viernes, 23 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 12




Cuando entró en la cocina, apenas podía dar crédito a sus ojos y, por un instante, pensó que se había equivocado de casa. Todo estaba recogido, el suelo relucía recién fregado y de un par de cacerolas, que borboteaban con alegría encima del fuego, salía un olor delicioso. Pedro se había remangado la camisa, se había puesto alrededor de la cintura un delantal limpio que había encontrado en un cajón y con una cuchara de madera removía a la comida. A Paula le pareció uno de los hombres más atractivos que había visto en su vida.


—¡Es un milagro! —exclamó, maravillada.


Pedro se la quedó mirando sin decir nada. A pesar de lo cansado que se sentía unas horas antes, pensó que haber ido a casa de su vecina había resultado un acierto. 


Resultaba casi increíble, pero limpiar el desastre que había organizado Paula y hacer la cena le había relajado; le encantaba cocinar y resultaba mucho más agradable hacerlo para alguien más que él mismo. Como de costumbre, su vecina se había puesto un vestido de ese estilo algo hippie que tanto le favorecía, su pelo brillaba como la miel al sol y la alegría asomaba de nuevo en su cara. Pedro se sintió extrañamente reconfortado con solo mirarla.


—Huele fantástico. ¿Qué has preparado? —preguntó acercándose tanto a los fogones, que a su vecino también le llegó el delicioso aroma que la envolvía a ella.


El hombre se aferró más fuerte a la cuchara y contestó, procurando mantener su tono habitual:
—He seguido la receta del libro de manera aproximada para aprovechar las verduras que habías cortado. A este plato lo he rebautizado: «Pasta especial después del tsunami», ¿qué opinas?


Paula empezó a reír de forma contagiosa y Pedro se vio obligado a esbozar una sonrisa.


—Eres una joya Pedro. Alicia va a tener suerte al fin y al cabo.


—No empecemos... —advirtió con severidad.


—Por supuesto que no, querido vecino, ¿crees que después de todo lo que has trabajado me voy a permitir el lujo de meterme contigo? Te estaré eternamente agradecida por lo de hoy, Pedro, y ya sabes, si algún día necesitas mi ayuda, cuenta con ella— Pau se alzó de puntillas, depositó un suave beso en su mejilla y se apartó enseguida. Luego abrió la nevera y sacó la botella que había llevado Pedro, la descorchó, sirvió dos copas, y le entregó una a él.


—A la salud de este magnífico cocinero —brindó con una afectuosa sonrisa en los labios.


—A la salud de esta atolondrada vecina —respondió él chocando su copa con la de la chica, mientras percibía aún un ligero hormigueo en su mejilla.


—Voy a poner la mesa. Al menos eso se me da bien —afirmó Paula y salió de la cocina a toda prisa.


Cuando llevó la fuente de pasta al salón, Pedro entendió lo que Pau había querido decir. La habitación estaba en penumbra, el dorado resplandor de las llamas y unas cuantas velas colocadas estratégicamente eran la única iluminación de la estancia. En vez de disponerlo todo en la enorme mesa del comedor, Pau había colocado una más pequeña cerca del fuego, pero no tanto como para que el calor resultara molesto. Uno de los mejores manteles de Alberto Winston cubría la mesa y había utilizado su vajilla y su cristalería más lujosas; los cubiertos de plata relucían y un par de diminutos jarrones de cristal, con una flor solitaria cada uno, decoraban la mesa. De repente, parecía como si fueran a cenar en un lugar encantado.


—Una puesta en escena preciosa —afirmó con su voz grave.


—¿Verdad que sí? —asintió la joven, complacida, examinando su obra con satisfacción.


—De las más bonitas que he visto jamás, podrías dedicarte a ello profesionalmente.


—Al principio pensé que quizá estaba rizando un poco el rizo. No quería que creyeras que planeaba una velada romántica con ánimo de seducirte a los postres —comentó guiñándole un ojo con expresión traviesa—, pero luego he decidido que, después de lo que has trabajado esta noche, te mereces lo mejor de lo mejor.


—Muchas gracias, mademoiselle —contestó Pedro haciendo una elegante reverencia, a pesar de que todavía sujetaba la fuente de pasta entre sus manos.


