sábado, 6 de agosto de 2016
BAJO AMENAZA: CAPITULO 18
Ella alzó la cabeza y lo miró, atónita. Seguramente esperaba que él sonriera, que le quitara hierro a la situación, que le dijera que solo era una broma. Pero Pedro no sonrió.
Nunca había hablado más en serio en toda su vida. Así que aguardó.
La voz de Paula sonó vacilante.
— ¿Cuántas veces, durante los años que hace que nos conocemos, me has dicho con toda convicción que el matrimonio no es para ti?
Él torció la boca.
—Digamos que no sé mucho del tema.
—No es solo eso y tú lo sabes. Has tenido muchas oportunidades de casarte desde que te conozco.
— Sí, pero verás... Tengo un problema. No confío en mucha gente. No, espera, déjame que te lo aclare. No confío en nadie salvo en ti.
—Oh, Pedro... —dijo ella, conmovida.
—Mira —añadió él rápidamente—, tú eres mi mejor amiga. Me conoces mejor que nadie. Naturalmente, sé que ese no es un buen argumento para casarse, pero al menos sabemos que no habrá sorpresas.
—Hablas en serio, ¿verdad? —preguntó ella lentamente, escudriñando su cara.
A Pedro no le gustó la ternura de su voz. Ni su compasión.
Quería ayudarla, no que se compadeciera de él.
Pedro sabía lo que quería. Quería que Paula Chaves viviera con él. La quería en su cama. Quería que ella fuera lo último que veía por las noches y lo primero por las mañanas.
Quería abrazarla, enseñarle a hacerle el amor a un hombre.
A hacerle el amor a él.
—Te he oído decir más de una vez que el amor no existe.
—Sí. ¿Y qué?
—De modo que lo que sugieres es que nos casemos para satisfacer nuestras necesidades físicas, pero sin involucrarnos sentimentalmente. ¿Es eso?
Él se encogió de hombros.
—Yo te respeto, Paula. Tú lo sabes. Y después de lo que ha pasado hoy, no creo que te quepa duda de que apenas puedo mantener las manos apartadas de ti. Creo que es mejor que nos casemos a arriesgarme a que me denuncies por acoso sexual en el trabajo.
Pedro sintió que le sudaba la frente, pero decidió no secársela, para que Paula no se diera cuenta de ello. Ella asintió.
—Ah, sí, ya entiendo la lógica de tu argumentación.
Él suspiró sintiendo que se quitaba un peso de encima.
—Así que... ¿estamos de acuerdo? — preguntó.
—No, Pedro. No puedo casarme contigo, pero agradezco tu amable ofrecimiento — se inclinó hacia delante como si fuera a levantarse.
— ¿De qué estás hablando? ¡No se trata de amabilidad! Lo digo en serio. Quiero casarme contigo, pero no voy a soltarte una sarta de palabras altisonantes que no significan nada. ¿Qué hay de malo en ello? — como Paula se había movido hacia delante, las rodillas de ambos se tocaban. Pedro se estremeció hasta los huesos al notar el calor de su contacto. La tomó de la mano y dijo—: No me cabe ninguna duda de que seremos tan compatibles en la cama como lo somos fuera de ella.
La tomó de la otra mano y, tirando de ella, la sentó en su regazo. Antes de que Paula pudiera decir nada, la besó.
Sabía que aquello lo complicaría todo, pero necesitaba hacerlo. No podía permitir que se apartara de él. Debía convencerla de que su matrimonio funcionaría.
Paula se movió como si quisiera resistirse. Él siguió besándola con un ansia acumulada durante años. Dejó de luchar por mantener el control en cuanto ella le respondió, abriendo la boca ligeramente mientras le rodeaba el cuello con los brazos. «Me desea», pensó triunfalmente. Al menos, no lo negaba.
Pedro se dejó llevar por las sensaciones que lo embargaban.
Percibía el tenue olor de su perfume, sentía la suavidad aterciopelada de la piel de Paula bajo su mano curtida, oyó la respiración agitada de ella cuando le desabrochó los botones de la blusa y dejó al descubierto sus pechos cubiertos de encaje. Bajó la cabeza y probó la piel que asomaba por encima del encaje, introduciendo la lengua bajo este hasta que tocó la punta del pezón erecto. Paula dejó escapar un gemido y, estremeciéndose, se rindió.
Pedro sonrió.
Todo saldría bien.
Paula lo ayudó a quitarle la blusa. Pedro se detuvo y miró sus mejillas encendidas y sus labios levemente hinchados.
