse de ella. Durante unos minutos muy, muy largos, solo había sido capaz de pensar en lo mucho que le gustaría cogerla entre sus brazos y llevarla a la cama más cercana; acariciar sus largas piernas, la piel sedosa de su cuello, enredar sus dedos entre sus brillantes cabellos... sacudió la cabeza intentando alejar esos pensamientos, al tiempo que bajaba un poco más la temperatura del agua. No es que le atrajera su vecina. ¡Por Dios, qué absurdo! Reconocía que era una chica agradable y amena con la que se podía charlar, pero nada más. Lo único que ocurría es que llevaba bastante tiempo sin acostarse con una mujer; desde que lo dejó con Alicia no había vuelto a salir con ninguna y, claro, la naturaleza humana era la naturaleza humana.


Contento con esa explicación, Pedro cerró el grifo y empezó a secarse con una toalla. Haría lo que Paula había dicho: espaciaría sus visitas. Sería una lástima, pero era mejor renunciar al ajedrez por un tiempo que liarse con una persona que le sacaba de sus casillas tan a menudo.


Algo más tranquilo con la determinación que acababa de tomar, se tumbó en la cama y trató de dormir, pero aún le parecía sentir el roce de los suaves labios femeninos, apretados contra los suyos, respondiendo a sus caricias apasionadamente. Pedro lanzó un gemido de frustración, se abrazó a la almohada y hundió su rostro en ella; en cuanto pudiera, le diría a Harry que le presentara a esa chica de la que le había hablado.



viernes, 23 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 12




Cuando entró en la cocina, apenas podía dar crédito a sus ojos y, por un instante, pensó que se había equivocado de casa. Todo estaba recogido, el suelo relucía recién fregado y de un par de cacerolas, que borboteaban con alegría encima del fuego, salía un olor delicioso. Pedro se había remangado la camisa, se había puesto alrededor de la cintura un delantal limpio que había encontrado en un cajón y con una cuchara de madera removía a la comida. A Paula le pareció uno de los hombres más atractivos que había visto en su vida.


—¡Es un milagro! —exclamó, maravillada.


Pedro se la quedó mirando sin decir nada. A pesar de lo cansado que se sentía unas horas antes, pensó que haber ido a casa de su vecina había resultado un acierto. 


Resultaba casi increíble, pero limpiar el desastre que había organizado Paula y hacer la cena le había relajado; le encantaba cocinar y resultaba mucho más agradable hacerlo para alguien más que él mismo. Como de costumbre, su vecina se había puesto un vestido de ese estilo algo hippie que tanto le favorecía, su pelo brillaba como la miel al sol y la alegría asomaba de nuevo en su cara. Pedro se sintió extrañamente reconfortado con solo mirarla.


—Huele fantástico. ¿Qué has preparado? —preguntó acercándose tanto a los fogones, que a su vecino también le llegó el delicioso aroma que la envolvía a ella.


El hombre se aferró más fuerte a la cuchara y contestó, procurando mantener su tono habitual:
—He seguido la receta del libro de manera aproximada para aprovechar las verduras que habías cortado. A este plato lo he rebautizado: «Pasta especial después del tsunami», ¿qué opinas?


Paula empezó a reír de forma contagiosa y Pedro se vio obligado a esbozar una sonrisa.


—Eres una joya Pedro. Alicia va a tener suerte al fin y al cabo.


—No empecemos... —advirtió con severidad.


—Por supuesto que no, querido vecino, ¿crees que después de todo lo que has trabajado me voy a permitir el lujo de meterme contigo? Te estaré eternamente agradecida por lo de hoy, Pedro, y ya sabes, si algún día necesitas mi ayuda, cuenta con ella— Pau se alzó de puntillas, depositó un suave beso en su mejilla y se apartó enseguida. Luego abrió la nevera y sacó la botella que había llevado Pedro, la descorchó, sirvió dos copas, y le entregó una a él.


—A la salud de este magnífico cocinero —brindó con una afectuosa sonrisa en los labios.


—A la salud de esta atolondrada vecina —respondió él chocando su copa con la de la chica, mientras percibía aún un ligero hormigueo en su mejilla.


—Voy a poner la mesa. Al menos eso se me da bien —afirmó Paula y salió de la cocina a toda prisa.


Cuando llevó la fuente de pasta al salón, Pedro entendió lo que Pau había querido decir. La habitación estaba en penumbra, el dorado resplandor de las llamas y unas cuantas velas colocadas estratégicamente eran la única iluminación de la estancia. En vez de disponerlo todo en la enorme mesa del comedor, Pau había colocado una más pequeña cerca del fuego, pero no tanto como para que el calor resultara molesto. Uno de los mejores manteles de Alberto Winston cubría la mesa y había utilizado su vajilla y su cristalería más lujosas; los cubiertos de plata relucían y un par de diminutos jarrones de cristal, con una flor solitaria cada uno, decoraban la mesa. De repente, parecía como si fueran a cenar en un lugar encantado.