—Traeré el agua y el pan —dijo Pau y al volver aprovechó para rellenar la copa de vino de su vecino—. Siéntate. A partir de ahora yo me encargo de todo —La joven se sentó frente a él, se sirvió una buena ración de pasta y, expectante, se llevó un tenedor a la boca.


—Hmm. Delicioso —declaró Paula paladeando la mezcla de sabores con los ojos cerrados, lo que provocó que Pedro se sintiera absurdamente orgulloso por su comentario.


A pesar de los temores de Pedro, la cena resultó un éxito; charlaron de diversos temas y, aunque en muchos de ellos sus opiniones no coincidían en absoluto, la conversación resultó muy animada. Alfonso disfrutó de la experiencia de hablar con una mujer sin preocuparse por tener que deslumbrarla y pensó que Paula, cuando no pretendía resultar irritante, era una persona divertida y encantadora. De pronto, la idea de ser amigo suyo lo atraía; nunca había tenido una amiga del sexo femenino.


—Tengo una gran noticia... —anunció Pau de repente.


—Cuenta —Pedro se vio obligado a parpadear para resistir el fulgor dorado de sus ojos.


—Una persona anónima ha comprado el cuadro de Peter. ¿Sabes cuánto ha pagado por él? —preguntó con la boca llena, al tiempo que gesticulaba con los cubiertos.


—Ni idea —contestó Pedro, pensando en el lienzo que colgaba ahora de una de las paredes de su dormitorio.


—Lo suficiente para que podamos reformar el edificio y todavía nos sobre un poco para nuevos proyectos. —El hombre casi podía palpar el entusiasmo de su vecina.


—Vaya, me alegro.


—Es increíble. Da la sensación de que vivimos en un mundo espantoso y egoísta en el que todos estamos tan ocupados que no tenemos tiempo para a pensar en nadie más que en nosotros mismos, pero cuando las cosas se ponen realmente mal, siempre surge un alma generosa para echar un cable.


—Eres una romántica —afirmó Pedro revolviéndose incómodo en su silla.


—Y tú un cínico —replicó Pau con indignación.


—Llevo mucho tiempo viviendo en el mundo real y sé que las cosas no son tan bonitas como tú las pintas —respondió, flemático, llevándose la copa a los labios.


—Pues estás equivocado y ahí tienes la prueba. —Paula lo miró, triunfante.


Cuando terminaron de cenar, Pau no le dejó recoger ni un tenedor; lo llevó todo a la cocina y le dijo que ya lo lavaría más tarde. Enseguida quitó el mantel y sacó un tablero de ajedrez en el que colocó las antiguas piezas de marfil de su tío Alberto.


—No sé si mi cabeza está muy despejada después de la comilona y la copa de vino.


—Excusas —respondió él—. Yo acabo de llegar de Nueva York y he comido y bebido más que tú.


«Aunque no mucho más», pensó para sí, pues su vecina había repetido dos veces.


La verdad era que cocinar para una mujer como ella, que disfrutaba con la comida —no como Alicia que se limitaba a hacer montoncitos con el tenedor—, era un auténtico placer.


—¿Blancas o negras? —preguntó Pau.


—Elige tú.


Paula eligió las blancas y empezó la partida. A la joven le divirtió la expresión reconcentrada que lucía Pedro en su rostro, de pronto, le dieron ganas de extender la mano y alisar con los dedos su ceño fruncido. Le parecía estar viendo la cara de su tío Alberto cuando la enseñó a jugar; estaba claro que ambos se tomaban el ajedrez muy en serio.


Suspiró. A ella le hubiera gustado dedicarse a otro tipo de juegos con su atractivo vecino, pero no le gustaba interponerse entre las parejas. Además, había decidido hacer con Pedro un trabajo altruista y si se liaba con él, su desinteresada misión perdería el sentido. Suspiró de nuevo y trató de concentrarse en la partida.


Pedro la escuchó suspirar y pensó que la tenía contra las cuerdas. La joven permanecía estudiando el tablero con los codos hincados en la mesa y las palmas de las manos sujetando su afilada barbilla. Una vez más, pensó que era muy hermosa; quizá debería portarse como un caballero y dejarla ganar sin que se notara mucho. En ese instante, Paula extendió una mano de largos y esbeltos dedos en los que no brillaba ningún anillo, cogió una de las piezas como con desgana y la movió unas casillas más allá, al tiempo que decía:
—Jaque.


