domingo, 7 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 21




Esa noche, cuando por fin se metió en la cama, Paula temblaba de cansancio. Durante la cena, Pedro le había dicho como si tal cosa que era una de las mujeres más honestas que conocía. No conseguía quitarse aquellas palabras de la cabeza.


Cerró los ojos, angustiada, pensando en lo deshonesta que había sido con él. Al principio, había pensado que su proposición de matrimonio era un insulto. Pedro planteaba la boda como un asunto de simple conveniencia. Si se casaba con él, su rutina no se vería perturbada; en cambio, si se tomaba una excedencia, su jefe tendría que buscar a alguien que la sustituyera en la oficina.


Luego, Pedro la había besado con tanta pasión que ella se derritió como una vela de cera junto a una hoguera. Nunca le había permitido a un hombre tales intimidades y, sin embargo, no se había sentido violenta ni azorada por sus caricias. Al contrario, había descubierto una nueva faceta de su ser.


Sabía que no habría detenido el curso natural del más delicioso encuentro amoroso que pudiera imaginar. Y no esperaba que fuera él quien lo detuviera, cuando era evidente que estaba tan excitado como ella.


Solo al ver que Pedro se apartaba de ella, había comprendido que aquel hombre, que proclamaba a voz en grito que no sabía lo que era el amor y que en varias ocasiones había afirmado que nunca se casaría, estaba a punto de desmentir ambas aseveraciones. Quería casarse con ella para protegerla de un acosador, pero se había apartado de ella para protegerla de sí mismo.


Paula pensó en los recuerdos que había atesorado de Pedro a lo largo de los años. Había empezado siendo su jefe y, al final, se había convertido en su amigo. En grado menor, se había convertido en su confidente, y ella en el de él.


Pocos matrimonios empezaban con fundamentos tan sólidos. Paula había comprendido que Pedro se tomaba en serio su proposición al ver cómo reaccionaba cuando le dijo que estaba de acuerdo en casarse con él. Al principio, se había mostrado aterrorizado, pero luego había apretado la mandíbula y había mantenido su palabra.


Pobrecito. Estaba muerto de miedo por tener que enfrentarse a aquella situación de intimidad, por la posibilidad de volverse vulnerable, de compartir su vida con otra persona. Y a pesar de todo, había mantenido su oferta en pie. Estaba decidido a hacer cuanto estuviera en su mano por protegerla.


Pedro era un hombre de palabra. Un hombre íntegro. Paula lo quería, desde luego. El peligro consistía en que él se diera cuenta. Si quería ver el pánico reflejado en el rostro de un hombre, lo único que tenía que hacer era declararle sus sentimientos.


De alguna manera tenía que ingeniárselas para fingir que no le daba importancia al asunto, que aquello era perfectamente normal. No sabía si sería tan buena actriz, pero sabía que debía intentarlo.


Quería que su matrimonio durara, no habían hablado de un acuerdo temporal. Trabajaban a gusto juntos. Y su pequeño encuentro de aquella tarde sugería que también eran compatibles en la cama. Tenían buenos cimientos sobre los que construir su unión. Paula debía plantearse su matrimonio como una obra de larga duración y armarse de paciencia, confiando en que quizás, algún día, Pedro confiaría en ella lo suficiente como para bajar la guardia. Sabría cuándo había llegado ese porque él se mostraría dispuesto a hablarle de su vida anterior. Por más que Pedro insistiera en que su pasado carecía de importancia, Paula sabía que no era así. El pasado seguía influyendo en su vida y en las decisiones que tomaba. O lo había hecho hasta ese día, cuando, al pedirle que se casara con él, había roto aquella pauta.


Paula sabía que, algún día, Pedro descubriría por sí mismo que sus viejas creencias habían limitado y constreñido sus posibilidades de encontrar la verdadera felicidad.





sábado, 6 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 20





A Pedro le sorprendía que no estuviera enfadada. Había pensado que estaría furiosa porque se hubiera aprovechado de su inocencia excitándola sin ofrecerle una culminación sexual satisfactoria. Siguió mirándola y dijo:
— ¿No crees que deberías pensártelo unos días?


Se sentía como un tonto por argumentar en contra de su propia sugerencia, en un esfuerzo por portarse bien con Paula. Casarse con ella era lo que más deseaba. Así que ¿por qué no cerraba la boca?


— Naturalmente, si fuera una proposición auténtica, me tomaría más tiempo para pensármelo, pero dadas las circunstancias... — su voz de desvaneció.


