sábado, 24 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 15




Más o menos al amanecer, Pedro oyó una suave voz en su oído y unos brazos lo ayudaron a incorporarse un poco, mientras su cabeza descansaba sobre un pecho femenino.


—Abre la boca.


Pedro obedeció en el acto y alguien colocó una pastilla en su lengua y le acercó un vaso de agua del que el hombre bebió con avidez. Después lo ayudó a recostarse de nuevo sobre la almohada, lo tapó bien con la manta y se alejó. Pedro volvió a dormirse en el acto y cuando despertó, bastante más tarde a juzgar por la luz que entraba por el ventanal, se encontraba muchísimo mejor.


—Parece que ya no tienes fiebre.


Pau estaba arrodillada a su lado con la mano sobre su frente. 


Pedro se incorporó y la examinó con atención. La joven llevaba el pelo recogido en una coleta, lucía una mancha de pintura en el rostro y unos viejos vaqueros asomaban bajo una bata que alguna vez fue blanca. A pesar de todo, pensó que era una de las visiones más agradables que había tenido en su vida al despertar. El hombre se pasó una mano por la barbilla, notando, incómodo, la aspereza de su barba matutina y se dijo que debía tener un aspecto lamentable.


—Tengo que ir a casa a ducharme.


—No tan deprisa. Primero tienes que desayunar.


—¡Como te gusta dar órdenes! —protestó Pedro.


—Se nota que vuelves a ser tú mismo —comentó Paula mirándolo, divertida—. Anoche me obedecías como un tierno corderito.


Pedro la comparación le pareció un poco humillante, pero lo dejó pasar.


—Voy a prepararte un buen desayuno —anunció la joven sin prestarle más atención.


Mientras ella trajinaba en la cocina, Pedro aprovechó para ponerse de nuevo los pantalones y la camisa, aunque solo se ató unos pocos botones. Cuando Pau regresó con la inmensa bandeja que le había preparado, pensó que su vecino resultaba muy seductor recién levantado. Con su pelo revuelto, el amplio pecho apenas tapado por la camisa y la barba un poco crecida, parecía recién salido de las páginas de un ejemplar del Tatler más sexy de lo habitual; en definitiva, Pedro Alfonso era uno de los tipos más seductores que había visto jamás.


«Lástima que ya tenga dueña», se dijo con un encogimiento de hombros.


—Muchas gracias, Paula, reconozco que tengo tanta hambre que me comería un buey y no dejaría ni las pezuñas.


En la bandeja había huevos revueltos, salchichas, tostadas, mermelada y mantequilla y un café bastante cargado que a Pedro le pareció delicioso.


—¿Tú no tomas nada? —preguntó algo avergonzado, viendo que Pau se limitaba a contemplarlo, complacida, mientras él lo devoraba todo con ansia.


—Yo hace varias horas que desayuné. Luego salí a pasear a Milo y aproveché para comprar unas cuantas cosas —contestó la joven.


Cuando en la bandeja ya no quedaban más que unas cuantas migas, Pedro la miró satisfecho y le dio las gracias.


—De nada, Pedro —respondió Paula sonriéndole con dulzura—. Para eso están los amigos.


Sus palabras le molestaron sin saber por qué, pero lo disimuló.


—Me alegro de que seamos amigos. ¿Me enseñarás lo que estás pintando ahora?


—Estoy terminando unos paneles para el decorado de la obra de teatro que estamos preparando para la fiesta de Navidad —explicó Pau y lo condujo a un cuarto en el que Pedro nunca había entrado; estaba casi vacío y el suelo se encontraba cubierto con grandes plásticos, manchados de pintura. Un gran chorro de luz indirecta entraba por los ventanales desnudos de cortinas o visillos, y un caballete de madera se alzaba junto a una vieja mesa llena de tubos de pintura, pinceles y tarros de cristal.


—Así que este es tu estudio —dijo Pedro mirando a su alrededor con interés.


—Sí, reconozco que soy una privilegiada por tener un lugar como este para pintar. La luz es magnífica.