Sin poder creer lo que oía, Pedro miró el tablero y vio que, en efecto, estaba a punto de perder la partida. De repente, olvidó sus caballerosos propósitos y se puso a jugar como si en ello le fuera la vida; tuvo que echar mano de toda su habilidad para conseguir ganar. Casi había pasado una hora cuando se escuchó a sí mismo decir en voz alta, a punto de estallar de emoción:
—¡Jaque mate!


—Bien hecho, Pedro.


El hombre la miró desconfiado y, de súbito, vino a su mente un pensamiento terrible.


—No te habrás dejado ganar ¿verdad?


Paula abrió mucho los ojos con una mirada tan inocente que a Pedro le hizo desconfiar aún más.


—¡Pedro Alfonso, no digas tonterías!


Pedro trató de recordar las últimas jugadas, pero Pau aprovechó para recoger con rapidez el tablero y las piezas.


—Querido Pedro, debes estar cansado después de tu viaje. Será mejor que te vayas a dormir.


Pedro no podía creerlo, por segunda vez desde que la conocía, su vecina trababa de librarse de él; si eso seguía así, su autoestima iba a caer en picado y más ahora que estaba convencido de que la muy bruja se había dejado ganar para acabar de una vez.


—Está bien, me iré. Pero que conste que esto no va a quedar así. Tendremos que jugar otra vez.


—Cuando quieras —contestó Pau casi arrastrándolo hasta la puerta.


—¿Por qué tienes tanta prisa por librarte de mí? —preguntó el hombre, desconcertado.


—Es que, de repente, me han asaltado malos pensamientos. —Paula esbozó una sonrisa burlona y, sin darle tiempo para preguntar qué quería decir, le cerró la puerta en las narices.


Pedro se quedó quieto, mirando la puerta de madera con fijeza, mientras trataba de descifrar sus crípticas palabras. 


Su respiración se aceleró al entenderlas al fin, pero él lo achacó a la exasperación y se prometió que su perversa vecina se las pagaría: no solo volvería a ganarla al ajedrez de forma que no quedara ninguna duda acerca de su superioridad, sino que haría que se arrastrara ante él, suplicando su perdón por haber osado echar dos veces de su casa nada menos que a Pedro John Saint Clair Alfonso de Hallcourt Abbey. Con esos buenos propósitos en mente regresó a su casa, se puso los pantalones del pijama, se lavó los dientes y se metió en la cama, quedándose dormido en el acto


Al otro lado del tabique, su vecina recogía los restos de la cena. Mientras metía los platos sucios en el lavaplatos, Pau se preguntó qué mosca le había picado. Entendía la confusión de Pedro; ella misma estaba sorprendida de su comportamiento.


En un momento dado, había alzado la mirada del tablero y lo había visto ahí sentado, muy serio, pasándose las manos una y otra vez por su cabello gris, hasta que cada uno de sus cortos mechones apuntó en una dirección diferente. Los ojos plateados brillaban de excitación al pensar en la jugada que estaba a punto de realizar y lo encontró tan atractivo, que tuvo que sujetarse a los brazos de la silla para no alzarse por encima de la mesa y depositar un beso sobre esos labios firmes, ni muy gruesos ni muy delgados, que parecían llamarla.


Igual debería dejar de ver a su estirado vecino que, cuando perdía algo de su estiramiento, se convertía en un tipo adorable, se dijo. Ahora mismo no estaba preparada para tener un lío con ningún hombre, adorable o no, así que tal vez sería mejor no jugar con fuego. Tampoco era que le disgustase jugar con lo que fuera; le habría encantado coquetear un poco con él, intercambiar algún beso por aquí, un abrazo por allá... pero tenía claro que Pedro no era el tipo de hombre que se dejaba manejar y sabía que luego vendrían los problemas. Además, por lo poco que le había contado, estaba a punto de casarse con la bella Alicia. 


Paula cerró la puerta del lavavajillas con decisión y se prometió a sí misma que, entre Paula Chaves y el severo señor Alfonso, no ocurriría nada que no fuera completamente inocente. Orgullosa de su resolución, puso en marcha el electrodoméstico y se fue a acostar.

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