En fin, si iban a hablar del asunto, sería mejor que lo hicieran fuera del dormitorio.


Pedro la agarró de la mano y la llevó escaleras arriba, al cuarto de estar. En cuanto llegaron a lo alto de la escalera, le soltó la mano.


Sabía que su comportamiento era ridículo, pero el mero hecho de estar a unos pasos de ella lo turbaba. Se acercó a la puerta corredera de cristal y la abrió de par en par. 


Necesitaba aire fresco. Una brisa vespertina se coló en la habitación. Pedro señaló con la cabeza las sillas de la terraza.


— ¿Por qué no nos sentamos aquí fuera? —preguntó, saliendo a la terraza.


Ella lo siguió y se sentó frente a él. Su alegre falda se agitaba con la brisa y le recordaba los tesoros ocultos que no podía tocar. Pedro se aclaró la garganta y dijo:
—Bueno, ¿de qué estabas hablando? Mi proposición es tan auténtica como la que más.


Ella sonrió.


— Quizá. Lo que pretendía decir es que, dado que no nos casaríamos por las razones habituales, no hace falta pensárselo mucho. No quiero volver a mi apartamento más que para hacer la mudanza. Como bien decías, en tu casa hay sitio de sobra para los dos. Me parece que has tenido una idea muy sensata y razonable.


Pedro experimentó una profunda sensación de alivio. Sus músculos se relajaron y se recostó en la silla lanzando un suspiro. Luego, frunció el ceño. Un momento. Paula hablaba del asunto como si fuera un contrato comercial, con aquel tono profesional, diáfano y preciso.


Pedro la observó en silencio. Parecía relajada, apoyada cómodamente en la tumbona, como si disfrutara plácidamente de la tarde, de las vistas y, quizá, de la compañía. No tenía aspecto de ejecutiva con su blusa y su falda de colores. Sin embargo, su expresión era idéntica a la que solía mostrar en la oficina: apacible y serena. ¿Su encuentro sexual no la había afectado en absoluto?


Claro que sí, se dijo con impaciencia. Paula se había excitado tanto como él. Y, sin embargo, no mostraba signos de frustración. Había algo injusto en todo aquello. ¿Sabía Paula lo difícil que le había resultado apartarse de ella, tanto física como emocionalmente? Estaba claro que no.


De pronto se sintió desanimado, pero Paula no pareció notarlo.


— Supongo que tendremos que decidir cuándo y cómo nos casaremos —dijo, pensativa—. ¿Quieres invitar a algún familiar a la boda?


—No.


—En ese caso, no veo razón para celebraciones; ¿o tú sí? 
Mi familia lo entenderá perfectamente cuando les explique por qué nos hemos casado.


Él se mordió el labio inferior antes de hablar.


—No he pensado mucho en las formalidades que conlleva una boda. Solo pensaba en los resultados.


—No me sorprende, Pedro. Tú siempre piensas en los resultados — si el resultado era llevarse a Paual a la cama y retenerla allí unos cuantos días, o incluso semanas, decididamente estaba de acuerdo con aquella aseveración—. Pensemos dónde. En Texas hay que esperar tres días para casarse después de sacar la licencia matrimonial. No sé cómo será aquí, en Carolina del Norte. Como he traído el portátil, puedo mirarlo en Internet. Si no hay período de espera, podríamos casarnos mañana mismo y regresar inmediatamente a Dallas. ¿Qué prefieres hacer tú?


Paula hacía que todo aquello pareciera una reunión de negocios. Pedro se incorporó bruscamente. ¿Y qué?, se preguntó. ¿A él qué más le daba? Ciertamente, no quería una ceremonia sentimental en la que se juraran amor y devoción eterna. Paula lo conocía bien. Podía desentenderse del asunto y dejar que ella se ocupara de todos los detalles.


—Me da igual. Si vamos a casarnos, hagámoslo cuanto antes —dijo.


Ella balanceó las piernas sobre el lateral de la tumbona.


—Miraré qué nos conviene más —regresó al interior de la casa.


Pedro siguió contemplando el paisaje. La boda le interesaba menos que la luna de miel. Naturalmente, no tendrían una auténtica luna de miel. Debían volver a la oficina, el trabajo se les acumulaba. No sabía si era buena señal que no lo hubieran llamado de la oficina en las últimas veinticuatro horas. Quizá fuera mejor que llamara él, para comprobar si todo iba bien.


Entró en la casa. Paula ya estaba enganchada al teléfono. 


Pedro bajó las escaleras, entró en su habitación y tomó su teléfono móvil. Marcó un número grabado y aguardó a que Julia contestara.


—Hola, Pedro —dijo la secretaria alegremente—. ¿Qué tal van las cosas?


—Creo que ya está todo resuelto. Al menos, creo que Marcelo podrá acabar el trabajo sin necesidad de internamiento psiquiátrico, ¿Qué tal por ahí?


—Bien. Ha habido muchas llamadas, pero ninguna emergencia. Le he dicho a todo el mundo que podía localizarte si se trataba de algo urgente, pero me han dicho que esperarían a que volvieras.


—Bien —se quedó pensando un momento—. Julia, ¿alguna vez me he tomado vacaciones?


— ¿Vacaciones? —repitió la secretaria, como si no supiera si lo había oído bien.


—Sí.


—No, al menos desde que yo estoy aquí; pero, claro, de eso hace solo cinco años.


—Tomo nota. ¿Tú crees que la oficina se sumiría en el caos si me tomara unos días libres?


Ella contestó, riendo:
—Creo que podríamos apañárnoslas bastante bien sin ti, Pedro. Paula siempre se encarga de todo cuando tus viajes se alargan más de lo previsto.


— Sí —dijo él frunciendo el ceño—. Paula siempre está al pie.


— ¿Es que piensas irte de vacaciones? La verdad es que te vendría muy bien relajarte un poco y descansar.


— ¿Ah, sí?, ¿tú crees? ¿Y si cuando vuelva soy otro hombre? ¿Crees que podrás acostumbrarte?


—Bueno, lo cierto es que dudo que puedas mantenerte alejado de la oficina más de un par de días. No te imagino haraganeando en una playa perdida.


Él se echó a reír.


—No sabía que fuera tan predecible.


— ¿Paula sigue contigo?


—Claro. Ha sido de gran ayuda.


—Tengo un par de mensajes para ella. Uno es de su hermana, que llamó para preguntar por qué no contestaba al teléfono. Le dije que estaba fuera de la ciudad y me ofrecí a darle el número de allí, pero dijo que esperaría a que la llamara cuando volviera.


—Le daré el mensaje. Pásame con Rich. Nos mantendremos en contacto. Ya sabes dónde encontrarme.


—Claro. Espera, voy a pasarte con él. Tras una serie de pitidos y chasquidos, el jefe de administración se puso al teléfono. —Aquí Rich Harmon.


— Soy Pedro. ¿Qué tal va todo?


Rich le resumió lo que había pasado en la oficina durante su ausencia y le explicó cómo había conseguido hacerse con la situación. Pedro quedó impresionado. Rich parecía manejarse a la perfección en sus nuevas responsabilidades. Quizá, después de todo, no pasaría nada si se iba con Paula unos días.


Cuando Rich acabó, Pedro dijo:
— Saldremos mañana por la mañana, no sé a qué hora. Estaré en la oficina a media tarde, como mucho. Si hay algo que quieras que mire antes del lunes, déjamelo encima de la mesa.


Colgó y volvió a subir las escaleras. Paula levantó la mirada, que tenía fija en la pantalla del ordenador.


—Mira, esto es lo que he encontrado. Si queremos casarnos en Carolina del Norte, no hay período de espera. Tendremos que sacar la licencia en un juzgado. Podemos hacerlo mañana por la mañana. Con un poco de suerte, habrá alguien que pueda casarnos antes de que nos marchemos. ¿Qué te parece?


Pedro se le hizo un nudo en el estómago. Aquello era exactamente lo que quería. Aquel encogimiento de las tripas se debía sin duda a las lecciones que había recibido durante su infancia acerca de las mujeres.


Pero aquello era distinto. Si su padre conocía alguna vez a Paula, Dios no lo permitiera, descubriría que su teoría estaba equivocada. No todas las mujeres eran tan malas como su padre las pintaba. Naturalmente, Paula confundiría por completo a su padre. Era demasiado honesta para que Harold Freeland la entendiera. Su padre siempre juraba que no había mujer honesta.


Paula vería a través de Harold como si este fuera transparente. En otra época, Harold había ganado mucho dinero utilizando su encanto y su labia. Pero a Paula no podría estafarla. Ella vería al instante la vacuidad que se ocultaba bajo su fachada de gran señor.


A veces, Pedro soñaba que vivía aún con su padre y que lo seguía de ciudad en ciudad, huyendo de la policía o del sheriff.