—Una puesta en escena preciosa —afirmó con su voz grave.


—¿Verdad que sí? —asintió la joven, complacida, examinando su obra con satisfacción.


—De las más bonitas que he visto jamás, podrías dedicarte a ello profesionalmente.


—Al principio pensé que quizá estaba rizando un poco el rizo. No quería que creyeras que planeaba una velada romántica con ánimo de seducirte a los postres —comentó guiñándole un ojo con expresión traviesa—, pero luego he decidido que, después de lo que has trabajado esta noche, te mereces lo mejor de lo mejor.


—Muchas gracias, mademoiselle —contestó Pedro haciendo una elegante reverencia, a pesar de que todavía sujetaba la fuente de pasta entre sus manos.


—Traeré el agua y el pan —dijo Pau y al volver aprovechó para rellenar la copa de vino de su vecino—. Siéntate. A partir de ahora yo me encargo de todo —La joven se sentó frente a él, se sirvió una buena ración de pasta y, expectante, se llevó un tenedor a la boca.


—Hmm. Delicioso —declaró Paula paladeando la mezcla de sabores con los ojos cerrados, lo que provocó que Pedro se sintiera absurdamente orgulloso por su comentario.


A pesar de los temores de Pedro, la cena resultó un éxito; charlaron de diversos temas y, aunque en muchos de ellos sus opiniones no coincidían en absoluto, la conversación resultó muy animada. Alfonso disfrutó de la experiencia de hablar con una mujer sin preocuparse por tener que deslumbrarla y pensó que Paula, cuando no pretendía resultar irritante, era una persona divertida y encantadora. De pronto, la idea de ser amigo suyo lo atraía; nunca había tenido una amiga del sexo femenino.


—Tengo una gran noticia... —anunció Pau de repente.


—Cuenta —Pedro se vio obligado a parpadear para resistir el fulgor dorado de sus ojos.


—Una persona anónima ha comprado el cuadro de Peter. ¿Sabes cuánto ha pagado por él? —preguntó con la boca llena, al tiempo que gesticulaba con los cubiertos.


—Ni idea —contestó Pedro, pensando en el lienzo que colgaba ahora de una de las paredes de su dormitorio.


—Lo suficiente para que podamos reformar el edificio y todavía nos sobre un poco para nuevos proyectos. —El hombre casi podía palpar el entusiasmo de su vecina.


—Vaya, me alegro.


—Es increíble. Da la sensación de que vivimos en un mundo espantoso y egoísta en el que todos estamos tan ocupados que no tenemos tiempo para a pensar en nadie más que en nosotros mismos, pero cuando las cosas se ponen realmente mal, siempre surge un alma generosa para echar un cable.


—Eres una romántica —afirmó Pedro revolviéndose incómodo en su silla.


—Y tú un cínico —replicó Pau con indignación.


—Llevo mucho tiempo viviendo en el mundo real y sé que las cosas no son tan bonitas como tú las pintas —respondió, flemático, llevándose la copa a los labios.


—Pues estás equivocado y ahí tienes la prueba. —Paula lo miró, triunfante.


Cuando terminaron de cenar, Pau no le dejó recoger ni un tenedor; lo llevó todo a la cocina y le dijo que ya lo lavaría más tarde. Enseguida quitó el mantel y sacó un tablero de ajedrez en el que colocó las antiguas piezas de marfil de su tío Alberto.


—No sé si mi cabeza está muy despejada después de la comilona y la copa de vino.


—Excusas —respondió él—. Yo acabo de llegar de Nueva York y he comido y bebido más que tú.


«Aunque no mucho más», pensó para sí, pues su vecina había repetido dos veces.


La verdad era que cocinar para una mujer como ella, que disfrutaba con la comida —no como Alicia que se limitaba a hacer montoncitos con el tenedor—, era un auténtico placer.


—¿Blancas o negras? —preguntó Pau.


—Elige tú.


Paula eligió las blancas y empezó la partida. A la joven le divirtió la expresión reconcentrada que lucía Pedro en su rostro, de pronto, le dieron ganas de extender la mano y alisar con los dedos su ceño fruncido. Le parecía estar viendo la cara de su tío Alberto cuando la enseñó a jugar; estaba claro que ambos se tomaban el ajedrez muy en serio.


Suspiró. A ella le hubiera gustado dedicarse a otro tipo de juegos con su atractivo vecino, pero no le gustaba interponerse entre las parejas. Además, había decidido hacer con Pedro un trabajo altruista y si se liaba con él, su desinteresada misión perdería el sentido. Suspiró de nuevo y trató de concentrarse en la partida.


