domingo, 7 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 21




Esa noche, cuando por fin se metió en la cama, Paula temblaba de cansancio. Durante la cena, Pedro le había dicho como si tal cosa que era una de las mujeres más honestas que conocía. No conseguía quitarse aquellas palabras de la cabeza.


Cerró los ojos, angustiada, pensando en lo deshonesta que había sido con él. Al principio, había pensado que su proposición de matrimonio era un insulto. Pedro planteaba la boda como un asunto de simple conveniencia. Si se casaba con él, su rutina no se vería perturbada; en cambio, si se tomaba una excedencia, su jefe tendría que buscar a alguien que la sustituyera en la oficina.


Luego, Pedro la había besado con tanta pasión que ella se derritió como una vela de cera junto a una hoguera. Nunca le había permitido a un hombre tales intimidades y, sin embargo, no se había sentido violenta ni azorada por sus caricias. Al contrario, había descubierto una nueva faceta de su ser.


Sabía que no habría detenido el curso natural del más delicioso encuentro amoroso que pudiera imaginar. Y no esperaba que fuera él quien lo detuviera, cuando era evidente que estaba tan excitado como ella.


Solo al ver que Pedro se apartaba de ella, había comprendido que aquel hombre, que proclamaba a voz en grito que no sabía lo que era el amor y que en varias ocasiones había afirmado que nunca se casaría, estaba a punto de desmentir ambas aseveraciones. Quería casarse con ella para protegerla de un acosador, pero se había apartado de ella para protegerla de sí mismo.


Paula pensó en los recuerdos que había atesorado de Pedro a lo largo de los años. Había empezado siendo su jefe y, al final, se había convertido en su amigo. En grado menor, se había convertido en su confidente, y ella en el de él.


Pocos matrimonios empezaban con fundamentos tan sólidos. Paula había comprendido que Pedro se tomaba en serio su proposición al ver cómo reaccionaba cuando le dijo que estaba de acuerdo en casarse con él. Al principio, se había mostrado aterrorizado, pero luego había apretado la mandíbula y había mantenido su palabra.


Pobrecito. Estaba muerto de miedo por tener que enfrentarse a aquella situación de intimidad, por la posibilidad de volverse vulnerable, de compartir su vida con otra persona. Y a pesar de todo, había mantenido su oferta en pie. Estaba decidido a hacer cuanto estuviera en su mano por protegerla.


Pedro era un hombre de palabra. Un hombre íntegro. Paula lo quería, desde luego. El peligro consistía en que él se diera cuenta. Si quería ver el pánico reflejado en el rostro de un hombre, lo único que tenía que hacer era declararle sus sentimientos.


De alguna manera tenía que ingeniárselas para fingir que no le daba importancia al asunto, que aquello era perfectamente normal. No sabía si sería tan buena actriz, pero sabía que debía intentarlo.


Quería que su matrimonio durara, no habían hablado de un acuerdo temporal. Trabajaban a gusto juntos. Y su pequeño encuentro de aquella tarde sugería que también eran compatibles en la cama. Tenían buenos cimientos sobre los que construir su unión. Paula debía plantearse su matrimonio como una obra de larga duración y armarse de paciencia, confiando en que quizás, algún día, Pedro confiaría en ella lo suficiente como para bajar la guardia. Sabría cuándo había llegado ese porque él se mostraría dispuesto a hablarle de su vida anterior. Por más que Pedro insistiera en que su pasado carecía de importancia, Paula sabía que no era así. El pasado seguía influyendo en su vida y en las decisiones que tomaba. O lo había hecho hasta ese día, cuando, al pedirle que se casara con él, había roto aquella pauta.


Paula sabía que, algún día, Pedro descubriría por sí mismo que sus viejas creencias habían limitado y constreñido sus posibilidades de encontrar la verdadera felicidad.





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