— ¿Pedro?


Ah, sí. Paula le había hecho una pregunta, ¿no? Sobre su boda.


— Perdona, estaba pensando en otra cosa. Creo que tienes razón. Lo mejor es que nos casemos aquí y volvamos a Dallas mañana mismo. ¿Qué se necesita para sacar la licencia?


— Solo el permiso de conducir.


Él asintió. Bien. Su asistente había vuelto a encargarse de todos los detalles.


— ¿Dónde está el juzgado?


—En Asheville, así que no tendremos que desviarnos del camino —miró su reloj—. No sé tú, pero yo estoy muerta de hambre. ¿No te apetece tomar nuestra última cena antes del cumplimiento de la sentencia? —bromeó.


Él apretó la mandíbula.


— ¿Eso es lo que piensas de nuestra boda?


—No, en absoluto —contestó ella con ligereza—. Solo estaba bromeando. Llevas toda la tarde muy serio —se apoyó contra uno de los taburetes de la cocina—. Mira, si has cambiado de idea, lo entenderé perfectamente. Tengo otras opciones. Pensaba irme a casa de mi hermana una temporada. Cuando se canse de mí, podría irme donde mi hermano, que tiene una casa muy grande en el campo y que...


—Oye, no hay razón para que te pongas a la defensiva. Si quieres ir a visitar a tu hermana, no me importa. Mereces tomarte unas vacaciones... Lo cual me recuerda que Julia me ha dicho que tu hermana te llamó esta mañana.


—No me extraña. Le dejé un mensaje en el contestador, antes de saber que vendríamos aquí, diciéndole que tal vez fuera a visitarla.


— ¿Prefieres ir a visitarla a casarte conmigo?


— ¿Es que son cosas incompatibles? — ella sonrió — . ¿Sabes, Pedro?, empiezas a parecer un novio ansioso. Si no te conociera, pensaría que...


—Me conoces lo bastante bien como para saber que siempre mantengo mi palabra. Te hice una proposición. La aceptaste. Por la mañana le diremos a Marcelo que nos lleve al juzgado de Asheville. Después tomaremos un taxi hasta el aeropuerto. Ahora, vamonos a cenar.





BAJO AMENAZA: CAPITULO 19




Pasó lo que le parecieron horas bajo el chorro de agua fría, obligándose a dejar la mente en blanco y concentrándose en aplacar los deseos de su cuerpo. Había sido un idiota al pensar que Paula aceptaría casarse con él. Ella procedía de una buena familia. Él no sabía nada de la familia de sus padres, pero teniendo en cuenta las vivencias de su niñez, Paula seguramente no querría que su futura familia se contaminara con los genes de un desarrapado.


Y tenía razón, pensó, cerrando el grifo. Por supuesto que sí. 


Se secó con la toalla. Era una idea absurda. Eso era lo que pasaba cuando se pensaba con otras partes del cuerpo, y no con el cerebro: que uno se metía en un río.


Se vestiría y le pediría disculpas. Quizá Paula tuviera razón, a fin de cuentas. No les vendría mal pasar algún tiempo separados. No había razón para pensar que no podía vivir sin ella. Claro que podía. Y lo haría desde ese preciso momento.


Decidió afeitarse, recordando que había arañado con su barba la delicada tez de Paula. La llevaría a cenar a algún sitio bullicioso y poco romántico. A un sitio con mucha luz. 


Se había salvado por los pelos, había que reconocerlo. Todo ese rollo del amor era para otros. «Pero no para mí.»


Se vistió rápidamente. Se pasó una última vez el peine por el pelo y cruzó la habitación, sintiéndose en pleno dominio de sus emociones por primera vez desde hacía horas. Pero al abrir la puerta, se detuvo de golpe. Paula estaba allí, con la mano en vilo, lista para llamar a la puerta.


— ¡Ay! —exclamó ella, y se rió suavemente—. Casi te doy en el pecho.


—No importa. Eh, mira, Paula, sé que me he pasado de la raya y lo lamento. Te prometo que...


Ella le puso los dedos sobre los labios y dijo:
—Venía a decirte que, si tu oferta sigue en pie, creo que es buena idea que nos casemos.


¿Por qué no agarraba un bate de béisbol y lo golpeaba con él en la cabeza? De hacerlo, no lo habría dejado más sorprendido.


— ¿Casarnos? ¿Quieres casarte conmigo?


La sonrisa de Paula era tan dulce como la de un ángel.


—Creo que sí, señor Alfonso, creo que sí.