Pedro la escuchó suspirar y pensó que la tenía contra las cuerdas. La joven permanecía estudiando el tablero con los codos hincados en la mesa y las palmas de las manos sujetando su afilada barbilla. Una vez más, pensó que era muy hermosa; quizá debería portarse como un caballero y dejarla ganar sin que se notara mucho. En ese instante, Paula extendió una mano de largos y esbeltos dedos en los que no brillaba ningún anillo, cogió una de las piezas como con desgana y la movió unas casillas más allá, al tiempo que decía:
—Jaque.


Sin poder creer lo que oía, Pedro miró el tablero y vio que, en efecto, estaba a punto de perder la partida. De repente, olvidó sus caballerosos propósitos y se puso a jugar como si en ello le fuera la vida; tuvo que echar mano de toda su habilidad para conseguir ganar. Casi había pasado una hora cuando se escuchó a sí mismo decir en voz alta, a punto de estallar de emoción:
—¡Jaque mate!


—Bien hecho, Pedro.


El hombre la miró desconfiado y, de súbito, vino a su mente un pensamiento terrible.


—No te habrás dejado ganar ¿verdad?


Paula abrió mucho los ojos con una mirada tan inocente que a Pedro le hizo desconfiar aún más.


—¡Pedro Alfonso, no digas tonterías!


Pedro trató de recordar las últimas jugadas, pero Pau aprovechó para recoger con rapidez el tablero y las piezas.


—Querido Pedro, debes estar cansado después de tu viaje. Será mejor que te vayas a dormir.


Pedro no podía creerlo, por segunda vez desde que la conocía, su vecina trababa de librarse de él; si eso seguía así, su autoestima iba a caer en picado y más ahora que estaba convencido de que la muy bruja se había dejado ganar para acabar de una vez.


—Está bien, me iré. Pero que conste que esto no va a quedar así. Tendremos que jugar otra vez.


—Cuando quieras —contestó Pau casi arrastrándolo hasta la puerta.


—¿Por qué tienes tanta prisa por librarte de mí? —preguntó el hombre, desconcertado.


—Es que, de repente, me han asaltado malos pensamientos. —Paula esbozó una sonrisa burlona y, sin darle tiempo para preguntar qué quería decir, le cerró la puerta en las narices.


Pedro se quedó quieto, mirando la puerta de madera con fijeza, mientras trataba de descifrar sus crípticas palabras. 


Su respiración se aceleró al entenderlas al fin, pero él lo achacó a la exasperación y se prometió que su perversa vecina se las pagaría: no solo volvería a ganarla al ajedrez de forma que no quedara ninguna duda acerca de su superioridad, sino que haría que se arrastrara ante él, suplicando su perdón por haber osado echar dos veces de su casa nada menos que a Pedro John Saint Clair Alfonso de Hallcourt Abbey. Con esos buenos propósitos en mente regresó a su casa, se puso los pantalones del pijama, se lavó los dientes y se metió en la cama, quedándose dormido en el acto


Al otro lado del tabique, su vecina recogía los restos de la cena. Mientras metía los platos sucios en el lavaplatos, Pau se preguntó qué mosca le había picado. Entendía la confusión de Pedro; ella misma estaba sorprendida de su comportamiento.


En un momento dado, había alzado la mirada del tablero y lo había visto ahí sentado, muy serio, pasándose las manos una y otra vez por su cabello gris, hasta que cada uno de sus cortos mechones apuntó en una dirección diferente. Los ojos plateados brillaban de excitación al pensar en la jugada que estaba a punto de realizar y lo encontró tan atractivo, que tuvo que sujetarse a los brazos de la silla para no alzarse por encima de la mesa y depositar un beso sobre esos labios firmes, ni muy gruesos ni muy delgados, que parecían llamarla.


Igual debería dejar de ver a su estirado vecino que, cuando perdía algo de su estiramiento, se convertía en un tipo adorable, se dijo. Ahora mismo no estaba preparada para tener un lío con ningún hombre, adorable o no, así que tal vez sería mejor no jugar con fuego. Tampoco era que le disgustase jugar con lo que fuera; le habría encantado coquetear un poco con él, intercambiar algún beso por aquí, un abrazo por allá... pero tenía claro que Pedro no era el tipo de hombre que se dejaba manejar y sabía que luego vendrían los problemas. Además, por lo poco que le había contado, estaba a punto de casarse con la bella Alicia. 


Paula cerró la puerta del lavavajillas con decisión y se prometió a sí misma que, entre Paula Chaves y el severo señor Alfonso, no ocurriría nada que no fuera completamente inocente. Orgullosa de su resolución, puso en marcha el electrodoméstico y se fue a acostar.