Pedro se acercó a uno de los grandes paneles que en ese momento estaba apoyado contra el caballete. Representaba un bosque y daba la sensación de que, de un momento a otro, una bandada de pájaros cantarines surgiría del lienzo y saldría volando en todas las direcciones.


—¡Eres una artista estupenda! —exclamó Pedro con admiración.


Paula se sintió halagada y dijo con fingida modestia.


—No es más que un sencillo decorado para una pequeña obra de aficionados.


El hombre permaneció al lado del panel mirándolo fascinado.


—¿Me enseñarás alguno de tus cuadros? —rogó una vez más.


Pau lo miró divertida, mientras movía la cabeza de lado a lado.


—Ahora entiendo por qué te va tan bien en los negocios, Pedro, eres como un bulldog que no suelta la presa que tiene entre los dientes. Cuando a ti se te mete algo en la cabeza, no paras hasta que lo consigues.


—Qué bien me conoces ya, Paula. Anda, enséñame uno... —La miró suplicante y, por un momento, a Pau le recordó la mirada esperanzada de Milo en cuanto se acercaba al lugar donde guardaba la correa y no pudo resistirse, así que se encogió de hombros y suspiró resignada.


—Está bien... me imagino que has utilizado esa mirada a menudo a lo largo de tu vida— A Pau no se le escapó la sonrisa ufana que se dibujó en los firmes labios masculinos y tuvo que contenerse para no sonreír ella también.


Se dirigió a una de las paredes donde estaban apoyados numerosos lienzos dados la vuelta. Rebuscó entre ellos y, finalmente, sacó uno de tamaño medio y lo colocó cerca de la ventana, de forma que la luz incidiera de lleno sobre él.


Pedro se acercó y lo examinó con detenimiento. No sabía qué era lo que había esperado pero el cuadro lo sorprendió y, al mismo tiempo, pensó que era muy «Paula Chaves». Se trataba de un paisaje a medio camino entre lo abstracto y lo concreto; la joven había captado un instante fugaz y luminoso a base de brochazos vibrantes, llenos de vitalidad como ella misma y Alfonso, que no era ningún ignorante en el tema de la pintura, se sintió extrañamente conmovido.


Pau lo observaba con atención, tratando de captar lo que pasaba por su mente y se sintió muy satisfecha por su reacción. El hombre levantó un instante la vista del cuadro y, mirándola a los ojos, declaró:
—Es muy bueno.


Paula le devolvió la mirada, complacida, sintiendo un agradable calorcillo extendiéndose por su cuerpo.


—Gracias.


—Diego tiene razón. Deberías exponer.


—Sí. Quizá algún día lo haré —comentó la chica con vaguedad.


Pedro clavó sus ojos en ella sin decir nada y Pau se revolvió algo incómoda bajo el peso de esas severas pupilas que parecían percibirlo todo.


—Será mejor que vayas a ducharte —Paula trató de cambiar de tema de forma poco sutil.


Debía ser que ya empezaba a acostumbrarse porque, esta vez, a Pedro no le molestó darse cuenta de que la joven estaba deseando deshacerse de él.


—Muy bien, Paula, pero piénsalo, a veces no nos queda más remedio que enfrentarnos con nuestros temores.


Sin más, recogió su chaqueta, sus zapatos y sus calcetines y, descalzo, se dirigió hacia la puerta. Antes de salir, se volvió de nuevo y, cogiendo entre las suyas una de las manos femeninas, se la llevó con delicadeza a los labios y la besó en la palma.


—Gracias, Puala.


Cuando se marchó, Pau permaneció de pie al lado de la puerta, sintiéndose un poco aturdida. Era la primera vez que le enseñaba uno de sus cuadros a alguien que no fuera Diego; ni siquiera Fiona, su mejor amiga, los había visto jamás. No entendía por qué había elegido a su estirado vecino para concederle el honor, pero le había sorprendido la mirada deslumbrada que captó en sus ojos mientras examinaba su pintura. Se alegraba de no haberse equivocado la primera vez que lo vio; ahora estaba segura de que, bajo ese exterior frío y distante, se escondía un hombre capaz de entender y emocionarse con otras cosas más allá de los negocios.





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