BAJO AMENAZA: CAPITULO 18




Ella alzó la cabeza y lo miró, atónita. Seguramente esperaba que él sonriera, que le quitara hierro a la situación, que le dijera que solo era una broma. Pero Pedro no sonrió. 


Nunca había hablado más en serio en toda su vida. Así que aguardó.


La voz de Paula sonó vacilante.


— ¿Cuántas veces, durante los años que hace que nos conocemos, me has dicho con toda convicción que el matrimonio no es para ti?


Él torció la boca.


—Digamos que no sé mucho del tema.


—No es solo eso y tú lo sabes. Has tenido muchas oportunidades de casarte desde que te conozco.


— Sí, pero verás... Tengo un problema. No confío en mucha gente. No, espera, déjame que te lo aclare. No confío en nadie salvo en ti.


—Oh, Pedro... —dijo ella, conmovida.


—Mira —añadió él rápidamente—, tú eres mi mejor amiga. Me conoces mejor que nadie. Naturalmente, sé que ese no es un buen argumento para casarse, pero al menos sabemos que no habrá sorpresas.


—Hablas en serio, ¿verdad? —preguntó ella lentamente, escudriñando su cara.


Pedro no le gustó la ternura de su voz. Ni su compasión. 


Quería ayudarla, no que se compadeciera de él.


Pedro sabía lo que quería. Quería que Paula Chaves viviera con él. La quería en su cama. Quería que ella fuera lo último que veía por las noches y lo primero por las mañanas. 


Quería abrazarla, enseñarle a hacerle el amor a un hombre. 


A hacerle el amor a él.


—Te he oído decir más de una vez que el amor no existe.


—Sí. ¿Y qué?


—De modo que lo que sugieres es que nos casemos para satisfacer nuestras necesidades físicas, pero sin involucrarnos sentimentalmente. ¿Es eso?


Él se encogió de hombros.


—Yo te respeto, Paula. Tú lo sabes. Y después de lo que ha pasado hoy, no creo que te quepa duda de que apenas puedo mantener las manos apartadas de ti. Creo que es mejor que nos casemos a arriesgarme a que me denuncies por acoso sexual en el trabajo.


Pedro sintió que le sudaba la frente, pero decidió no secársela, para que Paula no se diera cuenta de ello. Ella asintió.


—Ah, sí, ya entiendo la lógica de tu argumentación.


Él suspiró sintiendo que se quitaba un peso de encima.


—Así que... ¿estamos de acuerdo? — preguntó.


—No, Pedro. No puedo casarme contigo, pero agradezco tu amable ofrecimiento — se inclinó hacia delante como si fuera a levantarse.


— ¿De qué estás hablando? ¡No se trata de amabilidad! Lo digo en serio. Quiero casarme contigo, pero no voy a soltarte una sarta de palabras altisonantes que no significan nada. ¿Qué hay de malo en ello? — como Paula se había movido hacia delante, las rodillas de ambos se tocaban. Pedro se estremeció hasta los huesos al notar el calor de su contacto. La tomó de la mano y dijo—: No me cabe ninguna duda de que seremos tan compatibles en la cama como lo somos fuera de ella.


La tomó de la otra mano y, tirando de ella, la sentó en su regazo. Antes de que Paula pudiera decir nada, la besó. 


Sabía que aquello lo complicaría todo, pero necesitaba hacerlo. No podía permitir que se apartara de él. Debía convencerla de que su matrimonio funcionaría.


Paula se movió como si quisiera resistirse. Él siguió besándola con un ansia acumulada durante años. Dejó de luchar por mantener el control en cuanto ella le respondió, abriendo la boca ligeramente mientras le rodeaba el cuello con los brazos. «Me desea», pensó triunfalmente. Al menos, no lo negaba.


Pedro se dejó llevar por las sensaciones que lo embargaban. 


Percibía el tenue olor de su perfume, sentía la suavidad aterciopelada de la piel de Paula bajo su mano curtida, oyó la respiración agitada de ella cuando le desabrochó los botones de la blusa y dejó al descubierto sus pechos cubiertos de encaje. Bajó la cabeza y probó la piel que asomaba por encima del encaje, introduciendo la lengua bajo este hasta que tocó la punta del pezón erecto. Paula dejó escapar un gemido y, estremeciéndose, se rindió. 


Pedro sonrió. 


Todo saldría bien.


Paula lo ayudó a quitarle la blusa. Pedro se detuvo y miró sus mejillas encendidas y sus labios levemente hinchados. 


Nunca había sentido aquella necesidad de proteger a alguien.


Le desabrochó el sujetador y lo arrojó al suelo, recreándose al fin en la contemplación de su belleza. La alzó ligeramente sobre sus rodillas para besarle los pechos, al tiempo que le acariciaba la espalda desnuda. Buscó su boca de nuevo, saboreándola, deseando más.


Le subió la falda hasta los muslos y frotó la palma de la mano sobre sus rizos cubiertos de seda. Estaba húmeda y preparada para recibirlo. La tocó ligeramente, deslizando los dedos bajo el tejido finísimo. Ella se restregó contra su mano, dejando escapar leves gemidos bajo sus labios.


Necesitaba llevarla al piso de abajo, a la cama. Quería demostrarle cuánto la deseaba. Quería arrastrarla a un climax avasallador, hacerla gritar su nombre mientras se hundía profundamente en su interior.


Las palabras que ella le había dicho resonaban en su cabeza: Paula quería respetarse a sí misma. Quería poder mirarse al espejo cada mañana.


¿Qué demonios estaba haciendo? Paula se merecía algo mejor que aquello. Era una dama y merecía su respeto, aunque no pudiera ofrecerle su amor.


Mascullando una maldición, retiró la mano y le bajó la falda. 


La abrazó con fuerza, no queriendo separarse de ella todavía. Paula se quedó entre sus brazos, con las manos crispadas sobre su espalda y el cuerpo estremecido de deseo.


Pedro se sentía rastrero, un sentimiento completamente nuevo para él. No podía tratar a Paula con semejante ligereza. No. Paula era su mejor amiga. Su única amiga. No podía seducirla. Se odiaría a sí mismo, si lo hacía.


La besó y la acarició suavemente, aplacando el fuego que ardía entre ellos. No le robaría su inocencia. Sentía vergüenza por haber considerado, aunque hubiera sido momentáneamente, que podía utilizar la seducción para convencerla de que se casara con él. Deslizó las manos por sus hombros y su espalda, intentando pensar en cualquier cosa menos en la mujer que tenía entre los brazos. Cuando al fin dejó de besarla, ella tenía los ojos cerrados. Su boca parecía levemente hinchada; sus mejillas, arañadas por la barba de Pedro.


Debería haberse afeitado. Debería haber hecho muchas cosas antes de dar aquel paso. Paula tenía razones de sobra para odiarlo por lo que le había hecho. Pero Pedro confiaba en que supiera perdonarlo.


—Perdóname —musitó.


Ella abrió los ojos lentamente y le sonrió. Aquella leve sonrisa se convirtió al instante en una risa de placer sensual. Pedro sintió ganas de tomarla de nuevo entre sus brazos, de llevarla a la cama y olvidarse de las consecuencias.


— ¿Perdonarte por qué? —preguntó ella con voz ronca e indolente.


—Por sobrepasarme. No quiero seducirte para convencerte de que te cases conmigo.


— Qué caballeroso por tu parte —se mofó ella, deslizando la palma de la mano por su mejilla rasposa.


—Creo que lo estoy haciendo todo mal. Debería haberte llevado a cenar. Y haberte regalado un anillo...


— ¿No decías que todo ese rollo te molesta?


Él la miró inquisitivamente. No parecía enfadada. En realidad, parecía que iba a ponerse a ronronear en cualquier momento. Pedro temió ponerse en ridículo si no se levantaba de sus rodillas. Inmediatamente.


La hizo levantarse y se puso en pie, pero no pudo disimular su erección. Ella pareció fascinada al ver el estado en el que se encontraba.


—Enseguida vuelvo —masculló él, pasando a su lado. En cuando cerró la puerta de su dormitorio, empezó a desvestirse. Se metió en el cuarto de baño y abrió al máximo el grifo de agua fría de la ducha.


Qué comportamiento tan ridículo, pensó mientras se metía debajo del chorro helado. Nunca había tenido que darse una ducha fría para aplacar su ardor sexual. ¿Por qué? Porque nunca se había detenido en medio del acto sexual, por eso. 



¿Qué le pasaba?


Paula era una mujer adulta, y parecía dispuesta a dar el paso siguiente. ¿Por qué no había tomado lo que ella le ofrecía? De haberlo hecho, no sentiría tanto dolor como sentía en ese momento. ¿Todavía intentaba protegerla? 


Tenía gracia. Nunca en su vida había sentido la necesidad de proteger a alguien.