sábado, 24 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 14





A mediados de diciembre las temperaturas eran tan bajas que cuando Pau sacaba a pasear a Milo tenía que ponerse varias capas de ropa, además de un abrigado gorro, una bufanda de lana y gruesos guantes de esquiar.


Pedro no había vuelto a pasarse por su casa desde la noche en que la besó. Sin embargo, Pau le había visto salir un par de veces del portal, muy elegante, por lo que dedujo que había retomado su vida social. Ella tampoco podía quejarse, llevaba acudiendo a almuerzos y cenas de Navidad desde finales de noviembre y empezaba a estar saturada de tanta comida; además, estaba muy ocupada con la obra de teatro que sus alumnos iban a poner en escena antes de las vacaciones. Como era la profesora de arte, le había tocado encargarse del vestuario y los decorados, y aunque se estaba divirtiendo mucho, apenas le sobraba tiempo para nada.


Por eso se sorprendió cuando un viernes que había decidido quedarse en casa para dar los últimos toques a uno de los decorados escuchó el timbre de la puerta. Con cuidado, dejó el pincel encima de la paleta y salió a abrir, limpiándose las manos en la bata que utilizaba para pintar.


—Hola, Pedro, me alegro de volver a verte —saludó Paula sin que se le escapara el aspecto macilento de su vecino. Parecía agotado; tenía el corto cabello revuelto, sus ojos estaban irritados y muy brillantes y, a pesar de su piel bronceada, a su rostro asomaba una ligera palidez—. ¿Te encuentras bien? —preguntó, preocupada, y se hizo a un lado para dejarlo pasar.


—La verdad es que no. Disculpa que te moleste, Paula, pero venía a pedirte paracetamol o algo similar. No he encontrado nada en casa.


—¿Acabas de llegar?


—Sí, esta vez vengo de Sydney. Estoy un poco cansado —confesó, al tiempo que se pasaba una mano por la frente, en un claro gesto de agotamiento.


—No hace falta que lo jures, tienes un aspecto horrible.


—Vaya, muchas gracias —respondió él haciendo una mueca.


—Pasa y siéntate antes de que te desmayes. Si te caes, no seré capaz de levantarte del suelo.


Pedro estaba tan exhausto que obedeció sin rechistar; se derrumbó sobre uno de los confortables sillones del salón y cerró los ojos. Los abrió de nuevo al notar una mano fresca posada sobre su frente, a su lado Pau lo observaba frunciendo el ceño.


—Estás ardiendo de fiebre.


—Bueno, no será para tanto, dame una pastilla y no te molestaré más —respondió Pedro tratando de hacerse el fuerte, a pesar de que se sentía como una bayeta estrujada.


—No entiendo cómo puedes descuidarte tanto, Pedro, ¿sabes que, en cualquier momento, estas cosas pueden degenerar en una pulmonía? ¡Calla, no digas nada! —ordenó viendo que él abría la boca para contestar a su rapapolvo—. Te traeré algo.


Corrió a la cocina, calentó una taza de leche en el microondas, le añadió una cucharada de miel y de un armario sacó una caja de paracetamol. Lo puso todo en una bandeja y volvió al salón. Pedro se había aflojado la corbata y permanecía recostado en el sillón con los ojos cerrados. Cuando la oyó depositar la bandeja sobre la mesa, los volvió a abrir haciendo un esfuerzo.


—No quiero... —empezó, señalando el vaso de leche.


—¡Bébetelo o te obligaré! —Pedro percibió su mirada amenazadora y no intentó discutir.


—Está bien. Eres peor que una madrastra —gruñó sin querer admitir que, en el fondo, le agradaba que alguien se preocupase un poco por él para variar.


Se bebió la leche y se tomó un par de pastillas que Pau le colocó en la palma de la mano. Casi al instante empezó a sentirse mejor; estaba tan a gusto, que solo de pensar en ponerse en pie y volver a la soledad de su piso, le entraban escalofríos.


—Estás tiritando —afirmó ella como si leyera su mente—. No puedes pasar la noche solo en tu casa, será mejor que te quedes aquí.


—Tonterías —replicó él, a pesar de que le castañeteaban los dientes.


—Te quedarás en el sillón. —El tono de Pau no admitía discusión no admitía discusión.


Una vez más, Pedro se sintió incapaz de contradecirla.


—Te echaré una mano con la ropa —anunció Paula, resuelta.


Empezó quitándole los brillantes zapatos negros y los calcetines, luego le ayudó a desprenderse de la chaqueta y comenzó a desabotonar su camisa. Pedro intentó impedírselo sujetándole las manos débilmente, pero la joven se desasió y siguió con su tarea de una forma que a él le pareció completamente impersonal. Después le soltó el cinturón, pero cuando notó esos dedos hábiles tratando de desabrochar el botón de su pantalón, la protesta del hombre se hizo más enérgica.


—Tranquilo, tengo tres hermanos mayores. He ayudado a mi madre en innumerables ocasiones a desvestirlos cuando llegaban borrachos a casa.


Pedro observó su rostro, sereno y delicado, enmarcado por las sedosas ondas castañas.


—Yo me los quitaré. No soy un inválido.


—Como quieras —Paula se alejó con discreción, mientras él terminaba de desabrochárselos y se los quitaba con cierta dificultad.


Pedro tomó una suave manta escocesa que descansaba sobre uno de los brazos del sillón y se la echó por encima cubriendo su semidesnudez. Pau trajo una almohada, la acomodó bajo su cabeza y lo tapó un poco más con la manta.


—Será mejor que descanses, creo que es lo que más falta te hace en este momento —comentó arrodillada al lado del sillón, mientras le apartaba con suavidad el pelo de la frente.


La delicada caricia le hizo sumergirse en un agradable bienestar, así que cerró los ojos y, al poco tiempo, dormía como un recién nacido.


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