Nunca había sentido aquella necesidad de proteger a alguien.
Le desabrochó el sujetador y lo arrojó al suelo, recreándose al fin en la contemplación de su belleza. La alzó ligeramente sobre sus rodillas para besarle los pechos, al tiempo que le acariciaba la espalda desnuda. Buscó su boca de nuevo, saboreándola, deseando más.
Le subió la falda hasta los muslos y frotó la palma de la mano sobre sus rizos cubiertos de seda. Estaba húmeda y preparada para recibirlo. La tocó ligeramente, deslizando los dedos bajo el tejido finísimo. Ella se restregó contra su mano, dejando escapar leves gemidos bajo sus labios.
Necesitaba llevarla al piso de abajo, a la cama. Quería demostrarle cuánto la deseaba. Quería arrastrarla a un climax avasallador, hacerla gritar su nombre mientras se hundía profundamente en su interior.
Las palabras que ella le había dicho resonaban en su cabeza: Paula quería respetarse a sí misma. Quería poder mirarse al espejo cada mañana.
¿Qué demonios estaba haciendo? Paula se merecía algo mejor que aquello. Era una dama y merecía su respeto, aunque no pudiera ofrecerle su amor.
Mascullando una maldición, retiró la mano y le bajó la falda.
La abrazó con fuerza, no queriendo separarse de ella todavía. Paula se quedó entre sus brazos, con las manos crispadas sobre su espalda y el cuerpo estremecido de deseo.
Pedro se sentía rastrero, un sentimiento completamente nuevo para él. No podía tratar a Paula con semejante ligereza. No. Paula era su mejor amiga. Su única amiga. No podía seducirla. Se odiaría a sí mismo, si lo hacía.
La besó y la acarició suavemente, aplacando el fuego que ardía entre ellos. No le robaría su inocencia. Sentía vergüenza por haber considerado, aunque hubiera sido momentáneamente, que podía utilizar la seducción para convencerla de que se casara con él. Deslizó las manos por sus hombros y su espalda, intentando pensar en cualquier cosa menos en la mujer que tenía entre los brazos. Cuando al fin dejó de besarla, ella tenía los ojos cerrados. Su boca parecía levemente hinchada; sus mejillas, arañadas por la barba de Pedro.
Debería haberse afeitado. Debería haber hecho muchas cosas antes de dar aquel paso. Paula tenía razones de sobra para odiarlo por lo que le había hecho. Pero Pedro confiaba en que supiera perdonarlo.
—Perdóname —musitó.
Ella abrió los ojos lentamente y le sonrió. Aquella leve sonrisa se convirtió al instante en una risa de placer sensual. Pedro sintió ganas de tomarla de nuevo entre sus brazos, de llevarla a la cama y olvidarse de las consecuencias.
— ¿Perdonarte por qué? —preguntó ella con voz ronca e indolente.
—Por sobrepasarme. No quiero seducirte para convencerte de que te cases conmigo.
— Qué caballeroso por tu parte —se mofó ella, deslizando la palma de la mano por su mejilla rasposa.
—Creo que lo estoy haciendo todo mal. Debería haberte llevado a cenar. Y haberte regalado un anillo...
— ¿No decías que todo ese rollo te molesta?
Él la miró inquisitivamente. No parecía enfadada. En realidad, parecía que iba a ponerse a ronronear en cualquier momento. Pedro temió ponerse en ridículo si no se levantaba de sus rodillas. Inmediatamente.
La hizo levantarse y se puso en pie, pero no pudo disimular su erección. Ella pareció fascinada al ver el estado en el que se encontraba.
—Enseguida vuelvo —masculló él, pasando a su lado. En cuando cerró la puerta de su dormitorio, empezó a desvestirse. Se metió en el cuarto de baño y abrió al máximo el grifo de agua fría de la ducha.
Qué comportamiento tan ridículo, pensó mientras se metía debajo del chorro helado. Nunca había tenido que darse una ducha fría para aplacar su ardor sexual. ¿Por qué? Porque nunca se había detenido en medio del acto sexual, por eso.
¿Qué le pasaba?
Paula era una mujer adulta, y parecía dispuesta a dar el paso siguiente. ¿Por qué no había tomado lo que ella le ofrecía? De haberlo hecho, no sentiría tanto dolor como sentía en ese momento. ¿Todavía intentaba protegerla?
Tenía gracia. Nunca en su vida había sentido la necesidad de proteger a alguien.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario